Capítulo cincuenta y tres


Capítulo cincuenta y tres

—Te dije que no entraras aquí.

Cat tenía la boca seca, pero en vez de demostrar su miedo pasó a la ofensiva.

—¿Qué es todo esto? ¿Cómo lo has recopilado? ¿Qué signi­fica? ¿Ya te interesaban los trasplantes de corazón mucho antes de conocerme? ¿Quién era Amanda?

—No debiste meter las narices en mis archivos personales.

—Quiero saber por qué los tienes, Alex. ¿Quién era Amanda?

—Una mujer a la que quise.

—Íntimamente ligada a ti.

—Sí.

—Y murió.

—Sí.

Por la espalda, agarraba los bordes de la mesa.

—Según el certificado de defunción murió horas antes de mi trasplante. ¿Era una donante de corazón?

Al cabo de unos instantes asintió.

—¿Por qué nunca me hablaste de ella? ¡Espera!

Estaba tan confundida que le suponía un enorme esfuerzo coordinar sus pensamientos. Algo se había disparado en su me­moria con respecto a una conversación de un par de noches atrás.

—El choque múltiple en la autopista —exclamó——. Jeff lo mencionó cuando yo ya lo había olvidado. ¿Amanda fue una de las víctimas?

—No.

—Alex, ¿quién era? ¡Dímelo! Ibais de vacaciones juntos. Debía de ser una relación estable.

—Lo era, y mucho.

A Cat se le saltaban las lágrimas.

—Tuviste una relación muy estable con una donante y nunca me dijiste nada. ¿Por qué?

—Ahora ya no importa.

—Pues yo creo que importa mucho. De lo contrario me ha­brías hablado de ella, igual que hiciste en el caso de Sparky y Judy Reyes. ¿Por qué no sé quién era Amanda?

Cat ya no soportaba más la situación.

—¿Cómo murió?

—Cat.......

—¡Contéstame! ¿Cómo murió?

—De una embolia cerebral, durante el parto.

—¿Parto?

Cat estaba al borde de la histeria.

—¿ Y el bebé?

—Mi hijo nació muerto. Se estranguló con el cordón umbili­cal.

Cat no pudo evitar un gemido.

—Tu hijo. ¿Amanda era tu esposa?

—No llegamos a casarnos.

—Bueno, eso es una formalidad. Teníais un compromiso mu­tuo.

—Total y absoluto.

—La amabas.

—Habría dado mi vida por ella.

Cat apartó las lágrimas que le rodaban por las mejillas.

—Y crees que llevo su corazón.

Alex avanzó con los brazos extendidos, pero ella volvió a re­troceder.

—Cat, ya está bien, no me tengas miedo. Cálmate y escucha.

—¡Pero si sé escuchar! Soy una ingenua que me creo todo lo que me dicen. Nunca busco dobles significados ni agendas ocul­tas. Confío a ciegas —dijo con una risita sarcástica.

Sentía una opresión en el pecho; estaba herida en lo más pro­fundo de su ser.

—¡Eres un miserable hijo de puta que me has estado ha­ciendo el amor porque se lo hacías a Amanda!

—Escúchame...

—¡No! ¡Ya estoy harta de escucharte! ¡Cuándo pienso en lo bien planeado que lo tenías...! Ha sido una charada de primer premio. Nuestro encuentro y lo que ha venido después.

—Sí —admitió Alex.

Cat estaba soportando lo insoportable.

—Irene y Charlie Walters habían solicitado la adopción de uno de los niños —se apresuró a añadir—. Confiaba en conocerte a través de ellos. Pero no tenía previsto que el hermano de Irene, que vive en Atlanta, se pusiera enfermo, ni que aparecieras aque­lla mañana.

—No me lo creo.

—Pero allí estabas y, al instante, sentí algo... Y tú también.

—Ya. Amor a primera vista. ¿Crees que el corazón de Amanda te hizo una indicación cuando te vi?

Se removió los cabellos.

—Pues ya no sé qué pensar. Pero estoy enamorado de ti.

—No. Sigues enamorado de Amanda.

—Lo que hice fue...

—Despreciable, juego sucio, repugnante. ¡Una cabronada!

—¡Lo acepto! Sí, soy un cabrón; ya lo admití hace tiempo.

Ya no dijo más. Agachó la cabeza y se quedó mirando al suelo. Al cabo de unos minutos levantó los ojos y, en voz baja, dijo:

—Para que puedas perdonarme, primero tendrás que enten­der cuánto la quise.

Cat estaba demasiado trastornada para poder hablar y él aprovechó su silencio para defenderse.

—Amanda me presionaba para que nos casáramos, pero yo me negaba debido a mi trabajo. A veces pasaba varios días se­guidos fuera de casa. Cuando salía por la puerta, ella no sabía si volvería a verme vivo. Esa clase de vida es un infierno para una relación de pareja. Quería que se sintiese libre para que pudiera marcharse cuando quisiera. Sin papeleos.

»Poco después de que ocurriera ese feo asunto en el depar­tamento, se quedó embarazada. Yo, al principio, estaba contra­riado; después, asustado. Pero ella estaba tan contenta que, poco a poco, llegó a gustarme la idea: esa nueva vida era como un destello de esperanza.

»Cuando me comunicaron que iba de parto, salí pitando ha­cia el hospital, pero quedé retenido por el choque múltiple en la autopista. Cuando conseguí llegar allí...

Se restregó los ojos antes de seguir.

—Me puse como loco cuando el médico me comunicó que ha­bían diagnosticado muerte cerebral.

Cat aún tenía los ojos llorosos, pero ya no estaba furiosa, sino conmovida por la trágica historia. De vez en cuando, hipaba.

—Entonces se presentó la empleada del banco de órganos. No me presionó, debo reconocerlo. Se disculpó por la intrusión en momentos tan difíciles, pero me recordó que Amanda había he­cho constar en el permiso de conducir que, si le ocurría algo, quería ser donante de órganos.

»Eso está considerado un documento legal, pero, incluso así, me dijo que no procederían a retirar los órganos sin mi consen­timiento. Amanda no tenía familiares vivos, por lo que la deci­sión era sólo mía.

»Alguien necesitaba el corazón de Amanda. Si me negaba, esa otra persona iba a morir. El órgano había que extirparlo lo antes posible; el factor tiempo era primordial. Si hacía el favor de dar permiso...

Se le quebró la voz. Cat sabía que ya no estaba allí con ella, sino en el pasillo de aquel hospital, paralizado por el dolor mien­tras se le pedía permiso para arrancarle el corazón a su amada.

—Hacía cinco años que vivíamos juntos y nunca le di lo que más quería, que era mi apellido. En Houston, en aquellos tiem­pos, la gente solía amigar la nariz al oír mi nombre, y pensé que era mejor que siguiera con el suyo. O tal vez fui demasiado egoísta.

»La quería; sabía que quería vivir con ella y con nuestro hijo durante el resto de mi vida. Pero no comprendí lo mucho que la necesitaba anímicamente hasta que ya no estaba en este mundo.

»Por ironías del destino, ese día había entregado mi placa: lo que ella me estaba pidiendo desde el tiroteo. Quería que me de­dicara a escribir; creía en mi talento. O, al menos, es lo que me decía —sonrió con amargura.

»Después de enterrarla, vacié nuestro apartamento, regalé las ropas del bebé y estuve borracho día y noche durante varios me­ses. Cuando dejé de beber y empezó mi amistad con Arnie, pensé en preguntar por el receptor de su corazón.

»Como el banco de órganos no me dio información, me ob­sesioné con la idea de encontrarlo yo mismo. No podía quitarme de la cabeza que su corazón siguiera viviendo dentro de otra per­sona.

»Empecé a leer periódicos de las principales ciudades publi­cados desde el día de su muerte hasta varias semanas después. Buscaba artículos sobre trasplantes de corazón. Si los receptores son medianamente inteligentes, a veces pueden descubrir quiénes fueron sus donantes sólo leyendo los titulares. Era posible que también funcionara a la inversa.

»Leí todo lo que pude encontrar relacionado con el tema. Así llegué a saber cuáles son los requisitos necesarios para evitar re­chazos. Escribía los requisitos y hacía un perfil de la persona re­ceptora, igual que lo haría para el personaje de una de mis no­velas.

»Tu trasplante había sido todo un acontecimiento para la prensa. Aprovechando mis anteriores contactos con la policía, o con sobornos, o utilizando cualquier artimaña que se me ocurría, a través de un empleado del hospital de California supe la hora en que habían realizado tu trasplante. El tiempo transcurrido en­tre una operación y la otra era muy justo, pero seguía siendo po­sible. Tu grupo sanguíneo y el suyo coincidían, teníais casi el mismo tamaño. Cuanto más investigaba, más convencido estaba de que llevabas su corazón.

»Tenía la intención de trasladarme a Los Ángeles para cono­certe cuando se publicó que venías a San Antonio. Y, de inme­diato, dejé Houston y me vine aquí —hizo una pausa—. Ya sabes el resto.

—Lo único que sé es que eres un asqueroso farsante.

—Al principio, sí. Al verte en esa puerta sentí un mazazo y supe que había dado en el blanco. Sabía que estaba en lo cierto y, conforme te iba conociendo, más me convencía. Tienes rasgos de carácter parecidos a los suyos.

—No quiero seguir escuchando.

—Tu forma de ser me la recuerda, tus gustos y manías son los mismos. Tienes incluso su sentido del humor y su optimismo.

—¡Basta ya! —se tapó los oídos.

—Tenía que hacer el amor contigo, Cat; lo necesitaba.

—Me utilizaste como médium.

—Sí. Tenía que saber si podía comunicarme con ella. Sentirla. Tocarla una vez más.

—¡Cielo santo! —gritó destrozada al oírlo.

—Y sentí una conexión cósmica. Pero, ¿era Amanda? ¿O eras tú? Lo ocurrido entre nosotros había sido tan extraordinario que empecé a sentirme culpable por haberla traicionado.

—¿No irás a decirme que, en cuatro años, yo era la primera mujer con la que habías estado?

—No, pero eres la primera que ha significado algo para mí, de la que sé el nombre cuando me he despertado. Por eso dejé de verte, porque ya no me fiaba de mis intenciones. Me estaba enamorando de ti y no tenía nada que ver con Amanda.

»Ya no quería saber si llevabas su corazón. Casi me trago la lengua la mañana que me dijiste que habías llamado al banco de órganos para hacer averiguaciones sobre tu donante. Cuan­do te marchaste, telefoneé a la agencia que había retirado el corazón de Amanda y anulé la solicitud de información. Si lle­vabas su corazón, no quería saberlo. Lo único que sabía era que te amaba.

—¡Esperas que me crea este cuento de hadas! Y, en cuanto a esto...

Dio un golpe con el brazo a los expedientes, que cayeron al suelo y desparramaron su contenido.

—Te has tomado muchas molestias para nada. ¡Por lo que ambos sabemos, ni siquiera llevo su corazón!

—Estoy seguro al noventa por ciento. No había experimen­tado ese impacto demoledor con los otros.

—Sigue siendo...

Se calló de golpe al darse cuenta de lo que acababa de decir.

—¿Los otros? ¿Los otros trasplantados? ¿También llegaste a conocerlos?

De inmediato, dejó de llorar y vio la verdad con una claridad cristalina.

—¡Dios mío! ¡Eres tú!

—Cat.......

Se abalanzó sobre él, golpeándolo en el pecho con los puños. Alex perdió el equilibrio, retrocedió hasta la estantería y algunos libros cayeron al suelo. Cat corrió hacia la puerta y la cerró de golpe a sus espaldas.

Sin detenerse un minuto, entró en la sala y cogió las llaves del coche de Alex, que estaban encima de la mesilla. La puerta estaba cerrada y, con dedos nerviosos, manipuló el pestillo. Oía los pies desnudos de Alex corriendo tras ella. Abrió y subió al coche.

—¡Cat, espera! —gritó.

—¿Para que puedas matarme como a los otros?

Puso el coche en marcha y pisó el acelerador. Los neumáticos chirriaron y giraron sobre sí mismos. Alex casi había llegado al coche cuando Cat consiguió controlarlo y se perdió en la noche.



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