Capítulo treinta y tres


Capítulo treinta y tres

—Comprendo que sea un fastidio, pero no puede hablarse de delito, ¿entiende lo que quiero decir?

El teniente Bud Hunsaker, del Departamento de Policía de San Antonio, llevaba pantalones a cuadros y botas de piel de lagarto negras con pespuntes blancos. La camisa blanca, de manga corta, se ceñía sobre su vientre de bebedor de cerveza rodeado por cinturón de cuero con tachuelas. La corbata, corta y con aguja, reposaba, torcida, sobre el pecho. La obesidad, las mejillas rojizas y la pesada respiración lo hacían el perfecto candidato a un infarto.

Desde el momento en que Cat entró en su oficina masticaba un puro apagado y, por la dirección de su mirada, el diálogo parecía mantenerlo con las rodillas de Cat.

Ahora apoyó los gordezuelos antebrazos sobre la mesa y inclinó hacia adelante.

—Y dígame, ¿cómo es Doug Speer? Como persona, quiero decir. No le veo la gracia a que se equivoque en la previsión meteorológica y, encima, se lo tome a broma.

—Doug Speer está en otra emisora; no lo conozco —contestó Cat con una débil sonrisa.

—Ah, ya. Con los hombres del tiempo siempre me ocurre lo mismo. Confundo a unos con otros.

—Por favor, teniente, ¿podríamos volver a esto?

Indicó los recortes que estaban sobre la mesa.

Hunsaker manoseó el puro.

—Señorita Delaney: una mujer famosa como usted ya debería contar con este tipo de cosas.

—Ya lo sé, teniente. Cuando interpretaba Passages recibía toneladas de correo, incluyendo diversas proposiciones de matrimonio. Un hombre llegó a escribirme cien cartas.

—¿ Lo ve?

Sonriendo de oreja a oreja, se reclinó en el asiento como si ella le diera la razón.

—Pero una propuesta de matrimonio no es una amenaza. Ni tampoco las cartas que alaban o critican mi actuación. Yo creo que esto son amenazas veladas. Especialmente la última.

Separó la necrológica.

—¿Qué piensa hacer?

El teniente se removió, incómodo, en el sillón, que rechinó corno protesta. Cogió la hoja mecanografiada a un solo espacio y volvió a leerla. A Cat no se le pasó por alto que su interés era fingido; le estaba siguiendo la corriente. Ya se había formado una opinión y nada que no fuera una amenaza directa iba a ha­cerle cambiar de idea.

El hombre carraspeó y dijo:

—Tal y como yo lo veo, se trata de algún demente que quiere ponerla nerviosa.

—Bueno, pues lo está haciendo bien, ya que estoy nerviosa. He acudido a ustedes para que descubran al demente y deje de molestarme.

—No es tan fácil como parece.

—No parece fácil. Si lo fuera, ya lo haría yo misma. La policía dispone de medios para solucionar este tipo de situaciones. Los ciudadanos de a pie, no.

—¿Qué cree que debemos hacer?

—¡Yo qué sé! ¿No pueden seguir la pista del matasellos? ¿O buscar la máquina de escribir? ¿O la marca del papel? ¿O si hay huellas en el papel?

El teniente sonrió y le guiñó un ojo.

—Señora, usted ha visto demasiadas películas de polis.

Cat sentía ganas de insultarlo hasta que levantase su gordo culo y dejara de andarse por las ramas. Pero dar la impresión de una histérica sólo confirmaría su opinión de que estaba levan­tando polvareda por tres o cuatro ridículos anónimos.

—Teniente, no me trate con esa condescendencia.

A Hunsaker se le borró la sonrisa.

—Oiga, yo no...

—Sólo le ha faltado darme una palmadita en el hombro.

»Soy una persona adulta, sensata y con capacidad de deduc­ción, ya que, aparte de útero, tengo cerebro. No estoy con el sín­drome premenstrual ni suelo tomar alcohol o drogas. Las dife­rencias entre usted y yo son tantas que podríamos llenar una enciclopedia, pero la menos importante es que yo llevo faldas y usted pantalones.

»Y, ahora, o tira ese asqueroso puro y empieza a tomarse mi problema en serio o presentaré una queja a su superior. Tiene que haber algún sistema para descubrir al responsable de esto.

El teniente tenía el rostro del color de la cera; sabía que lo tenía atrapado. Enderezó la nuca para aliviar la rigidez cuello de la camisa, se estiró la corbata y se sacó el puro de boca, guardándolo dentro de un cajón.

—¿Sabe de alguien que pueda guardarle rencor?

—No, a menos que...

Vaciló antes de informarle de sus sospechas, ya que no nada que las apoyara.

—¿A menos que...?

—Hay una empleada en la WWSA, una joven. Le he sido antipática desde el primer día que empecé a trabajar en la emisora.

Le explicó sus malas relaciones con Melia King.

—Me confesó que había tirado las medicinas, pero no creo que pueda haber manipulado un foco del estudio para que cayese. Volvieron a contratarla poco después de que yo la despidiera y, según parece, está contenta en su nuevo puesto. La veo cada día, aunque apenas nos dirigimos la palabra. No me cae bien pero estoy casi segura de que su resentimiento no tiene nada que ver con mi trasplante.

—¿Una tía fea?

—¿Cómo dice?

—¿Qué aspecto tiene? Podría ser un adefesio.

Cat negó con la cabeza.

—Es una chica espléndida y atrae a los hombres.

—Tal vez no quiere competencia.

Su expresión era maliciosa. Cat evitó que siguiera por ese camino con una pétrea mirada de sus ojos azules. El teniente volvió a repantigarse en el sillón. Cogió la necrológica.

—El lenguaje es algo... inculto.

—Ya me he dado cuenta; no parece de periódico.

—Y tampoco explica la causa de la muerte.

—Porque eso podría ponerme en alerta. Sabría lo que me es­peraba.

—¿Nadie se le ha acercado amenazándola ni ha visto a merodeando por su casa o algo parecido?

—Aún no.

Hunsaker gruñó, frunció los labios y exhaló un suspiro. Para ganar tiempo releyó los otros recortes y, antes de hablar, carras­peó.

—Son de diversas partes del país. El hijo de puta ha estado muy ocupado.

—Lo cual me parece que lo hace aún más peligroso —dijo Cat—. Es evidente que está obsesionado con el destino de esos trasplantados. Sea o no el responsable de su muerte, ha recorrido muchos kilómetros para seguirles la pista.

—¿Cree que él estaba detrás de esos supuestos accidentes?

El tono de voz del teniente daba a entender que él no apoyaba esa teoría.

Cat no estaba tampoco muy segura, por lo que evitó una res­puesta directa.

—Me parece significativo que las fechas de sus muertes coin­cidan con el aniversario de los trasplantes, que también coincide con el del mío. Es demasiada casualidad que sea una simple coincidencia.

Frunció el ceño, pensativo.

—¿Conoce a la familia de su donante?

—¿Piensa que pueda haber una relación?

—Es una suposición tan aceptable como cualquier otra. ¿Qué sabe de su donante?

—Nada. Hasta hace poco, nunca quise saber nada. Pero ayer me puse en contacto con el banco de órganos que consiguió mi corazón y pregunté si la familia del donante había hecho averi­guaciones sobre mí. Están buscando en los archivos de la agencia que recogió el corazón, así que pasarán unos días antes de que tenga una respuesta. Si nadie ha preguntado por mi identidad, sabremos que ésa es una pista falsa.

—¿Por qué?

—Son sus normas. La identidad de donantes y receptores es estrictamente confidencial a menos que ambas partes pregunten por la otra. Sólo entonces las agencias proporcionan informa­ción. Corresponde a los individuos decidir si se ponen o no en contacto entre ellos.

—¿Es ésa la única forma de que alguien pueda saber quién recibió un corazón específico?

—A menos que sea capaz de introducirse en el ordenador cen­tral de Virginia y averiguar el número de UNOS.

—¿Qué es eso?

Le explicó lo que Dean le había explicado pocos días antes:

—UNOS es la red de agencias que comparte e intercambia órganos. A cada donante de órganos y tejidos se le asigna un nú­mero inmediatamente después de la extirpación. El número se codifica con el año, día, mes y la cronología de cuándo se extir­paron y fueron aceptados por un banco de órganos. Es un me­canismo de seguridad para evitar el mercado negro.

El hombre se restregó la cara.

—Joder, ese tío tiene que ser listo.

—Es lo que he intentado decirle.

Cuantas más hipótesis aparecían, más asustada estaba.

—Teniente, estamos en un círculo vicioso. ¿Qué piensa hacer para encontrarlo antes de que él me encuentre a mí?

—Con toda franqueza, señorita Delaney: no hay mucho que podamos hacer.

—Hasta que la diñe en algún extraño accidente, ¿verdad?

—Calma, tranquila.

—Estoy tranquila —se levantó para marcharse—.Y, por desgracia, usted también.

El policía se movió con mayor rapidez de la que ella le creía capaz, rodeó la mesa y le bloqueó la salida.

—Tengo que admitir que es incomprensible, pero por ahora su vida no ha corrido peligro ni se ha cometido ningún delito. Y ni siquiera sabemos si en esas otras muertes intervino una mano extraña, ¿no?

—No —admitió lacónica.

—Aun así no quiero que se vaya pensando que no la tomo en serio. A ver qué le parece esto. ¿Qué tal si designo un coche patrulla para que vigile su calle durante las próximas semanas y no pierda de vista su casa?

Era para partirse de risa. Ese hombre no entendía nada. La persona que la acechaba era demasiado inteligente como para dejarse atrapar por un coche patrulla.

—Muchas gracias, teniente. Le agradeceré cualquier tipo de ayuda que pueda proporcionarme.

—Para eso estamos. Lo más probable es que alguien quiera asustarla, ponerle los pelos de punta. Ya sabe.

Con ganas de salir corriendo, asintió.

El teniente creía haber resuelto el problema e hizo un gesto galante al disponerse a abrir la puerta.

—No dude en llamarme si me necesita.

Claro que le llamaré. ¿Y de qué me servirá?

—Le agradezco que me haya recibido tan rápido, teniente Hunsaker.

—En persona es usted aún más bonita que en la tele.

—Gracias.

—Ah, antes de que se vaya... No cada día entra una persona famosa en mi despacho. ¿Le importaría darme su autógrafo para mi mujer? Estará encantada. A nombre de Doris, por favor. Y no estaría de más que añadiera Bud, si no es mucho pedir.



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