Coda, Dios Uno y Trino


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Piero Coda nació en Cafasse (Turín) en 1955. Sacerdote de la diócesis de Frascati. Doctor en filosofía y en teología. Es profesor de teología trinitaria en la Pontificia Universidad Lateranense de Roma. Consultor de la Conferencia Episcopal Italiana. Participó como teólogo en la Asamblea Ecuménica de Basilea (1989) y en el Sínodo de Obispos para Europa (1991). Es el director del Instituto Universitario Sophia, de Loppiano (Italia), centro de estudios del Movimiento de los Focolares nacido por iniciativa de Chiara Lubich. Colabora en numerosas revistas científicas y culturales. Entre sus muchas publicaciones, caracterizadas todas ellas por una fuerte huella trinitaria, cabe señalar las obras: Evento pasquale. Trinità e storia (1984) -trad. esp. Acontecimiento pascual. Trinidad e historia, 1994-; Il negativo e la Trinità. Ipotesi su Hegel (1987); Dio tra gli uomini. Breve cristologia (1991); Dio, libertà dell'uomo (1992); Uno in Cristo Gesù. Il battesimo come evento trinitario (1996); L'agape come grazia e libertà (1997); L'altro di Dio (1998).

ISBN: 978-84-88643-05-6

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Piero Coda

Dios Uno y Trino

REVELACION, EXPERIENCIA Y TEOLOGÍA DEL DIOS DE LOS CRISTIANOS

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SECRETARIADO TRINITARIO


AGAPE

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Piero Coda

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DIOS UNO Y TRINO

Revelación, experiencia
y teología del Dios de los cristianos

Tercera edición

SECRETARIADO TRINITARIO

Filiberto Villalobos, 80 - 37007 SALAMANCA


Ia edición, 1993 2” edición, 2000 3“ edición, 2010

Original italiano: Dio Uno e Trino. Rivelazione, esperienza e teología del Dio dei cristiani. Traductor: Alfonso Orti?. García

Ilustración de cubierta: Trinidad, de Pierre Mignard, Retablo de San Carlino (Roma), detalle Diseño de cubierta: Javier S. Puente

© EDIZION1 SAN PAOLO

Cinisello Balsamo (Milán), 1993

© SECRETARIADO TRINITARIO, 2010 Filiberto Villalobos, 80 Teléf. y Fax 923 23 56 02 editonalst@secretariadotrinitario.org www.secretariadotrinitario.org 37007 salamanca (España)

ISBN: 978-84-88643-05-6 Depósito Legal: S. 1539-2010

Impresión y encuadernación: Gráficas Cervantes, S.A. Ronda de Sancti-Spíritus, 9-11 37001 salamanca

Impreso en España - Printed in Spain

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista pol­la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos -www.cedro.org-), si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.


PRÓLOGO

Escribir de Dios, y del Dios de Jesucristo. Es éste el tema que be intentado desarrollar en estas páginas. Para realizar esta tarea he tenido que superar dos preguntas preliminares que rondan por la atmósfera de nuestro tiempo: ¿es posible hablar de Dios? ¿ Vale la pena hablar de él, después de todo lo que se ha dicho?

Si que es posible -es ésta mi fe-, sobre todo porque él se nos ha mostrado a nosotros. Dios, para el cristiano, no es solamente aquel misterio del que viene y hacia el que tiende, asintóticamente, todo cuanto existe; es también un “acontecimiento ” que ha entrado en nuestra historia, sin que ésta lo haya podido capturar y agotar. Desde este acontecimiento, que ilumina la esperanza del hombre y que la trasciende, es como el cristiano puede (y debe) responder al reto extraordinario y siempre nuevo de abrirse a la aventura del cono­cimiento de Dios. «No hay nada, decían los Padres de la Iglesia, que pueda compararse con la dulzura del conocimiento de Dios».

Y vale ciertamente la pena hablar y escribir de este Dios, no ya para decir quizás algo nuevo, sino para recorrer su historia de reve­lación y para conocernos mejor a nosotros mismos, conociéndolo mejor a él. No de una forma simplista y subjetiva, ya que su acon­tecimiento tuvo lugar en la historia y nos lo transmite la historia de quienes se adhirieron a él; sino de una forma personal, es decir, partiendo de cómo esa historia se ha convertido en nuestra historia.

Así pues, en estas páginas no hay que buscar un “tratado” siste­mático y completo, sino un recorrido histórico-teológico sin pre­tensiones que intente poner de manifiesto lo que más me ha impresionado y lo que me parece esencial en esta historia que Dios ha hecho con nosotros, y que se nos ha narrado en los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, atestiguada luego por el sucesivo


PRÓLOGO

caminar de la historia humana, sobre todo y de manera singular a través de la experiencia y de la reflexión de la Iglesia. Es decir, una especie de historia breve de la revelación y de la teología trinitaria. Por eso, he reducido a lo mínimo indispensable el aparato cientí­fico, dejándolo para las indicaciones bibliográficas que cierran este tratado y dejando el mayor espacio posible a las citas directas de la Escritura y de los autores -sobre todo teólogos y místicos- que han marcado más hondamente la tradición cristiana.

Consciente de los límites y de la provisionalidad de todo lo que he escrito, albergo la esperanza de que alguien pueda encontrar aquí alimento para caminar y vivir en comunión con Dios Trinidad, caminando y viviendo más profundamente en comunión con los hermanos y hermanas en los que él se refleja y en medio de los cuales se hace presente.

Piero Coda


INTRODUCCIÓN GENERAL Sobre el centro y el método del discurso trinitario

  1. 1. El centro: Cristo crucificado y resucitado

El tema que intentamos estudiar en estas páginas es el del Dios de Jesucristo. Para ello partimos de la fe cristiana -no ya para excluir otras posibilidades de acercarnos a él, sino por la obligación de ser sinceros sobre el punto de partida que noso­tros adoptamos-, una fe vivida y profesada en la Iglesia y que se expresa de este modo: creemos en Dios Uno y Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta profesión de fe recoge dos elemen­tos fundamentales que son objeto de revelación por parte de Dios sobre sí mismo. El primero es el monoteísmo: Dios es uno y único. Ésta es la gran herencia que, como cristianos, recibimos de la revelación del Antiguo Testamento, pero que nos une tam­bién -aunque de forma distinta- con el Islam. El segundo espe­cífica la originalidad cristiana, tanto respecto al monoteísmo judío como respecto al Islam: creemos en un Dios que es Uno y que, siendo Uno, es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Esta originalidad tiene su centro y su fuente en Jesucristo, en la revelación que él nos ofrece de Dios. La revelación de Jesucristo se nos ha dado a través de su mensaje, de su praxis, de su misma existencia y persona, y de forma culminante en su muerte de cruz y su resurrección. La pascua es el centro de la fe cristológica, ya que a partir de ella confesamos que el Crucificado ha resucitado; y también el centro de la fe trinitaria porque, en la pascua, Dios se revela como el Padre del Crucificado-Resucitado, que da el Espíritu para la salvación de los hombres. Si el cen­tro de la fe trinitaria es Cristo, hemos de decir al mismo tiempo que el «lugar» donde Dios se revela en plenitud es el


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INTRODUCCIÓN GENERAL

acontecimiento pascual del Cristo crucificado y resucitado que da el Espíritu.

Partiendo de la fe cristologica, que es al mismo tiempo fe tri­nitaria, no solo se pone de relieve el carácter específico y origi­nal de la fe cristiana respecto a los otros monoteísmos, sino también la novedad, la paradoja y la índole revolucionaria res­pecto a las esperanzas y a la comprensión humana del Dios de Jesucristo. El Dios trinitario no es sólo el Dios Uno y Único (judaismo e islam); no es sólo el Dios de la historia y de la pro­mesa (judaismo), sino también un «Dios de los hombres», un Dios hecho hombre en Jesucristo; es además un Dios crucifi­cado que muere; y sólo así resucita. Por tanto, el Dios cristiano no está sólo unido a la historia, sino unido a la cruz y a la muerte.

Por eso, el acontecimiento pascual, o bien se convierte en el escollo insuperable contra el que se rompe la fe cristiana (ya que ante un Dios hecho hombre, que muere en la cruz y que grita su abandono, no se puede menos de constatar el fracaso y el final de Dios), o bien, a través de la fe en la resurrección, ante un Dios que muere por amor a los hombres, se capta la verdad mas profunda de la revelación que él nos hace de sí mismo. La paradoja cristiana consiste en que ya no se puede pensar más en Dios sin su humanidad y sin su muerte en la cruz.

Con una sencilla reflexión sobre estos datos elementales de la fe biblico-cristiana, podemos ya darnos cuenta de todo el carácter misterioso de Dios y de la dificultad formidable de pensar en su rostro revelado por Cristo.

0.2. Nuestro punto de partida: el hoy de la Iglesia en la historia

Toda reflexión sobre el hombre es una reflexión contextua- lizada, es decir, nace en un contexto determinado de existencia y de cultura. Así ocurre también con la reflexión teológica. Cuando se conoce una verdad sobre Dios, se tiene ya un bagaje de experiencias, una historia, unas esperanzas, con las que esta novedad entra en relación y mutua interferencia.

Como cristianos, nos aproximamos al misterio de Dios par­tiendo de su palabra anunciada, transmitida e interpretada, de


INTRODUCCIÓN GENERAL

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los sacramentos (de forma culminante la eucaristía) que nos comunican su vida, de los carismas del Espíritu Santo que hacen siempre nuevo el conocimiento de Dios, y de la vida misma de los creyentes que encarnan en su existencia y en sus relaciones sociales las enseñanzas de Jesucristo. Todas estas dimensiones en que se articula la vida de la Iglesia actualizan en el día de hoy la revelación de Dios, que por tanto no es solamente memoria de los grandes acontecimientos de la revelación en el pasado (Abrahan, Moisés, Jesús, Pentecostés...), sino su presencia continua y su tensión hacia la consumación escatológica.

En todo caso -y esto es lo fundamental- esta vida supone la tradición de la Iglesia y, en su origen, el Nuevo Testamento como transmisión directa e insuperable del acontecimiento de Jesucristo.

Pero se necesita además nuestra experiencia de fe personal. Si se tiene una experiencia de fe viva y profunda, está claro que se penetra más profundamente en el misterio de Dios. Al contrario, si se tiene una fe entumecida, o si no se tiene fe, se conocerán todo lo más ciertas doctrinas sobre Dios, pero no al Dios vivo.

Finalmente, no debemos olvidar que, como hombres y como cristianos, nos encontramos inmersos en los desafíos del día de boy, es decir, enfrentados con los interrogantes que nos vienen del mundo en que vivimos, de su cultura, de sus proble­mas, en una palabra de la historia actual; estos desafíos llegan hasta nosotros no sólo desde fuera, sino también desde dentro, ya que los tenemos dentro de nosotros mismos en cuanto personas de nuestro tiempo.

- El primer reto es el del ateísmo, el de la indiferencia reli­giosa, o el de la búsqueda sincera y a veces incluso dolorosa del rostro auténtico de Dios. Aun partiendo de la fe, no podemos cerrar nuestros oídos a estos interrogantes de nuestros contem­poráneos que nos dicen que Dios es una hipótesis inútil o alienante y que por eso -para ser hombres de verdad- no debe­ríamos dejar sitio a Dios en nuestra propia vida; o bien, que Dios es una hipótesis difícil de descifrar y de hacer presente en la propia existencia. Por otra parte, tampoco el que no se pro­fesa creyente en el Dios de Jesucristo o en ningún otro Dios puede -si quiere ser hombre de nuestro tiempo- dejar de


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INTRODUCCIÓN GENERAL

confrontarse con la herencia histórica, cultural y espiritual que se deriva de la fe judía y de la fe cristiana.

En esta situación de pluralismo religioso se corre el peligro de que no se vea ya a Jesucristo como la medida de la verdad de Dios, sino tan sólo como uno de los caminos que llevan a él. Existe la tentación de decir que todas las experiencias religiosas tienen valor absoluto en sí mismas. Se trata de un relativismo religioso que puede convertirse también en sincretismo: no se trata sólo de diversos caminos paralelos, sino que hay uno -así lo creemos- que asume a todos los demás, sin ser uno de ellos; es como su verdad interior y eterna, algo así como su mínimo común denominador.


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Dios del Éxodo y de la liberación, el Dios de Jesucristo que llama dichosos a los pobres y que vino a anunciarles precisa­mente a ellos la buena noticia? ¿O es un Dios al que obligáis a ser burgués y tranquilo, lo mismo que vosotros, que vivís en las sociedades opulentas de Occidente?».

La teología debe tener en cuenta estos desafíos y estas pre­guntas, para darles -en la medida de lo posible- un intento de respuesta sensata y constructiva.

0.3. El método: historia y ontología

De todos esto se deriva el método (en griego méthodos = ca­mino para alcanzar una meta) para realizar nuestro estudio. Consiste, ante todo, en examinar el acontecimiento Jesucristo, es decir, el centro de la revelación cristiana sobre Dios, a través del Nuevo Testamento, teniendo al mismo tiempo presentes otras tres realidades:

  1. Nuestra experiencia de hombres frente al misterio de la existencia y del Absoluto. Porque, si Dios se revela a Israel y se nos comunica plenamente en Jesucristo, esto sucede porque el hombre lo espera. Por tanto, hemos de tener en cuenta la expe­riencia religiosa de la humanidad «fuera» o «antes» (histórica y lógicamente) del mundo de Israel y de la revelación cristiana1.

  2. Todo lo que prepara de forma más directa la llegada de Jesucristo. En efecto, el Dios de Jesucristo se reveló ya a los Padres; por eso, la promesa y la experiencia de revelación que tuvo Israel no es algo externo a la revelación de Cristo, sino interno a ella, algo así como su presupuesto constitutivo y permanente.

  3. Finalmente, la comprensión que ha tenido y tiene la Igle­sia de Jesucristo. La revelación de Dios exige un oyente que la acoja, la haga suya y la comprenda; de lo contrario, no sería revelación de Alguien a alguien. Todo esto se verificó ya en Israel, en donde la revelación de Dios se hizo a través de los grandes interlocutores del diálogo de la salvación (Abrahán, Moisés, los profetas...) y de toda la experiencia de un pueblo.

' Al no poder hacerlo expresamente y de forma suficientemente articu­lada en estas páginas, remito a las pistas sugeridas en Dio, liberta dell'uomo. Città Nuova, Roma 1992, caps. 1-3.


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INTRODUCCIÓN GENERAL

Lo mismo sucede con la Iglesia: empezando por los apóstoles que nos transmitieron la experiencia de Jesús que ellos tuvie­ron, y luego durante todo el largo camino de la historia de la experiencia y de la reflexión de la Iglesia.

Nuestro método consistirá entonces en partir del centro teniendo presentes estos tres elementos. Por una parte, será un método histórico, ya que Dios se revela en la historia del hom­bre y nosotros lo conocemos a través de la reconstrucción y de la narración de esta historia; por otra parte, será un método sistemático u ontologico, que parta de la historia pero para pro­fundizar en ella, a fin de alcanzar la verdad que está en el origen y en el termino de la historia. Nos basamos no solamente en las constantes de la experiencia humana -lo que se llama la estruc­tura ontologica del ser-, sino que, a través de la historia inten­tamos, en cuanto es posible, llegar a Dios en sí mismo, más allá de la historia.

Los Padres de la Iglesia distinguían dos momentos en el conocimiento de Dios: llamaban al primero oikonomía (= cono­cimiento de Dios en la historia de la salvación), y al segundo tbeologhia (= contemplación de Dios tal como es en sí mismo). La teología contemporánea, sobre todo a partir de K. Rahner, habla de un axioma fundamental del conocimiento de Dios (Gt undaxiom): «La Trinidad económica es la Trinidad inma­nente». Esto quiere decir que la Trinidad, que se revela en la historia de la salvación, es la misma Trinidad inmanente, tal como es en sí.

Pero para plantear correctamente nuestro camino de acerca­miento a Dios se necesita una nueva matización: ¿De qué ma­nera conocemos a Dios? ¿El conocimiento de Dios es algo unívoco o presupone y se expresa en diversas modalidades, mos­trando asi diversas cualidades y diversos grados?

- Ante todo, debemos recordar la percepción simple y pro­funda (y la consiguiente búsqueda) de Dios como Misterio que es Otro distinto de nosotros, que envuelve nuestra existencia, que es principio y fin de la misma y que da sentido a los interrogan­tes fundamentales del hombre y de su historia. Es un conocer a Dios a partir del hombre y de su experiencia, tal como se nos atestigua en la misma Escritura (cf. Sab 13, 1-9; Rom 1, 18-21).


INTRODUCCIÓN GENERAL

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Podríamos decir que en el primer caso («el conocimiento natural» de Dios, las religiones no bíblicas, la filosofía) Dios es un predicado del mundo o del hombre, mientras que en el segundo (la fe) el hombre o el mundo son un predicado de Dios.

Dentro de esta segunda modalidad del conocimiento de Dios hay diversos grados:

¿Donde se coloca la teología? La teología -si es fiel a su voca­ción y a su significado integral- es una reflexión y una clarifica­ción intelectual, metódica, crítica y sistemática del conocimiento de Dios que se tiene por la fe, que es acogida a nivel vital y mís­tico y que lleva a su cumplimento aquel «deseo natural» de co­nocer a Dios que hay en todo ser humano. En particular, al hacer teología, debemos examinar no sólo lo que se nos dice en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, en la tradición dogmá­tica de la Iglesia, en nuestra experiencia vital, sino también lo


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INTRODUCCIÓN GENERAL

que se nos da en los santos y en los místicos como apasionados buscadores y conocedores del Dios vivo.

0.4. El recorrido: del boy... al boy, ricos en memoria, tensos en esperanza

El método que hemos descrito traza también el recorrido que hemos de hacer en nuestro estudio. Partimos del hoy -al menos como presupuesto—, es decir, de la comprensión del mis­terio de Dios que tenemos en la fe del presente, y, para llegar al centro que es el acontecimiento pascual del Jesucristo crucifi­cado y resucitado, nos acercamos primero en líneas generales a la promesa (el Antiguo Testamento, parte I), nos detenemos luego más ampliamente en la «plenitud de los tiempos» (el Nuevo Testamento, parte II), y recorremos finalmente el camino histórico de la comprensión de la Iglesia («hacia la verdad completa», parte III), para llegar así de nuevo al día de hoy.

El presente, el hoy de la fe, no se puede comprender y vivir más que en la contemporaneidad de una asunción consciente y atenta de la memoria de lo que ya ha hecho Dios por nosotros y de una responsable y valiente proyección en la historia que prosigue, con la esperanza cierta de que se realizara definitiva­mente en el futuro de Dios.


Parte I

LA PROMESA: YHWH, EL DIOS DE ISRAEL



INTRODUCCIÓN

Es verdad que la pregunta fundamental de la que partimos es: ¿Quién es el Dios de Jesús? Pero, para responder, debemos tener claras algunas premisas.

En primer lugar, Jesús no cree en un “dios” cualquiera; no es un filósofo, ni un gran buscador de Dios, ni estrictamente hablando el fundador de una nueva religión. En efecto, Jesús se presenta como el “enviado” del Dios de Israel. Si analizamos el mensaje de Jesús, encontramos acentos que recuerdan muy de cerca al Dios de los patriarcas (Abrahán, Isaac y Jacob), al Dios de la revelación mosaica y quizás más todavía al Dios de los profetas. Para penetrar en la revelación de Jesús, conviene por tanto recorrer entero el camino que conduce hasta él.

Repasando el Antiguo Testamento podemos constatar ense­guida unas cuantas características fundamentales de aquel acon­tecimiento que, en nuestra cultura teológica y no teológica, solemos llamar “revelación”. Este término puede ser cierta­mente parcial, reductivo y hasta inadecuado para expresar el acontecimiento que intentamos analizar, a saber, la irrupción en la historia del hombre y de su misma búsqueda religiosa de Alguien, que viene «de fuera» y «desde arriba».

Pero el deseo de objetividad y la aceptación -libre, en la medida de lo posible, de todo tipo de prejuicios- de la expe­riencia que nos propone el Antiguo Testamento nos compro­meten a tomar en serio este dato: aquello o Aquel a quien buscamos y presentimos, se ha movido hacia nosotros. Es decir, se ha revelado. Y en esta revelación suya captamos -a través de las páginas de la Escritura- las siguientes notas de originalidad.

  1. Ante todo, la iniciativa de Dios. Respecto a las otras reli­giones, en las que se pone de relieve sobre todo al hombre que


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DIOS UNO Y TRINO

busca a Dios, lo que caracteriza sin duda a la fe de Israel es que Dios busca al hombre. Esto nos muestra ya desde el principio como en el origen de la revelación hay un ser vivo, con unos rasgos claramente personales, hasta el punto de parecer a veces antropomorficos. Desde el Antiguo Testamento, la experien­cia de la revelación se expresa con afirmaciones de este tipo: es el el que me ha llamado; es el el que ha elegido a Israel; es él el que ha prometido..., hasta culminar en el Nuevo Testamento en esto: «Dios nos ha manifestado el amor que nos tiene», «él nos amó primero» (1 Jn 4, 9.19), en donde queda resumido el significado del acontecimiento pascual de Jesucristo.

  1. En segundo lugar, esta revelación de Dios se presenta con un carácter progresivo: no se revela por completo de una vez, sino según un ritmo compuesto de etapas y de esperas, de intervenciones y de irrupciones repentinas, un ritmo que expresa el respeto a los tiempos del hombre, a través de una especie de pedagogía divina: la que los Padres de la Iglesia lla­maran la divina condescendencia. Un hecho o, si queremos, un «método» que nos dice mucho sobre el ser de ese Dios con quien nos las tenemos que ver: un Dios que busca al hombre y lo respeta hasta el fondo, porque lo ama y lo quiere como com­pañero. ¡San Ireneo de Lión llegará a decir que esta divina condescendencia no sólo tiene la finalidad de hacer que el hombre aprenda a convivir con Dios, sino permitirle a Dios «adaptarse» a cohabitar con el hombre!

  2. Una tercera característica se refiere a la coherencia interna, al carácter orgánico de esta revelación. Una etapa presupone a la otra y la desarrolla; por eso no encontramos nunca un contraste insanable entre las diversas imágenes de Dios que se nos proponen, aun cuando notemos fuertes diferencias entre ellas: algunas veces, por ejemplo, Dios se presenta como fuerte y hasta violento, mientras que, otras, aparece como padre misericordioso, pero se trata siempre de polaridades que deben situarse dentro de una síntesis y de una armonía mayor e inter­pretarse como tales.

  3. Además, se trata de una revelación que tiene como desti­natarios a personas concretas (Abrahán, Moisés, Elias...), pero también a todo un pueblo, o mejor a todo el pueblo de Israel, gracias a la experiencia privilegiada de esas personas. Así pues,


INTRODUCCIÓN

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se trata de una experiencia personal -en cuanto que afecta a la libertad y al conocimiento de cada uno de los protagonistas- y comunitaria juntamente -en cuanto que se dirige a todos y va madurando a través de la implicación de todo el pueblo-; más aún, el mismo Israel está llamado a convertirse, en su conjunto, en el trámite para que esta revelación de Dios llegue a todos los pueblos y a todos los hombres. Algo parecido ocurrirá con Jesucristo y con la Iglesia.

  1. Finalmente, en esta revelación de Dios constatamos una fuerte y decisiva tensión hacia el futuro. Se trata de una revela­ción continuamente incompleta y que por eso mismo tiende a su cumplimiento. Como una flecha dirigida hacia un punto decisivo que ha de venir.

El hecho es que el lugar en donde Israel conoce a Dios es la historia, no simplemente la introspección o la contemplación más allá del mundo. Pero Israel conoce a Dios no en una his­toria cualquiera, sino en aquella historia que está hecha de la relación entre Dios y su pueblo: la alianza, el don de la inicia­tiva, absoluta y gratuita, es de Dios.

De aquí la necesidad de recorrer esta historia. Pero para aproximarnos al Antiguo Testamento y a la historia de la reve­lación contenida en él, debemos tener en cuenta un problema preliminar. En la forma con que hoy lo poseemos, el Antiguo Testamento es el resultado de una progresiva sedimentación y organización de la experiencia de Israel. La narración de los libros que lo componen no corresponde a la cronología de su redacción. Si se desea reconstruir la génesis y el desarrollo de la revelación y de la fe correspondiente en Dios que nos atesti­gua el Antiguo Testamento, debemos hacer una atenta valoración de las tradiciones que lo componen, intentando remontarnos de ellas a la experiencia que las ha originado2. Y esto no siem­pre resulta fácil. Además -sobre todo en lo que atañe a las fases más antiguas de esta historia- resulta bastante fatigoso verificar lo que es típico de la misma respecto a las experiencias

2 Me refiero no sólo a las tradiciones yahvista, elohista, sacerdotal y deu- teronomista, que constituyen el Pentateuco, sino también a las diversas tradiciones históricas, proféticas y sapienciales que forman el conjunto del Antiguo Testamento.


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DIOS UNO Y TRINO

religiosas de los otros pueblos y de las otras culturas del Cercano y del Medio Oriente.

Sin entrar en detalles propios de especialistas y en las cues­tiones que siguen abiertas y en curso de estudio y de debate entre los expertos, hemos de decir con serenidad que es posible sin embargo reconstruir en sus puntos esenciales y en sus gran­des líneas el desarrollo que conoció en Israel la experiencia de Dios, a partir de su automanifestación. La crítica de las fuentes históricas y los más refinados métodos exegéticos tienen que ayudarnos a discernir con atento sentido crítico la colocación histórica y el significado de estas diversas fases. Pero no debe­mos olvidar que en la base de todo ello hay unas experiencias reales y profundas de Dios. Abrahán, Moisés, los profetas no pueden explicarse con simples motivos de orden cultural y social; tienen una experiencia, pujante y original, que contar y transmitir. Israel no se explica sin la intervención de Dios. Ciertamente, podrá ser difícil (y quizás a veces imposible) reconstruir en su genuinidad radical y primordial estas expe­riencias, ya que a menudo los documentos literarios que nos las transmiten son muy posteriores. Pero esto no quita que el núcleo vivo de las mismas resuene en las páginas de la Biblia y que podamos recuperarlas y revivirlas en ella.

Podríamos decir, con una imagen, que todo el Antiguo Tes­tamento se presenta como una sinfonía con un tema de fondo (la alianza de Dios con su pueblo), que se reinterpreta y se enriquece continuamente a la luz de las diversas etapas de la historia de Israel: un único tema, muchas variaciones, iguales y diversas, cada vez más profundas, en un movimiento continuo de transcendencia hacia el futuro.


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El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob

1.1. ¿Monoteísmo o monolatría?

El primer problema que plantea el examen del Antiguo Tes­tamento es ciertamente el del monoteísmo. Como es sabido, el origen del monoteísmo ha sido y sigue siendo objeto de vivas discusiones entre los estudiosos, sobre todo entre quienes lo ven como fruto de una evolución lineal y progresiva desde el animismo original a través del politeísmo (por ejemplo, la escuela evolucionista de E.B. Tylor) y quienes lo ven, por el contrario, como la etapa original de la experiencia religiosa (W. Schmidt). Dejando de lado esta problemática más general, si nos acercamos a la experiencia bíblica, podemos constatar que, en sentido estricto, no es posible hablar ya desde el prin­cipio de monoteísmo, sino más bien de monolatría (primero un solo Dios para el clan, y luego para el pueblo de Israel), que fue madurando progresivamente, a través de varias fases, hasta llegar a un propio y verdadero monoteísmo.

Si examinamos el Antiguo Testamento en la perspectiva de la revelación de Dios, podemos constatar muy pronto una distinción fundamental que lo atraviesa.

Efectivamente, en la designación de Dios nos encontramos con dos fases históricas evidentes. La primera se refiere al período de los patriarcas y llega hasta Moisés: en este período se designa a Dios con el término común El, con su plural Elohim, con algunos adjetivos calificativos derivados de esta palabra, o bien con la designación «el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob». La segunda presupone un cambio, y en ella encontramos


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un nombre nuevo de Dios típicamente bíblico, YHWH, que se le reveló a Moisés en el Sinaí.

Un testimonio histórico de este paso, desde la fase más arcaica a la fase más reciente, puede verse en el capítulo 32 del libro del Deuteronomio, en donde se advierte cómo Israel tiene conciencia de que su propio Dios es YHWH, ya que El y Elohim es el nombre común para designar a la divinidad en todos los demás pueblos vecinos:

«Cuando el Altísimo (Elyón) asignó a las naciones su here­dad, cuando dividió a los hijos de Adan y estableció las fron­teras de los pueblos según el número de los hijos de Dios (El), la porción del Señor (YHWH) fue su pueblo, Jacob el lote de su heredad» (Dt 32, 8-9).

1.2. La experiencia de Abrahán y de los patriarcas

Asi pues, al comenzar nuestro camino, hemos de detener­nos en la primera etapa de esta historia de revelación, es decir, en el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob (la llegada de Abra­hán a Canaán suele colocarse en torno al año 1850 a. C.). Es ya muy interesante subrayar que Dios, en su automanifestación, se vincula a las personas que escoge y que lo acogen. Dios se da a conocer a través de la experiencia que tuvieron de él Abra­hán, Isaac y Jacob.

Su denominación original es precisamente la de El. Este nombre se deriva de la raíz semítica `l, que indica al rey o al padre de los dioses (se trata de poblaciones politeístas). Para designar a su Dios, Abrahán y los patriarcas utilizan el término de los otros pueblos, cargando este nombre con la experiencia nueva que tuvieron precisamente a partir de su intervención en su vida y en su historia. Para expresar esta novedad recurren a dos expedientes:

a) poner junto a El un adjetivo que lo especifique: El Elyón = Dios Altísimo (cf. Gn 14, 19-22); El Sadday = Dios omni­potente o de la montaña (cf. Gn 17, 1); El Olam = Dios eterno (cf. Gn 21, 23), etc.


EL DIOS DE ABRAHÁN, DE ISAAC Y DE JACOB

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b) Transformar el singular El en el plural Elohim. Utilizar este plural significa expresar el poder y la grandeza del El de Israel como el Dios por excelencia3.

Pero más allá de todo esto, ¿cuál es la experiencia de Dios que tuvo Abrahán? Obviamente, los textos básicos en que fija­remos nuestra atención son la historia de los patriarcas, desde el capítulo 12 al capítulo 36 del Génesis. Es muy difícil exami­nar este material literario para comprender cuál es el núcleo de experiencia que subyace en él. Pero podemos decir con seguri­dad que el Dios de Abrahán es un Dios que encontraron por los caminos del nomadismo y del desierto, que muestra cómo el ser nómada e incluso extranjero no es ningún fatalis­mo, sino una vocación: baste recordar la vocación de Abrahán, tal como nos la relata el Génesis. Es una experiencia de Dios que se entrecruza con la experiencia de vida de un clan que va caminando por el desierto, y que revela que esta experiencia es una vocación.

Por eso, el Dios de Abrahán es ante todo un Dios que llama a salir, a caminar bien en el espacio, bien en el tiempo: un Dios de la historia que rompe el círculo cerrado del tiempo y de las estaciones, de los usos y de las culturas. Es un Dios que dialo­ga: por tanto, su experiencia presupone a dos compañeros que entran en relación. Es un Dios que, llamando y dialogando, se muestra como un amigo seguro del hombre, que lo guía, lo sos­tiene, y que por eso puede definirse con los símbolos de la roca y del escudo. Finalmente, es un Dios que promete, que se com­promete para el futuro con aquel hombre que ha escogido: ya desde el principio de la historia de Israel se comprende que se trata de un Dios de la promesa y de la alianza. Así, el libro del Génesis narra el acontecimiento de esta alianza, aunque pro­yectando sobre ella la luz de la otra alianza sucesiva (y paradig­mática para Israel, como luego veremos) de los tiempos del Exodo:

3 Este plural se convierte en el modo típico de Israel para designar a «su» Dios, que luego se revelará con el nombre de YHWH. En efecto, mientras que el término `El aparece unas 240 veces en el Antiguo Testamento, Elohim aparece hasta 2.600 veces.


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DIOS UNO Y TRINO

«Cuando Abrán tenía noventa y nueve años, se le apareció el Señor y le dijo: `Yo soy el Dios Poderoso. Camina en mi presencia con rectitud. Yo haré una alianza contigo y te mul­tiplicaré inmensamente”. Abrán cayó rostro en tierra, y Dios continuó: `Esta es la alianza que hago contigo: tú llegarás a ser padre de una muchedumbre de pueblos. No te llamarás ya Abrán, sino que tu nombre será Abrahán, porque yo te hago padre de una muchedumbre de pueblos. Te haré inmensamente fecundo; de ti surgirán naciones, y reyes saldrán de ti. Esta­blezco mi alianza contigo y con tus descendientes después de ti por siempre, como alianza perpetua; yo seré tu Dios y el de tus descendientes. Os daré a ti y a tus descendientes la tierra en la que ahora peregrinas, toda la tierra de Canaán, en posesión perpetua; y yo seré vuestro Dios'» (Gn 17, 1-8).

Pero al mismo tiempo, el Dios de Abrahán es un Dios que sigue siendo misterioso y transcendente. De lo contrario, no sería ya Dios, sino un ídolo, una proyección de las esperanzas y de los deseos del hombre. Baste pensar en el episodio de la lucha entre Dios y Jacob, en donde se ilustra plásticamente la dinámica de la cercanía-lejanía de Dios y el ocultamiento de su nombre, que encierra -para los pueblos semitas- su mismo ser, o sea, la posibilidad de conocerlo y de poder apropiárselo:

«Jacob se quedó solo. Un hombre luchó con él hasta despuntar la aurora. Viendo el hombre que no le podía, le tocó en la articulación del muslo, y se la descoyuntó durante la lucha. Y el hombre le dijo: “Suéltame, que ya despunta la aurora”. Jacob dijo: “No te soltaré hasta que no me bendigas”. Él le preguntó: “¿Cómo te llamas?” Respondió: “Jacob”. El hombre dijo: “Pues ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado contra Dios y contra los hombres, y has vencido”. Jacob, a su vez, le preguntó: “Dime tu nombre, por favor”. Pero él respondió: “¿Por qué quieres saber mi nombre?”. Y allí mismo lo bendijo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel -es decir, Cara de Dios-, pues se dijo; “He visto a Dios cara a cara y he quedado con vida”» (Gn 32, 25-31)4.

4 Es importante recordar también el relato de Gn 18, 1-15, donde se narra una aparición de Dios a Abrahán, acompañado de dos «hombres» que, según 19,1, son dos «ángeles» (= mensajeros). El texto oscila en varios lugares entre


EL OIOS DE ABRAHÁN, DE ISAAC Y DE JACOB

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En la fase más antigua de la historia de Israel (hay que notar que en este mismo nombre está inscrito el término El, Dios), en un contexto politeísta como el de las culturas y los pueblos entre los que viven los patriarcas, asistimos al florecimiento progresivo de una relación viva y especial entre Dios y Abra- hán, Isaac, Jacob... Lo más importante y lo más nuevo es qui­zás que se trata de un Dios «personal»; en el doble sentido, de que es un ser vivo, amigo del hombre, y que es precisamente el Dios de este hombre, Abrahán, y no de los otros. La experien­cia que Abrahán tiene de él entra en su misma «definición». Por tanto, no se puede hablar, como ya hemos dicho, de «monoteísmo» -como afirmación consciente de la unicidad de este Dios-, sino de “monolatría”, es decir, de veneración y culto privilegiado, si no exclusivo, a ese Dios como Dios del padre (Abrahán) y de su clan, ya que se ha tenido una experien­cia directa de él y de su cercanía.

el plural y el singular. Por eso, muchos Padres de la Iglesia verán en estos «tres», a los que Abrahán se dirige en singular, un preanuncio del misterio de la Trinidad. Es importante -y probablemente más cerca de la intención ori­ginal del texto- la mención de los «ángeles», que están constantemente pre­sentes en la historia de la revelación de Dios en el Antiguo Testamento, desde Abrahán hasta la apocalíptica del judaismo tardío. ¿Cuál es el significado teo­lógico de su presencia, en relación con la afirmación del monoteísmo judío? Lo explica muy bien A. Manaranche: «Porque, al ser de tipo profético, la reli­gión de Israel debe conjugar dos exigencias; anunciar a Dios tal como él es en su misterio, rechazando cualquier idolatría, y anunciarlo a un pueblo en favor del cual él se propone intervenir y cuya mentalidad es preciso conocer. Pues bien, el monoteísmo, aunque cumple la primera parte del programa corre el riesgo de olvidar la segunda, haciéndose demasiado abstracto. Aquí radica el problema. La noción del “ángel de YHWH” tiene que contribuir a resolverlo. Lejos de constituir una concesión hecha al politeísmo es una pro­tección contra un monoteísmo tan depurado que resulta inhumano. Gracias a ella, el Unico, sin dejar de ser tal, puede comunicarse muchas veces; el total­mente Otro puede, sin dejar de ser tal, hacerse más familiar. El ángel tiene por tanto una figura difícil de representar: es accesible como un hombre y vaporoso como un espíritu; está cerca y está lejos. Pero su presencia resulta indispensable para que el hombre pueda efectivamente ser interpelado y encontrar a quién dirigirse; indispensable además para que se le expliquen ciertos sucesos misteriosos que lo dejan perplejo e inquieto» (II monoteísmo cristiano, Queriniana, Brescia 1988, 101-102).



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El Dios de Moisés y del Exodo y la revelación de su nombre

También la experiencia de Israel en Egipto y la de Moisés (en torno al año 1250 a.C.) se presentan ante todo como una vocación por parte de Dios. Comprende tres elementos funda­mentales: la liberación de Egipto, la alianza y la revelación del nombre de YHWH, que encontramos en dos pasajes centrales del libro del Éxodo (3, 13-15; 6, 2-3).

El Dios que actúa en el éxodo se presenta como el Dios de los padres que está al lado de su pueblo, que baja hasta él al oír su lamento y lo libera (cf. Ex 2, 23-25). Pero se revela y actúa además, a diferencia del Dios de los padres, a través de unas grandes hazañas, demostrando un poder más universal e histó­ricamente decisivo para el futuro de su pueblo. El Dios de Abrahán es un Dios de la cotidianidad de vida de un clan nómada; al contrario, a Moisés se revela como un «Yo» trans­cendente y absoluto, que al mismo tiempo se pone decidida­mente al lado de Israel y conduce su historia hacia una patria de libertad y de justicia5.

5 Todo esto está expresado, por ejemplo, en el famosísimo canto de vic­toria que entonaron Moisés y los israelitas en honor de YHWH después del paso prodigioso del Mar Rojo: «Cantaré al Señor por la gloria de su victoria; caballos y jinetes precipitó en el mar. Mi fuerza y mi refugio es el Señor. El fue mi salvación. Él es mi Dios, yo lo alabaré; el Dios de mi padre, yo lo ensalzaré. El Señor es un fuerte guerrero; su nombre es el Señor. Precipitó en el mar los carros del faraón y su ejército; el mar de las cañas se tragó la flor de los jinetes. Las olas los cubrieron; se hundieron como piedras en el abismo. Lo hizo tu diestra, resplandeciente de poder; tu diestra, Señor, aplasta al enemigo» (Ex 15, 1-6).


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DIOS UNO Y TRINO

  1. 1. Génesis y originalidad del monoteísmo mosaico

En la experiencia de Moisés y de la liberación de Israel de Egipto nos encontramos ante dos hechos de importancia excepcional para la comprensión de la génesis y de la originali­dad del monoteísmo judío. Por un lado, tenemos el encuentro personal de Moisés con Dios (la teofanía del Sinaí), una expe­riencia poderosa que Moisés comunica a los demás israelitas, iniciando un proceso del que nacerá Israel como pueblo propio en torno a este Dios que lo libera y que, a través de Moisés, lo vincula a sí mismo con una alianza. Por otro lado, este Dios que revela su nombre se presenta precisamente como el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Por tanto, este Dios está en el origen, no sólo de la identidad de Israel como pueblo -a través de Moisés-, sino también de la historia de Israel a partir de la experiencia de Abrahán y de la llegada de su clan a la tierra de Canaán. Escribe justamente E. Zenger: «YHWH, que (...) existe desde la primera fase simplemente como Dios agente, se con­vierte en el “Dios principal” de Israel solamente a través del hecho de que crea para sí un pueblo, que le debe su tierra y su libertad y por esto lo venera como su Dios. El “ascenso” de YHWH a Dios principal de Israel es un acontecimiento prehis­tórico, que no tiene vinculación alguna con la monarquía, el sacerdocio o el templo, sino con el origen de un pueblo que se libera de la esclavitud del Faraón. Desde el punto de vista his- tórico-religioso, YHWH obtuvo su perfil dentro del mundo de los dioses del Oriente antiguo, no con su delimitación frente a los otros dioses, sino como “motor” del complicado proceso por el que Israel se convirtió en un pueblo»6.

A partir del éxodo y del Sinaí, YHWH se convierte, por tanto, en el sentido fuerte de la palabra, en el Dios de Israel; se trata no sólo de una profundización de la revelación de lo que es él, sino también de una relación con él, que se va haciendo cada vez más decididamente exclusivo para Israel. Pero para penetrar en todo ello, hemos de detenernos en el análisis del significado de este nombre misterioso, conocido como el tetra- grama sagrado, es decir, las cuatro letras YHWFI.

6 E. Zenger, L'opera jahwista - un precursore del monoteísmo jahwista, en Varios, Dio 1`Unico, Morcelliana, Brescia 1991, 45.


EL DIOS DE MOISÉS Y DEL ÉXODO..

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    1. El nombre de Dios

2. 2. 1. El origen. Probablemente, este nombre estaba ya pre­sente en una forma arcaica en el ambiente del Sinaí, entre los pueblos madianitas, y de modo especial entre los quenitas, de los que, según la tradición del Exodo, proviene también el sue­gro de Moisés, Jetró. Se deriva quizás de una forma arcaica del verbo “ser” que para los hebreos tiene el significado concreto de “existir” “vivir” (hajah).

Lo esencial es que este nombre adquiere un significado nuevo y específico a partir de la experiencia del éxodo y de la revelación hecha a Moisés.

2. 2. 2. La pronunciación. Sobre todo a partir del período que siguió al destierro de Babilonia, se pone muy de relieve la absoluta transcendencia de Dios. En un determinado momento, probablemente en el período de los Macabeos (siglo II a. C.), empezó la costumbre de no pronunciar ya el nombre de YHWH, para no profanar la divinidad. Este nombre se pronun­ciaba una sola vez al año, en un día solemne en la liturgia del templo. Cuando en la lectura de la sagrada Escritura se encon­traba el tetragrama, para no pronunciarlo, se sustituía por Adonai (Señor mío) o por ha Hashem (el Nombre). Los Setenta (la traducción griega del Antiguo Testamento, com­puesta en el siglo III a. C.) tradujeron Adonai por Kyrios.

Dado que este nombre no se pronunciaba jamás, se llegó a olvidar incluso su pronunciación, ya que no se sabían cuáles eran las vocales, que no se ponen en hebreo. Los masoretas (siglos VI-X d.C.) añadieron al texto consonantico las vocales de la palabra Adonai y leyeron entonces « Yehová». Pero la ver­dadera pronunciación es seguramente «Yahwé», como lo han conservado los samaritanos y como lo conocieron los padres de la Iglesia.

2. 2. 3. El significado. Para penetrar en el significado origi­nalmente mosaico (y por consiguiente bíblico) del nombre de Dios, hemos de acudir al Exodo, en el texto base en donde se nos narra el famoso episodio de la zarza ardiendo:


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«Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián. Trashumando por el desierto llegó al Horeb, el monte de Dios, y allí se le apareció un ángel del Señor, como una llama que ardía en medio de una zarza. Al fijarse, vio que la zarza estaba ardiendo pero no se consumía. Entonces Moisés se dijo: “Voy a acercarme para contemplar esta maravillosa visión y ver por qué no se consume la zarza”. Cuando el Señor vio que se acercaba para mirar, le llamó desde la zarza: “¡Moisés! ¡Moisés!” El respondió: “Aquí estoy”. Dios le dijo: “No te acerques; quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es sagrado”. Y añadió: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”. Moisés se cubrió el rostro, porque temía mirar a Dios.

El Señor siguió diciendo: “He visto la aflicción de mi pue­blo en Egipto, he oído el clamor que le arrancan sus opresores y conozco sus angustias. Voy a bajar para librarlo del poder de los egipcios. Lo sacaré de este país y lo llevaré a una tierra nueva y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel, a la tierra de los cananeos, hititas, amorreos, pereceos, jeveos y jebuseos. El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí. He visto también la opresión a la que los egipcios los someten. Ve, pues; yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas”. Moisés dijo al Señor: “¿Quién soy yo para ir al faraón y sacar de Egipto a los israelitas?” Dios le respondió: “Yo estaré contigo, y ésta es la señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado al pueblo de Egipto, me daréis culto en este monte”.

Moisés replicó a Dios: “Bien, yo me presentaré a los israeli­tas y les diré: El Dios de vuestros antepasados me envía a vosotros. Pero si ellos me preguntan cuál es su nombre, ¿qué les responderé?” Dios contestó a Moisés: “Yo soy el que soy. Explícaselo así a los israelitas: `Yo soy' me envía a vosotros”. Y añadió: “Así dirás a los israelitas: El Señor, el Dios de vuestros antepasados, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre, así me recordarán de generación en generación”» (Ex 3, 1-15).


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En la comprensión de este texto central del Éxodo (y de toda la experiencia veterotestamentaria), hemos de tener en cuenta cuatro elementos más o menos explícitamente presentes.

  1. En primer lugar, nos encontramos con el nombre YHWH que, como sabemos, es reconocido como el nombre propio del Dios de Israel a partir de un determinado momento histórico.

  2. Este nombre está claramente vinculado a la revelación que Dios hizo de sí mismo a Moisés. Por un lado, se nos describe la teofanía de la «zarza ardiendo»: la presencia de Dios como «fuego» (una imagen típica de la revelación judeo-cristiana). El fuego representa la divinidad de Dios, que es distinta de la experiencia humana, la cual, al entrar en contacto con el, no puede menos de quedar como «quemada» por el ser de Dios, pero sin ser destruida por él (la zarza no se consumía). Por otro lado, Dios se manifiesta a través de la palabra, mostrando así su «personalidad», su deseo de entrar en diálogo y en relación con el hombre.

  3. En el texto se intenta además una explicación etimológica del nombre YHWH, relacionándolo con la raíz del verbo hayah, que significa -como hemos dicho- ser, vivir: por lo que YHWH es interpretado a través de la expresión «` ehyeh asher cehyeh» = Yo soy el que soy y el que seré contigo (hay que añadir esta referencia al futuro, bien porque se trata de una promesa, bien porque el verbo hayab tiene una connotación dinámica).

Pero el significado pleno y auténtico de este nombre -como ocurría ya con el anterior El, Elohim- puede sacarse de todo el contexto, es decir, de la intervención liberadora y constitutiva de la alianza de Dios en medio de su pueblo: YHWH es el Dios del éxodo y de la alianza, que manifiesta su ser propio a través de este portentoso obrar suyo en favor de Israel.

Del conjunto de estos elementos podemos deducir entonces el significado global del nombre YHWH.

La traducción griega de los Setenta, «ego eimin o ón», en cuanto que presupone el concepto griego de «ser» -un concepto más bien naturalista y cosmológico que histórico-salvífico y personalista-, no consigue expresar el contenido pleno del término hebreo.


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Una traducción más exacta podría ser: «Yo soy el que estoy y estaré contigo para liberarte, porque Yo soy plena y estable­mente el que es». En otras palabras, la estabilidad y la fidelidad de Dios en la alianza con su pueblo y su omnipotencia en la liberación son la señal de su estabilidad soberana y absoluta de vida y de ser, de la que Dios goza precisamente porque es Dios.

Además, a través de la revelación de su nombre (del que la experiencia del éxodo y de la alianza constituyen una confir­mación y una explicación), se le revelan también a Moisés y a Israel la unicidad de Dios, su eficacia y su poder único (supe­rior al de los dioses egipcios), y su transcendencia: tanto en el sentido de que YHWH es absolutamente otro y distinto de la historia, como en el sentido de que es independiente de los lugares y de los tiempos (no es el dios de este o de aquel lugar, sino el Dios que está con su pueblo en todas partes, ya que su omnipotencia se extiende por toda la tierra, incluso hasta la tierra extranjera de Egipto).

Otro elemento fundamental, que está contenido en la reve­lación del nombre de Dios como YHWH, es que Israel reco­noce que el Dios de los padres no es un Dios del pasado, sino del presente y del futuro: un Dios que interviene continua­mente en favor de su pueblo y del que uno se puede fiar por completo en el presente (la liberación de Egipto) y en el futuro (la conquista de la tierra de Canaán).

En todo esto, como ocurría ya con el Dios de los padres, sigue percibiéndose un soberano misterio. La expresión «Yo soy el que soy» indica también un cierto retraimiento de YHWH ante las «pretensiones» del conocimiento humano. Dios se revela, dice su nombre (que, como recordamos, no quiso decir a Jacob), pero al mismo tiempo se sustrae, sigue siendo soberanamente libre y transcendente.

Esta dimensión de la transcendencia misteriosa de YHWH se subraya de forma incisiva en el famoso episodio que se narra en Ex 33, 17-23:

«El Señor contestó a Moisés: “Haré lo que me pides, por­que gozas de mi protección y eres mi hombre de confianza”.

Dijo Moisés al Señor: “Déjame ver tu gloria”.


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El Señor le respondió: “Yo mismo haré pasar delante de ti todo mi esplendor y delante de ti pronunciaré el nombre del Señor. Yo protejo a quien quiero y tengo compasión de quien me place; sin embargo, no podrás ver mi cara, porque quien la ve no sigue vivo”. El Señor añadió: “Ahí tienes un sitio junto a mí, puedes ponerte sobre la roca; cuando pase mi glo­ria, te meteré en una hendidura de la roca y te cubriré con la palma de mi mano hasta que yo haya pasado; y cuando retire mi mano, me verás de espaldas porque de frente no se me puede ver”».

Moisés, como se subraya varias veces en la tradición del Exodo, es el que pudo hablar con Dios «cara a cara»; pero, al mismo tiempo, es el que más que cualquier otro experimentó que no podía conocer el rostro de Dios, pues en ese caso «habría muerto».

  1. 3. El mono-yahvismo

La consecuencia fundamental de la revelación del nombre de YHWH a Moisés, y por medio de él a Israel, es -como ya hemos insinuado- la exclusividad de la relación que se establece entonces entre YHWH y su pueblo. Para entender su contenido exacto, hay que referirse al progreso en la comprensión de la unicidad de Dios tal como aparece en la experiencia de Israel. Esquemáticamente podemos distinguir al menos tres etapas principales.

  1. La primera -como ya sabemos- se caracteriza por lo que técnicamente puede definirse como la monolatría de los patriarcas: ellos tienen su Dios, como los demás pueblos tienen sus dioses; pero se trata de un Dios que excluye el politeísmo (al menos en lo que concierne a la experiencia religiosa de Israel); y éste es ya un elemento nuevo e importante respecto a las otras tradiciones religiosas contemporáneas.

  2. La segunda puede definirse como mono-yahvismo: en el sentido de que YHWH es el tínico Dios de Israel, que se revela con un poder y unas cualidades que, al menos prácticamente, y por lo que atañe a Israel, reducen a la nada a los demás dioses. Para poner de relieve su origen y su significado, podríamos


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definirlo, con A. Manaranche, como un «monoteísmo mono- gámico», es decir, nacido de la opción exclusiva (la elección, como la definirá el libro del Deuteronomio) que YHWH ha hecho de Israel como esposa suya.

  1. La tercera, que brota directamente del mono-yahvismo, y que con mucha probabilidad está ya plenamente presente en la experiencia de Moisés, pero sólo paulatinamente fue siendo asumida por Israel, es la etapa del monoteísmo propio y verda­dero. Se presenta primero como un monoteísmo práctico, en el sentido de que se tiene conciencia de que hay un solo Dios y de que los otros dioses son solamente «ídolos ineficaces»; y luego también como un monoteísmo explícitamente teorético (ya en el Deuteronomio y después, sobre todo a partir de los profetas posteriores al destierro), en el sentido de que se afirma con claridad que no hay más que un solo Dios verdadero.

Pero, en todo caso, la revelación del nombre de YHWH a Moisés y la experiencia del éxodo marcan una etapa decisiva y esencial en este desarrollo.

El mono-yahvismo se expresa ya con claridad y con todas sus implicaciones en el texto del Decálogo tal como se recoge en el libro del Exodo:

«Entonces Dios pronunció estas palabras: “Yo soy el Señor, tu Dios, el que te sacó de Egipto, de aquel lugar de esclavitud. No tendrás otro Dios fuera de mí. No te harás escultura, ni imagen alguna de nada de lo que hay arriba en el cielo, o aquí abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas, ni les darás culto, porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la maldad de los que me aborrecen en sus hijos hasta la tercera y cuarta generación, pero soy misericordioso por mil generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos.

No tomarás en vano el nombre del Señor, porque el Señor no deja sin castigo al que toma su nombre en vano.

Acuérdate del sábado para santificarlo. Durante seis días trabajarás y harás todas tus faenas. Pero el séptimo, es día de descanso en honor del Señor, tu Dios. No harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tus hijos, ni tus siervos, ni tu ganado, ni el forastero que reside contigo. Porque en seis días hizo el Señor


EL DIOS DE MOISÉS Y DEL ÉXODO...

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el cielo y la tierra, el mar y todo lo que contienen, y el séptimo

día descansó. Por ello bendijo el Señor el día del sábado y lo

declaró santo”» (Ex 20, 1-11).

En este párrafo encontramos señaladas algunas característi­cas típicas de la fe yahvista, que se irán precisando cada vez más a lo largo del tiempo.

Baste subrayar la orden de no hacer imágenes de Dios, para expresar, por un lado, su transcendencia absoluta, y para evi­tar, por otro, la confusión entre Dios y los ídolos.

También es importante y típica la afirmación del «Dios celoso», que es expresión, por un lado, de la relación singular de alianza que ha establecido con Israel y, por otro, de su uni­cidad: «No te postres ante dioses extraños, porque el Señor es un Dios celoso. Su nombre es Dios celoso (Ex 34, 14; cf. Dt 4, 24; Jos 24, 16...).

Finalmente, se recuerda también la característica fundamen­tal de YHWH, que es su misericordia, relacionada siempre con su fidelidad; por eso se recordará siempre a YHWH como el Dios de la misericordia y de la fidelidad (cf. Ex 34, 6; 2 Sm 2, 6; 15, 20; Sal 25, 10; 40, 11...).

En la experiencia del éxodo y de la alianza y en la revelación del nombre de YHWH están, por tanto, presentes aquellas dos características que podemos considerar como las fundamenta­les del Dios de Israel: la santidad y la misericordia, aun cuando la formulación de estos dos términos sea quizás posterior al período mosaico.

Se trata de dos características que revelan una especie de polaridad dentro de la experiencia que Israel tiene de Dios, una polaridad que se deriva del ser propio de YHWH como Dios vivo y personal.

Decir que YHWH es santo (qadósh) significa afirmar funda­mentalmente dos cosas: por un lado, su alteridad respecto al hombre y, en general, respecto a todas las criaturas7, y también por consiguiente su transcendencia misteriosa, frente a la cual el hombre no es más que «polvo y ceniza» (Gn 18, 27) y se siente

7 Una realidad que se expresa en la afirmación que aparece a menudo en el Antiguo Testamento: «Yo soy Dios, no un hombre» (Os 11,9; cf. Nm 23,19; 42,1; Is 40,18...).


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DIOS UNO Y TRINO

lleno de temor; por otro lado, su perfección moral absoluta, su bondad y su verdad que se convierten también en imperativo de santidad moral para los israelitas, según el precepto tan conocido del libro del Levítico: «Debéis santificaros y ser san­tos, porque yo soy santo» (Lv 11, 44).

Decir que YHWH es misericordioso, significa subrayar que él es «un Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel» (Ex 34, 6). Su misericordia se revela plenamente a Israel a través de la experiencia del éxodo, pero seguirá siendo la característica constante de la acción de Dios con su pueblo a lo largo de toda la historia de Israel.

La santidad y la misericordia son juntamente constitutivas del ser y del obrar de YHWH: imprevisible y sumamente cer­cano, soberanamente transcendente y protagonista en la histo­ria del hombre. Nunca se da una de esas dos características sin la otra. En el fondo, el nombre de YHWH sintetiza estas dos dimensiones del ser de Dios. Y se puede decir que la experien­cia de Dios que realizó Israel a partir del éxodo no será más que una continua profundización y un continuo descubrimiento de la santidad y de la misericordia de YHWH.

2. 4. Consecuencias antropológico-sociales

Estrechamente relacionada con esta revelación del nombre de Dios está no sólo la estipulación de la alianza, por la que Israel se convierte en el pueblo del Señor, sino también el pre­cepto del amor al prójimo que representa el quicio y la norma de inspiración de toda la legislación social del Antiguo Testa­mento (cf. Ex 23, 4-5; Dt 22, 1-4; Lv 19, 17-18). La expresión de este precepto central es el mandato de solidaridad con el pobre (cf. Dt 15, 7-8; Lv 19, 11-15): en efecto, YHWH -como remacharán con fuerza sobre todo los profetas- es el Dios de los pobres.

Por eso precisamente el significado del acontecimiento del éxodo es al mismo tiempo teológico (revela el rostro de YHWH como Dios omnipotente y liberador de su pueblo) y antropológico-social (muestra y tutela la dignidad de todo ser humano, sobre todo del pobre, proponiendo el estatuto ideal


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de un pueblo libre y solidario). «La tierra -escribe J. Alfaro-, don del Señor para todo el pueblo, debía ser el “sacramento” que hiciera realidad la libertad, dignidad y seguridad logradas a través del éxodo (...). El éxodo tenía por meta la fraternidad y libertad perfecta entre los israelitas, las cuales, mediante el don de la tierra, tendrían como resultado la desaparición de toda opresión, injusticia y pobreza»8. Incluso ciertas normas, como la del año sabático y la del año jubilar (cf. Dt 15; Lv 25; Ex 23), tienen la clara intención de establecer el principio de que de vez en cuando la historia y la vida de Israel tienen que partir de nuevo del éxodo, para eliminar las discriminaciones que se van introduciendo entretanto y para transformar continua­mente y desde dentro la vida social del pueblo elegido y hacerla conforme con el proyecto de YHWH.

El acontecimiento del éxodo y de la alianza, renovado por la celebración de la pascua, va poniendo ritmo a los momentos decisivos de la historia bíblica: desde el aniversario de la salida de Egipto en el desierto del Sinaí (Nm 9, 1-5) hasta el paso del Jordán con la entrada en la tierra prometida (Jos 5, 11-12); desde la pascua relacionada con la reforma de Josías (2 Re 23, 21), cuando se convierte en una de las tres grandes fiestas de peregrinación al templo de Jerusalén, hasta la pascua del regreso a la tierra prometida y de la nueva consagración del templo (Esd 6, 19-22). También la perspectiva de la nueva alianza que se irá afirmando progresivamente a través de los profetas (desde Oseas 2, 1-3, que anuncia de antemano una nueva con­quista de la tierra prometida, hasta Isaías 1, 26-27 y 11, 1, que habla de un nuevo David y de una nueva Sión, y Jeremías 31, 25-34 y Ezequiel 40-43, que anuncian expresamente una nueva alianza) se relaciona íntimamente con la memoria de la primera pascua y queda representada sintéticamente en el Déutero-Isaías (Is 434, 16ss) como un nuevo éxodo, con una nueva venida de YHWH en medio de los suyos para conducirlos definitiva­mente a la patria.

8 J. Alfaro, Dios protege y libera a los pobres: Concilium n. 207 (1986) 205.



El Dios santo y misericordioso de los Reyes

y de los Profetas

El período de la monarquía (estabilizada por el año 1000 a. C.), que coincide también con la afirmación cada vez más acen­tuada de ese fenómeno tan típico y tan decisivo para la historia posterior de Israel que es el profetismo, se caracteriza -bajo el aspecto de la revelación y de la experiencia de Dios- al menos por dos acontecimientos principales. Por un lado, la constitu­ción de una unidad incluso política de Israel permite un refor­zamiento del yahvismo como fe única de todo el pueblo. El ejemplo típico de esta tendencia a la unificación y a la centrali­zación es la edificación del templo de Jerusalén por obra de Sa­lomón, como lugar de la presencia de YHWH en medio de su pueblo. Pero, por otro lado, el contacto con las culturas vecinas y el peligro mismo de que la monarquía se modelara según las formas presentes en otros pueblos llevan consigo huellas evi­dentes de sincretismo religioso y de retorno a ciertas formas de tolerancia con el politeísmo, si no teórico, al menos práctico.

Es sobre todo frente a estos peligros como nace la reacción de los profetas (desde Elias hasta Amos, Isaías...), que dan origen a un auténtico «movimiento» en favor del retorno al yahvismo puro. Más aún, la experiencia y la predicación de los profetas representan sin duda una profundización en la revelación y en la fe yahvista. También ellos se sitúan en una continuidad cohe­rente con la tradición abramítica y mosaica anterior: pasan por una experiencia de Dios a través de la vocación que éste les dirige para enviarlos a su pueblo. Pero no cabe duda que, aun mante­niendo y en ciertos aspectos acentuando su eficacia histórica, la


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revelación de YHWH, sobre todo a través de la palabra que dirige a los profetas, se va interiorizando y pierde las connota­ciones cósmicas con que antes se manifestaba, mostrándose como un dinamismo de penetración y de transformación de la existencia humana, personal y social. Baste comparar la teofanía de YHWH al profeta Elias en el monte Horeb con la que tuvo antes Moisés (estamos ahora a mitad del siglo IX a. C.):

«Él se levantó, comió y bebió; y con la fuerza de aquel alimento anduvo cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb. Cuando Elias llegó al monte, entró en una gruta y pasó allí la noche. El Señor le dirigió su palabra: “¿Qué haces aquí, Elias?”. Él respondió: “Me consume el celo por el Señor todopoderoso, porque los israelitas han roto tu alianza, han destruido tus altares y han matado a tus profetas. Sólo he quedado yo, y me buscan para matarme”. El Señor le dijo: “Sal y quédate de pie ante mí en la montaña. ¡El Señor va a pasar!” Pasó primero un viento fuerte e impetuoso, que removía los montes y quebraba las peñas, pero el Señor no estaba en el viento. Al viento siguió un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Al terremoto siguió un fuego, pero el Señor no estaba en el fuego. Al fuego siguió un ligero susurro. Elias, al oírlo, se cubrió el rostro con su manto y, saliendo afuera, se quedó de pie a la entrada de la gruta. Y una voz le preguntó: “¿Que haces aquí, Elias?”. Respondió: “Me consume el celo por el Señor todopoderoso, porque los israelitas han roto tu alianza, han destruido tus altares y han matado a tus profetas. Sólo he quedado yo, y me buscan para matarme”» (1 Re 19, 8-14).

André Manaranche ilustra muy bien el significado de esta teofanía y de la imagen de YHWH que de allí se deduce: se trata «de liberar a Dios de los fenómenos cósmicos con los que se corre el peligro de confundirlo. Por esto se afirma que el único Dios que existe es YHWH (o Adonai). No se le presta ninguna forma, ningún rostro: YHWH se contenta con actuar, con “pasar”. Él es muy distinto de las tres grandes fuerzas destruc­toras: el huracán, el terremoto, el fuego. Todo lo más es “un ligero susurro”: una voz ciertamente, pero una voz. dulce, como la caricia de una brisa. Hay que afirmar su presencia, su con­tacto; pero hay que conservar al mismo tiempo, en el mismo lenguaje concreto, su carácter inmaterial. Es el “pianísimo


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delicado y refinado de la palabra” que presupone, por parte del creyente, una escucha de “alta fidelidad”. Por eso es menester que Elias se separe de todo, que “salga”, que “se cubra el ros­tro”. «En una experiencia semejante está solo y YHWH se le comunica sin el testimonio de un tercero. En ese monoteísmo el hombre está realmente al límite de sus posibilidades. Está “sobre la punta de los pies” podríamos decir, o “sobre la punta del alma”»9.

Finalmente, sobre todo después del destierro, tras la expe­riencia trágica de la deportación a Babilonia (598 a. C.), el mo­noteísmo yahvista llega a su más clara y completa afirmación teórica: no se trata solamente de la nulidad de los ídolos, sino de la omnipotencia soberana de YHWEI como el Unico, Señor del cielo y de la tierra, que ha escogido a un pueblo para manifes­tarse a través de él a todas las gentes.

Pero veamos más detalladamente algunos de estos temas que caracterizan a este importante período de la historia de Israel.

  1. 1. La “Gloriade YHWH en medio de su pueblo: el templo de Jerusalén

Un primer elemento importante, ya presente en la experien­cia del éxodo, es el tema de la gloria de Dios (en hebreo kabód). Es la manera con que Dios manifiesta su santidad y al mismo tiempo su presencia en medio de Israel. Estos dos aspectos, qtie están en tensión en la experiencia de Israel, son juntamente constitutivos de Dios: Dios Santo y presente en medio de su pueblo.

Esta manifestación de Dios como gloria se encuentra ya indicada en el libro del Exodo:

«El Señor los precedía por el día en una columna de nube para marcarles el camino, y por la noche en una columna de fuego para alumbrarlos: así podían caminar tanto de día como de noche. La columna de nube no abandonaba al pueblo durante el día, ni la de fuego durante la noche» (Ex 13, 21-22).

// monoteísmo cristiano, o.c.. 94.


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«Después Moisés subió al monte Sinaí, que estaba cubierto por la nube. La gloria del Señor se había posado sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió durante seis días. Al séptimo día llamó el Señor a Moisés desde la nube. La gloria del Señor aparecía a la vista de los israelitas como un fuego devorador sobre la cima del monte» (Ex 24, 15-17).

Se trata ciertamente de un lenguaje figurado, pero ilustra bastante bien la presencia real de Dios que se manifiesta y guía a su pueblo.

En el período de los reyes Salomón (por el 970-931 a. C.) construye el templo de Jerusalén, para ofrecer una morada a YHWH y de manera especial para proporcionar una coloca­ción digna al arca de la alianza, que durante la peregrinación por el desierto había guardado las tablas de la ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí.

La consagración del templo se nos describe en el libro pri­mero de los Reyes:

«Mientras los sacerdotes salían del lugar santo, una nube llenó el templo del Señor, de modo que los sacerdotes no podían oficiar, por causa de la nube. La gloria del Señor llenaba el templo. Entonces Salomón exclamó: “Tú, Señor, dijiste que habitarías en una nube oscura. Pero yo te he construido una casa, para que vivas en ella, un lugar donde habites para siempre” (...) Salomón se colocó ante el altar del Señor a la vista de toda la asamblea de Israel y, levantando sus manos al cielo, dijo: “Señor, Dios de Israel, no hay Dios como tú ni en los cielos ni en la tierra. Tú guardas fielmente la alianza hecha con tus siervos, si caminan en tu presencia de todo corazón (...). Pero ¿acaso puede habitar Dios en la tierra? Si el universo en toda su inmensidad no te puede contener, ¡cuánto menos este templo construido por mí! No obstante, atiende, Señor, Dios mío, la oración y la súplica que tu siervo te dirige hoy”» (1 Re 8, 10-13. 22-23. 27-29).

Así pues, el templo se convierte en el lugar de la presencia de YHWH manifestada por la bajada al mismo de su gloria, aque­lla gloria que -como canta el salmo- «es proclamada por los cielos» (Sal 19, 2). YHWH no es, como, los dioses de los demás pueblos, un ídolo que habita solamente en el templo; sigue


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siendo transcendente (hasta el punto de que alguien ha hablado del «vacío» como de la forma característica de presencia de YHWH en el templo), aunque de forma misteriosa habita real­mente en medio de su pueblo.

A partir del tema de la nube, de la gloria y de la presencia de YHWH en el templo se desarrolla el tema de la shekináh, que se encuentra sobre todo en los textos rabínicos. Se trata de «un substantivo femenino abstracto, derivado del verbo shakan, que significa residir, permanecer, descansar, aguardar (...), que en la literatura rabínica viene a significar todos los modos de la pre­sencia de Dios en el pasado, en el presente y en el futuro esca- tológico», tanto en relación con la presencia de YHWH en el templo como en medio de su pueblo fuera del templo10. Se trata además de un tema que está también presente en el Nuevo Tes­tamento, bien para indicar la llegada de Dios en medio de noso­tros a través de la encarnación de su Hijo («Y la Palabra se hizo carne y habitó -eschénosen: «plantó su tienda»- entre nosotros: Jn 1, 14), o bien para señalar la presencia de Cristo resucitado en medio de la comunidad de los discípulos (cf. Mt 18, 20).

La experiencia de la gloria de Dios es recogida por los profe­tas, precisamente en relación con la experiencia de la presencia de YHWH en el templo. Baste pensar en el relato de la gran visión de la gloria de YHWH, que nos hace Isaías con ocasión de su vocación (por el año 740 a.C.):

«El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono alto y excelso. La orla de su manto llenaba el templo. De pie, junto a él, había serafines con seis alas cada uno: dos para cubrirse el rostro, dos para ocultar su desnudez y dos para volar. Y se gritaban el uno al otro: “Santo, santo, santo qadósh es el Señor todopoderoso, toda la tierra está llena de su gloria”. Los quicios y dinteles temblaban a su voz, y el templo estaba lleno de humo. Yo dije: “¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en un pueblo de labios impuros, he visto con mis propios ojos al Rey y Señor todopoderoso”» (Is 6, 1-5).

!<1 .1. Sievers, «Dove díte o tre...»: i! concello rabbinico di «shekhinak» c Mi IS,20: Nuova Umanitá 4 (1982) n. 20, 57-71.


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Otro profeta del período del destierro, Ezequiel, recoge este mismo tema:

«Vi un viento huracanado que venía del norte, una gran nube rodeada de esplendor, un fuego resplandeciente, y en el centro del fuego, como el fulgor de un relámpago. En medio del fuego vi la figura de cuatro seres (...) Encima de la plataforma apareció una especie de zafiro en forma de trono, y sobre esta especie de trono apareció una figura de aspecto humano. Desde lo que parecían sus caderas para arriba era semejante a un metal brillante, y desde sus caderas para abajo tenía aspecto de fuego. El resplandor que rodeaba esta figura era semejante al arco iris que aparece en las nubes en un día de lluvia. Era la apariencia visible de la gloria del Señor. Cuando la vi, caí rostro en tierra, y oí una voz que me hablaba» (Ez 1, 4-5. 26-28).

En Ezequiel la gloria del Señor se nos manifiesta precisa­mente a través de un semblante humano. Toda la descripción anterior, el símbolo del trono, la alusión al «resplandor», nos dice claramente que estamos en la esfera de lo divino, de YHWH. Pero luego, inesperadamente, se habla de una figura con rasgos humanos. La visión sigue siendo ciertamente miste­riosa, casi indescifrable si se la toma en sí misma, y está expre­sada en un lenguaje vivísimo que tiene ya tonos apocalípticos. Pero se trata sin duda del más alto esfuerzo por expresar, de un lado, que Dios es santidad transcendente, y de otro, que Dios está cerca del hombre. Y también se trata de una visión miste­riosa de una manifestación de YHWH futura e inesperada. La gloria de Dios se manifiesta incluso en los rostros humanos. Se puede recordar la visión que tiene Daniel del Hijo del Hombre (cf. Dn 7, 13-14) y lo que dirán más tarde de Jesús sobre todo Pablo y Juan. Por lo demás, en el libro del Sirácida se le pide a Dios: «Llena a Sión de tu alabanza y colma al pueblo de tu glo­ria» (Eclo 36, 13), mientras que el salmo celebra la certeza de que la gloria del Señor «habitará en nuestra tierra» (Sal 85, 10), de manera que podrán contemplarla todas las naciones (cf. Sal 97, 6; Is 62, 2; 66, 18). En particular, será precisamente sobre su Siervo sobre el que YEíWH «manifestará su gloria» (Is 49, 3). En el prólogo del evangelio de Juan se nos dirá que el Hijo de Dios plantó su tienda en medio de nosotros y que nosotros «hemos


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visto su gloria» (Jn 1, 14). Así pues, se ve a Jesús como la gloria de Dios que ha puesto su morada entre los hombres.

En una palabra, la gloria es la manifestación de la santidad de Dios que se hace presente como Salvador en medio de Israel: una gloria que llena la naturaleza y el cosmos, la historia y en particular a Israel, y que quiere llenar y transfigurar en sí mismo a la ciudad santa y al elegido del Señor.

  1. 2. Monoteísmo y creación

Un segundo tema típico del período monárquico se refiere a la afirmación decidida del mono-yahvismo por obra de los pro­fetas. También sobre este punto nos detendremos sólo en algu­nos pasajes más importantes.

  1. El primero nos habla del profeta Elias (estamos en el siglo IX: el rey Ajab se ha casado con Jezabel, hija del rey de Tiro y Sidón; por ello es muy serio el peligro de sincretismo con los dioses fenicios); se trata del famoso desafío con los sacerdotes de Baal en el monte Carmelo:

«Ajab salió al encuentro de Elias y, al verlo, le dijo: “¿Eres tú el azote de Israel?” Dijo Elias: “No soy yo el azote de Israel, sino tú y tu familia, que habéis despreciado los mandamientos del Señor y habéis dado culto a los ídolos. Manda reunir conmigo en el monte Carmelo a todo Israel, a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal y a los cuatrocientos profetas de Asera que comen en la mesa de Jezabel. Ajab convocó a todos los israelitas y a todos los profetas en el monte Carmelo. Elias se adelanto hasta el pueblo, y dijo: “¿Hasta cuándo vais a andar cojeando de las dos piernas? Si el Señor es Dios, seguid al Señor; y si lo es Baal, seguid a Baal”. El pueblo no dijo nada. Entonces Elias continuó: “Sólo he quedado yo de los profetas del Señor, mientras que los profetas de Baal son cuatrocientos cincuenta. Pues bien, dadnos dos novillos. Que ellos elijan uno, lo descuar­ticen y lo coloquen sobre la leña, sin encenderla. De igual manera prepararé yo el otro. Que ellos invoquen el nombre de sus dioses; yo invocaré el nombre del Señor. El que responda con el fuego, ése será el verdadero Dios”. Respondió el pueblo: “De acuerdo”(...). Entregaron el novillo a los profetas de Baal,


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lo prepararon y se pusieron a invocar el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodía, gritando: “¡Baal, respóndenos!” Pero no se oía voz alguna, ni respondía nadie (...). Entonces Elias dijo a todo el pueblo: “Acercaos a mí”. Y todo el pueblo se acercó. Elias rehízo el altar del Señor, que había sido destruido. Tomó doce piedras, una por cada tribu de los hijos de Jacob, a quien el Señor había dicho: “Israel será tu nombre” (...). A la hora de la ofrenda del sacrificio, se adelantó el profeta Elias, y dijo: “Señor, Dios de Abrahán, de Isaac y de Israel, que se sepa hoy que tú eres Dios de Israel, que yo soy tu siervo, y que por orden tuya hago todo esto. Respóndeme, Señor, respón­deme, para que sepa este pueblo que tú eres el Señor, el verda­dero Dios, y que eres tú el que hará volver el corazón de tu pueblo hacia ti”. Entonces bajó el fuego del Señor, consumió el holocausto y la leña, las piedras y el polvo, y secó el agua de la zanja. Al ver esto, el pueblo se postró en tierra y exclamó: “¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!” Elias les dijo: “Agarrad a los profetas de Baal, que ninguno escape”. Los agarraron. Elias mandó que los bajaran al torrente Quisón, y allí los hizo dego­llar» (1 Re 18, 17-40).

La predicación de los profetas -a partir de Elias- se centra precisamente en esto: restablecer la pureza de la fe de YHWH, la fe en el único Dios, en contra de la infidelidad de Israel y en contra de la contaminación de los dioses cananeos. Su inconsis­tencia se manifiesta en su ineficacia práctica.

  1. Un segundo momento importante es el que nos ha trans­mitido la tradición deuteronomista; partiendo de un origen más arcaico y fiel al yahvismo, se centra sobre todo en el período de las reformas religiosas impuestas por el rey Josías (año 621), para extenderse luego hasta la época inmediatamente posterior al des­tierro. El libro del Deuteronomio es el testimonio literario de esta tradición; en él pueden reconocerse las diversas capas de esta sedimentación. Como ha mostrado G. Braulik, «los textos del Deuteronomio, si los ordenamos cronológicamente, mues­tran un desarrollo continuo de la doctrina sobre Dios. Se extiende desde la afirmación: «YHWH es único» (Dt 6, 4), dentro de un sistema referencial todavía politeísta del período


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monárquico tardío, hasta la formulación monoteísta del destierro en Babilonia: «YHWH es Dios y no hay otro fuera de él» (4, 35)11.

Pero fijémonos detenidamente en estos dos textos, que nos muestran las dos fases del desarrollo del monoteísmo bíblico.

El primero es el famoso pasaje que habría de convertirse en el comienzo del Shema («escucha»), que sigue siendo la plegaria por excelencia de Israel. YHWH es el único con el que debe permanecer ligado Israel con todas sus fuerzas: es un amor exclusivo el que se le exige, el que ha de tener al Unico de Israel, a «su» Dios.

«Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y todas tus fuerzas (...). No sigas a otros dioses, los dioses de las naciones que te rodean, porque el Señor tu Dios, que está en medio de ti, es un Dios celoso; su ira se encendería contra ti y te haría desaparecer de la faz de la tierra» (Dt 6, 4-5. 14-15).

El segundo texto es la famosa síntesis teológica de la historia de Israel como historia de la revelación y de la alianza con YHWH, que desea mostrar cómo «la finalidad de todo el obrar divino es permitirle a Israel que comprenda su propia historia como pueblo, vivida por él y transmitida como tal, e identifi­carla como revelación de YHWH, comprendido plenamente como el único Dios» (Braulik). Aquí se designa ya a YHWH con toda decisión y claridad, no simplemente como Elohim (Dios, aunque sea el Dios por excelencia), sino como ha Elohim {el Dios, el Único; cf. w. 35 y 39):

«Pregunta, si no, a los tiempos pasados, que te han prece­dido, desde el día en que Dios creó al hombre en la tierra: ¿Se ha visto jamás algo tan grande, o se ha oído cosa semejante desde un extremo al otro del cielo? ¿Qué pueblo ha oído la voz de Dios en medio del fuego, como la has oído tú, y ha quedado con vida? ¿Ha habido un dios que haya ido a buscarse un pueblo en medio de otro con tantas pruebas, milagros y prodigios en combate, con mano fuerte y brazo poderoso, con portentosas hazañas, como hizo por vosotros el Señor vuestro Dios en

11 G. Braulik, lì Deuteronomio e la nascita del monoteismo, en Varios, Dio l'Unico, o.c., 55-102.


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Egipto ante vuestros propios ojos? El Señor te ha hecho ver todo esto para que sepas que él es Dios y que no hay otro fuera de él. Desde el cielo te dejó oír su voz para enseñarte, en la tierra te mostró su gran fuego y has oído las palabras que salían del fuego. Porque amó a tus antepasados y eligió a su descen­dencia después de ellos, te sacó de Egipto con su gran poder, expulsando delante de ti a naciones más numerosas y fuertes que tú, para llevarte a su tierra y dártela en posesión, como sucede hoy. Reconoce, pues, hoy y convéncete de que el Señor es Dios allá arriba en los cielos y aquí abajo en la tierra, y de que no hay otro. Guarda sus leyes y mandamientos que yo te pres­cribo hoy, para que seas feliz tú y tus hijos después de ti, y prolongues tus días en la tierra que el Señor tu Dios te da para siempre» (Dt 4, 32-40).

  1. El tercer momento fuerte para la afirmación específica del mono-yahvismo como monoteísmo explícito y teórico en Israel es el período del destierro y del post-destierro. Precisamente en el momento en que YHWH parece sucumbir frente a los dio­ses de los otros pueblos (asirios y babilonios que dominan en todo el Medio Oriente, y más allá de él), Israel, a través de los profetas, descubre de nuevo su omnipotencia y su fidelidad. Nacen los textos famosos, sobre todo en el post-destierro, sobre la “nulidad” de los ídolos, textos francamente polémicos que muestran cómo sólo YHWH es el Dios vivo y verdadero y que su omnipotencia se extiende a todos los pueblos. El profeta que llega más adelante en este sentido es el Déutero-Isaías, cuya predicación se sitúa en Babilonia, antes del edicto de liberación de Ciro (año 538), y cuya obra comprende los capítulos 40-45 del libro actual de Isaías.

«¿Con quién podréis comparar a Dios; con qué imagen lo compararéis? ¿Acaso con un ídolo? Lo funde un escultor, el orfebre lo recubre de oro y le adosa cadenas de plata. Y el que no puede hacer una ofrenda tan costosa, recoge una buena madera y se busca un artesano hábil, que le haga una imagen consistente. ¿No lo sabéis? ¿No lo habéis oído? ¿No os lo anun­ciaron desde el principio? ¿No habéis comprendido quién puso los cimientos de la tierra? Es el que tiene su trono sobre la bóveda celeste; desde allí, los habitantes de la tierra le parecen saltamontes. Él extiende como una lona el cielo, como una


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tienda habitable lo despliega; él reduce a nada los príncipes, y aniquila a los jueces de la tierra» (Is 40, 18-23).

«Venid a defender vuestra causa, dice el Señor; presentad vuestras pruebas, dice el rey de Jacob. Que se presenten y nos revelen lo que va a suceder. ¿Qué era lo que anunciabais? Recor­dadnos vuestras predicciones para que reflexionemos sobre ellas y descubramos su cumplimiento. O, si no, anunciadnos el porvenir; decidnos lo que sucederá en el futuro para que sepamos que sois dioses (...). Pero ¡qué va!; vosotros sois nada, y vuestras obras, una nulidad; es despreciable quien os elige» (Is 41, 21-24).

«Así dice el Señor, rey de Israel, tu libertador, el Señor todo­poderoso: “Yo soy el primero y yo soy el último, no hay dios fuera de mí. Quien se proclame igual a mí, que lo diga y se compare conmigo: ¿Quién ha anunciado desde el principio el futuro, y dice lo que está por suceder? No temáis, no tengáis miedo; ¿no lo predije y anuncié hace tiempo? Vosotros sois testigos. ¿Hay algún dios fuera de mí, algún otro apoyo que yo no conozca? Los que fabrican ídolos son inútiles; nada valen sus obras tan estimadas, ciegos e insensatos son quienes los adoran; por eso quedarán en ridículo. ¿Quién fabrica un dios o funde un ídolo sin buscar una ganancia? Todos sus secuaces quedarán en ridículo porque sus artífices no son más que hombres. Que se reúnan todos y se presenten: temblarán y quedarán avergonzados”» (Is 44, 6-11).

La consecuencia fundamental de esta afirmación también teó­rica del monoteísmo se convierte en la doctrina de que YHWH es el Creador de todas las cosas:

«¿Es que no lo sabes? ¿Nunca lo has oído? El Señor es un Dios eterno y ha creado los confines de la tierra. No se cansa, no se fatiga, y su inteligencia es insondable» (Is 40, 28).

En sentido técnico, el concepto típico y originalmente bíblico de la creación de la nada (es decir, no de una «materia preexistente») se expresa, en una época bastante tardía (siglo II a. C.), en el libro segundo de los Macabeos 7, 28, pero -como preparación progresiva a la luz de la experiencia del éxodo releída en clave profètica durante el período posterior al destierro- se


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le puede reconocer en Gn 1, lss; Is 44, 24; Sab 11,27. Se trata de una doctrina que sólo es posible conocer en Israel: los griegos, con toda su refinada especulación filosófica, no llegaron a for­mularla. Precisamente porque es una consecuencia directa de la experiencia de santidad y de misericordia que Israel tiene con YHWH: él es el principio, libre y soberano, de todas las cosas, el que está en el comienzo de todo, el que no necesita de nada para hacer que surjan a la vida y al ser los hombres y las cosas.

  1. YHWH se comunica en su Espíritu y promete el Mesías

Un tercer elemento que se pone de relieve con los profetas es que Dios se manifiesta y se comunica a través de su Espíritu. Tenemos ya el primer testimonio fuerte de ello con Elias, en la descripción de la teofanía en el monte Horeb que anteriormente comentábamos. La brisa o el susurro en que se manifiesta YHWH se dice en hebreo ruah (viento, soplo), una manera de manifestarse Dios fuera de sí. En efecto, el Espíritu es como el éxtasis de Dios en la creación y en la historia.

El encuentro con YHWH, en la antigua alianza, está siempre mediado por el “soplo”(o “viento” o “respiración” y palabras semejantes) y por la “palabra”. También en el Génesis se des­cribe un encuentro entre YHWH y el hombre «a la brisa de la tarde» (3, 8), después de que se le había dirigido a Adán la pala­bra: «No comas del árbol del conocimiento del bien y del mal» (cf. 2., 16-17).

Cuando YHWH se expresa y se comunica «fuera de sí» a alguna cosa o a alguien distinto de él, lo hace siempre con la Palabra y con el Espíritu. La creación es obra de su palabra («Y dijo Dios...») y de su Espíritu («el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas»: Gn 1, 2). Y si la palabra de YHWH expresa lo que él quiere comunicar, el Espíritu es el que da la vida, hasta el punto de que, sin el Espíritu, el hombre es sólo polvo y «carne» (= basar), lo mismo que todas las realidades creadas:

«Si ocultas tu rostro, se estremecen; si retiras tu soplo, expiran y vuelven al polvo. Envías tu espíritu, los creas, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104, 19-30).


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En particular, el ser del hombre, que en cierto sentido es él mismo una palabra de Dios, una «imagen» suya (Gn 1, 26), y que está vivo porque el Señor «sopló en su nariz un hálito de vida» (Gn 2, 7), consiste por completo en estar ante su Creador, en la capacidad que tiene de encontrarse con él. Y es el espíritu vital, el espíritu del hombre, el que le comunicó YHWH al crearlo, lo que le permite ser su «tú», su interlocutor, su com­pañero de alianza. Cuando el hombre se niegue a vivir una vida que sea totalmente comunión (en el misterio y en la apertura a un futuro mayor) con YHWH, este último se verá obligado a decir: «Mi aliento no permanecerá por siempre en el hombre» (Gn 6, 3).

Así pues, el «Espíritu» es el lugar de la comunión de Dios con el hombre. Y puesto que es el Espíritu el que hace la comu­nión de los hombres con YHWH, puede decirse que el pueblo de la alianza es el espacio que Dios se crea en la historia de la humanidad para que su Espíritu pueda actuar en él y guiar a ese pueblo hacia la tierra prometida de la comunión lograda con él.

YHWH concede una efusión particular de su Espíritu a algunos hombres, como Moisés (cf. Nm 16, 17), los jueces (cf. el libro de los Jueces), los reyes (cf. Sal 8, 7; 9, 16, etc.), los pro­fetas (cf. Ez 3, 12.14.24: Is 59, 21 etc.), para que ellos, partici­pando en cierto modo de sus designios (la palabra) y de su fuerza para realizarlos (el Espíritu), guíen al pueblo unido a través de la historia, manteniendo fija la mirada en la meta.

Pero será sobre todo el Mesías prometido (= el Ungido con el óleo de la consagración, símbolo del Espíritu) el que reciba sobre sí una efusión excepcional del Espíritu de YHWH (cf. Is 61, lss). Más aún, el Espíritu reposará sobre él, y le traerá la plenitud de los dones divinos:

«Saldrá un renuevo del trono de Jesé, un vastago brotará de sus raíces. Sobre él reposará el espíritu del Señor: espíritu de inteligencia y sabiduría, espíritu de consejo y valor, espí­ritu de conocimiento y temor del Señor» (Is 11, 1-2).

A partir de la «promesa» de YHWH a su pueblo, el mesia- msmo se irá convirtiendo cada vez más claramente en la «espina dorsal» de la historia de Israel. Y dentro de esta única experien­cia mesiánica se irá precisando con el correr de los siglos una


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corriente mesiámca real, una profetica, una sacerdotal y, al final, una apocalíptica; pero substancialmente, incluso sobre la base de la memoria histórica de la figura de Moisés, tenderán a concen­trarse en una sola figura y en una sola intervención decisiva de YHWH en la historia humana.

Así pues, sobre el Mesías habrá una efusión sobreabundante del Espíritu de YHWH; él podra entonces llevar al pueblo ele­gido, precisamente en virtud de este Espíritu y de sus dones, a la comunión plena con YHWH. Y no sólo esto, sino que podrá hacer partícipes de la misma a los demás pueblos:

«He puesto sobre él mi espíritu (dice YHWH de su “Siervo” en el Déutero-Isaías) para que traiga la salvación a las naciones» (Is 42, 1).

Junto a la promesa de la presencia del Espíritu de YHWH sobre el Mesías, en el Antiguo Testamento se abre igualmente camino la promesa de una efusión particular del Espíritu sobre todo el pueblo, e incluso sobre la creación entera: sobre todo en Ezequiel, Joel y Zacarías:

«Después de esto, yo derramaré mi espíritu sobre todo hombre. Vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños, y vuestros jóvenes, visiones» (Jl 3, ls).

La característica de este don extraordinario y comunitario del Espíritu es que se depositará en el corazón mismo de los hombres y suscitará desde dentro la comunión con YHWH: una alianza nueva y más plena, que no se romperá jamas. Escribe el profeta Ezequiel:

«Os tomaré de entre las naciones donde estáis, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra. Os rociare con agua pura y os purificaré de todas vuestras impurezas e idola­trías. Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; os arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis mandamientos, observando y guardando mis leyes (...); vosotros seréis mi pueblo y yo sere vuestro Dios» (Ez 36, 24-28; cf. también Jr 31, 31ss).


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Y precisamente porque será el principio de la nueva y defi­nitiva alianza, este Espíritu «nuevo» dado en los «últimos tiem­pos» (el éschatori) será capaz de purificar a los hombres de todo pecado (cf. Sal 51), les devolverá la vida incluso más allá de la muerte (cf. la visión de los huesos secos reanimados en Ez 37, 1-14) y concederá el don de la profecía a todo el pueblo elegido, sin ninguna distinción de clases (cf. Jl 3, 1-2). En particular, será él el que interiorice la ley-palabra de YHWH en el corazón hu­mano y hará al hombre capaz de observarla. Gracias además a este Espíritu «derramado de lo alto», «el desierto se convertirá en un vergel» (Is 32, 15): toda la creación será renovada.

En síntesis: el Espíritu de YHWH como lugar de comunión entre Dios y los hombres se dará en plenitud a todos y a cada uno en los últimos tiempos: el Mesías (o Siervo de YHWH) ten­drá un papel esencial en la extensión a todos los pueblos de los frutos de esta comunión con Dios; y será precisamente este Espíritu, interiorizado en el hombre, el que suscite una nueva y definitiva alianza y una renovación de la creación entera. Por eso mismo, él no será ya solamente un lugar de comunión, sino el principio interior de una comunión cada vez más plena con Dios, sin dejar de ser un don libre y gratuito de Dios mismo.

Una ultima indicación. A partir de los libros sapienciales, de los que luego hablaremos, se asiste a una cierta personificación del Espíritu de YHWH (que, por lo demás, en el salmo 51 comienza a ser llamado “Espíritu santo”), puesto en estrecha relación con la “sabiduría” (similar a la palabra-ley). Se trata, ciertamente, de un artificio literario, pero que indica una com­prensión progresiva del papel esencial del Espíritu, junto con la palabra, en la obra salvífica de YHWH. En efecto, el libro de la Sabiduría escribe:

«¿Quién conocería tu designio, si tú no le dieras la sabiduría, y enviaras tu santo Espíritu desde los cielos?» (Sab 9, 17).

  1. YHWH es Padre y Esposo

Un cuarto tema que sale a la luz sobre todo en la enseñanza de los profetas es la manifestación de la misericordia de Dios a


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DIOS UNO Y TRINO

través de dos símbolos densos de significado: el de Dios como Padre y el de Dios como Esposo.

  1. 1. Dios como Padre

En un primer momento, Israel no define a Dios con el ape­lativo de Padre. En las otras religiones, hablar de Dios como Padre era la cosa más natural, ya que se veía a Dios como un progenitor en sentido casi natural, pues había una continuidad entre los hombres y los dioses. Pero para Israel Dios es Dios: se manifiesta primero su absoluta transcendencia, mientras que su paternidad se revela sólo a partir de esta transcendencia. Por eso, Dios es Padre; no porque engendre hijos, sino porque libremente elige a Israel como hijo. Es una paternidad no natu­ral, sino de alianza:

«Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo» (Os 11, 1).

«Vuelven entre llantos, agradecidos porque retornan; los conduciré a corrientes de agua por un camino llano, en el que no tropezarán, porque soy un padre para Israel, y Efraín es mi primogénito» 0r 31, 9; cf. también Sal 103, 13; Is 63, 15; 64, 7s).

Para manifestar su relación de paternidad, Dios manifiesta primero su distancia. Una verdadera relación de amor -incluso a nivel humano- tiene un presupuesto muy concreto, que es el de la distinción, el del respeto a la alteridad, ya que de lo con­trario no se puede realizar una auténtica comunión, sino que se caería en una fusión ilusoria.

El amor de Dio se expresa no sólo a través de la figura paterna, sino también a través de la materna. En realidad, para expresar el amor de misericordia de Dios para con su pueblo, Israel utiliza dos términos: uno más viril (hésed = misericordia como fidelidad entre dos hombres que estipulan una alianza), y otro más femenino (rahamim, de réhem = entrañas, como amor que existe entre una madre y el fruto de sus entrañas).

«¿Cómo te trataré, Efraín? ¿Acaso puedo abandonarte, Israel? (...) El corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estre­mecen» (Os 11, 8).


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«¿Acaso olvida una mujer a su hijo, y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré (...)» (Is 49, 15). «Como un hijo al que su madre consuela, así os consolaré yo a vosotros, y en Terusalén seréis consolados» (Is 66, 13).

Pero también en relación con esta maternidad de YHWH, tenemos de nuevo en Israel una experiencia totalmente origi­nal: para los demás pueblos, hablar de una diosa, además de un dios, era algo perfectamente natural, pero como simple proyec­ción a nivel de lo divino de la experiencia humana. Al con­trario, en su transcendencia absoluta no se puede decir que YHWH sea varón o mujer; más bien, revela en sus relaciones con Israel ciertos rasgos que corresponden a las peculiaridades y a las riquezas de lo viril y de lo femenino, tal como las expe­rimentamos en la experiencia humana. Por lo demás, ¿acaso el hombre y la mujer no han sido creados «a imagen y semejanza» de Dios mismo?

En este contexto se comprende también la importancia y el significado de los llamados antropomorfismos, utilizados por el Antiguo Testamento para describir la identidad y la acción de Dios (se habla de sus manos, sus ojos, sus oídos, su rostro, su nariz...; se dice que Dios ríe, silba, escucha, grita, goza, es celoso, se arrepiente...). Con ellos se quiere subrayar la plenitud de la personalidad de YHWH a partir de la experiencia humana; por eso no hay que absolutizarlos ni interpretarlos literalmente.

3. 4. 2. Dios como Esposo

Con la predicación de los profetas asistimos también a la aparición y al asentamiento progresivo de un segundo símbolo para expresar la relación de YHWH con su pueblo: el símbolo esponsal. Aquella relación que, tradicionalmente, a partir del acontecimiento portentoso del éxodo, se había expresado en los términos más bien jurídicos de la alianza (como pacto estable­cido, por ejemplo, entre dos reyes), comienza a expresarse ahora en los términos más personalistas de la relación entre el hombre y la mujer, el esposo y su esposa.


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Es ante todo con el profeta Oseas (estamos en el siglo VIII) como empieza a usarse esta analogía matrimonial, a partir del episodio (¿real o simplemente parabólico?) de la vida del propio profeta. Oseas se ha casado con una mujer, Gomer, que lo aban­dona y se prostituye con otros hombres (una alusión a la pros­titución sagrada que practicaban los cananeos y también, metafóricamente, al culto a los demás dioses, que los profetas de­finen como prostituirse” a los ídolos). YHWH le ordena que vaya a buscarla, que la atraiga de nuevo hacia él y que la recoja en su casa de misericordia y con un amor renovado. Y esto para señalar lo que él mismo realiza con su pueblo, que se ha prosti­tuido a los dioses extranjeros, a pesar del amor que Dios le tiene. Se describe entonces la relación entre YHWH y su pueblo con los acentos intensos de una relación esponsal robustecida por la superación de la infidelidad y capaz de un comienzo siempre nuevo:

«Pero yo voy a seducirla: la llevaré al desierto y le hablaré al corazón. Le devolveré sus viñedos, haré del valle de Acor una puerta de esperanza; y ella me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que salió de Egipto. Aquel día, oráculo del Señor, me llamarás “Mi marido” y no me llamaras “Mi baal” (...). Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré en justicia y en derecho, en amor y en ternura; te desposaré en fidelidad y tú conocerás al Señor (...). Estableceré a mi pueblo en esta tierra, me compadeceré de No-compadecida, diré a No-mi-pueblo: “Tú-mi-pueblo” y él dirá: “Tú-mi-Dios”» (Os 2,16-18. 21-22. 25).

A partir de Oseas, los profetas posteriores recogen y profun­dizan este tema. Desde Jeremías (cf. 2. 2; 3, 1-5) hasta Ezequiel, que -en un lenguaje extraordinariamente rico y realista- reco­rre toda la historia de Israel a la luz de esta parábola esponsal de infidelidad del pueblo elegido y de fidelidad siempre nueva de Dios (cf. capítulo 16).

«Recibí esta palabra del Señor: “Hijo de hombre, haz saber a Jerusalén sus abominaciones, y di: Esto dice el Señor a Jeru- salén: Por tu origen y nacimiento eres cananea; tu padre fue un amorreo y tu madre una hitita. El día en que naciste no te cortaron el cordón, no te lavaron con agua, no te hicieron las


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fricciones de sal ni te envolvieron en pañales. Nadie se apiadó de ti ni hizo por compasión nada de esto, sino que te arrojaron al campo como un ser despreciable el día que naciste.

Yo pasé junto a ti, te vi revolviéndote en tu sangre y te dije: Sigue viviendo y crece como la hierba de los campos. Y tú creciste, te hiciste mayor y llegaste a la flor de tu juventud; se formaron tus senos y te brotó el vello, pero seguías desnuda.

Yo pasé junto a ti y te vi; estabas ya en la edad del amor; extendí mi manto sobre ti y cubrí tu desnudez; me uní a ti con juramento, hice alianza contigo, oráculo del Señor, y fuiste mía. Te lavé con agua, te limpié la sangre y te ungí con aceite; te vestí con bordados, te puse zapatos de cuero fino, te ceñí de lino y te cubrí de seda; te adorné con joyas, coloqué pulseras en tus brazos, un collar en tu cuello, un anillo en tu nariz, pendientes en tus orejas y una magnífica corona en tu cabeza. Estabas adornada de oro y plata, vestida de lino fino, de seda y bordado; comías flor de harina, miel y aceite. Te hiciste cada vez más hermosa y llegaste a ser como una reina. La fama de tu belleza se difundió entre las naciones paganas, porque era perfecta la hermosura que yo te había dado. Oráculo del Señor.

Pero tú, confiada en tu belleza y valiéndote de tu fama, te prostituiste y te ofreciste a todo el que pasaba, entregándote a él...» (Ez 16, 1-15...).

También el Déutero-Isaías recoge este tema (cf. Is 54, 5-8: «pues tu esposo es tu Creador...»), lo mismo que el Trito-Isaías (61, 10; 62, 2-5: «... Como un joven se casa con su novia, así se casará contigo tu constructor; como goza el esposo con la esposa, así gozará contigo tu Dios»),

Pero, en el fondo, podemos hacer remontar una alusión al menos implícita o, por lo menos, un presupuesto para la for­mación de esta simbología, a la tradición yahvista, en su des­cripción de la creación del hombre y la mujer (Gn 2, 23-34), y más todavía, como es obvio, a la tradición sacerdotal (Gn 1, 26-28. 31), que data del período posterior al destierro, en donde la creación del hombre y la mujer, en su reciprocidad, como «imagen y semejanza de Dios», recuerda la relación esponsal como una analogía de la vida y de la actuación de Dios mismo con su pueblo.


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La expresión más alta de esta analogía es ciertamente la que representa, en época más tardía (siglo V o IV), un libro que per­tenece a la literatura sapiencial y que la tradición atribuía a Salomón: el Cantar de los Cantares. Se trata de la celebración más intensa y poética que nos ofrece el Antiguo Testamento de la relación esponsal entre el rey Salomón y la bella sulamita. Se trata de un cántico, o mejor, de un poema esponsalicio, que describe los momentos y las etapas, de luz y de sombras, de búsqueda y de encuentro, entre los dos amantes. Pero, sobre la base del valor positivo de la relación esponsal en virtud de la creación del hombre y la mujer querida por Dios, se leerá, ya en la tradición judía y luego sobre todo en la cristiana, como el gran cántico de la búsqueda amorosa de Dios tras su pueblo.

Esta analogía esponsal, con su cima en el Cantar de los Can­tares, representa quizás el punto más alto de la expresión de la intimidad de comunión a través de la cual quiere YHWH comu­nicarse al hombre. Y subraya al mismo tiempo, de una forma a veces desconcertante, no sólo la ilimitada misericordia de Dios, que sabe perdonar y transformar incluso la traición más íntima y más dolorosa (la traición de una mujer a su propio hombre), sino también la reciprocidad de la relación a la que Dios llama a su criatura manteniendo siempre su iniciativa absoluta, como es lógico.

3. 5. El Siervo doliente y el “pathos” de YHWH

No es posible hablar del profetismo y del mesianismo de estos siglos (desde el establecimiento de la monarquía hasta el destierro) sin mencionar un tema que, si por un lado parece per­filarse en una especie de soledad absoluta en el Déutero-Isaías, por otro representa la plasmación imprevista de toda una cons­tante del obrar de YHWH en relación con su pueblo. Se trata del tema que ilustra la figura emblemática del «Siervo doliente», cuya misión se nos describe en los cuatro famosos poemas12. Baste recordar algunos de los pasajes más incisivos del último de ellos:

ls 42,1-4; 49,1-6; 50,4-11 ; 52,13-53,12.


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«Despreciado, rechazado por los hombres, abrumado de dolores y familiarizado con el sufrimiento; como alguien a quien no se quiere mirar, lo despreciamos y lo estimamos en nada. Sin embargo, llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos. Aunque nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado, eran nuestras rebeliones las que lo tritu­raban. Sufrió el castigo para nuestro bien y con sus llagas nos curó. Andábamos todos errantes como ovejas, cada cual por su camino, y el Señor cargó sobre él todas nuestras culpas (...). Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá descen­dencia, prolongará sus días, y por medio de él tendrán éxito los planes del Señor. Después de una vida de aflicción compren­derá que no ha sufrido en vano. Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas. Le daré un puesto de honor, un lugar entre los poderosos, por haberse entregado a la muerte y haber compartido la suerte de los pecadores. Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores»11.

¿Quién es este “siervo”? Entre las muchas respuestas que se ha intentado dar, la más plausible es que se trata de una persona futura a la que se ha confiado una misión profètica universal, aunque es evidente la referencia a todo el pueblo de Israel y, en particular, a su «resto», como núcleo ideal de la nueva alianza. Un «mediador profètico» como lo fue Moisés y como -de diver­sas formas- lo fueron algunos de los más grandes profetas, pero sin duda superior a ellos; lo mismo que el nuevo Exodo y la nueva alianza serán superiores al primer éxodo y a la primera alianza. Lo que lo caracteriza -además de la resonancia clara­mente universal de su misión- es que él mismo asume libre­mente una misión «vicaria» es decir, «tomó ese servicio de mediador con resignación y sin contradicción, de modo plena­mente consciente, hasta la muerte; y de ese modo fue obediente al plan de YHWH»13 14. Pasa a través de una especie de sufri­miento total y llega a experimentar la muerte misma, pero pre­cisamente así restablece una relación plena y duradera de todos con YHWH.

13 ls 53,3-6.10-12.

14 G. von Rad, Teologia del Antiguo Testamento 11, Sígneme, Salamanca 1972,310.


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Se implanta así, con toda nitidez, un tema fundamental del mensaje profético en Israel: el mediador que YHWH enviará y que será fiel a su plan de salvación hasta el fin, pasará a través del sufrimiento, pagando las consecuencias de la iniquidad de Israel y de la humanidad, para establecer la nueva alianza. La verdad es que todo esto resulta bastante misterioso: sólo la llegada de Jesucristo, su pasión, muerte y resurrección arrojarán una luz imprevista y extraordinariamente luminosa sobre esta visión profética.

El sufrimiento y la prueba, vividos como fidelidad a la volun­tad incontrolable de YHWH y en favor del pueblo (y de todos los hombres), tienen por tanto un valor salvífico y parecen esen­ciales al ministerio del futuro Mesías-Siervo a través del cual intervendrá Dios de manera decisiva en la historia. Pero esto no basta. YHWH no se «sirve» solamente, por así decirlo, del sufrimiento vicario de su enviado; en cierto modo se com­promete a sí mismo. Abraham Heschel, a principios de este siglo, habló de la teología de los profetas como de una «teología del pathos divino»15. YHWH no es ni mucho menos un Dios impasible y lejano; es un Dios cercano a su pueblo, que sale a su encuentro, que padece -permaneciendo soberanamente libre en su santidad- por sus ofensas e infidelidades. En el fondo, muchos de los antropomorfismos empleados en el Antiguo Testamento (la ira de YHWH, que se siente traicionado, que sufre por su pueblo) intentan expresar precisamente esta íntima participa­ción, esta “com-pasión” de Dios junto a su pueblo.

Esto no significa ciertamente que YHWH no sea ya el Santo, el Señor. Pero su santidad y su divinidad no son nunca contra­dictorias con esta relación libre que tiene con la historia de los hombres. Casi podríamos decir que es precisamente gracias a su omnipotencia como él, casi saliendo de sí mismo, sale al encuen­tro de los hombres, condesciende con ellos. Filosóficamente es bastante difícil compaginar estas dimensiones tan diversas de su ser y de su obrar; pero al Antiguo Testamento no le interesa la claridad teórica, sino más bien expresar el auténtico rostro de YHWH, tal como él mismo lo manifestó en relación con su

15 Su volumen Die Profelie es de 1936; cf. lo que dice de él J. Mollmann tanto en El Dios crucificado, como en Trinidad y reino de Dios (cf. más adelante, parte 111).


EL DIOS SANTO Y MISERICORDIOSO DE LOS REYES.

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pueblo. También en esta ocasión el Nuevo Testamento, dando un inaudito paso adelante, a la luz del acontecimiento Cristo hablará de Dios que se hace carne (cf. Jn 1, 19), que se humilla asumiendo la condición de siervo (Flp 2, 7-8).

Un anticipo de este acontecimiento imprevisible -que con­vulsionará la imagen veterotestamentaria de YHWH, aunque iluminándola al mismo tiempo en sus tensiones, que de otro modo serían irreductibles- puede verse en aquella doctrina rabínica de la shekinah, que ya hemos encontrado en nuestro camino. La describe así el gran filósofo judío contemporáneo, Franz Rosenzweig:

«Entre el “Dios de nuestros padres” y el “resto de Israel” la mística traza un puente con la doctrina de la shekinah. La shekinah, el rebajarse de Dios al hombre y el habitar de Dios en medio de los hombres, se representa como una división que se lleva a cabo en Dios mismo. Dios se divide de sí, se da a su pueblo, sufre su mismo sufrimiento, acepta con él la miseria de los países extranjeros, peregrino con él en sus peregrina­ciones... Dios mismo -como sería más natural para el “Dios de nuestros padres”- se “vende” a Israel y sufre su misma suerte, por lo que se hace también necesitado de redención. La rela­ción entre Dios y el resto, en este sufrimiento, va más allá de él mismo»16.

El misterioso pathos divino de YHWFI y el sufrimiento vicario de su siervo parecen de este modo encontrarse con la única finalidad de salvar al pueblo (y a todos los hombres), haciéndolo capaz de la presencia de gracia de su Señor en medio de él.

K' F. Rosenzweig, Der Stern der Erlösung III, Heildelberg 1954, 129 ss., obra citada por J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, Sígueme, Salamanca 1983, 43.



Dios en la búsqueda y en la enseñanza

de los sabios

Como hemos visto, el destierro representa un momento de enorme sufrimiento para todo Israel, que es superado gracias al mensaje limpio y renovado de fe y de esperanza de los profetas en la intervención liberadora y recreadora de Dios. Pero tam­bién la promesa del nuevo éxodo y de la nueva alianza que pro­claman los profetas, una vez que Israel ha vuelto a la patria, choca con la realidad dura y opaca. Asistimos entonces a una auténtica crisis en la conciencia religiosa de Israel, que atesti­guan, en el período posterior al destierro, sobre todo algunos libros sapienciales como el libro de Job y el Qohélet. En reali­dad, la literatura sapiencial se remonta a un período anterior al mismo destierro e intentaba describir (por ejemplo en la forma de proverbios, como en el libro homónimo) un conocimiento práctico de la vida justa a través de la experiencia de la existen­cia humana y la percepción profunda e interior de Dios y de su obrar en el destino de los hombres.

  1. 1. El grito de Job y el pesimismo del Qohélet

Después del destierro, se acentúa el interés por la suerte per­sonal del hombre, en su encuentro con los interrogantes dra­máticos y universales de la existencia: el sufrimiento, la muerte, el destino del justo, la no intervención de Dios en su defensa, la prueba... El libro de Job representa precisamente una «crisis» de la sabiduría tradicional de Israel frente a estos interrogantes del hombre. Ya el profeta Jeremías, en el período del destierro,


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DIOS UNO Y TRINO

había experimentado algo parecido, sobre todo al final de su vida: no solamente el haber sido capturado por Dios, sino el sufrir luego por él y sentirse incluso abandonado por él:

«Tu me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir; me has violen­tado y me has podido. Se ríen de mí sin cesar, todo el mundo se burla de mi... Yo me decía: “No pensaré más en él, no hablaré más en su nombre”. Pero era dentro de mí como un fuego devo- rador encerrado en mis huesos; me esforzaba en contenerlo, pero no podía» (Jr 2, 7.9).

No es únicamente la seducción de YHWH y el fracaso de su predicación lo que atormenta a Jeremías, sino el hecho de que el profeta no recibe ya ninguna respuesta de Dios. «El misterio de Jeremías -escribe G. von Rad- sigue siendo cómo un hom­bre, cuyo oficio se le había vuelto tan problemático y con una profesión que le destrozaba, aceptada en una obediencia que parecía sobrehumana, recorrió su camino hasta el fin, en el abandono de Dios (...). Y el misterio de Dios es que llevara la vida de su mensajero más fiel a través de una noche tan espan­tosa y absolutamente incomprensible y que, según todas las probabilidades, le dejara destrozarse en ella»17.

Este mismo interrogante es el que está en el fondo del libro de Job. Su autor desconocido describe la historia dramática de este hombre justo que, después de haber servido al Señor, se encuentra probado hasta lo inverosímil en todo lo que es y en todo cuanto tiene. Experimenta «el contraste incluso grotesco de un Dios omnipotente que se encarniza contra aquel frágil ser humano, marcado por la muerte, y no le da tregua ni siquiera en aquel poco de vida que ha recibido»18.

«Ya no puedo más, no viviré por siempre: déjame, que mis días son un soplo. ¿Que es el hombre para que te ocupes de él, para que pongas en él tu atención, para que cada mañana lo inspecciones y sin cesar lo pongas a prueba? ¿Hasta cuándo seguirás vigilándome, sin darme tregua ni para tragar saliva? ¿Acaso te causa perjuicio mi pecado, oh guardián de los

17 G. von Rad, Teologia del Antigua Testamento II, o.c., 257.

18 G. Rosse, La rivelazione di Dio nell'Antico Testamento: il periodo post- esilico, en Varios, Il Dio di Gesù Cristo, Città Nuova, Roma 1982, 76.


DIOS EN LA BÚSQUEDA Y EN I.A ENSEÑANZA DE... 67

hombres? ¿Por qué me has hecho blanco de tus flechas? ¿Por qué he de ser una carga para ti? ¿Por qué no olvidas mi falta ni pasas por alto mi pecado? Pues bien pronto yaceré en el polvo, me buscarás y ya no existiré» (Job 7, 16-21).

El verdadero problema del libro de Job es por tanto la ima­gen de Dios y, en consecuencia, la relación entre Dios y el hom­bre. Las justificaciones que aducen los amigos para defender la actuación de Dios para con él, remitiéndose a un concepto dema­siado antropomórfico de justicia retributiva, no sirven para explicar el sufrimiento de Job, que es justo en cuanto puede serlo una criatura, y por otra parte el encarnizamiento aparente de Dios contra él. La lucha de Job con Dios (como la lucha de Jacob con el ángel) es una lucha por arrancar a Dios su secreto, más allá de una visión teológica acomodaticia e insuficiente. Es pre­cisamente en el sufrimiento, incluso en el más trágico, donde Job tiene, a pesar de todo, fe en Dios como el Dios de la vida:

«Pues yo sé que mi defensor está vivo y que, al final, se alzará sobre el polvo; y después que mi piel se haya consumido, con mi propia carne veré a Dios. Yo mismo lo veré, lo contem­plarán mis ojos, no los de un extraño; y en mi interior suspi­rarán mis entrañas (Job 19, 25-27).

Pero Job espera, y hasta pretende, una respuesta de su inter­locutor: «¡Es mi última palabra: que el Poderoso me responda!» (Job 31, 35). Y Dios responde. Le muestra, escondiéndose, su misteriosa omnipotencia: «¿Dónde estabas tú cuando afiancé la tierra? Habla, si es que sabes tanto» (Job 38, 4). Ninguna com­prensión del hombre puede aprisionar a Dios. Pero el hombre, Job, pude encontrarlo precisamente en la hondura más profunda de su existencia, en donde salen a flote los interrogantes más crueles: no ya para oír un a respuesta que dé razón de lo que bus­caba, sino para reconocerlo precisamente como Dios, en donde está escondido el secreto de la existencia misma del hombre:

«Sé que todo lo puedes, que ningún plan está fuera de tu alcance. “¿Quién es ése que enturbia mi consejo con palabras sin sentido?” Así he hablado yo, insensatamente, de maravillas que me superan y que ignoro. “Escucha -me dijiste-, déjame hablar; yo te preguntaré y tú me responderás”. Te conocía sólo


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de oídas, pero ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto, y me arrepiento cubierto de polvo y ceniza» (Job 42, 2-6).

Ciertamente, la última pregunta de Job -que es siempre una pregunta dirigida a Dios en la fe- se queda sm respuesta. Como ha escrito C. G. Jung en su Respuesta a Job, sólo otro grito, el grito mismo de Dios hecho hombre en Jesucristo, podrá dar una respuesta al grito de Job.

Del mismo tenor existencial, en el fondo, aunque en un con­texto literario muy distinto, es la reflexión que se formula en el libro del Qohelet (siglo III a. C.). La vanidad de todo (cf. 1, 2) orienta hacia una experiencia de la fe en la que resuena el mis­terio del plan divino sobre el hombre:

«Del mismo modo que no conoces cómo llega la vida al ser humano dentro del vientre de la mujer encinta, tampoco puedes comprender la obra de Dios, que lo hace todo» (Ecl 11, 5; cf. 3, 11; 8, 17).

El termino de confrontación sigue siendo la muerte, que exige la revelación de un rostro de Dios que sepa dar respuesta a este interrogante supremo y último de la existencia humana.

  1. 2. De la sabiduría de los sabios a la sabiduría de Dios

Para responder a estos interrogantes del hombre, ya el libro de Job ponía en juego a la sabiduría de Dios, con la que ha creado y dirige el universo:

«¿Dónde, pues, se encuentra la sabiduría? ¿Cuál es la sede de la inteligencia? Oculta está a los ojos de todos los vivientes, escondida a los pájaros del cielo (...). Sólo Dios conoce su camino, sólo él sabe dónde se encuentra. Porque él ve hasta los extremos de la tierra, y percibe cuanto hay bajo los cielos. Cuando señaló la fuerza del viento y fijó las medidas de las aguas, cuando puso leyes a la lluvia y señaló su curso al relám­pago y al trueno, entonces la vio y ponderó su valor, la examinó y le dio su aprobación. Y dijo al hombre: “En el temor del Señor está la sabiduría; en apartarse del mal está la inteligencia”» (Job 28, 20-28).


DIOS EN LA ISÚSQUEDA Y EN LA ENSEÑANZA DE...

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Sobre todo en el período posterior al destierro, la reflexión sobre la sabiduría (que está en el hombre, pero que está ante todo en Dios) adquiere una gran importancia y se va desarro­llando a partir del libro de los Proverbios -cuyas partes más antiguas se remontan al período de los Reyes- hasta el libro de la Sabiduría, que aparece en el siglo I a. C., ya casi en los umbra­les de la llegada de Jesucristo.

El punto que va centrando cada vez más esta reflexión se refiere cabalmente a la relación entre Dios y la sabiduría que gobierna el universo. En este contexto, la reflexión sapiencial se conjuga con otros dos ricos filones que estaban ya presentes en la tradición del pueblo de Israel: el filón de la palabra (dabar) de YHWH y el de la ley (torah).

Ya en relación con la existencia y la experiencia humana, para la cultura hebrea la palabra no es simplemente un flatus vocis, ni expresa un concepto abstracto, sino que es expresión del «corazón», es decir, del centro unitario y personal del hom­bre. Esto ocurre mucho más con YHWH, cuya palabra expresa su ser y su voluntad: es una palabra viva y eficaz, que realiza lo que expresa. En esta perspectiva, la palabra es la mediadora de la creación de Dios, en el sentido de que por medio de ella es como Dios crea (cf. Gn 1: «Dijo Dios..., y así fue»; Sal 33,6: «La palabra del Señor hizo los cielos...»). Además, la palabra es tam­bién la mediadora de la acción de Dios en la historia de la salva­ción: sobre todo a través de los profetas, él pronuncia aquellas palabras que interpretan y guían el curso de los acontecimien­tos políticos-sociales, casi causándolos en su eficacia (cf. Is 44, 26ss; Is 55, 10-11): «Así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí de vacío...».

Análoga a la palabra es la ley (torah). En la ley, dada por Dios a Moisés, se recogen las «palabras» del Señor: por eso la ley es la presencia constante de YHWH en medio de su pueblo (desde el arca de la alianza que contiene las tablas de la ley, hasta el templo de Jerusalén, corazón de Israel, donde se guarda celosa­mente). La ley, escrita primero en «tablas de piedra», en la nueva alianza quedará escrita en las «tablas de carne» del corazón humano (cf. Jr 31, 31ss; Ez 36, 26ss). La palabra, la ley y la sabi­duría, a pesar de ser distintas, son modos de la presencia y de la acción de Dios en medio de su pueblo: mientras que la palabra


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oracular es el carisma del profeta, y la interpretación de la ley es el carisma del sacerdote, el consejo de la sabiduría es el carisma del sabio (cf. Jr 18, 18).

A partir de las secciones más recientes del libro de los Prover­bios, en la edad que siguió al destierro, se asiste a un proceso de personificación de la sabiduría de Dios. Se trata ciertamente de un artificio literario, pero bastante significativo para los desarro­llos sucesivos:

«El Señor me creó al principio de sus tareas, antes de sus obras mas antiguas. Fui formada en un pasado lejano, antes de los orígenes de la tierra. Cuando aún no había océanos, fui engendrada, cuando aun no existían los profundos manantiales (...); cuando señalaba al mar su limite para que las aguas no reba­saran sus orillas, cuando echaba los cimientos de la tierra; a su lado estaba yo, como confidente, día tras día le alegraba y jugaba sin cesar en su presencia; jugaba con el orbe de la tierra, y mi alegría era estar con los hombres» (Prov 8, 22-24.29-31).

Se advierte un progreso, siempre en esta dirección, en el libro de la Sabiduría, redactado probablemente en Alejandría de Egipto, en concomitancia con otros desarrollos teológicos fuer­temente influidos también por el pensamiento helenista (plato­nismo y estoicismo). En este contexto se concibe a la sabiduría no sólo como una criatura y un instrumento en la obra de crea­ción y de revelación de Dios, como en el libro de los Prover­bios., sino relacionada con Dios de una manera tan íntima que se le atribuyen las características y las acciones de Dios mismo:

«La sabiduría posee un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, ágil, penetrante, límpido, diáfano, impasible, amante del bien, agudo, expedito, benéfico, amigo de los hombres, estable, firme, libre de inquietudes, que todo lo puede, todo lo vigila, y penetra en todos los espíritus, los inteligentes, los puros, los más sutiles.

Pues más móvil que todo movimiento es la sabiduría, y con su pureza todo lo atraviesa y lo penetra. Es ella un hálito del poder de Dios, una emanación pura de la gloria del Omnipo­tente; por eso nada manchado entra en ella. Es una irradiación de la luz eterna, un espejo inmaculado de la actividad de Dios, una imagen de su bondad. Aunque es una, lo puede todo; sin


DIOS FN LA BÚSQUEDA Y EN I.A ENSEÑANZA DE.

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salir de sí, todo lo renueva, y, entrando en cada época en las almas santas, hace amigos de Dios y profetas» (Sab 7, 22-27).

Finalmente, también en el libro de la Sabiduría, se encuen­tra la descripción de la creación del cosmos a través de la pala­bra y la creación del hombre a través de la sabiduría de Dios, con la mención del envío del Espíritu junto con la sabiduría para que el hombre pueda conocer el pensamiento de YHWH.

«Dios de nuestros antepasados, Señor de la misericordia, que con tu palabra creaste el universo y con tu sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre toda la creación, para que gobernase el mundo con santidad y justicia, e hiciera justicia con rectitud de espíritu; dame la sabiduría que comparte tu trono, y no me excluyas del número de tus hijos. Porque yo soy tu siervo, hijo de tu esclava, hombre débil y de corta vida, incapaz de comprender el derecho y las leyes (...).

Contigo está la sabiduría, que conoce tus obras; estaba presente cuando hacías el mundo y sabe lo que es agradable a tus ojos y lo que es conforme a tus mandamientos. Envíala desde el santo cielo, desde el trono de tu gloria mándala, para que me asista en mi tarea y sepa yo lo que te es agradable (...). ¿Quién conocería tu designio, si tú no le dieras la sabiduría y enviaras tu santo Espíritu desde los cielos?» (Sab 9, l-5.9s.17).



El Dios de la apocalíptica: Señor de la historia y de su cumplimiento

El último capítulo, muy breve, de la historia de revelación de YHWH a su pueblo se nos escribe en la literatura apocalíptica, que puede datarse, sobre todo en el libro principal que la cons­tituye, el de Daniel, en el siglo II a. C. Esta literatura representa una ulterior matización del rostro de YHWH y de su papel en la historia. Como indica el término apocalipsis (= revelación), el objeto principal de estos textos es la revelación por parte de Dios mismo de sus misteriosos designios sobre la venida del reino y el cumplimiento de la historia.

Diciendo ya simplemente que YHWH es Señor (Adonai en hebreo, Kyrios en griego), Israel desea atestiguar que él es el ori­gen y el rector de la historia (cf. Sal 77, 14-21; 78, 1-72; 135; 136; Is 44, 6ss). Sobre todo con los profetas, el señorío de Dios sobre la historia se expresa a través de la terminología de la realeza: en Miqueas, por ejemplo, el Señor juzga a Samaría y a Jerusalén; en Isaías el Señor reina y su gloria llena la tierra, y él ejercerá su rea­leza por medio de su «consagrado».

Prosiguiendo la enseñanza de los profetas, Daniel, que vive en la época dramática de la persecución que padeció Israel por obra del rey de Siria, Antioco IV Epífanes, se coloca por medido de un artificio literario en el período del destierro en Babilonia y recorre varios siglos de historia hasta el momento presente, para proyectarse luego hacia el futuro. La enseñanza que de allí deduce, por inspiración de Dios, es que YHWH, a pesar de todas las apariencias, es el Señor del cosmos y de la historia, que tiene en sus manos, aunque de una forma misteriosa, los hilos


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DIOS UNO Y TRINO

de los acontecimientos, siendo fiel a su proyecto y asegurando la meta final: la llegada del reino de Dios, a través de la miste­riosa mediación de aquel «Hijo del Hombre», del que se habla en el capítulo 7:

«Mientras yo continuaba observando, alguien colocó unos tronos y un anciano se sentó. Sus vestiduras eran blancas como la nieve y sus cabellos como lana pura; su trono eran llamas; sus ruedas, un fuego ardiente; fluía un río de fuego que salía delante de él; miles de millares lo servían y miríadas de miríadas estaban de pie ante él. El tribunal se sentó y se abrieron los libros (...). Seguía yo contemplando estas visiones nocturnas y vi venir sobre las nubes alguien semejante a un hijo de hombre; se dirigió hacia el anciano y fue conducido por él. Se le dio poder, gloria y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su reino jamás será destruido» (Dn 7, 9-10. 13-14).

Pero esta enseñanza, que en el fondo era ya propia de los profetas, adquiere un nuevo significado, en cuanto que el esta­blecimiento del reino de Dios no tiene solamente una dimen­sión histórica, sino que ahora apunta decididamente hacia una dimensión de definitividad más allá de la historia.

En este contexto surge también la indicación clara del des­tino de resurrección que aguarda a los justos: «Tú permanece fiel hasta el final; habrás de morir, pero en el día final resurgi­rás para recibir tu recompensa» (Dn 12, 13; cf. 12, 2-3; 2 Mac 7, 9.11; 14, 46). Pero la verdad sobre la resurrección no es más que una consecuencia de una profundización en la revelación del rostro de Dios: YHWH es el Dios no sólo de los vivos, sino también de los muertos, que restaura la vida no sólo en el tiempo, sino por toda la eternidad.


En síntesis

Echando una mirada de conjunto sobre la autocomunicación de Dios en la edad de la promesa, podemos fácilmente consta­tar que todo parte y se recoge en torno a un centro: la revelación constante, progresiva y cada vez más luminosa de YHWH, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios del Éxodo que reveló su nombre y su ser a Moisés y al pueblo de la alianza, como el Dios vivo, personal, santo y misericordioso.

Es el Dios vivo, porque YHWH es el Dios que tiene en sí la plenitud de la vida y se la comunica a la creación y a la historia, entrando dinámicamente en ella y participando desde dentro en su desarrollo. Es el Dios persona, porque YHWH, aunque de forma misteriosa y totalmente transcendente a toda experiencia y a toda categorización humana, es un centro de infinita perso­nalidad, y no un ser anónimo que está por encima de todo. Es el Dios santo, porque Dios es Dios, es infinitud, transcendencia y alteridad respecto a cualquier otra realidad. Es el Dios miseri­cordioso, porque se manifiesta como compañero y liberador de su pueblo, dispuesto siempre al perdón y capaz de cariño y de infinita acogida.

Por eso la revelación de YHWH vive de una íntima e indes­tructible paradoja. Para revelarse en lo que él es y hace, YHWH mantiene y revela su insuperable alteridad, su divinidad; sólo él tiene en sí mismo el «criterio» de su ser y de su obrar. Pero al mismo tiempo, este ser infinitamente otro, infinitamente más-allá-de-todo, se manifiesta de forma paradójica precisa­mente en su cercanía al hombre y a la creación, más cerca del hombre que todo lo que el hombre mismo tiene junto a sí.


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DIOS UNO Y TRINO

De esta paradoja se deriva, en el fondo, toda la dinámica de su progresiva autocomunicación en la historia de la salvación que él va tejiendo con Israel. Manifestándose Otro (¿y qué otro pueblo ha tenido jamás una experiencia de la divinidad de Dios tan clara y tan fuerte como Israel?), a Dios le «urge» entrar como actor en la historia de los hombres. Por eso mismo, urge tam­bién sobre la libertad del hombre, no ya para aplastarla, sino para intensificarla, para liberarla desde dentro, para abrirla desde su interioridad a una relación de alianza y de comunión cada vez mas plena con él. Hasta el punto de que la promesa de la nueva alianza en los profetas posteriores al destierro se presenta incluso como «implantación creadora de la voluntad de Dios en el corazón humano»19.

De esta forma, cada vez con mayor intensidad, YHWH se ma­nifiesta de múltiples maneras, y de múltiples maneras manifiesta también su voluntad de vivir entre los hombre y en los hombres. Cada una de sus manifestaciones es revelación y garantía al mismo tiempo de su ser-Dios y de su voluntad de vivir en medio de su pueblo. Su gloria es signo de su transcendencia y signo de su presencia a Israel. Y lo mismo pasa con su Espíritu, con su palabra, con su ley, con su sabiduría, con la promesa del Mesías...

El libro de la promesa, el Antiguo Testamento, se presenta por tanto como el entramado de muchos hilos diversos que, aunque aparecen distintos y hasta separados a veces a primera vista, en realidad van mostrando progresivamente que se anu­dan y se funden en un único hilo de oro que atraviesa toda la historia de la alianza. En un cabo de este hilo está la identidad misteriosa, impetuosa y al mismo tiempo invitante de YHWH, Aquel que es y que será; y por el otro cabo, su voluntad de vivir entre los hombres. Cuanto más se penetra en el abismo del sufrimiento y del interrogante en el corazón del hombre (Job), tanto más baja Dios, con su com-pasión, a este abismo, para arrancar de él al ser humano -incluso a través de su Siervo, que toma sobre sí la experiencia de prueba y de pecado de Israel y de la humanidad- y conducirlo así a una comunión impensable e inimaginable consigo (Cantar de los Cantares). Una comuni­cación que quiere realizarse ya en la historia, y de modo pleno

19 G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento II, o.c., 268.


EN SINTESIS

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y definitivo, pero que, al mismo tiempo, se dirige a superar la misma historia y a durar para siempre.

YHWH, el Dios de la promesa, es por tanto el Dios que es y que seguirá siendo el Dios vivo y verdadero, uno y único, pero que quiere ser y revelarse como tal para la salvación de los hombres, estableciendo su reino en medio de ellos.



Parte II

LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS: EL DIOS DE JESÚS, EL MESÍAS CRUCIFICADO

Y RESUCITADO



INTRODUCCIÓN

La pregunta central con que nos enfrentamos ante el aconte­cimiento cnstologico es la siguiente: ¿Cual es el Dios de Jesu­cristo? Para responder a esta pregunta, después de examinar la premisa necesaria a la revelación de Jesús, que está constituida por la gran experiencia y la gran «promesa» veterotestamenta- ria, si nos acercamos al Nuevo Testamento hemos de reconocer que el centro de la revelación de Dios que hizo Jesús es el acon­tecimiento pascual, es decir, su muerte de cruz y su resu­rrección, que constituye la verdadera clave hermenéutica del acontecimiento cnstologico y de la revelación de Dios que nos transmite. Mas adelante tendremos la ocasión de encontrarnos con una bellísima expresión de san Simeón el Nuevo Teólogo, que dice: el Padre es la casa en que tenemos que entrar, el Hijo es la puerta que introduce en esa casa, el Espíritu Santo es la llave que abre la puerta... Podremos decir que nunca es Jesús para nosotros una puerta abierta al misterio de Dios tanto como en su misterio pascual.

Estas afirmaciones tienen un valor tanto en el aspecto histó­rico como en el teológico:


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DIOS UNO Y TRINO

Esto es verdad, sin querer por ello infravalorar o poner entre paréntesis la importancia de toda la historia de Jesús. En efecto, el acontecimiento pascual -como clave interpretativa del acon­tecimiento cristológico- arroja su luz sobre el misterio de Cristo, tanto hacia atrás (en el sentido de que nos permite releer la existencia histórica de Jesús), como hacia adelante y en pro­fundidad (porque nos hace descubrir el significado escatológico del acontecimiento Cristo y su pre-existencia como Hijo eterno del Padre).

No es posible en este lugar desarrollar una cristología com­pleta, ni afrontar todas las cuestiones -metodológicas y de con­tenido- que necesariamente plantea. Remitimos para ello a la rica literatura teológica de nuestro tiempo1. Baste recordar algu­nas indicaciones metódicas fundamentales, que son también esenciales para afrontar de forma correcta la cuestión de la ima­gen de Dios que Jesucristo nos propone y nos revela.

  1. Ante todo, hay que colocar el mensaje de Jesús sobre el fondo integral de la premisa veterotestamentaria: a la luz de la misma es como puede resaltar este mensaje con toda su novedad y su carácter indeducible como el cumplimiento de la promesa, la llegada de la plenitud de los tiempos (cf. Gal 4, 4). Por lo demás, será también sólo a la luz del acontecimiento Cristo, comprendido integralmente, como será posible captar hasta el fondo la dinámica y el significado del hilo de oro que atraviesa el Antiguo Testamento.

  2. En segundo lugar, es necesario -obedeciendo a los cáno­nes más seguros y probados de la cristología contemporánea- distinguir dos fases, por otra parte unidas estrecha y hasta orgá­nicamente, del acontecimiento Cristo: dos fases que están unidas y distinguidas al mismo tiempo cabalmente por el acontecimiento de la pascua. También nosotros las llamamos -siguiendo el vocabulario actual- período pre- y postpascual. El primer período, como es lógico, se refiere al Jesús predicante, es decir, al kerigma (= anuncio) «de» Jesús: un kerigma que -como sucede con toda la experiencia bíblica- se conjuga con los gestos de la vida de Jesús. El segundo, el Jesús predicado, es

1 En simonía con el espíritu de estas páginas, puede verse, para sugerir nuevas ideas, nuestro Dio tra gli uomini. Breve cristologia, Piemme, Casale Monferrato 1991.


INTRODUCCIÓN

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decir, el kerigma «sobre» Jesús, sobre su resurrección o, mejor dicho, sobre Jesús resucitado y, a la luz de este acontecimiento, sobre el significado global de su mensaje y de su acontecimiento. La necesidad de conjugar estas dos dimensiones del aconteci­miento cnstologico surge de la voluntad de comprender plena­mente el significado integral del acontecimiento de Cristo que, en su originalidad, sólo se percibe en una relación correcta entre estos dos momentos. El Cristo resucitado corre el peligro de convertirse en un mito sin el Jesús histórico; y el Jesús histó­rico puede reducirse a ser un gran profeta o el ideal supremo de la humanidad, si se prescinde de su resurrección.

  1. Finalmente, para comprender el lugar del acontecimiento Cristo en el amplio horizonte de la revelación bíblico-cristiana, hay que tener presente la analogía (en el sentido de la major dissimilitudo in tanta similitudine) con los anteriores aconteci­miento centrales de la autorrevelación de YHWH a Israel. Como hemos visto, cada uno de ellos está ciertamente en con­tinuidad con los anteriores y constituye un paso adelante «lógico» de los mismos, pero con una dosis todavía mayor de imprevisibilidad. Por eso, la continuidad histórica y la irrup­ción del novum van a la par. Esto vale de manera muy singular para el acontecimiento Cristo. Más aún, se puede afirmar desde ahora que la verdadera novedad del acontecimiento Cristo es precisamente él, su persona, su misterio que se consuma en la pascua de muerte y resurrección. Como decían ya los Padres de la Iglesia, Cristo «omnem novitatem attulit, semetipsum affe- rens». Una novedad tan nueva, incluso dentro de la conti­nuidad, que podrá leerse -tanto por los judíos como por los cristianos- como ruptura y como discontinuidad. El rechazo que hizo Israel de Jesús es el testimonio más luminoso, y tam­bién el más trágico, de este hecho. Es Jesucristo, es su mensaje, su existencia, su persona, su acontecimiento de muerte y resu­rrección -repitámoslo una vez más- lo que provoca la apertura del monoteísmo judío a la forma trinitaria, que es la propia­mente cristiana. Como decía Hegel -aunque con una interpre­tación equívoca e inaceptable- la muerte de Cristo es realmente el eje en torno al cual gira en adelante la historia del mundo, de manera que el que no sabe de Dios que es Trino, no sabe absolutamente nada del cristianismo.


I


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Jesús y el anuncio de Dios como Abba

Por lo que se refiere a la comprensión del Jesús pre-pascual y, en particular, a la revelación que él hace de Dios, hemos de tener presentes cuatro elementos de su existencia, profunda­mente conectados entre sí: su kerigma, su praxis, su misma existencia personal y su autoconciencia.

7. 1. El kerigma del reino

Sabemos que el kerigma original de Jesús es el del reino (cf. Me 1, 14-15). Al anunciar la llegada del reino, Jesús anuncia en realidad la venida en medio de los hombres del Dios de los padres, de Moisés, de los profetas y de la tradición apocalíptica. ¿Que características tiene entonces ese Dios que irrumpe en la historia y establece su soberanía sobre ella? Es el Dios de la omnipotencia y de la misericordia, el Dios que realiza la salva­ción y la liberación de la humanidad. Por eso mismo, la llegada del reino de Dios, anunciado y realizado por Jesús, es un suceso gozoso, ya que cumple la promesa que había hecho nacer y vivir a Israel; precisamente por eso es «evangelio», buena noticia.

7. 2. La relación entre Jesús y el Padre

Pero hemos de plantearnos enseguida esta pregunta: ¿qué relación existe entre el Jesús que anuncia la llegada del reino y YHWH? Para contestar, hemos de ir al corazón del anuncio de


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OJOS UNO Y TRINO

Jesús y de su praxis y decir que su centro y su motor propulsor es su relación con Dios como Padre. El Dios que viene es, ante todo, el Padre de Jesús de Nazaret. Nos lo atestigua especial­mente, como un lugar privilegiado, la oración de Jesús. Mateo ha recogido una de esas oraciones, densas de significado y sumamente reveladoras:

«Entonces Jesús dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer a los sencillos. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y al Padre no lo conoce más que el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 25ss).

Este texto, si hacemos un atento análisis exegético, se remonta ciertamente en su substancia al Jesús pre-pascual, aunque algunos exegetas han sostenido que se trata de un «meteorito joánico» caído en la tradición sinóptica.

En realidad, se trata de un texto muy importante, ya que nos hace ver que el corazón de la experiencia de Jesús es su relación con el Padre, una intimidad de autocomunicación plena y per­manente con él: un tema que servirá de hilo conductor a toda la exposición contenida en el cuarto evangelio. Si nos preguntá­semos, por consiguiente, cuál es el motivo por el que Jesús empezó a predicar y cuál es la fuerza interior de su mensaje y de su ministerio, tendríamos que responder sin vacilación alguna que es su relación con el Padre. Más aún, este lóghion de Mateo nos dice no sólo que Jesús parte -en todo lo que hace y en todo lo que dice- de esta relación de comunión íntima con Dios, de quien tiene conciencia de ser el enviado, sino además que él ve su ministerio como la transmisión, la participación a los otros de esta relación.

Sin entrar en detalles sobre el uso que hace Jesús del término Padre, es fundamental subrayar al menos la importancia de la forma aramea con que Jesús llama a Dios como Padre, Abba, que aparece en el evangelio de Marcos (14, 36) y en Pablo (Rom 8, 15; Gal 4, 6). Abba significa Padre en un sentido de íntima y profunda familiaridad que no suprime el respeto a Dios, como si lo redujera al propio capricho; dice más bien gratitud abso­luta, abandono total y confiado a su voluntad y, al mismo


JESÚS Y El. ANUNCIO DE DIOS COMO EL ABBÁ

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tiempo, libertad de una relación hecha de íntima comunión. En realidad, hay algunos casos atestiguados en la tradición rabínica en donde este término se usaba ya en relación con Dios, pero de modo ocasional, mientras que en Jesús es central y está cargado de la novedad de su misma experiencia.

Otros lugares privilegiados de la revelación de esta relación con el Padre son el bautismo y la transfiguración, dos aconteci­mientos en los que Jesús muestra una conciencia explícita de su relación con Dios y nos manifiesta el contenido de esta relación.

La tradición evangélica concede al acontecimiento del bau­tismo una importancia muy particular. En efecto, este gesto con­creto, con el que Jesús inaugura su ministerio, es el primer testimonio que tenemos de su elección mesiánica y, en conse­cuencia, de su autoconciencia de la misión que Dios le ha confiado y que le impulsa a inaugurar un nuevo camino. Por un lado, desde el principio Jesús parece estar decidido a escoger el camino del «Siervo de YHWH» del Déutero-Isaías: el camino de la solidaridad, llevado hasta el sacrificio de sí mismo, con todos los hombres y -diríamos hoy- con una opción preferencial por los más necesitados. Por otro lado, los evangelios encua­dran el episodio del bautismo en el contexto de una teofanía: los cielos abiertos, Dios que se complace en Jesús, la consagra­ción del Espíritu... La diferencia entre las diversas redacciones evangélicas2 deja abierta una doble línea de interpretación, suficientemente fundada:

  1. Jesús lleva a cabo su opción con una profunda adhesión a la voluntad del Padre (en coherencia con lo que constituye el nervio fundamental de su experiencia), movido y consagrado a la vez por aquella divina energía (el Espíritu divino, la ruah) que ya habían experimentado los profetas y que se había prometido en sobreabundante plenitud para los tiempos mesiánicos;

  2. el Bautista reconoce y señala en él (a todo el pueblo reu­nido en las orillas del Jordán y a sus discípulos, muchos de los cuales se convertirán en discípulos de Jesús) al Enviado que esperaba Israel.

2 Me 1,9-11; Mt 3,13-17; Le 3,21-22; Jn 1,29-34.


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DIOS UNO Y TRINO

Un episodio de la vida de Jesús que se sitúa idealmente a medio camino entre la escena bautismal -exordio de su minis­terio mesiánico- y la oración dolorida de Getsemaní es el epi­sodio de la transfiguración (cf., por ejemplo, Le 9, 28-36). En él se proyecta ya ciertamente la luz de la Pascua, pero sin embargo es razonable pensar que la narración sinóptica transcribe una experiencia real de Jesús. Aunque no se diga, se trata probable­mente de una oración nocturna (como en Le 6, 2 y 22, 39ss). El evangelista subraya que Jesús quedó transfigurado precisamente «mientras oraba» (9, 29; como en 3, 21, después del bautismo). Asi pues, es la oración de Jesús el tiempo y el espacio real que contiene la transfiguración, como revelación del Padre y gloria del Hijo. Jesús esta en estado de oración, está como unido al Abba. Y es en este acto donde «cambia de aspecto» y queda transfigurado de gloria. La gloria es Dios mismo en su esplen­dor de luz y de belleza, que manifiesta su divinidad. El rostro de Jesús que se hace «otro» es idéntico a esta gloria. Dios, el Abba, está en Jesús.

Esta gloria es la que los tres apóstoles pueden contemplar en el rostro de Cristo, junto con Moisés y Elias, la ley y los profe­tas; precisamente Moisés, el que deseó ver la gloria de Dios, pero sólo pudo verla de espaldas (Ex 33, 18.23), y Elias, que fue raptado en un carro de fuego hacia el Altísimo. Para los após­toles es la experiencia de la belleza (kalón estin): han encon­trado el espacio de su existencia dentro de la relación entre el Padre y el Hijo. Pero mientras que Jesús habla con Moisés y Elias de su «éxodo», que habrá de realizarse en Jerusalén, Pedro y los apóstoles quieren capturar la presencia de la Gloria, plan­tando tres tiendas. No han comprendido todavía que la tienda ahora es una sola, «una tienda de la presencia más grande y más perfecta que la antigua, y no es hechura de hombres» (Heb 9, 11), tienda que es el cuerpo mismo de Cristo que ha de ser ofre­cido en la cruz al Padre (cf. Heb 10, 5). Y los apóstoles podrán participar de la gloria del Hijo sólo a través de la tienda de su cuerpo ofrecido en sacrificio y glorificado en la resurrección.

Es este el significado de la nube que los envuelve. También la nube es signo de la gloria de Dios, como en el Antiguo Tes­tamento, en el Exodo y en el episodio de la Dedicación del tem­plo: «La revelación de Dios se desvela velándose y se vela


JESUS Y EL ANUNCIO DE DIOS COMO EL ABBA

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desvelándose, lo mismo que su poder se hace eficaz vaciándose y su amor se salva perdiéndose»3. Es el signo de la gloria de la cruz. Y así, mientras que una voz desde la nube, como en el bau­tismo, proclama la filiación de Jesús -«Este es mi Hijo elegido; escuchadlo» (Le 9, 35)-, Jesús se queda solo.

La oración, que había sido el espacio de la transfiguración como inhabitación recíproca del Padre en el Hijo, cambia de tono, se está convirtiendo ya en la oración de Getsemani y en el grito de soledad de la cruz. Pero su naturaleza profunda es la misma: esto es lo que parece que quiere subrayar el episodio de la transfiguración. Es que el camino hacia esta transfiguración pasa a través del éxodo de la cruz.

En estos lugares privilegiados de la experiencia de Jesús (la oración del Abba, el acontecimiento del bautismo y la escena de la transfiguración) se ponen de relieve algunas características fundamentales de la relación entre Jesús y el Padre: se trata de una relación de intimidad y confianza ilimitada, más aún, de una mutua, aunque misteriosa, in-existencia; esta relación entre Jesús y el Padre es singular, única y escatològicamente defini­tiva; sin embargo, a través de la misma humanidad de Cristo y de su ministerio mesiánico, quiere que participen de él todos los hombres.

7. 3. Dios como Padre misericordioso que perdona a los pecadores y libera a los oprimidos

En efecto, Dios no es sólo el Padre de Jesús, de forma única y singular, sino que se revela además como el Padre de todos los hombres y sobre todo de los últimos y de los pecadores. Así lo atestiguan tanto el kerigma como la praxis de Jesús. En el kerigma Jesús anuncia al Padre a los pobres (en las «bienaventu­ranzas») y a los pecadores (Le 15: las parábolas de la misericor­dia); en la praxis, ejemplar y coherente con el kerigma, Jesús se hace prójimo de los últimos (la parábola del buen samaritano en Le 10, 29-37 describe la actitud fundamental de la existencia de Jesús) y se sienta a la mesa con los pecadores (recuérdese el

Una comunità legge il vangelo di Luca, I, EDB, Bologna 1986, 347.

3


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OTOS UNO Y TRINO

famoso encuentro con la pecadora, Le 7, 36-50, y con Zaqueo, Le 19, 1-10). El kerigma y la praxis de Jesús, en su relación con los últimos y con los pecadores, se convierten así en el lugar pri­vilegiado de la revelación de la paternidad universal de Dios con todos los hombres.

Vale la pena destacar dos rasgos de este rostro del Padre que nos revela Jesús.

  1. En primer lugar, ¿qué sentido tiene el hecho de que Dios considere como privilegiados a los últimos? La respuesta no es difícil. La paternidad de Dios es ciertamente universal, pero pre­cisamente por esto atiende con más solicitud a los últimos. Baste pensar en una madre con muchos hijos: los ama a todos del mismo modo, pero si hay uno que -por cualquier motivo- tiene más necesidad que los otros, lo amará ciertamente más. Se com­prende entonces la verdad de esta actitud de Dios, que no es pa­ternalista, sino universal: «Os aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Le 15, 7).

  2. Una segunda característica es que la paternidad de Dios es sobreabundante y gratuita, es decir, va más allá de los méritos, presuntos o reales, del hombre. Como decía Lutero, no es que el amor de Dios se dirija a un objeto digno de ser amado, sino que es él el que crea la belleza del objeto que ama. Así la pará­bola de los obreros enviados a la viña a diversas horas de la jornada (Mt 20, 1-15): Dios da a todos la misma paga, porque es bueno, y la bondad no es envidiosa. Encontramos este mismo concepto expresado de otra forma en la parábola del fariseo y del publicano que suben al templo a orar (Le 18, 10-14a).

7. 4. Dios llena la orfandad del hombre,
pero no es un padre paternalista

Así pues, Dios hace sentir con fuerza, a través del mensaje y de la acción de Jesús, que el hombre no está solo, sino que está en sus manos. Baste pensar en los capítulos 6 y 7 del evangelio de Mateo, esa carta magna de la paternidad de Dios como respuesta a la orfandad del hombre en el mundo.


JESÚS Y EL ANUNCIO DE DIOS COMO EL ABBÁ 9 1

«Por eso os digo: No andéis preocupados pensando qué vais a comer o a beber para sustentaros, o con qué vestido vais a cubrir vuestro cuerpo. ¿No vale más la vida que el ali­mento y el cuerpo que el vestido? Fijaos en las aves del cielo; ni siembran ni siegan ni recogen en graneros, y sin embargo vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros, por más que se preocupe, puede añadir una sola hora a su vida?

Y del vestido, ¿por qué os preocupáis? Fijaos cómo crecen los lirios del campo; no se afanan ni hilan; y sin embargo, os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al horno Dios la viste así, ¿qué no hará con vosotros, hombres de poca fe? Así que no os inquietéis diciendo: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos? Esas son las cosas por las que se preocupan los paganos. Ya sabe vuestro Padre celestial que las necesitáis. Buscad ante todo el reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios os dará lo demás. No andéis preocupados por el día de mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su propio afán» (Mt 6, 25-34).

«Pedid y recibiréis (...). Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt 7, 7-11).

Esta revelación de la paternidad de Dios que nos ofrece Jesús está ciertamente en continuidad con el mensaje central del Antiguo Testamento, pero es más profunda, no sólo por ser plenamente universal, sino porque es absolutamente personali­zante, en el sentido de que afecta a cada uno de los hombres en su condición real. Pero -a pesar de esto, o mejor, precisamente por esto- no hay que pensar en un Dios paternalista, que sofoque o limite la libertad del hombre. Dios es un Padre que invita a la responsabilidad, que promueve la libertad y suscita la capacidad de arriesgarse del hombre por el bien. Ésta es, por ejemplo, la imagen que se deriva de la parábola de los talentos:

«Se acercó finalmente el que sólo había recibido un talento y dijo: “Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no


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sembraste y recoges donde no esparciste; tuve miedo y escondí tu talento en tierra; aquí tienes lo tuyo» (Mt 25, 24s).

Por consiguiente, la actitud del hombre para con Dios no puede ser ya, por una parte, el miedo que paraliza, ni por otra, la despreocupación o el pietismo frente a su bondad y misericor­dia. La paternidad de Dios es una paternidad que suscita respon­sabilidad, que es exigente, que hace crecer. Esto vale también a propósito de la misericordia. Ciertamente, Dios es un Padre que te perdona y te reintegra en tu condición anterior; pero sólo cuando has reconocido tu error, te da la gracia de acogerte de nuevo plenamente como hijo (la parábola del hijo pródigo); se trata de una gracia que -como decía D. Bonhoeffer-, aun siendo gratuita, nunca es «a bajo precio».

Toda la existencia de Jesús atestigua esta característica pecu­liar de la paternidad de Dios. A partir de la opción mesiánica realizada en el bautismo que, como indica el episodio de las tentaciones (cf. Me 1, 12 y par.), no es una opción por un mesia- msmo real o teocrático, sino de solidaridad con los hombres, que implica hacerse uno con ellos llegando hasta la lejanía del Padre para acogerlos a todos en su abrazo de amor. Pero es sobre todo en el episodio de Getsemaní (cf. Mt 26, 36-46 y par.) donde la existencia de Jesús se convierte en lugar de revelación de esta paternidad no aplastante o paternalista del Abba. Jesús experimenta la soledad, la angustia, la dureza de tener que conformar su propia voluntad con la voluntad del Padre. Se trata de una paternidad exigente, que hace madurar, que no dispensa de la soledad, de la oscuridad, del sufrimiento e incluso del riesgo de su vida.

Esta característica del Abba anunciado y atestiguado por Jesús nos impulsa, en definitiva, a considerar el acontecimiento de la cruz como el acontecimiento culminante de esta revela­ción de la paternidad de Dios.


La identidad y la autoconciencia filial del Jesús pre-pascual

Todo lo que se ha dicho a propósito del Abba que nos revela Jesús se refleja en la identidad y en la autoconciencia del Jesús pre-pascual tal como nos la atestiguan los evangelios.

  1. La identidad de Jesús a partir de su «autoridad» mesiánica

Hay que subrayar ante todo que la cercanía y hasta la inmi­nencia escatológica del establecimiento del reino, ese anuncio que caracteriza al kerigma primitivo de Jesús, debe ponerse en relación directa con la persona misma de Jesús de Nazaret: en él es en quien Dios anuncia y lleva a cabo su llegada entre los hombres. En este sentido, el kerigma y la praxis de Jesús, pero más aún su persona, están indisolublemente unidos con la cercanía, más aún, con la venida de Dios entre los hombres4 * * * * * lo.

4 A este propósito Lucas nos refiere un significativo lógbion de Jesús: «A

una pregunta de los fariseos sobre cuándo iba a llegar el reino, dijo Jesús: `El

reino de Dios no va a venir con espectacularidad, ni se podrá decir: Está aquí,

o allí, porque el reino de Dios está dentro de vosotros'» (Le 17, 20-21). Otros

lóghia recogidos por Lucas sobre la venida del reino presente en Jesús son 10,

23-24 («Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis. Porque os digo que mu­chos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír

lo que oís y no lo oyeron»); 16, 16 («La ley y los profetas llegan hasta Juan; desde entonces se anuncia la buena noticia del remo de Dios, aunque tocios se pongan violentamente en su contra»); etc.


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Además, hay que recordar y poner en su debido lugar el hecho de que la singular relación filial de Jesús con el Abbà, ates­tiguada en todo su mensaje y en toda su existencia, corrige más o menos directamente la imagen mesiánica que estaba presente en el pueblo de Israel en tiempos de Jesús. De este modo, la per­sona misma de Jesús, tanto en la comprensión que tienen de él sus contemporáneos, pero más aún los discípulos y los apósto­les, como en la autoconciencia que él tiene de sí mismo, supera las categorías interpretativas de su ministerio y de su persona, que podían proceder del judaismo tradicional. Es verdad que el mismo Jesús se presenta -o es presentado, según los casos- como profeta5, como maestro (éste es el título más común) y finalmente como Mesías6; pero el carácter específico de su anun­cio y de su praxis superan estas categorías: él es maestro, pero maestro carismàtico; es profeta, pero algo más todavía, en cuanto que es intérprete autorizado y definitivo de la palabra de Dios; es el Mesías esperado, pero no un Mesías simplemente terreno o histórico-político, ya que realiza de forma inaudita y escatològica las esperanzas de su pueblo y la promesa del Anti­guo Testamento.

En este sentido, lo que resulta nuevo y evidente en el minis­terio de Jesús es su autoridad mesiánica, por no decir divina, la que el testimonio evangélico define como la exousía de Jesús, que lo sitúa con frecuencia, en su anuncio y en sus mismas actitudes, en el nivel mismo de YHWH, de su palabra y de su acción en la historia de la salvación de Israel.

El anuncio de Jesús impresiona por su novedad desde el prin­cipio: los sinópticos hablan de «una doctrina nueva llena de au­toridad» (cf. Me 1, 22.27; Mt 7, 228-29; Le 4, 32.36). Su praxis se caracteriza igualmente por los milagros y por los exorcismos, signos de su poder mesiánico. El hecho mismo de que conceda como un rey el perdón, algo que sólo puede realizar YHWH, subraya esta exousía que le es propia. La misma convocatoria de la comunidad mesiánica, los relatos de vocación y las llamadas de los discípulos subrayan la fuerza y el carácter imperativo de la persona de Jesús: Jesús llama -a diferencia de los maestros de 5 *

5 Me 1,15; Mr 16,14; 21,10; Le 7,16.39; 24,19.

'' Cf. el episodio paradigmático conocido como la con lesión de Cesarea de Filipo (Me 8,27-33).


LA IDENTIDAD Y LA AUTOCONCIENCIA FILIAL...

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su tiempo- con aquella misma autoridad con que en el Antiguo Testamento YHWH llamaba a su servicio a los profetas7. En el fondo, el conflicto dramático que se va estableciendo poco a poco y que llega a un punto de inevitable ruptura con el establishment religioso, social y político de Israel, tiene sus raíces en la autori­dad inaudita (para los fariseos y para los saduceos) que mostraba Jesús en su anuncio y en su praxis. Se presenta como intérprete autorizado y definitivo de la misma ley, que constituía el punto de referencia normativo preciso e insuperable de la voluntad de Dios para Israel8. Incluso la autoridad del templo, como lugar de la presencia definitiva de YHWH en medio de su pueblo, es interpretada de una forma nueva y es superada por el mensaje y la praxis de Jesús, más aún, por su misma persona como lugar escatológico de la venida de YHWH entre los hombres9.

8. 2. La identidad de Jesús a partir de su autoconciencia

Esta consideración sobre la exousía mesiánica de Jesús nos lleva a reflexionar también sobre la autoconciencia del mismo Jesús.

Ante todo, es importante tener en cuenta el título con que Jesús, en la casi totalidad de los casos, presenta -al menos indi­rectamente- su persona y su misión como encargado de Dios: Hijo del Hombre10. Se trata de un título que tiene una interpre­tación ciertamente compleja, pero que, si subraya por un lado la verdadera y plena humanidad de Jesús, se relaciona por otro con las conocidas profecías contenidas en el libro de Daniel y en la literatura apocalíptica intertestamentaria, en donde el Hijo del Hombre representa al personaje escatológico decididamente ligado a la esfera divina, al que Dios concede la soberanía sobre la historia con vistas a la instauración de su reino. Así pues, se

7 Cf., por ejemplo, Me 1,16-20; 2,13-14; 3,13-15; Jn 1,35-51, etc.

8 Cf. las típicas «antítesis» usadas por Jesús («Se dijo... Pero yo os digo...»: Mt 5,21.22.27.28.43-44) y el énfasis que pone Jesús en su propia enseñanza («En verdad, en verdad os digo...»).

9 Cf. Me 11,15-17; Mt 12,lss; Jn 2,19-21.

10 El título de Hijo del Hombre aparece en los evangelios 82 veces, 20 de ellas en labios de Jesús, que lo refiere, al menos indirectamente, a sí mismo.


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trata de un título que, si por un lado subraya desde abajo, por así decirlo, la verdadera humanidad de Cristo, nacido de mujer (cf. Gal 4, 4), por otro lo pone en una relación central y decisiva con la venida del mismo YHWH en medio de los hombres, a través del enviado que ha elegido11.

También es importante poner en evidencia cómo, en todo el anuncio y la praxis de Jesús, se destaca con toda transparencia un «Yo» fuerte y autorizado. Baste recordar todos los episodios en los que Jesús subraya con énfasis «Yo te digo»12, para realizar un milagro o para dar autoridad a su doctrina y a su enseñanza. O también el típico estilo antitético con que Jesús contrapone, con plena autoridad, su propia doctrina a la doctrina y a la interpretación de la ley que daban los antiguos maestros: «Se ha dicho, pero yo os digo...». Así pues, el «yo» de Jesús es un «yo» autorizado que parece tener un único paralelismo en el Anti­guo Testamento: el «Yo soy» con que se sella y se confirma la palabra de YHWH y su acción en medio de los hombres, a partir de la revelación de su nombre hecha a Moisés en el Sinaí.

11 Todo esto mueve a pensar que el título de Hijo del Hombre fue usado por Jesús -sobre todo en el período jerosolimitano de su ministerio- para tras­cribir y anunciar en términos más explícitos, más personalistas, más directa­mente relacionados con él y con su vida, el símbolo anterior -del período galileo- del reino de Dios. Este título expresa por lo menos claramente que la autoconciencia de Jesús transciende la perspectiva mesiánica, puramente intra- histórica, en una línea escatológica y apocalíptica, que concierne a «los tiem­pos últimos y definitivos» de la llegada del reino de Dios, en un horizonte que supera a la propia historia. Este significado se pone en evidencia en el evange­lio de Juan, donde el título de Hijo del Hombre aparece 12 veces. En labios de Jesús, este título significa «su propia humanidad que posee la plenitud del Espíritu, el proyecto divino sobre el hombre realizado en él, el modelo de Hombre, la cumbre de lo humano. Es la realidad de Jesús mirada desde abajo, desde su raíz humana, que se ha levantado hasta la absoluta realización por la comunicación del Espíritu. Su correlativo es el título de `el Hijo de Dios', que significa la misma realidad mirada desde arriba, desde Dios, designando al que es totalmente semejante a él y posee la condición divina» Q. Mateos-J. Barreto, El evangelio de Juan, Cristiandad, Madrid 1979, 923). La expresión icástica de esta interpretación de Juan la tenemos en el famoso versículo con el que Pilato presenta a Jesús a los judíos: «He aquí el hombre» (19, 5b): los soldados, al despojar a Jesús de su falsa dignidad real y mundana, muestran su verdadera mesianidad que coincide con su ser el Hombre realizado según el designio de Dios, libre de ofrecer por amor su vida en la cruz.

12 C!. el episodio del paralítico (Me 2,1-12).


LA IDENTIDAD Y I.A AUTOCONCIENCIA FILIAL...

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En este sentido adquiere una gran importancia la relectura que el evangelista Juan ofrece del «yo» de Jesús cuando, de ma­nera absoluta, recoge su afirmación «Yo soy», «egó eimí»n, que recuerda muy de cerca el «yo» soberano y transcendente, que se hace perceptible y audible a los hombres, de YHWH: «Yo soy el que es». Todos estos elementos subrayan el origen y la singu­laridad de la identidad personal de Jesús que, si por una parte se muestra tan clara y transcendente respecto a la experiencia común de los hombres, por otra parte subraya su plena volun­tad a la voluntad del Padre, su relacionalidad completa y total con él, hasta el punto de que podría decirse que la característica de la identidad filial de Jesús se juega totalmente en esta dialéc­tica de obediencia-libertad, de comunión-distinción con el Padre. El lugar crucial en donde se pone en evidencia esta dia­léctica típica de la existencia de Jesús es una vez más -como ya vimos a propósito de la revelación del rostro del Padre- el huerto de Getsemaní, en donde Jesús, plenamente consciente de su libertad y del riesgo de la vida que se dispone a arrostrar, compagina su voluntad con la del Padre: «No se haga mi volun­tad, sino la tuya...». Se trata, por tanto, de dos libertades distin­tas, de dos libertades -la de Dios y la de Jesús- que encuentran una unidad y una convergencia, y hasta una identidad profunda, sin que esto le quite ningún dramatismo y ningún esfuerzo a esta adecuación, que -una vez más- se pondrá plenamente de manifiesto en el momento de la cruz y del abandono de Cristo.

n C'f., por ejemplo, el debate entre Jesús y los jefes de los judíos recogido en Jn 8, 57-58.



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El ministerio mesiánico de Jesús y el Espíritu

Es importante finalmente, cuando se habla de la revelación de Dios que nos ofrece el Jesús pre-pascual, subrayar la presen­cia y la obra del Espíritu como dimensión intrínseca y esencial del ministerio mesiánico de Jesús. En los sinópticos se nos pre­senta a Jesús precisamente como el Mesías, es decir, el Ungido de YHWH, sobre el que reposa la plenitud del Espíritu, aquel Espíritu que YHWH dio a los profetas y que prometió al Mesías y a la comunidad mesiánica, como efusión escatológica.

En primer lugar se presenta la escena del bautismo como escena de la consagración mesiánica de Jesús, tanto en el sentido de una investidura, de una bajada del Espíritu de YHWH sobre Jesús de Nazaret, como en el sentido de la conciencia, por parte del Bautista y de los primeros discípulos, del hecho de que Jesús es el Ungido, enviado de YHWH para anunciar a los hombres la salvación. Probablemente, a partir de esta escena de unción mesiánica que narran todos los evangelistas, ya en la tradición más antigua y por tanto pre-pascual de los evangelios se presenta toda la existencia de Jesús como un bautismo en el Espíritu, como una unción continuada, como una presencia permanente del Espíritu sobre Jesús como Mesías, para que esta presencia del Espíritu pudiera participarse luego a todos los hombres. Así en los dos lóghia que recogen los sinópticos: Me 10, 38: «Jesús les replicó: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa de amargura que yo he de beber, o ser bautiza­dos con el bautismo con que yo voy a ser bautizado? Ellos le respondieron: Sí, podemos»; y Le 12, 49-50: «He venido a prender fuego a la tierra; y ¡cómo desearía que ya estuviese ardiendo! Tengo que pasar por la prueba de un bautismo y


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estoy angustiado hasta que se cumpla». Dos lóghia en los que el ministerio mesiánico de Jesús se presenta precisamente como un bautismo en el Espíritu, un tema que explicitará luego ampliamente el evangelio de Juan, a la luz de la expe­riencia post-pascual del Cristo resucitado que hizo la Iglesia.

También la escena de inauguración del ministerio mesiánico de Jesús en la sinagoga de Nazaret, tal como nos la refiere el evangelista Lucas (4, 16-20), contiene una alusión a una efusión del Espíritu en la referencia al texto mesiánico de Is 61, lss: «El Espíritu del Señor está sobre mí». Y toda la existencia y el ministerio mesiánico de Jesús, a partir de esta inauguración, se ven como un ministerio en el Espíritu: exorcismos, milagros, anuncio, praxis de Jesús, todo se realiza en la fuerza y bajo el impulso del Espíritu dado por YHWH.

En la tradición sinóptica podemos observar además tres ló-ghia pre-pascuales, en los que se dibuja y atestigua esta auto- conciencia mesiánica de Jesús en relación con la presencia sobre él y en él del don del Espíritu de YHWH.

  1. En primer lugar, el lóghion que nos refiere Mt 12, 28 y par.: «Si yo expulso los demonios con el poder del Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios», en donde Jesús subraya con fuerza que el anuncio y el establecimiento del reino de Dios que él hace con su kerigma y con su praxis, se llevan a cabo por medio del Espíritu de YHWH. Y es esta presencia del Espíritu, de su fuerza transformadora y vivificante la que atestigua, a través de los signos mesiánicos, la venida y la presencia en medido de los hombres del reino de Dios.

  2. Tenemos luego el lóghion famoso sobre la blasfemia contra el Espíritu Santo que nos refieren Me 3, 28-29 y par. La blasfemia contra el Espíritu es cabalmente el desprecio de la acción de Jesús en cuanto que se hace en la fuerza del Espíritu. No reconocer el origen divino y mesiánico -en el Espíritu- del ministerio y de la acción de Jesús equivale a negarse a reconocer la presencia y la intervención salvífica y escatológica de YHWH, por medio de Jesús, en favor de su pueblo.

  3. Finalmente, la tradición sinóptica (Me 13, 11 y par.) nos presenta una promesa hecha por el Jesús pre-pascual del don del Espíritu a sus testigos en las persecuciones. Esto subraya la conciencia que tiene Jesús de ser el instrumento y el lugar a


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EL MINISTERIO MESIÁNICO DE JESÚS Y EL ESPÍRITU

través del cual el Espíritu estará presente en los discípulos que habrán de seguir su obra. Este anuncio sintético de la promesa del don del Espíritu representa ciertamente el punto en que comienza la tradición que se fue desarrollando más amplia­mente, en un horizonte post-pascual, por obra del evangelio de Juan, en los llamados discursos del Paráclito.

En síntesis, en esta perspectiva pneumatológica, el Mesías, Jesús de Nazaret, hijo del Abba, se presenta como anunciador y testigo de la venida de YHWH en medio de su pueblo por la fuerza del Espíritu y también como aquel que está llamado a ser el instrumento del don escatológico del Espíritu a la comu­nidad mesiánica. Así pues, también en relación con la presen­cia y con la obra del Espíritu sobre el Mesías, el testimonio evangélico pre-pascual nos mueve a detenernos en el momen­to central de la Pascua.

Lo hacemos sin ilustrar los motivos que llevaron al encona­miento dramático del conflicto entre Jesús y el establishment político y religioso de su tiempo, hasta el proceso (judío y romano) y a la condenación a la muerte infamante de la cruz. Nos bastará precisar que Jesús, según el relato que se nos ha transmitido (cf. Me 14, 61-64 y par.), frente al interrogatorio al que le sometió el Sanedrín, precisó de manera comprensible, y por otra parte inaceptable para los miembros del Supremo Tri­bunal judío, cuál era su autoconciencia: la del Hijo del Hombre, es decir, la de aquel a quien YHWH, escatológicamente, ha con­fiado la actuación de su reino. En todo caso Jesús se coloca en el nivel de aquello que el sumo sacerdote define como una «blas­femia», que es el verdadero motivo de la condenación14. Inten­temos más bien ir al corazón de lo que acontece en la pasión y muerte de Jesús, deteniéndonos primero en el significado que Jesús mismo intentó dar a este acontecimiento decisivo de su ministerio mesiánico en la cena pascual que lo anticipaba y lo iluminaba (desde el punto de vista del Jesús pre-pascual), y luego en la profundidad del acontecimiento trinitario de la pascua tal

H Cf. Dio tra glí uomini, o.c., 96-102 (sobre el conflicto de Jesús con el establishment religioso y social de Israel); 115-135 (sobre cómo Jesús compren­dió su muerte y la afrontó); 136-149 (sobre el proceso, la condenación y la muerte de Jesus).


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como la comprendió la comunidad apostólica post-pascual, dentro de la fidelidad a Jesús y a la luz de la resurrección y del don del Espíritu.


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El suceso pascual como acontecimiento trinitario

10. 1. La cena pascual, clave interpretativa de la Pascua de la nueva alianza

«Según las esperanzas judías, que habían ido madurando a lo largo de los siglos, el mesías liberador tenía que maniíestarse en Jerusalén una noche de pascua, Nos lo recuerda la antigua paráfrasis aramea al texto de Ex 12, 42 (...). No es un hecho casual el que Jesús concluya su vida histórica, que comienza a orillas del lago de Galilea, en la capital judía, en la ciudad santa, una noche de pascua, el 14/15 de Nisán, de los años treinta»15. No es la primera vez que el testimonio de los evangelios nos habla de una venida de Jesús a Jerusalén para la fiesta de Pascua (cf. Le 2, 41-50; Jn 2, 13-22; 6, 1-14; 11, 55ss). Pero la última cena pascual de Jesús (Me 14, 22-25 y par) adquiere un valor decisivo tanto en relación con su historia precedente, como en relación con lo que sucedería después.

Puede decirse que en este momento se concentra todo el sig­nificado del proyecto mesiánico de Jesús que él ilumina y carga de un nuevo valor, relacionándolo con la antigua Pascua del éxodo, como una realización escatológica de la misma en rela­ción con el sacrificio de su vida en la cruz. En una palabra, en la cena pascual Jesús nos ofrece una interpretación actualizante de la antigua Pascua y una interpretación profético-escatológica

1=1 R. Fabris, Pascua, en P. Rossano - G. Ravasi - A. Girlanda, Nuevo diccionario de teología bíblica, Ed. Paulinas, Madrid 1990, 1415.


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de la nueva alianza, dentro de la línea de la profecía vetero-tes- tamentaria: en la autoconciencia de Jesús y en el testimonio de la fe apostólica nos encontramos en el centro de la historia de la salvación16.

Ciertamente, en la cena pascual de Jesús, como preanuncio del suceso de la cruz-resurrección, hemos de reconocer la cum­bre de su comensalidad con los más miserables, que es un rasgo característico y constitutivo de su proyecto mesiánico, y al mismo tiempo el signo del banquete mesiánico que anuncia el establecimiento del reino de Dios. Pero el significado más pro­fundo de la cena pascual tiene que vincularse, a través de las palabras mismas de Jesús, con el establecimiento de la nueva y definitiva alianza. En esta perspectiva, Jesús se identifica con el Cordero pascual que, sacrificado, da la vida a los hombres, en la línea del siervo doliente de YHWH (Is 2, 13-53, 12) que toma sobre sí los pecados de la multitud, mientras que la Pascua se convierte en el paso de Jesús de este mundo al Padre (cf. Jn 13, 1), al mismo tiempo que en el paso de los hombres de la esclavitud a la libertad de los hijos de Dios.

Todo esto se expresa con claridad en las palabras del pan y del vino: el pan se convierte en signo del don de la vida; el vino, identificado con la sangre, pasa a ser el instrumento de la comunión entre Dios y los hombres. Todo ello en la atmósfera del preanuncio de la alegría mesiánica que se llevará a cabo a través del sacrificio de la cruz. A la luz de la última cena el acontecimiento pascual de Jesús adquiere entonces el significado escatológico de establecimiento definitivo de la nueva alianza y de llegada de aquel reino de Dios que había anunciado Jesús: un significado teológico (como plena autocomunicación de Dios a los hombres) y un significado antropológico-salvífico. Revela el amor de Dios, más aún, al Dios que es amor («Y él, que había amado a los suyos, que estaban en el mundo, llevó su amor hasta el fin:» Jn 13, 1), e ilustra el mandamiento nuevo del amor mutuo como ley divina del nuevo pueblo de Dios (cf. Jn 13, 34), según la acción simbólica del lavatorio de los pies a los discípulos (cf. Jn 13, 1-20).

16 Cf. Me 14,22-25 y par., Le 22,15-20; Mt 26,26-29; pero también Jn 13, 1-20 y ICor 11,23-16.


EL SUCESO PASCUAL COMO ACONTECIMIENTO TRINITARIO

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Bajo esta luz, en el testimonio de los evangelios sinópticos, pero también del evangelio de Juan y en el epistolario paulino, la Pascua de Jesús se nos presenta ante todo e inseparablemente como acto del Padre, del Hijo y del Espíritu: cumbre de la autocomunicación de Dios y suprema «glorificación» de su nombre (Jn 12, 28). Es también un acto que afecta al Padre, en cuanto que la muerte de Jesús debe comprenderse dentro del proyecto de salvación de YHWH sobre el Mesías; es ademas un acto del Hijo, en cuanto que es Jesús el que libremente se entrega a la muerte y por eso resucita; y es finalmente un acto del Espíritu, en cuanto que es lugar y momento de la efusión escatológica del Espíritu Santo sobre toda la humanidad.

10. 2. El suceso pascual como acto del Padre

La cruz de Jesús representa sin duda el punto de interroga­ción decisivo sobre toda su misión y en particular sobre la revelación que él hizo de Dios como Abba. El hecho de que él muera de esta forma tan trágica representa, al menos a primera vista, un fracaso completo y definitivo no sólo frente a los hombres, en cuanto que parecen desmentidas su pretensión mesiánica y su misma exousía filial, sino también para el mismo Jesús que -como atestigua ya el episodio de Getsemaní- se ve como obligado a sumergirse en el abismo del sufrimiento y de la soledad sin poder contar con ningún apoyo de parte de Dios.

En realidad, leyendo más en profundidad el testimonio neo- testamentario, ya en su formulación pre-pascual, hay que refle­xionar en el hecho fundamental de que Jesús interpreto su destino de sufrimiento e incluso de muerte como obediencia a una voluntad concreta del Padre, como adecuación y hasta como cumplimiento de su designio de salvación en favor de los hombres. A este propósito basta con recordar cómo en los loghia que en la tradición sinóptica atestiguan el preanuncio de la pasión por parte del mismo Jesús (cf. Me 8, 31; 9, 31; 10, 33-34 y par.), él habla de una «necesidad» (el verbo griego que se usa es dei = es necesario) del rechazo de Israel y de su entrega a la muerte infamante de la cruz. También el testimonio de la


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última cena -como hemos visto- subraya que la entrega de su vida y el derramamiento de su sangre representan el momento y el instrumento de la instauración de la nueva alianza prepa­rada por YHWH para los hombres. Así pues, la muerte de Jesús debe comprenderse dentro del proyecto global de salva­ción que YHWH lleva a cabo a través de su ministerio mesiá- nico. Por consiguiente, no hay que entender la muerte de Jesús como un acto de la justicia vindicativa o de la ira de Dios: todo eso esta ausente por completo del testimonio pre-pascual del Nuevo Testamento. Al contrario, desde el punto de vista del Abba, la muerte de Jesús en la cruz debe interpretarse como el gesto supremo de su misericordia: expresión de su voluntad de solidaridad con todos los hombres atestiguada a través del sacrificio de su Hijo y llevada hasta el fin. E igual­mente -en el horizonte misterioso y gratuito de su proyecto de salvación- como el instrumento paradójico a través del cual, siempre mediante el Hijo, puede surgir en nuestra historia la novedad de la nueva y definitiva alianza.

Moviéndose precisamente en esta perspectiva es como la reflexión post-pascual de la Iglesia comprenderá la muerte de Jesús, desde el punto de vista de Dios Padre, como el don, la entrega por amor que él hizo del Hijo por la salvación de los hombres. En este sentido, el cuarto evangelio dirá sintética­mente que «Dios no envió a su Hijo al mundo para conde­narlo, sino para salvarlo por medio de él» (Jn 3, 17); y Pablo, como atónito por la inaudita grandeza del don que Dios nos ha hecho en el Hijo, exclamará: «¿Cómo no va a darnos gra­tuitamente todas las cosas juntamente con él?» (Rom 8, 32), queriendo decir que, si Dios nos ha dado lo que más quiere, a saber, a su propio Hijo, cualquier otro don que pudiera hacernos queda comprendido e infinitamente superado por éste. Todo el testimonio neotestamentano habla en este sentido de la muerte de Cristo como de una «entrega» (el verbo que aquí se usa y que llega a tener un sentido técnico es el verbo paradídonai), que el Padre hace de su enviado.

Pero, a pesar de todo lo dicho, sigue siendo realmente des­concertante el silencio y casi el escondimiento del Padre, de ese Dios íntimamente cercano a Jesús como el Abba, en el momento dramático de la cruz. Dios no interviene para salvar a Jesús.


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Por eso los transeúntes se burlan del pretendido Mesías, sacando la consecuencia de que -tal como lo han acusado y condenado- es verdaderamente un blasfemo (Me 14, 61-64; 15, 29-32 y par.). Así pues, Dios parece «abandonar» a Jesús a su destino infamante: es lo que -desde el punto de vista de Jesús- atesti­gua el grito de la cruz que recogen Marcos y Mateo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (cf. Me 15, 34; Mt 27, 46). Pero -es ésta la pregunta que hemos de hacernos- ¿no se esconde quizás aquí la identidad más profunda y mas escondida de la paternidad no paternalista del Abba para con Jesús, que caracteriza a todo su kerigma y a su praxis? Dios no protege a Jesús, sino que deja que él demuestre hasta el fondo su fidelidad a la misión que se le ha confiado y su solidaridad con los hombres.

Dios interviene tan sólo cuando Jesús ha saboreado hasta el fondo el cáliz del sufrimiento y del abandono, como acto extremo de libertad: después de que Jesús experimentara la muerte, herencia común y dolorosa de la humanidad pecadora y lejana de Dios. La resurrección de Jesús, ese grito de gozo y de novedad que explota la mañana de Pascua y que ilumina todo el testimonio del Nuevo Testamento («¡Ese Jesús al que habéis matado ha resucitado!»), es el testimonio que ha querido rendir el Padre de la verdad y de la definitividad escatológica de la misión de Jesús. Es como el sello inconfundible que Dios ha puesto sobre todo el anuncio y la obra de Jesús, sobre su existencia y sobre su fidelidad a su proyecto de salvación de amor, llevada hasta el abismo del abandono. Es Dios Padre el que -como atestigua el Nuevo Testamento- ha resucitado a su Hijo Jesús17. Así es como se manifestó de la manera más plena y definitiva como el Abba, el Dios infinito y omnipotente que sabe producir el ser del no ser, que sabe devolver la vida a quien le es fiel, que sabe vencer a la muerte y al pecado con una dimensión de definitividad que transciende y da cumplimiento al tiempo. En la indisolubilidad de sus dos dimensiones -de muerte y de resurrección-, el suceso pascual es entonces el

17 La resurrección de Jesús se describe como obra del Padre en los nume­rosos discursos kengmáticos de los Hechos (cf. 2,22-36; 3,12-26; 4,8-12; 5,29-32; 13,16-42) y en otros muchos pasajes del Nuevo Testamento, por ejemplo: ITes 1,10; ICor 6,14; 15,15; 2Cor 4,14; Gál 1,1; Rom 4,24; IPe 1,21).


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lugar y el momento más elevado de la revelación del Dios anunciado por Jesús como Padre. Además, el hecho de que el sello de aprobación escatológica que el Padre pone sobre la misión y la existencia de Jesús se manifieste en su resurrección, representa la irrupción de la novedad de la vida definitiva -la que supera la muerte-, que Israel esperaba para el final de los tiempos, y que en Jesús se convierte ya en realidad en su huma­nidad de resucitado, transfigurado por la Gloria de Dios.

10. 3. El suceso pascual como acto del Hijo

Desde el punto de vista de Jesús y de su existencia filial, el suceso pascual representa ante todo el testimonio y la realiza­ción de su extrema libertad. Su muerte en la cruz es opción libre y consciente. Es verdad que Jesús es condenado a muerte y es capturado y ajusticiado por los hombres. Es verdad -más en profundidad- que todo esto está en conformidad con el mis­terioso proyecto de salvación de Dios y que, por consiguiente, es un acto de obediencia por parte de Jesús al Padre. Pero es Jesús mismo el que decide libremente dar su vida. Como dirá el cuarto evangelio: «Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la da por mi propia voluntad. Yo tengo poder para darla y para recuperarla de nuevo. Esta es la misión que debo cumplir por encargo del Padre» (Jn 10, 17-18). La opción de enfrentarse con plena conciencia con el destino trágico de la muerte, como conse­cuencia del anuncio inaudito de la cercanía de Dios a los hom­bres, sobre todo a los pobres y a los pecadores, es expresión por parte de Jesús de la extrema coherencia con la opción mesiánica que él hizo de su ministerio, tal como señalan las narraciones del bautismo y de las tentaciones.

Por otra parte, la opción libre de Jesús está determinada por su relación de fidelidad al Padre y por su amor a los hombres (cf. Jn 13, 1). Fidelidad al Padre, no sólo porque él se confor­ma libremente con su designio de salvación, sino también por­que sigue anunciando y haciendo presente a ese Dios Padre y liberador que lo ha enviado, incluso cuando se da cuenta per­fectamente de que esta «pretensión» suya no puede menos de


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poner en peligro su propia vida. Amor a los hombres, que lo impulsa del mismo modo a arriesgar su vida para liberarlos, para devolverles la plena dignidad de hijos, para comunicar a todos la vida misma que le ha dado el Padre. Además, muriendo como un blasfemo, como crucificado, Jesús lleva al extremo su solidaridad de identificación con el hombre: identificándose con las heces de la humanidad, con todos los marginados y rechazados del mundo.

La experiencia de la muerte en cruz de Jesús es, por tanto, la experiencia-límite de su condición de Hijo. Experiencia-límite de su libertad, de su fidelidad al Padre, de su solidaridad con los hombres. Esta experiencia-límite se expresa por medio del grito de abandono que Jesús lanza en la cruz y que representa la interpretación más profunda del significado último de su muerte en aquella misma condición de crucificado. En efecto, no hemos de olvidar que la muerte en la cruz no es una muerte cualquiera: es el fruto de la condena de Jesús como blasfemo, como falso profeta, como Mesías impostor. La crucifixión no tiene solamente una importancia sociológica -como en la cultura griega y latina- como muerte que se da a los esclavos y a los peores criminales, sino que tiene además -desde el punto de vista de la tradición judía- una connotación teológica. «El que muere colgado del madero», según el testimonio y la pres­cripción del Deuteronomio (cf. Dt 21, 22-23) es uno que se ha manchado con los más graves delitos contra la comunidad de la alianza y que, como tal, es expulsado de ella y maldecido por Dios. Esta misma comprensión de la muerte en cruz como muerte de uno maldecido por Dios se nos atestigua en el Nuevo Testamento, cuando subraya que Jesús es ajusticiado «fuera de las murallas de la ciudad santa» (cf. Mt 27, 32 y Heb 13, 12-13), es decir, fuera del ámbito de la alianza establecida por YHWH con su pueblo. Precisamente por ser la muerte del maldecido por Dios, la muerte de cruz representa la expresión más clara del fracaso de su misión.

En este contexto hay que leer la experiencia que vive Jesús de su muerte a la luz de sus relaciones únicas con Dios como Abba. Como sabiamente narran los relatos de la pasión, a par­tir de Getsemaní Jesús cae en la soledad más negra y absoluta. Abandonado y hasta rechazado por las gentes que le habían


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ensalzado y seguido, renegado por los apóstoles, Jesús se queda solo incluso en su relación con el Padre. El grito de abandono, con el que Jesús se dirige a aquel a quien durante su existencia había invocado como el Abba con el simple nombre de Dios [Eli = Dios mío, en Mt; Eloí, en Me) es una cita del salmo 22; pero, como han señalado von Balthasar y Moltmann, «no es Jesús para el salmo, sino el salmo para Jesús». En otras pala­bras, no hay que interpretar la experiencia vivida por Jesús simplemente a la luz del salmo 22, que nos presenta el texto bíblico clásico de la «pasión del justo», sino más bien en el con­texto de los relatos evangélicos y, en general, del significado de todo su ministerio, intentando interpretar esa experiencia a la luz de las palabras que pronunció. En esta perspectiva, el grito de abandono nos demuestra que Jesús muere con la trágica experiencia de la no-intervención de Dios en favor suyo: la soledad en que le dejan los suyos, la burla con que lo ridiculi­zan sus adversarios, le hacen experimentar la atrocidad del desam­paro más absoluto. El grito del abandono no es un grito de desesperación; es una invocación, una plegaria, el último testi­monio de fidelidad y de amor al Padre que Jesús llega a sacar desde el fondo del abismo de prueba y de muerte en que ha caído. Es el signo extremo de su fe, de su libertad, de su filia­ción, expresadas cabalmente en el fondo más abismal de la experiencia humana, que en la cruz no es para Jesús solamente la experiencia de la muerte que sufren todos los hombres, sino -como comprenderá muy bien Pablo- la experiencia del «mal­dito de Dios» (cf. Gal 3, 13), de aquel a quien Dios «trató por nosotros como al propio pecado» (cf. 2 Cor 5, 21). Pero es pre­cisamente por fidelidad a Dios y por amor a los hombres como Jesús vive la experiencia de la lejanía de Dios y del rechazo de los hombres.

Y así es como Jesús «se hace» plena y definitivamente Hijo. Como comprenderá muy bien la carta a los Hebreos, Jesús, «aunque era Hijo, aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer» (Heb 5, 8). Gracias a esta experiencia abismal de sufrimiento y de abandono es como Jesús, en su humanidad, llega a la pleni­tud de su experiencia y de su realidad de Hijo. La resurrección se muestra así como el testimonio escatológico de esta plena y definitiva filiación. Lo comprenderá muy bien la tradición


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apostólica primitiva, que aplicará precisamente al momento de la muerte y resurrección de Jesús la expresión del salmo mesiá- nico: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2, 7; cf. Heb 1, 5; 5, 5; Hch 13, 33; Rom 1, 4). En este sentido la resu­rrección es el suceso de la filiación plena y definitiva de Jesús. Es obra del Padre, que reconoce en Jesús a su Hijo y hasta lo «engendra» plenamente como Hijo. Pero es también obra del Hijo, a quien el Padre -como escribe el evangelista Juan- ha dado el poder de ofrecer la vida y el poder de tomarla de nuevo (cf. Jn 10, 18). En el fondo, el suceso pascual es el testimonio más completo de la ley evangélica que Jesús había propuesto a sus discípulos: «El que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la buena noticia, la salvará» (Me 8, 35 y par.). El fruto de la resurrección, obra conjunta del Padre y de Jesús, es por tanto la constitución de Jesús en su plena existencia filial, expresada en una humanidad transfigu­rada, completa y definitivamente impregnada de la fuerza y de la gloria de Dios. Esta transfiguración de la existencia humana de Jesucristo es, según la tradición neotestamentaria, obra del Espíritu Santo.

10. 4. El suceso pascual como acto del Espíritu

La presencia del Espíritu, que es decisiva en el ministerio mesiánico de Jesús, es igualmente decisiva en el suceso pascual, llegando incluso a constituir -lo mismo que la obra del Padre y del Hijo- un elemento intrínseco y constitutivo del mismo.

Esto se percibe con toda evidencia en el suceso de la resu­rrección. Como reconoce, por ejemplo, Pablo en su carta a los Romanos, Jesús ha sido «constituido por su resurrección de entre los muertos Hijo poderoso de Dios según el Espíritu santificados (Rom 1, 4). La efusión escatológica del Espíritu sobre el Mesías, atestiguada en el suceso del bautismo, se hizo permanente a lo largo de todo el ministerio mesiánico de Jesús, llegando a su plenitud en el suceso pascual. Al engendrar a Jesús como Hijo suyo en la Pascua, el Padre le comunica su Espíritu, es decir, su misma vida, en plenitud y sobreabundancia.


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Pero también en el Hijo está muy presente la obra del Espí­ritu. No solamente porque -como se reconoce en la carta a los Hebreos- Jesús se ofrece como víctima al Padre en la cruz por virtud de un «Espíritu eterno» (cf. Heb 9, 14), sino además por­que, una vez recibida la virtud del Espíritu en la resurrección, él a su vez la derrama sobre toda la humanidad. El Espíritu Santo, prometido a través de los profetas para los últimos tiem­pos a toda la comunidad mesiánica, es derramado a través del Hijo crucificado y resucitado. Como atestigua el discurso de Pedro en los Hechos, en uno de los primeros anuncios de la resurrección, la bajada del Espíritu Santo fue «ganada» por la muerte en la cruz de Jesús y se realiza por medio de él: «A este Jesús Dios lo ha resucitado, y de ello somos testigos todos noso­tros. El poder de Dios lo ha exaltado, y él habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha derramado, como estáis viendo y oyendo» (Hch 2, 32-33), También para Pablo y para Juan, en una reflexión teológica más madura, resulta claro que es cabalmente el Señor crucificado y resucitado el dador escatológico del Espíritu. Para Juan, «aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 39). Es en la cruz donde entrega el Espíritu prometido (Jn 19, 30: parédoken to pneümd)-. el agua que brota mezclada con sangre del costado de Cristo crucificado, así como «el último aliento de su vida, se convierte en el signo de aquel Espíritu, principio de vida y de verdad, que él había anunciado (...) y que, en la hora de la “muerte-exaltación” envía a la comunidad mesiánica»18, repre­sentada por María junto con Juan a los pies de la cruz. Así es como Jesús crucificado y resucitado «comunica plenamente su Espíritu» (Jn 3, 34), haciendo brotar de su seno «ríos de agua viva» (Jn 7, 38). Todo esto queda corroborado en el episodio de Cristo resucitado que sopla sobre sus apóstoles diciéndoles: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 21).

Pero si la presencia del Espíritu Santo es tan evidente en la resurrección de Jesús (el Padre resucita al Hijo en la fuerza del Espíritu; el Hijo resucitado derrama sobre los hombres la ple­nitud del Espíritu que ha recibido), sigue siendo misteriosa la presencia y la acción del Espíritu en el suceso de la pasión, del

18 M. Bordoni, Gesù dì Nazareth Signore e Cristo li, 1 Terder-Pul, Roma 1982, 508.


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abandono y de la muerte. Si el Padre se calla y no interviene para nada en favor de su Hijo, si el Hijo no percibe la proximi­dad y el apoyo del Padre, esto significa que el Espíritu está como “ausente” en el momento supremo del abandono. Este misterio, a nivel del testimonio del Nuevo Testamento, parece estar corroborado igualmente por la petición del crucificado moribundo que recoge el cuarto evangelio: «¡Tengo sed!» (Jn 19, 28). También aquí advertimos una referencia al salmo 22 (v. 16: «Tengo la garganta seca como una teja y la lengua se me pega al paladar»); pero, en el contexto global de la teología del cuarto evangelista, la petición de Jesús que se había autoprocla- mado como el donante de «agua viva» (cf. Jn 4, 10-13; 7, 37) para todos los que tuvieran sed, se convierte en el símbolo de una sed más profunda, de una sed espiritual, que experimenta Jesús en la cima de la experiencia de la cruz: la sed de aquel agua viva -el Espíritu- que manaba en su interior, procedente del Padre y que proporcionaba alimento a su existencia filial.

Así pues, si Marcos y Mateo nos hacen vislumbrar -a través del grito de abandono- que el suceso de la cruz, mas alia de la experiencia de rechazo de los hombres y de sufrimiento físico y psicológico, afecta a la relación espiritual y existencial -de comunión- que tiene el Hijo con el Padre, el evangelio de Juan parece subrayar más bien que en la experiencia de su muerte en la cruz Jesús siente la misteriosa ausencia de aquel Espíritu que, viniéndole del Padre, llenó toda su vida e iluminó su ministe­rio. Y he aquí por tanto la paradoja de amor que liga al suceso de la cruz (el abandono) con el don del Espíritu: al experimen­tar en el abismo del abandono la ausencia de la cercanía del Padre, que es algo así como si se secara en la intimidad de su ser filial la fuente burbujeante del Espíritu, es cuando Jesús puede dar, a partir del Padre, el agua viva a los hombres. Una vez más tiene aquí todo su valor aquella ley evangélica del «perder para encontrar»: Jesús «pierde» el Espíritu dentro de si -en cuanto que se identifica con la humanidad pecadora que está lejos del Padre- y así lo recibe de nuevo en la plenitud del Padre y lo da a los hombres. En otras palabras, como señala san Pablo, Jesús crucificado y abandonado, precisamente a tra­vés de su abandono, hace que los hombres participen de su misma relación amorosa con el Padre, haciéndolos también a


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ellos hijos del Abba: «Habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y os permite clamar: “Abbd” es decir, “Padre” Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8, 15-16).

10. 5. En síntesis

Profundizando por tanto en el suceso pascual como punto culminante de la existencia de Jesús y de su revelación escato- lógica del misterio de Dios, a la luz del testimonio bíblico del suceso en su realización histórica y de la reflexión teológica posterior (sobre todo en san Pablo y en san Juan), hemos podido percibir con toda claridad que ese suceso es acto del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por un lado es acto de cada uno de los Tres, en el que cada uno -según su propia modalidad- está implicado hasta el fondo; por otro, manifiesta su plena e inefable comunión de amor, su unidad. Esta distinción queda subrayada sobre todo por el hecho de que cada uno de los Tres vive el dinamismo de la «entrega trinitaria» (expresada por el verbo paradídonaí): el Padre entrega al hijo, el Hijo se entrega a sí mismo por obediencia al Padre y -entregándose a sí mismo- entrega al Espíritu Santo que le había entregado el Padre. Ta unidad queda subrayada por el fluir de la misma y única vida divina que brota del Padre en el Hijo por medio del Espíritu Santo, y que vuelve de nuevo al Padre sobreabundando en el corazón de los hombres. La tradición de Juan -como veremos- utihzara sobre todo dos categorías teológicas para expresar esta unidad: la de «gloria» (Jn 16, 14; 17, 1.5.22-24) y la de «agapé» (1 Jn 4, 8-9.13.16). Aquella distinción (de los Tres) y aquella unidad (en la única vida divina), que habían caracterizado toda la existencia de Jesús, alcanzan su máxima expresión en el suceso de la cruz. ¿Qué distinción mayor que la del Hijo que se siente lejos y abandonado del Padre? ¿Y qué unidad mayor que la que viven -en el amor y como amor- el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo? Así pues, la unidad y la distinción no son contradicto­rias, sino que crecen en proporción directa: son como las dos caras del único misterio de Dios.


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Es verdad que todo esto resulta sumamente profundo y mis­terioso. El testimonio de la muerte y resurrección de Jesús -y antes aún el de la existencia misma de Jesús como existencia del Hijo del Abba sobre el que «descansa» el Espíritu- revela un rostro inaudito, totalmente nuevo, de Dios Uno y Unico que se había revelado en la antigua alianza. Se trata ahora de com­prender cuál es el estatuto de la existencia filial de Jesús, en qué sentido él es Hijo del Padre; se trata de comprender quién es ese Espíritu que el Padre derrama sobre el Hijo en plenitud en la resurrección y, a través de él, sobre toda la humanidad. A partir del acontecimiento cristológico central de la salvación -el suceso pascual-, la reflexión teológica de la Iglesia apostólica se sumergirá, con la fuerza del Espíritu, en este inefable miste­rio del rostro trinitario de Dios.



La comprensión neotestamentaria del Dios uno y único como Padre, Hijo

y Espíritu Santo

A la luz del acontecimiento pascual, la fe de la Iglesia apos­tólica penetra, bajo la guía del Espíritu Santo, en la novedad del misterio de Dios que nos ha revelado Jesucristo. En el fondo, son dos la grandes líneas complementarias a lo largo de las cuales se desarrolló esta penetración: por un lado, la com­prensión cada vez más precisa y profunda de la identidad divina no sólo del Padre, sino también del Hijo y del Espíritu Santo; por otro, la nueva comprensión de la unidad y de la unicidad de Dios a la luz de este acontecimiento de distinción y de comunión a través del cual se nos ha autocomunicado Dios en Jesucristo.

Se trata de una penetración que podríamos definir de tipo contemplativo o sapiencial, en el sentido de que, más aún que los formidables problemas racionales que supone la afirmación de un Dios Uno y Unico que es al mismo tiempo Padre, Hijo y Espíritu, la fe apostólica ilumina el misterio que ha recibido, acogiendo su belleza y su suprainteligibilidad a la luz de la experiencia de la fe y con el apoyo indudable de una ilumina­ción específica y singular del Espíritu Santo. Por resto mismo, los escritos del Nuevo Testamento son canónicos, es decir -desde el punto de vista teológico- normativos para todo lo que concierne a la revelación del rostro de Dios en Jesucristo, no sólo como «registro», a la luz del suceso pascual, de la auto- comunicación de Dios en Cristo, sino también en lo que atañe a la penetración posterior del significado de este acontecimiento.


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La clarificación racional del misterio -como veremos- será tarea de la reflexión dogmática sucesiva de la Iglesia.

Por lo demás, lo que experimenta la comunidad apostólica, a partir de las apariciones de Jesús resucitado que la vuelven a constituir19, es que queda inmersa, en Cristo y gracias al don del Espíritu, en el propio dinamismo de la Vida trinitaria, que se hace historia de la humanidad.

11. 1. La Iglesia, sacramento del suceso pascual
y de la vida trinitaria en la historia

Estrechamente unida a la revelación plena del rostro trini­tario de Dios en el acontecimiento pascual está la realización de su proyecto sobre la humanidad, a través de la Iglesia, que, en el Cristo pascual, es «sacramento, o sea signo e instru­mento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Todo esto resulta evidente en el testi­monio neotestamentario, y la sucesiva tradición de la Iglesia, en su autoconciencia teológica y en su autoconfiguración vital, no será más que una explicitación de ello.

En el testimonio apostólico el Cristo resucitado es presen­tado como el centro de la comunidad mesiánica, que se mani­fiesta y se actualiza a través del anuncio del kerigma y la celebración de la eucaristía. Como ilustra, por ejemplo, el epi­sodio ejemplar de los discípulos de Emaús en el evangelio de Lucas (24, 13-35), el Cristo resucitado, tras el período de las apariciones, sigue estando presente y activo en su Iglesia a tra­vés de su palabra y del «pan compartido», y en la unión de los discípulos que es su fruto. El Cristo pascual se convierte así en la clave interpretativa de las Escrituras y de la existencia del Jesús histórico (cf. 24, 32); mientras que el «partir el pan», obe­deciendo al mandato de la última cena, se convierte en el signo y el instrumento eficaz de su presencia actual entre los suyos (cf. 24, 31.35: Hch 2, 42). Mateo expresa un concepto análogo cuando presenta a Cristo resucitado como presencia plena,

19 Sobre la dinámica y el significado teológico de las apariciones del Resu­citado, cf. nuestro Dio tra gli uomini, o.c., 153-182.


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actual y continua del Emmanuel entre los discípulos (en la gran inclusión de su evangelio: 1, 23; 18, 20; 28, 18-20); y lo mismo hace Pablo con su concepto típico del Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12, 12; Rom 12, 4-5), nacido en un contexto eucarístico. De forma densamente simbólica, el mismo evangelio de Juan presenta la venida de Cristo resucitado entre los suyos, el día primero después del sábado (cf. Jn 20, 19-29): tiene el costado abierto, signo de que sigue estando presente en la comunidad en el acto del amor más intenso. El Cristo pascual, presente en la Iglesia, es por tanto la eternización de Cristo en el don supremo de la cruz: y el kerigma que se anuncia y el pan que se reparte no son más que la continuación y la actualización del don de sí y la transmisión de su misma vida filial a la comu­nidad mesiánica.

Por otro lado, lo mismo puede decirse del otro gesto funda­mental de la salvación, central en la praxis de la Iglesia apostó­lica para la inserción de los creyentes en la vida del Señor: el bautismo en el agua viva. En la línea de Pablo, el simbolismo del agua se lee como participación, a través del movimiento de inmersión-emersión, en la muerte y en la resurrección de Jesús (Rom 6); en la línea del cuarto evangelio, el agua bautismal pasa a ser símbolo de aquel agua viva que es el don escatológico del Espíritu, en relación con la cruz y la resurrección del Señor, ya que es del suceso pascual de donde brota la fuente burbujeante del agua viva/Espíritu. La identidad pascual del bautismo en Cristo se manifiesta igualmente como constituti­vamente trinitaria, tal como muestra la relectura a la luz pascual de la escena del bautismo de Jesús en el Jordán, y la fórmula mateana del mandato bautismal de Cristo resucitado:

«Poneos, pues, en camino, haced discípulos a todos los pueblos y bautizadlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo» (Mt 28, 19-20).

Los Hechos de los apóstoles atestiguan la praxis de la comu­nidad primitiva a propósito del bautismo «en el nombre de Jesús» (cf., por ejemplo, Hch 1, 5; 2, 38): fórmula que significa recibir el bautismo como lo ordenó Cristo y, al mismo tiempo,


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tomar parte de su acontecimiento de salvación, entrando a formar parte de la Iglesia. La fórmula no ya simplemente cristológica, sino trinitaria, recogida por Mateo demuestra una sucesiva explicitación: el bautismo es participación del aconte­cimiento salvífico que es juntamente obra del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es importante además el subrayado seguro de que se trata de un solo nombre: un término que, como sabemos, designa bíblicamente al único Dios verdadero.

En este sentido, iluminados por el kerigma sobre el Cristo pascual, el bautismo y la eucaristía se muestran, de forma básica y ejemplar, como los signos eficaces de la edificación del cuerpo de Cristo resucitado: inserción de los hombres redimidos y divinizados en la vida misma del Dios trinitario. Por eso, el Cristo pascual, como eternización de la eficacia salvífica del acontecimiento pascual, edifica a la Iglesia a través de la palabra y de los sacramentos, edificando al hombre nuevo en Jesús. Por eso, el suceso pascual no sólo constituye la revelación del designio cumplido de Dios sobre el hombre (y también, por eso, el modelo antropológico fundamental), sino el sacramento, es decir el instrumento vivo y vivificador a través del cual y en el cual el hombre, injertado junto con sus hermanos, por la gracia del Espíritu Santo, en la vida trinitaria del amor, realiza progresivamente su humanidad en el amor filial a Dios y en el amor mutuo con los hermanos20. En realidad, al insertar al hombre en el misterio pascual de Cristo, la palabra y los sacra­mentos lo introducen en el misterio trinitario como espacio y forma de la vida eclesial. La unidad eclesial (cf. Ef 4, 4-6; Gal 3, 26-29; 1 Cor 12, 12; Jn 17, 20-23), fruto de la gracia pascual vivida entre los creyentes, es la epifanía del acontecimiento pascual en la historia de la humanidad. Esta unidad tiene ella misma, constitutivamente, un dinamismo pascual, sintetizado en aquel «perder la vida para encontrarla de nuevo» (cf. Le 9, 24; 17, 33 y par.), que -a la luz del suceso pascual- es releído en términos trinitarios por el evangelista Juan (cf. 10, 17-18). Pablo expresa esta misma dinámica en el himno cristológico de la carta a los Filipenses, en donde la kénosis de Cristo (su

20 Sobre la dinámica trinitaria de la existencia cristiana, el. también: 1 Tes 4,6-8; Rom 5,1-5; 8,14-17; Ef 4,lss; IPe 1,1-12; Jds 20-21.


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«perderse», su «vaciarse») se propone como el ejemplo de vida con el que ha de conformarse el discípulo para vivir la koino- nía eclesial. En esta perspectiva radicalmente pascual de la exis­tencia cristiana, incluso lo negativo -que fuera de Cristo sólo tiene el significado del fracaso y la ruptura- puede transfor­marse en camino para el encuentro con Dios, si se lo vive en Cristo, bajo la fuerza transformadora del Espíritu, ya que todo ha sido asumido y vencido por él en su muerte y resurrección (cf., por ejemplo, 2 Cor 1, 8-10; 12,7-10; Rom 8, 35-39). Con esta lógica hay que leer igualmente la promesa de la resurrec­ción de entre los muertos (cf., por ejemplo, 1 Cor 15) y la par­ticipación misma del cosmos en el destino escatológico de toda la humanidad (cf. Rom 8, 18-23).

Sobre la doble base del suceso pascual de Cristo y, a su luz, de su mensaje y de su existencia histórica, por un lado, y, por otro, de su rica y profunda experiencia de vida eclesial en el Espíritu, es donde adquieren todo su sentido el testimonio y la profundización de la identidad trinitaria de Dios que nos es dado encontrar en el Nuevo Testamento.

  1. Las fórmulas trinitarias y los himnos cnstológicos del epistolario paulino

El epistolario paulino que, al menos en parte, es anterior a la redacción de los evangelios sinópticos, nos muestra una conciencia progresiva y madura de la distinción y al mismo tiempo de la correlación tan estrecha que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

11. 2. 1. Ante todo, encontramos en el epistolario paulino algunas fórm.ulas trinitarias que distinguen y ponen en relación a los Tres, a partir de su acción de salvación en la historia y, en particular, en la Iglesia. Veamos algunas de las más significativas.

- 2 Tes 2, 13-14: «Pero nosotros tenemos motivos para dar continuamente gracias a Dios por vosotros, hermanos queri­dos por el Señor, pues Dios os ha elegido para que seáis los pri­meros en salvaros por medio del Espíritu que os consagra y de la verdad en que creéis. A eso precisamente os ha llamado Dios


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por medio del evangelio que os hemos anunciado: a que alcan­céis la gloria de nuestro Señor Jesucristo».

A estos textos, ciertamente paulinos, se pueden añadir estos otros:

Hay que indicar que se trata sobre todo de fórmulas «fun­cionales», es decir, dirigidas a precisar la acción de cada uno en la obra de la salvación. El término ó Theós (= Dios) se reserva en sentido propio y original al Padre.

11. 2. 2. Pero el epistolario paulino nos atestigua también la comprensión decidida y luminosa de Jesucristo como Hijo de Dios, en sentido no solamente funcional e histórico-salvífico, sino concretamente ontològico, para usar la terminología teo­lógica posterior. Esta profundización se realiza también a tra­vés de la categoría veterotestamentaria de la sabiduría que ya conocemos (cf., por ejemplo, 1 Cor 2, 6-8). Jesucristo, a la luz del acontecimiento de la resurrección y con la ayuda interpre­tativa de esta categoría, es comprendido y exaltado cada vez más francamente como ser eterno igual al Padre, que precede a


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la creación, y a través del cual y con vistas al cual Dios mismo realiza la creación y la redención. Así en Ef 1, 3-14; y así, una vez más, en Col 1, 13-19, un texto en el cual vale la pena que nos detengamos.

«Él es quien nos arrancó del poder de las tinieblas, y quien nos ha trasladado al reino de su Hijo amado, de quien nos viene la liberación y el perdón de los pecados. Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura» (Col 1, 13-15).

El término «imagen», en griego eikon, recuerda claramente a la sabiduría como imagen de Dios, según los textos sapiencia­les que hemos recordado. Pablo, en este párrafo, distingue tam­bién entre el plano de la creación y el que precede a la creación; más adelante (en 1, 16) usará un término técnico, prototókos {prótos = primero; tókos = engendrado), el primogénito, el pri­mer engendrado. Antes de la creación tiene lugar esta genera­ción metahistórica y eterna, que es la generación del Hijo. Hay que notar además la diferencia que Pablo introduce entre engendrar y crear21.

«En él fueron creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, las visibles y las invisibles (...); todo lo ha creado Dios por él y para él» (Col 1, 16).

Se ve a Jesucristo como la causa de la creación: no sólo como el primer engendrado, sino también -dirían los escolás­ticos- como la «causa eficiente» de la creación, aquel que -junto con el Padre- lo ha creado todo. Y no sólo esto, sino también como la «causa final», aquel con vistas al cual ha sido creado todo: se conjugan el prótos y el éscbatos, ya que son el mismo Cristo. Así pues, Pablo ve a Cristo como el prototipo de la creación y como el recapitulador de la misma22.

21 Hablando de «primogénito», se utiliza el verbo tikto = engendrar, pro­crear; para hablar de las cosas «hechas» por medio de él se usa por el contra­rio el verbo ktizo = hacer, crear; el primer verbo se usa en relación con la generación humana, el segundo en analogía con la actividad humana sobre las cosas.

22 Cf. Ef 1,10.


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«Cristo existe antes de todas las cosas y todas tienen en él su consistencia» (Col 1, 17).

Más todavía, Cristo es el «principio» en el que todas las cosas tienen actualmente su vida y su existencia; sin él caerían en la nada23.

«El es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. Él es el principio de todo, el primogénito de los que triunfan sobre la muerte, y por eso tiene la primacía sobre todas las cosas. Dios, en efecto, tuvo a bien hacer habitar en él la plenitud» (Col 1, 18-19).

Si Dios es plenitud24 (y lo es por definición), él es todo lo que es: si le faltase incluso la más pequeña cosa, ya no sería Dios, ya que le faltaría algo a su ser, al que no le puede faltar nada. Pues bien, Dios Padre hace habitar en otro la plenitud de todo lo que él es, sin que quede nada fuera. Por tanto, Jesús no es sólo el mediador de la redención, sino el mediador de la creación, y lo es por ser imagen perfecta del Padre, primogénito y plenitud de la vida de Dios. Por su encarnación y resurrec­ción, se convierte también en el recapitulador del universo: la plenitud de todo lo es existe.

-3 Como explica el mismo Pablo en su bellísimo discurso del Areópago de Atenas, forma ya parte del conocimiento precristiano de Dios la percep­ción profunda de que «con él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). La experiencia de la resurrección de Jesús y la penetración en su miste­rio de «primogénito» y de «recapitulador» de la creación nos abren el hori­zonte de nuestra subsistencia en él, como Hijo del Padre. Existir por él y en él es don del Padre y obra del Espíritu Santo, como divina «atmósfera» de nuestra vida en Dios.


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Otro texto importante es el que contiene la carta a los Hebreos:

«Después de hablar Dios muchas veces y de diversos modos antiguamente a nuestros mayores por medio de los profetas, en estos días últimos nos ha hablado por medio del Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo. El Hijo que, siendo resplandor de su gloria e imagen perfecta de su ser, sostiene todas las cosas con su palabra poderosa y que, una vez realizada la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de Dios en las alturas y ha venido a ser tanto mayor que los ángeles, cuanto más excelente es el título que ha heredado» (Heb 1, 1-4).

El autor de la carta a los Hebreos, a la luz de la teología veterotestamentaria de la palabra de Dios, interpreta el aconte­cimiento de Jesucristo como la llegada de la palabra tínica y definitiva del Padre. Jesucristo es la palabra definitiva de Dios, porque es su Hijo; y, como tal, es «resplandor de su gloria», es decir, irradiación de Dios, e «imagen perfecta de su ser», es decir, reproducción exacta y perfecta del mismo, como la huella que deja un sello sobre la cera. Así pues, el Hijo, a pesar de ser distinto del Padre, es igual a él en el ser y en la gloria25.

  1. La identidad del Espíritu Santo en Lucas y en Pablo

Por consiguiente, en los himnos cristológicos paulinos se afirma con decisión la pre-existencia filial y divina de Jesucristo. ¿Puede decirse algo análogo en lo que se refiere al Espíritu?

En general, podemos decir que la perspectiva específica y fuertemente innovadora del Nuevo Testamento respecto al Antiguo, en lo que atañe al progreso en la revelación de la identidad del Espíritu, se caracteriza por dos elementos

25 Recuérdese la teología veterotestamentaria de la «gloria» de Dios como signo visible de su santidad y de su presencia: aquí es Jesús, el Hijo encarnado, muerto y resucitado, la manifestación plena de esta gloria, como ser personal distinto de él y uno con él. San Juan utiliza también la imagen del sello: «Dios, el Padre, le ha acreditado con el sello de su autoridad» (Jn 6, 27).


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esenciales. En primer lugar, como ya hemos podido advertir, el don del Espíritu en los «últimos tiempos» a la comunidad de la nueva alianza se pone en relación indisoluble con Cristo, y en particular con Cristo crucificado; en segundo lugar, y pre­cisamente por esto, el Espíritu Santo adquiere cada vez más claramente los rasgos de una «persona» divina, distinta del Padre y del Hijo y unida a ellos.

Conviene señalar que en el Nuevo Testamento el apelativo «Espíritu Santo» (sobre todo en Lucas) se reserva al Espíritu que se dio en Pentecostés, es decir, a la plenitud cristológica del don y de la revelación del Espíritu, mientras que se encuentran otras fórmulas que lo ponen en relación con el Padre (Espíritu de Dios o del Padre), o bien en relación con el Hijo (Espíritu de Cristo, o del Señor, o del Hijo, en Pablo).

En el libro de los Hechos, el Espíritu Santo no es sólo fuerza de irradiación de la Buena Nueva, sino que tiene a menudo todas las características de un actor personal que guía la histo­ria de la primera comunidad cristiana. «El libro de los Hechos -escribe por ejemplo Haya-Prats- permite apreciar un progreso notable hacia la personalización del Espíritu Santo (...). La atri­bución constante al Espíritu de una serie bien determinada de intervenciones importantes en la historia de la salvación parece indicar que es concebido en la práctica como sujeto de atribu­ción divina diferente, en alguna manera, de YHWH»26.

Pero ya en Pablo hay muchos lugares que orientan en el sentido de una personalidad propia del pneüma divino que «lo escudriña todo» (1 Cor 2, lOs) y es «enviado» a nuestros cora­zones (cf. Gal 4, 6). Este carácter personal destaca intensamente en 1 Cor 13, 11, en donde Pablo muestra al Espíritu distribu­yendo los dones de la gracia «como él quiere», por no hablar de las fórmulas ternarias que ya conocemos, en las cuales el Espíritu se presenta como igual a Dios (bo Théos, el Padre) y a Cristo.

26 G. Haya-Prats, L `Esprit forcé de IEghse. Sa nature et son activité d'aprés les Actes des Apotres, París 1975, citado por Y. Congar, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1983, 75.


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11. 4. La profundización de Juan

Los escritos de la tradición joánica encierran una impor­tancia decisiva para la comprensión de la identidad trinitaria del Dios revelado por Jesucristo, especialmente el cuarto evan­gelio y la primera carta. Cabe señalar al menos los siguientes elementos fundamentales: 1) por un lado, la identificación de Jesucristo como el Hijo unigénito y como Logos (Verbo, Pala­bra) del Padre, y por otro, del Espíritu Santo como el Otro Enviado del Padre, el Paráclito, para continuar y llevar a su perfección la obra del Hijo; 2) la presentación de la dinámica de unidad-distinción entre el Padre y el Hijo, y la de ambos con el Espíritu Santo; 3) la nueva comprensión de la unidad- unicidad de Dios a través de algunos términos muy densos, recogidos al menos en parte del acontecimiento cristológico- pascual, como: gloria, espíritu, agapé. Examinemos sucesiva­mente estos elementos por su importancia.

11. 4. 1. El Hijo-Logos

En primer lugar, la relación entre el Padre y el Elijo. Ya el mismo uso de estos dos términos en forma absoluta (sacados del lenguaje humano, usados ya en el Antiguo Testamento, y que tienen un sentido «analógico») indica su importancia. Decir que Dios es Padre significa decir que él es el principio original y fontal de la vida que infinitamente da y se da; decir que Jesucristo es el Hijo unigénito y que es Dios como el Padre, significa que él es pura y plena acogida de este don, que se da de nuevo al Padre. También el término Logos, que se aplica a Cristo en el “prólogo” del cuarto evangelio, va en la misma dirección: Cristo es la imagen, el espejo, el esplendor que refleja plena y perfectamente a Dios Padre.

Pero más concretamente, ¿qué significa que Jesús es el Logos de Dios Padre, según Juan? Por una parte, hemos de tener presente la confrontación, al menos implícita, que se establece entonces con las categorías del pensamiento griego: en efecto, Logos es el mismo término que se utiliza en todo el mundo greco-helenista para significar el principio cié unidad y de inte­ligibilidad del cosmos como reflejo y presencia en él de lo divino.


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Pero, por otra parte, prevalece claramente la línea interpreta­tiva veterotestamentaria: aquel Logos del que habla Juan es la Sabiduría veterotestamentaria, la palabra de la que se habla en el Antiguo Testamento (el dabar), y la Memrá, que significa palabra, pero que es además la designación de Dios mismo, según la interpretación del Targum (traducción aramea de la Biblia hebrea). Ya cuando se habla de sabiduría y de palabra de Dios, se puede vislumbrar que se entra en un contexto distinto del griego y que, en particular, no es ya un contexto emanativo y cosmológico: es un ser personal, YHWH, el que dice su pala­bra y «organiza» lo creado, a la luz de la sabiduría.

Pero en Juan es decisiva la experiencia de Jesús. El Logos para Juan es Jesucristo. Juan no lee el acontecimiento Jesucristo a la luz de la categoría griega del Logos, sino que deduce del acontecimiento Jesús, como hecho histórico y como suceso de muerte y resurrección, una clave interpretativa que unifica y transciende tanto la línea veterotestamentaria de la Sabiduría- Palabra de Dios, como la línea griega del Logos.

¿En dónde podemos advertir esta novedad absoluta del concepto de Logos de Juan? Basta detenerse en las afirmaciones contenidas en el Prólogo para discernirla con claridad. La pri­mera novedad es que el Logos es un ser personal, ya que es el mismo Jesús. La segunda es que es un ser distinto de Dios, pero no subordinado a él, no situado en un escalón inferior: es Dios mismo en cuanto que se revela y actúa. En la visión de Juan (que refleja la de la fe pascual), Jesús no es menos que el Padre, aunque depende totalmente de él («El Padre es mayor que yo»: Jn 14, 28); es distinto de él, pero no subordinado a él. La verdad es que en el Prólogo se dice: «Al principio ya existía la Palabra» (en el arché, es decir, antes de cualquier suceso temporal), «y la Palabra era Dios» (como el Padre).

La tercera novedad es que el Logos está vuelto hacia el Padre (pros ton tbeón)27. Entre Dios y el Logos, que están en el mismo plano, hay una realidad de distinción, pero también de recipro­cidad, porque el Verbo es la expresión del Padre y está vuelto hacia el Padre. En la perspectiva de Juan se vislumbra que hay entre ellos una relación: el Padre está vuelto hacia el Verbo y

27 Cf. También Jn 1,18: «A Dios nadie le vio jamás; el I lijo único que es Dios, y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer».


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el Verbo está vuelto hacia el Padre. En este sentido encontra­mos expresada, a nivel de la vida divina, de la pre-existencia, aquella experiencia fundamental que hemos visto que era pro­pia de Jesús de Nazaret: él se muestra, por una parte, totalmente receptivo ante el Padre, y por otra, totalmente entregado en donación a él. Pues bien, Jesús, en su pre-existencia como Hijo Unigénito y como Verbo, vive desde siempre esta relación de distinción y reciprocidad con el Padre.

Entre el Padre y el Hijo existe, por tanto, una relación de perfecta unidad y de perfecta distinción. De unidad: «El Padre y yo somos uno» (Jn 10, 30; cf. 17, 11.21-22), ya que el Padre no puede ser sin el Hijo ni el Hijo puede ser sin el Padre; de dis­tinción, porque el Padre no es el Hijo, ni el Hijo es el Padre. Así pues, Dios no es soledad, sino diálogo, intercambio, comu­nión, don mutuo de sí mismo: «Todo lo que tiene el Padre es mío también» (Jn 16, 15); «Todo lo que me diste viene de ti» (Jn 17, 7). Podríamos decir entonces que el Padre engendra permanentemente, en un acto de amor único e indivisible, al Hijo, dándole todo lo que tiene; y el Hijo se acoge permanente­mente y se proyecta en el amor «hacia el seno del Padre» (1, 18), devolviéndole a su vez todo lo que de él ha recibido.

11. 4. 2. El Espíritu Paráclito

En esta mutua relación de amor es como se manifiesta tam­bién la identidad del Espíritu Santo. En efecto, es en Juan en donde se nos presenta al Espíritu como el Otro Enviado del Padre, «que yo os enviaré -promete Jesús a sus discípulos- y que procede del Padre» (Jn 15, 26). Se trata de los famosos discursos del Paráclito (este término se deriva del verbo para- kalein, que significa “llamar tras de sí”, “llamar en auxilio”), en los que Jesús promete por cinco veces28 a los discípulos que les

28 Jn 14, 6-17: «Yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito, que os ayude y esté siempre con vosotros. Es el Espíritu de la verdad que no pue­den recibir los que son del mundo, porque ni le ven ni le conocen; vosotros, en cambio, le conocéis porque vive en vosotros y está en vosotros»; 14, 25-26: «Os he dicho todo esto durante el tiempo de mi permanencia entre vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recordéis todo lo que yo os he enseñado y os lo explicará todo»;


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enviará, después que haya vuelto al Padre, a «otro Paráclito», es decir al «Espíritu de la verdad» (cf. 14, 16) que en el corazón de los creyentes enseñará, recordará (cf. 14, 26) y guiará hacia la verdad completa (cf. 16, 13).

En estos «discursos» se describe al Espíritu con rasgos fran­camente personales: brota, como un don, del corazón de Dios Padre y, a través del Elijo, es enviado al corazón de los creyen­tes. Lo mismo que el Hijo es el Logos del Padre que nos ha revelado sus palabras, así también el Espíritu interiorizará las palabras de Cristo, su misma presencia, en el corazón de los creyentes: «El me glorificará, porque todo lo que os dé a cono­cer, lo recibirá de mí. Todo lo que tiene el Padre es mío tam­bién; por eso os he dicho que todo lo que el Espíritu os dé a conocer, lo recibirá de mí» (Jn 16, 14-15).

11. 4. 3. La unidad-unicidad del Dios trinitario

Pero el cuarto evangelio y la primera carta de Juan no se contentan con subrayar la distinción de los Tres (Padre, Hijo, Espíritu Santo) y sus mutuas relaciones, sino que expresan también su unidad, su ser-Uno. Se trata de una unidad que cier­tamente supera nuestra comprensión, pero que hay que afirmar sin duda alguna, aunque de forma totalmente nueva respecto a la comprensión veterotestamentaria. Me parece que son tres los temas centrales a través de los cuales la tradición joánica expresa, a nivel intuitivo y sapiencial, este modo nuevo de comprender la unidad de Dios: el tema de la Gloria, el del Espí­ritu y el de la Agape.

15, 26-27: «Catando venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad, que yo os enviare y que procede del Padre, él dará testimonio favorable sobre mí. Voso­tros mismos seréis mis testigos, porque habéis estado conmigo desde el prin­cipio»; 16, 7b-8: «Es más conveniente para vosotros el que yo me vaya. Os digo la verdad. Porque, si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros, pero, si me voy, os lo enviaré. Cuando él venga, pondrá de manifiesto el error del mundo en estos tres puntos: en relación con el pecado, con la justicia y con el juicio»; 16, 12-15: «Tendría que deciros muchas cosas más, pero no podríais entenderlas ahora. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa. Él no hablará por su propia autori­dad, sino que dirá únicamente lo que ha oído, y os anunciará las cosas venide­ras. El me honrará a mí, porque todo lo que os dé a conocer, lo recibirá de mí».


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11. 4. 3. 1. En cuanto al tema de la gloria (dóxa, dantas), se trata de un tema que atraviesa todo el cuarto evangelio. Como sabernos por el Antiguo Testamento, la gloria es la manifesta­ción de la santidad de Dios y al mismo tiempo de su presencia entre los hombres, de su ser-Dios en la creación pero sobre todo en la historia, una manifestación que remite a la irradia­ción con que brilla el misterio transcendente de Dios mismo. En el cuarto evangelio se afirma que Jesús manifiesta la gloria de Dios a través de los «signos» y de toda su actividad terrena29, pero al mismo tiempo se nos dice que la plenitud de esta mani­festación de Dios como Dios (es decir, como Padre) se tiene en su acontecimiento pascual de muerte y resurrección (cf. 17, 1). Por esto mismo el cuarto evangelio puede afirmar, refirién­dose a Jesús: «Hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Por otra parte, es el Padre el que «glorifica» al Hijo: tanto en el sen­tido de que se manifiesta en él, presentándolo como su Hijo unigénito a través de sus obras y sobre todo a través de su muerte y su resurrección, como en el sentido de que desde siempre le ha hecho participar plenamente de su misma gloria, como atestigua cabalmente el acontecimiento de sil muerte por amor y de su resurrección. En este sentido, se puede hablar de una mutua glorificación entre el Padre y el Hijo (en la que el Padre tiene como tal el origen), que alcanza su cima en el acon­tecimiento pascual. «Yo te he glorificado aquí en el mundo -reza Jesús antes de la Pascua-, cumpliendo la obra que me encomendaste. Ahora, pues, Padre, glorifícame con aquella gloria que ya compartía contigo antes de que el mundo existiera» (Jn 17, 14-15; cf. 13, 31-32; 17, 24). Gracias a esta mutua glori­ficación es como el Padre y el Hijo están el uno en el otro, o mejor dicho, son Uno. Cuando Felipe le pide: «Señor, mués­tranos al Padre; eso nos basta», Jesús responde: «El que me ve a mí, ve al Padre. ¿Cómo me pides que os muestre al Padre? ¿No creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (14, 8-10; cf. 10, 30).

También el Paráclito, el Espíritu de la verdad, participa de este infinito dinamismo de glorificación. «El me glorificará

2<)

Cf. Jn 2, 11; 5,36; 10,58; 11,4-40.


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-dice Jesús-, porque todo lo que os dé a conocer, lo recibirá de mi» (Jn 16, 14). Como explica inmediatamente después Jesús, el Padre le da al Hijo todo lo que tiene -glorificándolo-, y todo lo que tiene el Hijo, es «tomado» a su vez por el Espíritu y anunciado a los hombres (cf. 16, 15). Más aún, esta misma glo­ria que el Padre da al Hijo y que el Espíritu anuncia a los hom­bres, parece identificarse en ciertos momentos con el don mismo del Espíritu Santo, por ejemplo cuando Jesús, en la cima de su plegaria por la unidad, afirma: «Yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste a mí, de tal manera que puedan ser uno, como lo somos nosotros. Yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a la unión perfecta, y el mundo pueda reconocer así que tú me has enviado» (Jn 17, 22-23). En este pasaje, la glo­ria es lo que hace Uno al Padre y al Hijo y, a través del don del Hijo (el Espíritu), lo que hace una sola cosa a todos los que creen en Cristo.

Como puede argüirse tan sólo de estos breves pasajes, el tema de la gloria tiene una centralidad y una profundidad úni­cas en el cuarto evangelio, precisamente para expresar la unidad de Dios en la relación de amor mutuo entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La gloria de Dios es eterno intercambio y don mutuo entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Los Tres son Dios, en cuanto que participan de la misma gloria y por tanto son Uno, pero al mismo tiempo son distintos, precisa­mente en cuanto que cada uno es término de este infinito inter­cambio de gloria que es Dios mismo. Todo ello se contempla y se afirma con una densidad simbólica que se ofrece a la teo­logía posterior de la Iglesia para que pueda profundizar en el significado de la unidad del Dios trinitario y de la participación en la misma, por gracia, a los hombres.

11. 4. 3. 2. Si el tema de la gloria tiene que vincularse de alguna manera con el de la luz, que recorre todo el cuarto evan­gelio y que encuentra su mejor expresión en 1 Jn 1, 5 -«Dios es luz y no hay en él tiniebla alguna»-, la designación de Dios como Espíritu que encontramos en el capítulo 4 del evangelio de Juan: «Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad» (Jn 4, 24), merece un puesto especial. En este lugar Juan no nos quiere dar una definición filosófica del ser de Dios (para oponerlo, por ejemplo, a las realidades


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materiales), sino más bien señalar la «cualidad» de su vida. Esta dimensión se refiere, ante todo, a su acción con las criaturas: «Dios es Espíritu -escribe J. Guillet- quiere decir que es a la vez omnipotencia y omnidisponibilidad (...); quiere decir que, al tomar posesión de sus criaturas, las hace existir en toda su ori­ginalidad (...); es escapar a todas las barreras, a todos los retrai­mientos, es ser eternamente y en cada instante fuerza nueva e intacta de vida y de comunión»30. En este sentido, es precisa­mente el Espíritu Santo, que brota de la cruz de Jesús y que supera así el abismo de la separación entre el Padre y el Hijo en la muerte y la separación entre los hombres y el Padre, el que revela en plenitud la «cualidad» de la vida de Dios como Espíritu, como omnipotencia libre del amor que es vida que vence a la muerte, unidad que supera la separación. Así pues, la realidad de Dios como Espíritu va más allá de la historia de la salvación y expresa lo más íntimo y lo más propio de la vida de Dios en cuanto que es Dios Uno y Unico, el Viviente que vence a la muerte y cuya vida inagotable se manifiesta en esa misma revelación que Dios hace de sí en el Hijo encarnado y en el Espíritu Santo.

11. 4. 3. 3. Pero es el tema de la agapé el que muestra cómo el Nuevo Testamento lleva a su cumplimiento, en Jesucristo, la revelación hecha a Israel, con un acontecimiento de novedad que supera infinitamente la premisa que le había servido de preparación. El Dios misericordioso del Antiguo Testamento se muestra y se abre en sí mismo, desvela el secreto de su misma santidad: él es misericordia, amor a los hombres, porque en sí mismo es amor.

Aquel nombre que Dios mismo había revelado a Moisés, YHWH, el Dios que está-con-nosotros, se abre a un «nombre» nuevo que ensancha más aún el significado del primero: Dios es Agapé (Jn 4, 8.16). Dios es un «nosotros» infinito de amor, y por eso está con-nosotros, más aún, en-nosotros.

La primera carta de Juan (aunque es posible ya percibir algunos elementos en el epistolario paulino) resume en cierto modo la globalidad del acontecimiento Cristo (desde la

10 J. Guille!, Dios, en X. Léon Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona 1967, 212.


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encarnación hasta la pascua y el don del Espíritu) como auto- comunicacion de Dios como amor. En particular, es importante el capitulo 4 de la carta. En él, Juan afirma que «quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor. Dios nos ha manifes­tado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único, para que vivamos por él» (1 Jn 4, 8-9). Estos dos versículos con­tienen la afirmación central y sintética que representa uno de los vértices de la reflexión neotestamentaria sobre el aconteci­miento cristologico y salvífico en su conjunto: Dios es amor. Esta conocidísima «definición» de Dios tiene que colocarse en una relación estructural y profunda con el acontecimiento cris- tológico y con lo que él nos manifiesta del Padre. En este sen­tido, la agapé es el nombre del obrar-de-Dios en la historia de la salvación. Pero precisamente porque el obrar-de-Dios en la historia de la salvación no es más que la manifestación de su ser íntimo, agapé es también el nombre de aquel que es Dios en sí mismo. A este propósito valga una hermenéutica análoga a la que había que desarrollar con el nombre de Dios, YHWH, revelado en el Antiguo Testamento. El significado de esta afir­mación («Dios es Amor») está determinado, por consiguiente, por la relación entre el Padre y el Hijo que libremente incluye -que se revela, desde el punto de vista humano, en la perspec­tiva histórico-salvífica- su relación con el mundo. El amor del Padre (el amor que es el Padre) está ante todo en el hecho de que tiene un Hijo Unico, monoghenés, que es el amado, y esto significa que Dios «es de por sí, con distintibilidad inamovible, el que ama y el amado. Él es (...) Dios el Padre y Dios el Hijo»31. Así pues, en primera instancia, la expresión «Dios es amor» significa ante todo esta distinción, o mejor dicho, esta unidad (Dios es y sigue siendo el Uno y el Único) en la distin­ción. En segundo lugar, la cualidad-estructura de esta relación como amor se revela en el envío del Hijo al mundo y para el mundo.

El Hijo enviado a la historia es por tanto la imagen del Amor del Padre: Dios es Amante (Padre) y Amado (Hijo), Amante que da al Amado por amor a los hombres. El amor del

11 K. Jüngel, Dios como misterio del mundo, Sígueme, Salamanca 1984, 419; cf. San Agustín, De Trinitene 8,10,14; 6,5,7.


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Padre, manifestado en el Hijo, se hace luego presente a los hombres y en los hombres por medio del Espíritu: «En esto conocemos que permanecemos en él (Dios), y él en nosotros: en que él nos ha dado su Espíritu» (1 Jn 4, 13). Así pues, Dios es el eterno acontecimiento del amor (Padre, Hijo unigénito y Espíritu Santo) que se autocomunica al hombre y que libre­mente (en la fe) implica a la historia humana en esta autoco- municación de sí mismo como Amor: «Y nosotros hemos cono­cido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» (1 Jn 4, 16), En Cristo, la revelación de Dios como amor coincide con la vocación del hombre a renovar y a cumplir su existencia entera en el amor.

11. 5. El suceso Cristo como acontecimiento trinitario

Antes de pasar a la tercera parte de nuestra reflexión, en la que veremos cómo esta riquísima experiencia, que el Nuevo Testamento nos ha transmitido para que la vivamos a lo largo de los siglos, irá haciendo fermentar el camino de la Iglesia, permitiéndole profundizar progresivamente en el misterio inefable de la Santísima Trinidad, es necesario ofrecer algunas indicaciones sobre ciertos aspectos importantes que sacamos del testimonio bíblico.

11. 5. 1. Dinámica trinitaria del suceso cristológico

El Nuevo Testamento, además de decirnos que el suceso pascual es el momento culminante del don del Espíritu, ya que en él el Padre hace resucitar al Hijo en la fuerza del Espíritu y el Hijo glorificado derrama sobre la humanidad la plenitud del Espíritu, nos dice también que el suceso mismo de la encarna­ción del Hijo de Dios es obra del Espíritu Santo (Mt 1, 18; Le 1, 35). Por consiguiente, atestigua la conciencia tan profunda que tenía la fe apostólica de que todo el acontecimiento Cristo está colocado bajo el signo del Espíritu. El Padre engendra al Hijo en la historia, como hombre, en la fuerza del Espíritu; el Hijo, en la cruz-resurrección, da el Espíritu y, en el Espíritu,


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vuelve al Padre. En esta relación Padre-Espíritu-Hijo-Espíritu- Padre se nos comunica de algún modo la eterna circulación de amor de los Tres, en donde el Padre es origen y fin, y el Espí­ritu es el vinculo de amor del Padre y del Hijo (su misma rela­ción de amor) y su apertura a la historia de los hombres.

11. 5. 2. La “gbénesis” y la “kénosis” de Dios en Cristo

Pero el Nuevo Testamento da un paso más adelante en la profundización del misterio de Cristo, cuando nos habla del suceso de la encarnación a la luz del suceso pascual. Y no sólo a nivel de narración histórica (cf. los «evangelios de la infancia» en Mt y Le), sino además a nivel propiamente teológico. El prólogo del cuarto evangelio nos habla en este sentido del Logos pre-existente que «viene al mundo» (1, 9), que «se hizo carne (ho Lógos sarx eghéneto) y habitó entre nosotros» (1, 14), afirmando de este modo, sin más precisiones, pero a nivel de contemplación teológica, un devenir de Dios (el Verbo que se hace carne) que parece estar en contradicción con la inmutabi­lidad del Dios pre-cristiano, pero también la absoluta transcen­dencia del Dios veterotestamentario.

Más allá todavía parece llegar el famoso himno de Pablo en la carta a los Filipenses, donde se afirma que «(Cristo Jesús), siendo de condición divina, no consideró como presa codicia­ble el ser igual a Dios. Al contrario, se despojó (ekenosen = se vació) de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres. Y en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 6-8).

Aquí la filiación divina de Jesús se nos presenta como la opcion libre que éste hace de despojarse de sus prerrogativas divinas, a pesar de que era él mismo Dios, para salvar de esta manera al hombre, más aún para comunicarle su misma filia­ción divina (cf. también 2 Cor 8, 9).

Más todavía: la primera carta de Pedro afirma que «Cristo, Cordero sin mancha y sin tacha, estaba presente en la mente de Dios antes de que el mundo fuese creado» (1 Pe 1, 19-20), con lo que se nos abre un nuevo horizonte asombroso al mis­terio total de Cristo. Cristo ha sido predestinado desde siempre


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como «Cordero del sacrificio»; no sólo en el sentido de que su don a los hombres por parte del Padre contempla ya la posibi­lidad real del rechazo y del pecado, y por consiguiente su muerte en la cruz como señal suprema de amor, sino también en el sentido de que la vida misma de amor en Dios, al ser don e intercambio mutuo y radical, contempla una especie de «sacrificio» de gozo y de gloria, en el que el Hijo se ofrece totalmente al Padre, incluso con vistas al sacrificio de sí mismo para la salvación de la creación. Y esto sin hablar de aquel grito misterioso de abandono, en el que -como hemos visto- culmina el acontecimiento de la pasión de Cristo.

Así pues, el ser y la vida de Dios se nos describen en el Hijo hecho carne como una misteriosa ghénesis y kénosis, como un «sacrificio» en el amor que abre una nueva panorámica al mis­terio mismo de la divinidad. Se trata de unas dimensiones fun­damentales de la revelación cristológica que no podrán menos de repercutir profundamente en la comprensión trinitaria de Dios.

  1. El papel de María

Si el acontecimiento Jesucristo es el acto de la autocomuni- cación de Dios en la historia, y si esto supone -como hemos indicado- un despojo {kénosis) del Hijo en su encarnación humana (cf. Flp 2), la condición de posibilidad de este aconte­cimiento, por parte humana, es el fíat de María. La encarna­ción-rebajamiento de Dios en el Hijo encuentra su respuesta en el vaciarse de la acogida libre y amorosa por parte de María (cf. el evangelio de la infancia de Lucas y sobre todo la escena de la anunciación: 1, 26-38); en otras palabras, María es el regazo de la humanidad que se abre para acoger el amor de Dios que se hace carne. Esta dimensión mariana es esencial a la autocomu- nicación de Dios en la historia y se relaciona con la dimensión eclesial de esta autocomunicación: por eso puede decirse que la una y la otra, María y la Iglesia, aunque de manera distinta, se hacen icono del Amor trinitario en la historia.

Además, la obra esencial de mediación de María, en relación con el acontecimiento de la encarnación como concepción vir­ginal, debe extenderse a todo el acontecimiento cristológico.


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Si la maternidad humano-divina de la virgen María es la condi­ción de posibilidad, por parte humana, de la encarnación del Hijo de Dios, también la participación del fruto de este acon­tecimiento a todos los hombres necesita -misteriosamente- de esta mediación maternal. La presencia de María al pie de la cruz y la «sustitución» de maternidad que Jesús lleva a cabo res­pecto a María entre él y el discípulo amado (figura de la nueva humanidad: cf. Jn 19, 25-27) señalan ciertamente, en la inten­ción del cuarto evangelio, la dimensión del misterio de la encar­nación en su consumación pascual.

Finalmente, una última dimensión importante se refiere a la presencia y al papel de María, la madre de Jesús, en el don pen- tecostal del Espíritu Santo como momento constitutivo de la consumación del acontecimiento cristológico y de su culmina­ción pascual, presencia que se subraya de manera distinta tanto en la perspectiva de Lucas como en la de Juan. En los Hechos de los Apóstoles se menciona la presencia de María junto con los apóstoles, varias mujeres y los hermanos de Jesús en el cenáculo, en actitud de concordia y de oración (1, 12-14) y en la espera del Espíritu prometido por Jesús (cf. 1, 7-8). Esta presencia de María al comienzo de la Iglesia se conjuga con su presencia al comienzo de la vida histórica de Jesús (cf. Le 1, 26-38); en los dos casos, el que realiza el nacimiento de Jesús y el nacimiento de la Iglesia es el Espíritu Santo (cf. Le 1,35; Hch 2, 4). De forma delicada y alusiva, la obra de san Lucas quiere subrayar entonces que la efusión del Espíritu, a través del Mesías, sobre todo el pueblo nuevo, tiene lugar a través del fíat y de la presencia de intercesión maternal de María. En otro contexto teológico, el cuarto evangelio subraya también esta misma presencia. También aquí el primer signo por el cual Jesús muestra su gloria a los discípulos en las bodas de Cana (Jn 2, 1-12) tiene lugar en presencia y por la mediación de la Madre de Jesús. Lo mismo ocurre en la cruz, en donde la «entrega del Espíritu» (Jn 19, 30) por parte de Jesús y el brotar de la «sangre y el agua» de su costado abierto (Jn 19, 34) se encuadran dentro de una escena de profundo significado eclesiológico. Al comien­zo de la escena está la presencia de María y de las mujeres al pie de la cruz y la entrega de la Madre al discípulo que amaba Jesús, en donde se señala a María como la «nueva Sión», la comunidad


LA COMPRENSIÓN NEOTESTAMENTARIA...

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de la nueva alianza que recibe el don del Espíritu, engen­drando a los hombres como hijos de Dios (confiados en Juan a María: cf. Jn 19, 25-27). Al final viene la cita del pasaje de Zacarías: «Mirarán al que traspasaron» (Zac 12, 14; Jn 19, 37), en donde se señala a Cristo crucificado como el punto de con­vergencia y de atracción de los hombres que, en esta conver­gencia hacia él -por el Espíritu-, se convierten en Iglesia, en «una sola cosa», según la expresión misma de Jesús: «Y yo una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32) , y según la otra frase del evangelista: «Jesús iba a morir (...) para conseguir la unión de todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 51-52). Así pues, también en la perspectiva de san Juan, el don pentecostal del Espíritu tiene una dimensión mariológica intrínseca como primicia y como mediación al mismo tiempo de su fruto que es la Iglesia, como sacramento de la nueva humanidad.

11. 5. 4. Horizonte escatológico

Finalmente, el Apocalipsis pone de relieve la dimensión escatológica de la revelación de Dios que, habiéndose iniciado y realizado progresivamente en la historia, tiende -por gracia- a cumplirse en la eternidad de Dios. En efecto, el Apocalipsis no sólo nos habla expresamente del Padre, del Hijo y del Espí­ritu (cf., por ejemplo, la visión de los capítulos 4 y 5, en donde se describe al Padre como «el que está sentado en el trono», al Hijo como «un Cordero en pie con señales de haber sido dego­llado» y al Espíritu a través del símbolo de los siete cuernos y los siete ojos» -señal de fuerza y de conocimiento- de los que está dotado el Cordero), sino que se nos describe a Dios como «el que era, el que es y el que está a punto de llegar» (cf. 1, 4.8; 4, 8), como el «alfa y la omega, el principio y el fin». Se trata de una explicitación del nombre divino revelado a Moisés en el monte Horeb (Ex 3, 14), pero en donde se subraya el tema esca­tológico de la venida cada vez más plena en la historia, en tensión hacia el cumplimiento de la parusía. En esta venida definitiva, descrita como la bajada de la nueva Jerusalén en medio de nosotros, será plena la presencia de Dios entre los hombres: «(La ciudad) tampoco necesita sol m luna que ia


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DIOS UNO Y TRINO

alumbre; la ilumina la gloria de Dios y su antorcha es el Cor­dero» (Ap 21, 23). La luz del Cristo resucitado manifestará la gloria inaccesible del Padre. Y, como ya había dicho san Pablo, Dios será «todo en todos» (1 Cor 15, 28) por medio de Cristo y del Espíritu. Entretanto, en este transcurrir de la historia «entre los tiempos» de la primera y la segunda y definitiva venida de Cristo, «el Espíritu y la Esposa dicen- ¡Ven!» (Ap 22, 17).


En síntesis

Del examen del Nuevo Testamento, a pesar de que lo hemos realizado rápidamente y sólo en sus líneas generales, se deriva con fuerza y con gran claridad no sólo la novedad abis­mal -sobre la imagen de Dios- que nos propone el aconteci­miento Cristo, sino también la enorme riqueza y profundidad de su mensaje. No se puede negar ciertamente ni la continui­dad con el Antiguo Testamento ni la coherencia esencial y maravillosa de la experiencia de Dios que se nos narra en el Nuevo Testamento, pero la novedad y el carácter inagotable de lo que se ha dicho siguen siendo superiores sin duda alguna.

Se ha abierto así un nuevo horizonte para la historia humana. ¡Qué verdaderas resultan las palabras del apóstol Juan en su primera carta: «El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero a nosotros» (1 Jn 4, 10)! Dios, esta palabra tan evocadora y al mismo tiempo tan misteriosa, en la que se han concentrado las aspiraciones y las esperanzas más profundas del corazón humano, gracias a la extraordinaria experiencia de Israel, se ha convertido en un «Yo soy» que está frente a la humanidad y la creación, con infinita omnipotencia e infinita misericordia, y con la voluntad obsti­nada de vivir junto a los hombres y de salvarlos integralmente.

Con Jesús, este «Yo soy» se abre -de una manera absoluta­mente inesperada, sorprendente, pero liberadora y llena de entusiasmo- a un «nosotros somos»: «El Padre y yo somos uno» Qn 10, 30). Aquí radica toda la extraordinaria novedad de la revelación cristológica, la originalidad del monoteísmo cris­tiano. Y se trata de una verdad indudable, al menos si queremos


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DIOS UNO Y TRINO

permanecer rigurosamente fieles al mensaje de Jesucristo y al testimonio neotestamentario.

La experiencia y la comprensión de este acontecimiento que vivieron los apóstoles y la Iglesia primitiva son, en el fondo, una participación en este mismo acontecimiento: un ser intro­ducidos por Jesús de Nazaret y por el Cristo pascual en las profundidades de su misma relación con el Padre: «Habéis reci­bido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y os permite exclamar. Abba es decir, Padre . Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8, 15-16). La revelación de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo es experiencia de libertad y de participación real en la «vida eterna» para los que se adhieren a Cristo. Y también esta experiencia lleva el sello de una verdad indudable. Cono­cer al Dios de Jesucristo es participar de la misma relación que el tiene con su Padre en el Espíritu Santo. ¿Acaso no rezó Jesús al Padre por todos los suyos: «que todos sean uno; Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros» (Jn 17, 21)? La Trinidad, antes de ser una doctrina, es una experiencia de vida, un don de Cristo mediante su Espíritu, una verdad al mismo tiempo antropológica y teológica.

Queda en pie el hecho -formidable- de esta novedad de la imagen de Dios que aquí se nos propone. Se trata de compren­der a Dios a partir de la revelación que él mismo nos ha hecho de sí en Jesucristo, de una forma radicalmente nueva, sin perder nada de aquella divinidad y unicidad de JH\CH que nos atestigua el Antiguo Testamento, sino penetrando hasta el fondo en la novedad que nos trajo Jesús. Éste fue el gran desafío con el que tuvo que enfrentarse la Iglesia cuando, en la confrontación con la cultura de su tiempo, tuvo que lomar conciencia refleja de la novedad que atestiguaba con su le y con su vida. El camino no pudo menos de ser largo y difícil. Pero fue un camino ciertamente seguro, porque la revelación de Cristo -fijada en el Nuevo Testamento- représenla el criterio cierto de verdad y la fuente inagotable de prolundización, y porque el Espíritu -como ha prometido Jesucristo- sabrá guiar a la Iglesia «hacia la verdad entera».


EN SINTESIS

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Así es como comienza la aventura de la Iglesia y, de reflejo, la aventura de la cultura humana en la que se siembra el men­saje de Cristo como semilla fecunda. Para la vida y para el pen­samiento del hombre comienza una nueva fase, la exploración de un horizonte incógnito y tremendamente sugestivo. Una vida y un pensamiento que afectan a todas las dimensiones de la existencia personal y social, pero de los que aquí tocaremos solamente lo que se refiere a la profundización específica del misterio de Dios Uno y Trino.



Parte III

HACIA LA VERDAD ENTERA: EL DIOS UNO Y TRINO EN EL CAMINO DE LA HISTORIA



INTRODUCCIÓN

Hasta ahora hemos podido constatar la riqueza y la nove­dad del testimonio del Nuevo Testamento sobre la autocomu- nicación del Dios de Jesucristo. Riqueza, por la densidad y la variedad de las fórmulas en que se expresa ya dentro del Nuevo Testamento la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Novedad, tanto respecto a la revelación del Antiguo Testamento, como respecto a la filosofía y la religiosidad del mundo greco-helenista (las religiones orientales siguen estando en el trasfondo: la verdadera confrontación llega solamente hoy o, mejor dicho, comienza a llegar solamente hoy).

Como ya se ha subrayado, el testimonio neotestamentario sigue siendo normativo por la sucesiva penetración del rostro cristiano de Dios. No se le puede olvidar, en el sentido de que no se puede prescindir de él, sino que hay que referirse siempre a él para ahondar en su contenido inagotable. Y esto porque el Verbo en el que Dios se expresa por entero se ha encarnado en Jesucristo en la historia de los hombres y por tanto no se puede ir más allá de esta revelación. Es lo que escribe con toda clari­dad la carta a los Hebreos:

«Después de hablar Dios muchas veces y de diversos modos antiguamente a nuestros mayores por medio de los profetas, en estos últimos días nos ha hablado por medio del Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas, y por quien hizo también el universo» (1, 1-2; cf. también Dei Verbum, 4).

De aquí se derivan algunas observaciones metodológicas de interés para comprender cómo se llevarán a cabo, en la historia de la Iglesia, la transmisión y la profundización del misterio de Dios Uno y Trino.


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DIOS UNO Y TRINO

  1. En primer lugar, la historia de la salvación es el punto de partida imprescindible de la teología como conocimiento del misterio de Dios tal como es en sí mismo. Como sabemos -pero vale la pena recordarlo ahora, porque es posible com­prender mejor todo su significado- es éste un principio teoló­gico que conocían bien los Padres de la Iglesia y se formulaba en estos términos: la «teología», como contemplación del mis­terio de Dios en sí mismo, tiene que partir de la «oikonomía», es decir del designio de salvación realizado por Dios en la historia, a través de la encarnación del Hijo y del don del Espí­ritu Santo. Este mismo axioma ha sido expresado por la teología contemporánea en estos términos, recogiendo una formula­ción de K. Rahner: «La Trinidad económica es la Trinidad inmanente». Esta fórmula ha sido asumida, como axioma fun­damental de la teología católica, por la Comisión Teológica Internacional1 y quiere significar dos cosas:

  1. Pero hay otro sentido, según el cual la historia de la salvación es el lugar del conocimiento del misterio de Dios. Después de la venida de Jesús, de su muerte y resurrección y del don del Espíritu, en la historia de la Iglesia tiene lugar un progreso en la comprensión del misterio de Dios. El carácter definitivo de la revelación del misterio de Dios realizada en Jesucristo no quita para nada que el Espíritu Santo -como

1 Cf. Alcune questioni riguardimeli la cristologìa: La Civiltà Cattolica 131 (1980) n.3129, 259-278.


INTRODUCCION

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escribe el evangelio de Juan- «nos guíe a la verdad completa» (Jn 16, 13). Esto significa que la historia de la Iglesia -y de manera más amplia la historia de la humanidad, en cuanto que está envuelta e impregnada por el mismo Espíritu- constituye el lugar dentro del cual, bajo la guía del Espíritu Santo, la Iglesia está llamada a penetrar en las inagotables riquezas del miste­rio de Cristo. Por tanto, la penetración y la reflexión profunda sobre el misterio de Dios como Trinidad tienen que llevarse a cabo en cada momento dentro de esta polaridad: por una parte, la referencia normativa a la revelación escatológica de Jesucristo que se nos ha entregado en el Nuevo Testamento; por otra parte, la docilidad a los impulsos del Espíritu que nos hacen penetrar continuamente cada vez más dentro en las riquezas de este misterio.

LaDez Verbum, n. 8, describe de forma muy concreta cómo se lleva a cabo esta profundización:

«Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda el Espíritu Santo: es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (cf. Le 2, 19.51), cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los apóstoles en el carisma de la verdad. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cum­plan en ella plenamente las palabras de Dios (...). Así Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la Esposa de su Hijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo (cf. Col 3, 16)»2.

Por este texto resulta evidente que la profundización en el misterio de Dios afecta a la vida de toda la Iglesia y que, por eso mismo, no se trata solamente de una cuestión intelectual, sino vital y global, personal y comunitaria. Y también que esta

2 Véase también, sobre todo esto, otro documento de la Comisión Teo­lógica Internacional, L'interpretazione dei dogmi: La Civiltà Cattolica 141 (1990) n. 3356, 144-173.


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DIOS UNO Y TRINO

profundización en el misterio de Dios tiene su protagonista en el Espíritu Santo, es decir, en su asistencia continua a la Iglesia (en particular a través de la transmisión de su tradición, del papel del magisterio y del don de carismas especiales).

  1. Este progreso en la comprensión del misterio de Dios, por lo demás, se lleva a cabo en estrecha interacción con la cul­tura y la historia de la humanidad. Por un lado, en el sentido de que responde a los desafíos de esta cultura y de esta historia, a sus exigencias y a las falsas interpretaciones eventuales que se dan del misterio de Dios. Las herejías, por ejemplo -como veremos en los primeros siglos- han tenido paradójicamente una función importante para profundizar en el misterio de Dios, ya que la Iglesia ha formulado ordinariamente los dog­mas precisamente para aclarar y defender la verdad de la reve­lación de Dios en Jesucristo. Por otro lado, este progreso acoge también algunas instancias positivas que vienen de las diversas culturas y del desarrollo mismo de la historia del pensamiento en donde actúa el Espíritu Santo. Esto significa que el encuen­tro entre la revelación y las diversas culturas, en ese fenómeno que hoy se define como «mculturación», representa, a través del discernimiento de aquellas «semillas de verdad» y de aque­llos «gemidos del Espíritu» que están dispersos en todas las culturas y en todas las tradiciones humanas, un importante estímulo para la profundización misma de la revelación de Dios. Mons. Pietro Rossano subrayaba con frecuencia cómo toda la riqueza de le revelación cristiana y por consiguiente toda la comprensión de la misma -en cuanto es posible en la historia- solamente se tendrá cuando la revelación sea acogida por todas las culturas en las que ha llegado a expresarse la riqueza del genio humano3.

  2. Finalmente, este progreso tiene como puntos de referen­cia y criterios de verificación, además del Nuevo Testamento, la catolicidad, es decir, el hecho de ser una profundización que es recibida por toda la Iglesia y se convierte así en patrimonio común; y por otra parte, la apostolicidad, es decir, la referencia a la tradición genuina de la Iglesia y al magisterio eclesiástico.

3 Cf. , por ejemplo, Il problema teologico delle religioni, Ed. Paoline, Cata-


INTRODUCCION

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En particular, los puntos característicos de este desarrollo en la comprensión del misterio de Dios son -como ya hemos señalado- los dogmas de la Iglesia y sobre todo los dogmas cris- tológicos y trinitarios de los primeros siglos, que representan otros tantos hitos imprescindibles en el desarrollo de la com­prensión del misterio de Dios Trinidad. En estos dogmas, con la asistencia del Espíritu Santo y como expresión de la catolici­dad, se han formulado varias claves interpretativas normativas del misterio cristiano. Esto significa que se trata de puntos adquiridos e inamovibles en la comprensión del misterio de Dios, aun cuando ellos mismos postulan luego una interpreta­ción correcta y son, más que un final del camino, el comienzo de una profundización ulterior. En este sentido, los dogmas, lejos de ser -como se cree a veces en una consideración super­ficial- unas constricciones externas impuestas a la búsqueda humana de la verdad, constituyen unos puntos de referencia preciosos, una especie de trampolín para una penetración correcta en el misterio y para un análisis cada vez más hondo del mismo. Y esto hasta el punto de que un gran teólogo orto­doxo contemporáneo, S. Bulgakov, los ha podido definir como salvación y condición de libertad para el pensamiento humano.

  1. Teniendo en cuenta estas premisas introductorias de carácter metodológico, podemos dar ahora un esquema rápido de las dos grandes épocas, con un «prólogo», en las que se desa­rrolla la comprensión del misterio de Dios en la historia de la Iglesia, teniendo en cuenta no solamente el progreso intelectual y dogmático, sino también el progreso vital, atestiguado por la vida entera de la Iglesia y en particular por la experiencia de los santos y de los místicos, y la aportación que nos ofrecen el pen­samiento filosófico y las diversas culturas.

- El prólogo está representado por el período llamado preni- ceno, que cubre el arco que va desde el término de la revelación neotestamentaria que nos presenta el Nuevo Testamento hasta el 325, año del concilio de Nicea, el primer concilio ecumé­nico. En este primer momento de la historia del cristianismo, en lo que se refiere al misterio trinitario, podemos hablar de una comunión con el misterio de Dios revelado en Jesucristo como posesión pacífica que se expresa en todos los niveles de la vida de la Iglesia, con algunos tímidos -aunque luminosos- intentos


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de profundización, sin que falten aquellas crisis realmente peli­grosas para la fe ortodoxa que habrían de dar lugar a las defini­ciones dogmáticas sucesivas de los primeros concilios.


INTRODUCCION

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de la humanidad, así como el impacto que esta visión de Dios tiene sobre la visión del hombre y de la sociedad de nuestros días, constituyen al mismo tiempo el presupuesto para una nueva y más profunda penetración en el misterio de Dios en si mismo. En el fondo, éste sigue siendo todavía el gran desafío con que ha de enfrentarse nuestro tiempo.



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El período preniceno: La Trinidad vivida y confesada en la Iglesia

Como ya hemos indicado, podemos decir que el primer período de la historia de la Iglesia, después de la era apostólica, representa un momento en el que el misterio del Dios reve­lado por Jesucristo se vive y se confiesa como posesión pacífica de un don gratuito y nuevo, recibido en la revelación y acogido en la fe. Más aún, se puede decir que «la Iglesia misma, en cuanto comunión, expresa la profesión verdadera y salvífica de la fe en la Trinidad»4. En efecto, como afirma la primera carta de san Juan, la Iglesia no es más que la comunión con Cristo y, por medio de él, con el Padre, en la que están invitados a parti­cipar todos los hombres (cf. 1, 1-4).

13. 1. El testimonio de la liturgia y de los mártires

Todo esto es evidente en la vida de la Iglesia de los prime­ros siglos. Ante todo en la liturgia y en la celebración del bau­tismo y de la eucaristía -los momentos más importantes de la vida de la comunidad eclesial-, en donde se afirma expresamente la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Así, por ejemplo, en el testimonio que nos ofrece san Justino, a comien­zos del siglo II5; mientras que Hipólito de Roma, a comienzos

1 Varios, II Dio di Gesù Cristo, Città Nuova, Roma 1982, 151. s Describe de este modo, respectivamente, la liturgia bautismal y la euca­ristica, tal como se desarrollaban en las primeras comunidades cristianas,


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DIOS UNO Y TRINO

del siglo III, nos recuerda ya claramente la estructura trinitaria que caracteriza a la oración cristiana: dirigida al Padre, por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo, como para subrayar que toda la existencia de cada uno de los creyentes y de la Iglesia entera tiene un ritmo trinitario.

La misma fe trinitaria fue atestiguada hasta el don de su vida por los primeros mártires de la Iglesia, como, por ejemplo, san Policarpo de Esmirna que, por el año 155, cierra su vida terrena con una hermosísima profesión de fe en la Santísima Trinidad:

«(...) Yo te bendigo porque me tuviste por digno de esta hora a fin de tomar parte, contado entre tus mártires, en el cáliz de Cristo para resurrección de eterna vida, en alma y cuerpo en la incorrupción del Espíritu Santo (...). Por lo tanto, yo te alabo por todas las cosas, te bendigo y te glorifico por mediación del eterno y celeste Sumo Sacerdote Jesucristo, tu siervo amado, por el cual sea gloria a ti con el Espíritu Santo ahora y en los siglos por venir. Amén»6.

Una vez más la unidad de la Iglesia, y sobre todo la de los presbíteros y la de todos los cristianos en torno al obispo, se percibe y se celebra por otro gran mártir de comienzos del siglo II, san Ignacio de Antioquía, como un reflejo necesario de la misma comunión trinitaria entre el Padre y el Hijo. De manera que la unidad de los creyentes es necesaria para ser y confesar de verdad la unidad de Dios7.

bajo el signo de la fe trinitaria: «Luego los conducimos a un sitio donde hay agua y, por el mismo modo de regeneración con que nosotros fuimos tam­bién regenerados, son regenerados ellos, pues entonces toman en el agua el baño en el nombre de Dios Padre y Soberano del universo, y de nuestro Sal­vador Jesucristo y del Espíritu Santo» (Apología 1, 61: Padres apologistas grie­gos, BAC, Madrid 1954, 250). «Luego, al que preside a los hermanos, se le ofiece pan y un vaso de agua y vino, y tomándolo él tributa alabanzas y glo­ria al Padre del universo por el nombre de su Hijo y por el Espíritu Santo y pronuncia una larga acción de gracias, por habernos concedido esos dones, que de él nos vienen» (Apología 1, 65: Padres apologistas griegos, o.c., 258).


EL PERIODO PRENICENO: LA TRINIDAD

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  1. 2. Los primeros teólogos

Pero muy pronto se advierte la necesidad de una reflexión teológica de la verdad sobre el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo revelado por Jesús. En el fondo, son dos los motivos que impulsan a esta reflexión. El primero, más interno a la vida de la Iglesia, se deriva de la necesidad de expresar correctamente y de defender la verdadera fe apostólica (la profesada en el Nuevo Testamento) en la confrontación con las desviaciones y los auténticos errores propios de interpretación que no tardan en perfilarse en la misma Iglesia. El segundo -por lo demás estre­chamente vinculado con el primero- se deriva del deseo de pre­sentar y casi de «explicar», en la medida de lo posible, este misterio tan nuevo a la cultura y al pensamiento filosófico del mundo que les rodeaba. Estos dos motivos convergen en la necesidad de penetrar más profundamente en la fe, con la vida y con el pensamiento. Así es como, ya en el período pre-niceno, aparecen las primeras obras de los «teólogos» cristianos.

13. 2. 1. Ireneo de Lión

El primero de ellos es ciertamente Ireneo de Lión (muerto alrededor del 202). En su obra Adversus Haereses, se siente obli­gado a defender la fe ortodoxa contra las especulaciones gnós- ticas de estos primeros siglos, que pretendían, a través de un atrevido sincretismo entre doctrinas de diversos orígenes, penetrar en el misterio de Dios prescindiendo de la fe de la Iglesia y de la verdad de la encarnación real y singularísima de Jesucristo como único Verbo de Dios. Ireneo “explica” los contenidos centrales de la fe basándose solamente en la Sagrada Escritura y en la historia de la salvación que ésta nos presenta, en profunda comunión con la fe de la Iglesia apostólica.

Jesucristo es el centro y el recapitulador de la historia: él es el Verbo de Dios «salido» del seno del Padre (aunque permane­ciendo en perfecta unidad con él), para darnos el Espíritu Santo y reunirnos a todos en el seno del Padre8. Así pues, el

8 «F.1 Verbo de Dios (...) en su amor inmenso se ha hecho lo que nosotros somos, para que nosotros pudiéramos hacemos lo que él es (...). Necesitamos


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DIOS UNO Y TRINO

Padre y el Hijo y el Espíritu Santo actúan en la redención de la humanidad, pero actuando ya en la misma creación del hom­bre, en donde el Hijo y el Espíritu son como las «manos» del Padre:

«Así pues, uno solo es el Dios creador que está sobre todos los principados y potestades (...). Él es Padre, Dios, Fundador, Creador y Autor; modeló todas las cosas por sí mismo, es decir, mediante su Palabra y su Sabiduría»9.

La comprensión del misterio trinitario se pone, pues, clara­mente dentro de una perspectiva histórico-salvífica: «El hom­bre que vive -como afirma Ireneo en un texto que se ha hecho famosísimo- es la gloria de Dios, pero la vida del hombre es la visión de Dios»10. Y esta visión de Dios se hace precisamente a través de un ritmo trinitario (en el Espíritu, por medio del Verbo encarnado, hacia el Padre) que recorre el mismo ritmo trinitario a través del cual Dios Padre creó y salvó a la huma­nidad (desde el Padre, por medio del Verbo, en el Espíritu que se nos ha dado):

« (...) Puesto que los que (...) llevan el Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, es decir, al Hijo, el Hijo los acoge y los presenta al Padre y el Padre los hace incorruptibles. Por eso, sin el Espíritu no se concede ver al Verbo de Dios ni tampoco es posible, sin el Hijo, tener acceso al Padre. Porque el conocimiento del Hijo de Dios se lleva a cabo por medio del Espíritu Santo»11.

«Éste es el orden, el ritmo, el movimiento con que el hom­bre, creado y modelado, se hace a imagen y semejanza del Dios increado: el Padre decide y ordena, el Hijo ejecuta y forma, el Espíritu alimenta y hace crecer, y así el hombre va progresando poco a poco»12.

la comunión con él y por eso ha derramado en su bondad al Espíritu Santo para reunimos en el seno del Padre» (Adv. Haer. V, 2, 1).

`` Adv. Haer. II, 20, 9: aquí Sabiduría significa Espíritu Santo.


EL PERIODO PRENICENO: LA TRINIDAD..

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13. 2. 2. La escuela de Alejandría y Orígenes

Si Ireneo ilustra la fe trinitaria de una forma tan limpia en su enfrentamiento con el gnosticismo, la escuela de Alejandría está empeñada sobre todo en la confrontación con la filosofía greco-helenista. En Alejandría de Egipto, el gran centro cultu­ral de los primeros siglos de la era cristiana, confluyen la tradi­ción del pensamiento griego, la confrontación con el mismo que ya había llevado a cabo el gran pensador judío Filón de Alejandría y, sobre todo a partir de finales del siglo II, la fe cris­tiana. En este mismo siglo enseña en Alejandría el heredero más grande y más genial de la tradición filosófica griega, Plotino, que representa además la culminación y casi el canto del cisne de toda esta tradición.

La visión filosófica de Dios con que tiene que confrontarse la fe cristiana está caracterizada, por consiguiente, en este momento histórico, por dos elementos esenciales: por un lado, la concepción de Dios como el Uno que está más allá de todo y que es inefable: una doctrina que estaba ya presente en los diálogos del Parménides y del Sofista de Platón y en sus llama­das «doctrinas no escritas», genialmente recogidas y profundi­zadas por Plotino; por otro lado, la visión de una realidad (y a menudo de varias realidades) mediadora (mediadoras) entre el Uno inefable y el mundo visible, que imprime (o imprimen) en este último la huella de la inteligibilidad y de la belleza de Dios: el Logos y la Psyché (o alma del mundo). Esta visión podía ciertamente ofrecer un asidero a la fe cristiana, tanto para el tema de la transcendencia de Dios (el Uno) como para el tema del Logos, ya presente, como sabemos, en el cuarto evangelio, aunque derivado más bien de una fuente bíblica veterotesta- mentaria -el tema de la Sabiduría creadora- que de una fuente filosófico-platónica. Y el judío Filón había intentado ya una grandiosa mediación entre estas dos visiones de Dios. Pero, a pesar de ello, era sin duda más grande la novedad de la visión cristiana: principalmente por la revelación cristológica de un Dios que es Padre, y de un Hijo de Dios hecho realmente carne (cf. Jn 1, 14), pero que al mismo tiempo es y sigue siendo real­mente «uno» con el Padre (cf. Jn 10, 30).

La escuela de Alejandría se mueve con la voluntad de salvaguar­dar y de expresar la novedad de la revelación neotestamentaria,


160 DIOS UNO Y TRINO

entrando al mismo tiempo en diálogo con la filosofía helenista e intentando expresar en términos filosóficos rigurosos el mis­terio revelado por Jesucristo. Ya en Clemente de Alejandría, que es algo asi como el fundador de esta escuela, encontramos el testimonio de esta tensión:

«Lo mismo que es difícil descubrir el principio de cada cosa, también es sumamente difícil mostrar el principio pri­mero y anterior a todo, que es para todos los demás seres la causa del nacimiento y de la existencia (...). Cuando lo nom­bramos, no lo hacemos con términos apropiados, tanto si lo llamamos el Uno, el Bien, el Espíritu, el Ser, el Padre, Dios, el Creador y el Señor (...). ¿Qué otra cosa nos queda entonces? Pensar en el incognoscible por medio de la gracia divina y del Verbo divino que procede de él»13.

Es evidente la concepción de Dios como el Uno de cuño platónico y la necesidad de poner la mirada en Jesús como el Logos que ha bajado a la tierra para revelárnoslo. Éste será el planteamiento que dio a su pujante y original visión teológica el gran genio de Orígenes (+ 253), sobre todo en su Perl archón («Sobre los principios»). Comienza su teología trinitaria hablando de Dios como del Uno y del Hijo, su unigénito, como del Logos salido de él para reconducir a él todas las cria­turas. Pero sigue en pie la tensión entre el testimonio neotesta- mentario y la visión filosófica de cuño platónico: mientras que en el Nuevo Testamento Jesucristo es Hijo del Padre, y por tanto totalmente dependiente de él, pero al mismo tiempo es Uno con él, en el planteamiento platónico del Uno el Logos no puede estar en el mismo nivel que el Uno inefable y totalmen­te transcendente. Por ello, en el mismo Orígenes observamos una oscilación entre la afirmación correcta de la divinidad del Logos (engendrado ab aeterno del Padre: de la misma substan­cia que el Padre, homooúsios: Orígenes utiliza ya el término que se hará técnico con el concilio de Nicea), y la tendencia a «su-bordinar» al Verbo y al Espíritu respecto al Padre, como intermediarios entre él y la creación. Será en esta última línea, como veremos más adelante, por donde se moverá posterior­mente la herejía arriana.

13 Stromata 5, 12, 81, 4ss.


EL PERÍODO PREN1CENO: LA TRINIDAD...

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  1. 2. 3. Tertuliano

Un último teólogo del período pre-niceno, esta vez latino, es Tertuliano (muerto alrededor del 230), que se dio cuenta muy pronto de la necesidad de que «Dios sea creído de una forma nueva»14, para ser fieles a la revelación de Jesucristo. Tertuliano es importante sobre todo porque, además de exponer correctamente la fe trinitaria, usó por primera vez algunos términos que pasarían más tarde al lenguaje técnico para expresar el misterio de la Trinidad: en primer lugar el mismo término Trinitas; luego el término persona para indicar la realidad distinta de cada uno de los Tres, y finalmente el término substantia para indicar la unidad y la igualdad de naturaleza de los mismos.

  1. 3. Las herejías: monarquianismo y subordinacionismo

En realidad, será del desafío formidable representado por la necesidad de penetrar y de expresar en términos comprensibles y correctos la novedad del misterio trinitario cristiano cíe donde nacerán, en el siglo III, las herejías cristológicas y trini­tarias. En el fondo, surgen por un lado de la gran dificultad que siente una mentalidad de tipo greco-helenista de aceptar y de comprender -en la fe- el misterio de la encarnación (que choca con la concepción de un Dios inmutable, radicalmente sepa­rado de la esfera del devenir) y, por otro lado, la dificultad de conjugar la concepción de Dios como el Uno con el testimonio bíblico de la divinidad, no sólo del Padre, sino también del Hijo y del Espíritu Santo. Así pues, de esta doble raíz nacen las here­jías trinitarias que, para simplificar, podemos resumir en dos grandes filones: el monarquianismo y el subordinacionismo.

- El monarquianismo (del griego monos = uno solo, y arché = principio) subraya con energía que Dios es un solo Princi­pio (entendiendo normalmente por Dios la figura del Padre). Asume dos formas diversas: la del monarquianismo dinámico (del griego dynamis = fuerza; sus exponentes principales son

u Adv. Praxean 31: PL 2, 196 B.


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Teodoro de Bizancio y Pablo de Samosata), según el cual el Logos es una simple «fuerza», una «energía divina», que viene del único Principio (Dios) y que entró temporalmente en el hombre Jesús para capacitarlo en sus funciones de Mesías y de salvador de los hombres; y el monarquianismo modalista (cuyos principales exponentes son Noeto, Praxeas y Sabelio; de aquí también el nombre de sabelianismo), que sostiene que el Padre, el Hijo y el Espíritu son tres diversos modos o aspec­tos asumidos por el único Dios para revelarse a los hombres y para llevarles la salvación, mientras que Dios en sí mismo es absolutamente Uno.

- El subordinacionismo, por su parte, sostiene que el Hijo y el Espíritu Santo, siendo realmente distintos del Padre, están «subordinados» a él, es decir, se encuentran en una escala infe­rior, ya que solamente el Padre es plenamente Dios, como el Uno del pensamiento griego. El mayor representante de esta interpretación es el presbítero Arrio de Alejandría de Egipto, que vivió en el siglo IV. Lleva hasta el extremos algunas de las expresiones subordinacionistas de Orígenes y afirma que Jesús es la primera criatura creada por el Padre con vistas al mundo y, por tanto, que hubo un tiempo en el que el Hijo no existía, por lo que no es de la misma substancia que el Padre.

Como es evidente, estas interpretaciones destruyen la inte­gridad y la novedad de la revelación cristológica sobre el rostro trinitario de Dios y son prisioneras del esquema interpretativo del ser de Dios que era propio del mundo griego. Atestiguan, por un lado, la dificultad de expresar la novedad de la verdad cristiana sobre Dios y, por otro, la necesidad de que los modos de comprensión del ser de Dios propios de la cultura greco- helenista, con la que se confronta el cristianismo en estos pri­meros siglos, sean profundamente transformados a la luz de la revelación. Para responder a estas herejías se convocaron los primeros grandes concilios cristológicos y trinitarios de la historia de la Iglesia.


Desde Nicea hasta la Edad Media: La formulación del dogma y su profundización teológica. La Trinidad en lo alto de los cielos

  1. 1. Los concilios de Nicea y de Constantinopla I

  1. El concilio de Nicea fue convocado el año 325 para responder a la herejía arriana. El concilio, gracias sobre todo a la gran obra teológica de Atanasio de Alejandría, formula una profesión de fe en la que se afirma explícitamente que el Hijo encarnado, Jesucristo, participa de la misma divinidad del Padre:

«Creemos en un solo Dios Padre omnipotente, creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles; y en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consubs­tancial (homooúsios) al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos»15.

El término central que se utiliza para afirmar la identidad en la divinidad entre el Padre y el hijo es el término homooúsios. En la filosofía griega la ousía designa el ser de una realidad, o sea, lo que la hace tal y la hace subsistir en sí misma. Afirmar que

¡s Symhohim Nicaenum, DS 125.


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Jesucristo es de la misma substancia que el Padre significa subrayar que tiene el mismo ser divino del Padre, que es Dios como el Padre. Por consiguiente, no se dice nada más que lo que esta ya contenido en la Escritura; la novedad está en que se asume un termino preciso de la filosofía griega para afirmar esta verdad que hasta entonces se había expresado en términos bíbli­cos. Se subraya este mismo concepto, en polémica con Arrio, afirmando que Jesús es «engendrado» y no «creado». Se asienta así una clara distinción entre el plano de las cosas creadas, que vienen de Dios precisamente a través de un acto libre de crea­ción, y el Hijo que deriva del Padre de otra manera, es decir, por eterna generación. El punto fundamental es que Jesucristo es «Dios de Dios»; ésta era la verdad dogmática fundamental que había que remachar para ser fieles a la revelación bíblica.

La fórmula de Nicea no pretende profundizar en qué es lo que significa la realidad de una y misma substancia en el Padre y en el Hijo, aunque la introducción del término ousía -en un examen más hondo- puede prestarse a varias interpretaciones: por un lado, la de que el Hijo procede de la misma substancia del Padre, como si hubiese una única ousía con dos manifesta­ciones (modalismo); por otro, la de que hay dos ousíai diversas, una del Padre y otra del Hijo (di-teísmo). Pero más allá de esta imprecisión, que muestra la necesidad de ahondar más en esta verdad, el valor de la afirmación dogmática de Nicea es claro y de importancia fundamental para la vida de la Iglesia y para la reflexión trinitaria posterior. Por tanto, vale la pena que nos detengamos en ella con algunas reflexiones de fondo.

Está en primer lugar el problema de la introducción de un lenguaje filosófico dentro de la confesión de fe. Esta introduc­ción es legítima, ya que la evolución dogmática de la Iglesia es un camino de tensión entre la tradición y la interpretación actualizante, en contacto con los problemas del tiempo y las categorías elaboradas por la cultura humana.

Además, cuando se utiliza el término ousía, la teología no hace una «helenización» de la fe, sino que comienza un proceso de des-helenización de las categorías filosóficas tradicionales, abriéndolas a un nuevo significado en contacto con la origina­lidad de la fe cristiana.


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Es verdad que existe el peligro de hacer que prevalezca el interés metafísico, por lo que se destaca, no ya la historia de la salvación, sino la transcendencia de Dios, recayendo en esque­mas de pensamiento precristiano (como de hecho se correrá el riesgo de que ocurra en la reflexión posterior). Pero el signifi­cado último del símbolo niceno es la reafirmación del funda­mento soteriológico (= salvífico) de la fe. Afirma san Atanasio: si tiene razón Arrio (que ve al Hijo como criatura), entonces nosotros no estamos salvados, ya que sólo es salvado lo que es asumido por la divinidad.

  1. 1. 2. Una vez superado el escollo de la subordinación del Hijo al Padre (aunque después del concilio de Nicea quedaron aún no pocas dificultades en la afirmación de la divinidad autén­tica del Hijo), faltaba todavía el escollo de la «subordinación» del Espíritu Santo. Como sabemos, en el Nuevo Testamento es solamente a partir del cuarto evangelio como se contempla con claridad la divinidad del Espíritu Santo, pero en términos más difuminados que la del Hijo. Por eso mismo, en la reflexión pos­terior de la Iglesia, se sentirá la tentación de preferir un esquema «binario» en la comprensión de Dios, destacando al Padre y al Hijo. En el siglo IV, en analogía con el subordinacionismo del Hijo, se sostendrá expresamente un subordinacionismo del Espíritu Santo, entendido como una «energía» de Dios presente en Cristo y dada a los hombres para santificarlos. Esta posición herética es la que mantuvieron los «macedonianos» (de Macedo- nio, defensor de esta opinión), llamados también «pneumató- macos» (es decir, adversarios de la divinidad del Espíritu Santo).

Y lo mismo que Atanasio de Alejandría había sido el cam­peón de la formulación dogmática de Nicea, los Padres Capado- cios (Basilio Magno, Gregorio de Nisa y Gregorio de Nacianzo, de cuyo pensamiento teológico nos ocuparemos a continuación) fueron los capitanes de la posición ortodoxa, formulada más tarde en el concilio I de Constantinopla, en el año 381. El argu­mento teológico que desarrolla sobre todo san Basilio en su tratado fundamental Sobre el Espíritu Santo, para mostrar la divinidad de la tercera Persona de la Trinidad, es de carácter soteriológico: si realmente -afirma- el Espíritu Santo nos hace partícipes de la naturaleza divina (cf. 2 Pe 1, 4), es decir, nos hace hijos en el Hijo (cf. Gal 4, 6), entonces hay que deducir de


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esto que el Espíritu Santo es de naturaleza divina como el Padre y como el Hijo. Y para destacar y liberar de toda ambigüedad esta afirmación en la vida de la Iglesia, modifica la fórmula doxológica tradicional «Gloria al Padre y al Hijo en el Espíritu Santo» por la fórmula «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo», para subrayar precisamente la igualdad de los Tres.

Esta será la posición del concilio de Constantinopla I, que precisará ulteriormente al símbolo niceno. En efecto, en este último, tras la afirmación de la divinidad del Hijo, se afirmaba sintéticamente: «Y (creemos) en el Espíritu Santo». El símbolo constantinopolitano amplía y precisa esta profesión de fe:

«Y (creemos) en el Espíritu Santo, Señor y vivificante, que procede del Padre, que juntamente con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, que habló por los profetas»16.

En esta fórmula de fe hay que notar ante todo la atribución al Espíritu Santo del título Señor (Kyrios), que el Antiguo Tes­tamento reservaba a YHWH, y que el Nuevo Testamento atri­buye también a Cristo: de esta manera se subraya que el Espíritu es Dios como el Padre y como el Hijo. Se remacha este mismo concepto al afirmar que en Espíritu Santo es digno de la misma adoración y de la misma glorificación que se dirigen al Padre y al Hijo. También es importante la calificación del Espíritu como «vivificante», o sea, como dador de vida: no sólo de la vida divina, que se comunica por medio de Cristo a los hom­bres, sino también de la vida dada por Dios a toda la creación. Finalmente, para expresar la relación entre el Padre y el Hijo, se utiliza el verbo «proceder» (ekporeuoménon), sacado de Jn 15, 26. No se dice nada, por el contrario, de la relación entre el Hijo y el Espíritu Santo; como veremos, será precisamente este silen­cio el que dará origen a las distintas reflexiones de la teología oriental y de la occidental, abriendo paso de este modo a la famosa polémica sobre el Filioque.

En síntesis, los concilios de Nicea y de Constantinopla defi­nen de forma clarísima y definitiva que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son Dios, y por tanto de la misma substancia divina; y señalan además -con una terminología que, en este caso,

Symbolum Constantinopolitannm, DS 150.


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tiene un origen directo en la Biblia, pero que, incluso cuando proviene de helenismo, sufre un proceso de cambio semántico- la relación que existe entre el Padre y el Hijo {generación), y la relación que existe entre el Padre y el Espíritu Santo {procesión). Como es evidente, no se hace más que afirmar y contemplar el misterio; a partir de este primer resultado fundamental, toda­vía hay que profundizar correctamente en él. Así se hará tanto en Oriente como en Occidente, partiendo de esta base, pero llevando a cabo una interpretación del mismo con sensibilidad y perspectivas diversas.

  1. 2. La teología trinitaria de los Padres Capadocios

En Oriente, la reflexión teológica sobre el misterio trinitario será obra, sobre todo, de los Padres Capadocios que -como ya hemos dicho- supieron hacer una aportación fundamental a la formulación dogmática del Constantinopolitano I. La perspec­tiva en que se mueven estos tres grandes teólogos se caracteriza por dos dimensiones complementarias: afirman, por un lado, dentro de una escueta perspectiva de fe y de adoración contem­plativa del misterio de Dios, que la esencia de Dios, su natura­leza más profunda, su misterio íntimo, siguen siendo insondables en su infinitud y, por tanto, son inefables; por otro lado, gracias a una sabia utilización de las categorías acuñadas por la refle­xión filosófica griega (aristotelismo, platonismo, estoicismo), intentan con audacia expresar también a nivel intelectual lo que caracteriza al misterio de la Trinidad. En otras palabras, según una terminología que se hará clásica en la tradición de la Iglesia, realizan una teología caracterizada por una sabia dialéctica entre el momento positivo de la afirmación de la verdad de Dios, a través de los recursos de la razón humana (teología catafática o positiva) y el momento negativo del silencio y del reconoci­miento de la transcendencia inefable del misterio (teología apofática o negativa).

- En primer lugar, es importante la aportación de san Basi­lio Magno, que se empeña en encontrar y en acuñar algunas expresiones conceptuales capaces de expresar al mismo tiempo la identidad distinta de cada uno de los Tres (Padre, Hijo y


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Espíritu Santo) y su unidad substancial. Estos términos son, res­pectivamente, el término hypostasis, que significa substancia de modo individual, y el término ousía, que significa substancia de modo indeterminado:

«Ousía es a hypostasis lo que un nombre común es a un indi­viduo particular (como hombre es a Pedro). Cada uno de nosotros existe porque participa de la humanidad (nombre común), pero es este hombre o aquel otro gracias a sus propie­dades o particularidades personales. Lo mismo ocurre en la Trinidad: el término ousía es nombre común (...), mientras que hypostasis indica una propiedad particular que distingue a uno como Padre, al otro como Hijo y al otro también en su propiedad típica de santificar»17.

- Por su parte, Gregorio de Nacianzo, llamado «el Teólogo», afirma por un lado con acentos de elevada mística la unidad indivisible de la Trinidad, mientras que por otro, busca de todas las formas expresar los caracteres distintivos de cada uno de los Tres, subrayando al mismo tiempo la complementanedad anti­nómica e indestructible de estos dos puntos de vista:

«No he comenzado aún a pensar en la Unidad cuando la Trinidad me sumerge en todo su resplandor. No he comen­zado aún a pensar en la Trinidad, cuando ya me aferra la Unidad. Cuando se me presenta uno de los Tres, pienso que esto es el todo; cuanto más se ve colmada mi vista, tanto más se me escapa él. Porque en mi mente, demasiado limitada para comprender a uno solo, no queda ya más sitio. Cuando uno a los Tres en un mismo pensamiento, veo sólo una gran llama, sin que pueda dividir o analizar la única luz»18.

«El Uno se pone en movimiento debido a su perfección. Hay que saltar el Dos, porque está más allá de toda oposición. La perfección se lleva a cabo en el Tres, que es el primero en superar la composición del Dos. De esta manera, la divinidad no se restringe ni se derrama indefinidamente...»19.

17 Cartas, 214.

18 Discurso 40,41.

19 Discurso 23, 8.


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«Para nosotros no hay más que un Dios, ya que la Natura­leza divina es una sola, y los seres que se derivan de él vuelven a la Unidad, aunque nosotros creemos en tres Seres. De los Tres, no es posible que uno sea más Dios que el otro, ni que uno esté delante y el otro atrás; ni la naturaleza divina se divide por la voluntad ni se divide en partes según el poder. No es posible encontrar en ella ninguna de las características que aparecen en los seres compuestos de partes. No; Dios -si es lícito hablar estrictamente- es indiviso en seres divididos el uno del otro, y es un único foco de luz, que se percibe en tres soles unidos el uno al otro. Por consiguiente, cuando dirijamos la mirada a la naturaleza divina y a la primera causa y a la substancia real, se nos aparece la Unidad; pero cuando miramos los seres en los que se encuentra la naturaleza divina, esos seres que provienen fuera del tiempo y con el mismo honor de la causa primera, entonces son Tres a los que nosotros adoramos»20.

En las hipóstasis divinas hay, por consiguiente, una identidad perfecta de naturaleza, a excepción de sus relaciones de origen; por eso es precisamente la modalidad de su relación mutua -como relación de origen entre la una y la otra- lo que las define como hipóstasis divinas:

«El nombre propio de Aquel que no tiene origen es el Padre; el nombre propio de Aquel que es engendrado, sin haber tenido principio, es el Hijo: el nombre de Aquel que procede sin ser engendrado es el Espíritu Santo»21.

«El Padre es Padre, y no tiene origen porque no viene de nadie. El Hijo es Hijo, porque viene del Padre. Pero si tomas “origen” en sentido temporal, tampoco el Hijo tiene comienzo, ya que es el autor del tiempo y no está sujeto al tiempo. El Espí­ritu Santo es verdaderamente el Espíritu que sale del Padre, pero no por filiación o generación, sino por procesión, si es que nos es lícito acuñar una palabra nueva para aclarar el pensa­miento.La propiedad del Padre de no tener origen no desapa­rece por el hecho de que engendre; la propiedad del Hijo de ser engendrado no desaparece por el hecho de venir de Aquel que

20 Discurso 31.

21 Discurso 30,19.


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no tiene origen; y tampoco el Espíritu Santo se confunde en el Padre o en el Hijo por el hecho de que proceda o de que sea Dios, aunque los ateos piensen de otro modo»22.

  1. 3. La teología trinitaria de san Agustín

Si los Padres Capadocios tienen una importancia decisiva para el desarrollo posterior de la teología trinitaria en Oriente, san Agustín (354-430) la tiene para la de Occidente. En su famo­sísimo De Trinitate resume de forma original la reflexión ante­rior -tanto la latina, sobre todo la de Tertuliano y de Hilario de Poitiers, como la oriental-, y con toda la fuerza de su genio mís­tico y especulativo da un nuevo paso adelante en la doctrina trinitaria ortodoxa, que inspirará a toda la teología occidental posterior, sobre todo a la medieval, tanto de santo Tomás como de la escuela franciscana de san Buenaventura. Por otro lado, es también él el que asienta con fuerza y precisión aquel método teológico que quedará luego canonizado por san Anselmo de Canterbury (en el siglo XI) en el axioma fules quaerens intellec- tum, a saber, la utilización de todos los recursos del entendi­miento y de la razón para penetrar en la experiencia y en el dato doctrinal de la fe, de la que hay que partir absolutamente para conocer la Verdad que Cristo nos ha revelado.

En cuanto a la doctrina trinitaria son especialmente tres los aspectos de novedad que Agustín presenta a la tradición viva de la Iglesia.

14. 3. 1. En primer lugar, el gran doctor capta y expresa con seguridad y genialidad la novedad metafísica que está implícita en la revelación de Dios como Trinidad. En la koiné filosófica de su tiempo, de la que entraban a formar parte doctrinas de origen platónico, aristotélico y estoico, era natural comprender el ser -en su significado primero- como substancia (ousía), es decir, como lo que es in-se, lo que tiene una consistencia y sub­sistencia propia. De esta substancia se pueden predicar luego los diversos «accidentes», que se incorporan a la substancia para modificarla, pero sin modificar su ser más profundo. Si esto vale

Discurso 39.


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para las cosas creadas, tanto más vale para Dios, como por lo demás nos muestra -según la interpretación un tanto filosofi- zante que da de ella Agustín- la revelación del Nombre de Dios a Moisés, con la única, pero fundamental, diferencia de que en Dios no puede haber «accidentes», sino sólo «substancias», o mejor dicho «ser»:

«Dios es, sin duda, substancia, y si el nombre es más propio, esencia; en griego ousía. Sabiduría viene del verbo saber; ciencia, del verbo scire, y esencia, de ser. Y ¿quién con más propiedad es que aquel que dijo a su siervo Moisés: “Yo soy el que soy; dirás a los hijos de Israel: El que es me envía a vosotros'PTodas las demás substancias o esencias son susceptibles de accidentes, y cualquier mutación, grande o pequeña, se realiza con su concurso; pero en Dios no cabe hablar de accidentes; y, por ende, sólo existe una substancia o esencia inconmutable, que es Dios, a quien con suma verdad conviene el ser, de donde se deriva la palabra esencia. Todo cuanto se muda no conserva el ser; y cuanto es susceptible de mutación, aunque no varíe, puede ser lo que antes no era; y en consecuencia, sólo aquel que no cambia ni puede cambiar es, sin escrúpulo, verdaderamente el Ser»23.

Pero -he aquí la novedad que nos transmite el Nuevo Testa­mento y que capta Agustín con gran agudeza lógico-metafísica-, en el Dios que nos revela Jesucristo encontramos que los nom­bres personales con que se designa a Dios -Padre, Hijo y Espí­ritu Santo-, a pesar de que designan una substancia, un ser-en-sí (en cuanto que cada uno de los Tres es Dios), señalan al mismo tiempo una relación, en cuanto que las relaciones con las otras personas son constitutivas de estas designaciones. De esta ma­nera, el Padre es tal porque tiene un Hijo, y viceversa, mientras que el Espíritu Santo es la misma comunión que hay entre los Dos:

«Por lo tanto en Dios nada se dice según los accidentes, pues nada le puede acaecer; sin embargo, no todo cuanto de él se predica, se predica según la substancia (...). En Dios, empero, nada se afirma según el accidente, porque nada mudable hay en él; no obstante, no todo cuanto de él se encuentra se dice

De Trinitate 5, 2, 3: Obras V, BAC, Madrid 1948, 397.


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según la substancia. Se habla a veces de Dios según la relación (ad aliquid). El Padre dice relación al Hijo, y el Hijo dice rela­ción al Padre, y esta relación no es accidente, porque uno siempre es Padre y el otro siempre es Hijo (...). En consecuencia, aunque sean cosas diversas ser Padre y ser Hijo, no es esencia distinta; porque estos nombres se dicen no según la substancia, sino según lo relativo; y lo relativo no es accidente, pues no es mudable»24.

Así pues, san Agustín precisa con gran tino la antinomia fun­damental del dogma trinitario: cada uno de los Tres «posee» la misma substancia (es Dios); en Dios la relación no modifica la substancia (que es siempre la misma), ni es un accidente, porque define a cada uno de los Tres como Dios, aunque distinguién­dolo de los otros Dos. Con esto se ve profundamente sacudido el concepto clasico griego del ser: en Dios, ese concepto no se puede predicar solamente en términos de substancia como ser-en-si, sino también de la relación como ser-de-y-para el otro. Y si esto vale para Dios, vale también, por analogía, para el hombre creado «a imagen y semejanza de Dios». La fórmula agustiniana, recogida por san Anselmo de Canterbury, será canonizada por el concilio de Florencia (1439-1445), que afirmará: «In Deo omnia sunt unum, ubi non obviat relatioms oppositio: En Dios todo es uno, donde no obsta la oposición de relación» (o sea, la relación entre las personas)25.

Por tanto, Agustín abre un camino nuevo, una reflexión in­teresantísima a partir de la ontología clásica, para dar razón de la novedad del Dios cristiano, que no contradice a la razón, sino que le abre horizontes ulteriores. Hay que reconocer en él una limitación: no lleva a cabo la conjunción entre este concepto de relación no accidental -«descubierto» por él- y el concepto de hipostasis de los Padres Capadocios. En efecto, confiesa expre­samente, por una parte, que no comprende hasta el fondo la distinción que establecen los griegos entre ousia e kypástasis (probablemente por el conocimiento no muy profundo de la terminología elaborada por los orientales26; y por otra, que no

24 De Tnmtate 5, 5, 6: Obras, o.c., 401-403.

23 Decretum pro Jacobitis, DS 1330.

26 Cf. De Tnmtate 5, 8, 10: Obras, o.c., 412.


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sabe identificar bien, con un término satisfactorio, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo:

«Sin embargo cuando se nos pregunta qué son estos tres, tenemos que reconocer la indigencia extremada de nuestro lenguaje. Decimos tres personas para no guardar silencio, no como si pretendiéramos definir la Trimdad»(26bis).

Por esto, no está totalmente fuera de lugar la crítica que a veces se hace a san Agustín y, tras él, a la teología latina, de seguir todavía demasiado apegados al tema de la unidad de la esencia divina y, en definitiva, de no conseguir una concepción adecuada de la distinción de los Tres.

14. 3. 2. Otra luminosa adquisición de la teología trinitaria de san Agustín se refiere a su colocación del misterio de Dios en la perspectiva de la agapé-caritas propia de san Juan. En reali­dad, el gran doctor de la caridad ve ciertamente a Dios como amor, y a la luz sobre todo de la 1 Jn, interpreta la novedad de vida de los cristianos como caridad mutua que refleja a la Tri­nidad; pero se muestra bastante tímido a la hora de penetrar en el dinamismo íntimo de la Caridad trinitaria. En el origen de esta timidez ¿estará quizás una falta de comprensión de la géne­sis y de la dinámica pascual de la agapé de Juan?

Muy probablemente es así. Pero veamos qué dice Agustín, abriendo un sendero que recorrerá de forma programática Ricardo de san Víctor en la Edad Media y que hoy ha llegado a ser de enorme actualidad. Su discurso se articula en tres pasos. En primer lugar, intenta explicar el significado de la afirmación de Juan, según el cual «Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» (1 Jn 4, 16).

«Abraza al Dios del amor y abraza a Dios por amor (...). Pero dirás: “Dios es amor, y quien permanece en el amor, en Dios permanece; mas cuando en el amor reflexiono, no descubro la Trinidad”. Ves la Trinidad si ves el amor. Si puedo, te haré ver que la ves»27.

26b,s Ci. De Tremíate 5, 9, 10: Obras, o.c., 413.

27 De Tremíate 8, 8, 12: Obras, o.c., 529.


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El amor, pues, es para Agustín la vida de Dios, y el que ama al hermano de verdad participa de esta vida y hace así manifiesto a Dios. Además -Agustín parece como si lo intuyera por un momento- ¿no dice el amor algo sobre la dinámica misma de la vida trinitaria?:

«He aquí, pues, tres realidades: el que ama, lo que se ama y el amor. ¿Qué es el amor, sino vida que enlaza o ansia enlazar otras dos vidas, a saber, al amante y al amado?»28.

Pero Agustín se detiene aquí. Y los motivos los expone él mismo más adelante, en el libro XV del De Trinitate. La intui­ción es buena -por lo demás, se sugiere en la misma Escritura-, pero es deslumbrante y Agustín no se siente con fuerzas para enfrentarse con ella en sus implicaciones ontológicas:

«Mas cuando se llegó a la caridad, que es Dios, según las santas Escrituras, principió a brillar con tenues fulgores una trinidad en el amante, en el amado y en el amor. Pero como aquella luz inefable reverberaba sobre nuestra mirada y nos hacía sentir la debilidad de nuestra inteligencia para poder atem­perarnos a ella, como descanso de la atención fatigada, fijamos la mirada de nuestra reflexión en nuestra propia mente, según la cual fue el hombre creado a imagen de Dios, por sernos su conocimiento más familiar y ocupar un término medio entre el principio y el remate de nuestro estudio»29.

Así pues, Agustín no sólo renuncia a penetrar en el misterio de la Santísima Trinidad siguiendo la vida de la analogía carita- tis, sino que se repliega en la analogía psicológica, tomando como punto de partida -para ilustrar el misterio trinitario- la unidad de esencia y la triple facultad del espíritu humano. Se trata de una opción fundamental y decisiva para el desarrollo posterior de la teología trinitaria que, a partir de este momento, sobre todo en Occidente, insistirá en la vía psicológica, llamada tam­bién intrasubjetiva (que tiene en cuenta al sujeto humano en su constitución íntima y espiritual), para distinguirla de la ínter- subjetiva (relativa a la persona humana en su relación con las

's De Trinitate 8, 10, 14: Obras, o.c., 535.

De Tilíntate 15, 6, 10: Obras, o.c., 847.

29


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otras). El peligro de esta segunda analogía (utilizada ya por Gre­gorio de Nacianzo y por otros padres, especialmente en rela­ción con el tema de la familia como reflejo de la vida de Dios) es evidentemente el de no salvaguardar la unidad de la esencia de Dios y el de acabar así en el triteismo. Pero, por otra parte, ¿acaso la revelación de Cristo no está hecha en términos franca­mente, aunque misteriosamente, intersubjetivos? El Hijo de Dios se hizo hombre y, como tal, vive su relación con el Padre. El problema fundamental, como ha señalado von Balthasar, es que la ontologia griega no ofrecía una comprensión adecuada del ser en general, ni del ser humano en su radical intersubjetividad en especial, capaz de recibir y de expresar la novedad de la revela­ción bíblica30.

14. 3.3. Para penetrar en el misterio de la Trinidad, Agustín utiliza por tanto la analogía del espíritu: la Trinidad de Dios se refleja, analógicamente, en la trinidad creada de las facultades del espíritu humano. El punto de partida es la palabra del Génesis: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza»; por consiguiente, hay que encontrar en el hombre la imagen trinitaria. Pues bien, lo mismo que el hombre tiene memoria de sí mismo, se conoce a sí mismo y se ama (y -en el plano de la gracia- tiene memoria de Dios, tiene conocimiento de Dios y tiene amor de Dios), esto mismo ocurre en Dios: la memo­ria, el entendimiento y la voluntad son una analogía creada de la Trinidad, que es Padre (memoria), Verbo (entendimiento) y Espíritu de Amor.

Esta vía -como el concepto de relación- será ampliamente utilizada y afinada por santo Tomás, mientras que san Buena­ventura utilizará preferentemente el tema de los vestigia Trinita- tis en la creación. Agustín, por consiguiente, es una encrucijada obligada de la comprensión del misterio trinitario, tanto para comprender la teología medieval, como para la recuperación actual del tema de Dios-amor en clave ontològica.

,0 Cf. H.U. von Balthasar, Gloria 5. Metafisica. Edaci moderna, Ed. Encucntro, Madrid 1988, 19ss.


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DIOS UNO Y TRINO

  1. 4. Unidad y distinción de la teología trinitaria de Oriente y de Occidente

Los dogmas cristológicos y trinitarios de los primeros siglos, la rica y genial reflexión teológica de los Capadocios y de san Agustín, constituyen la herencia segura de la que partirá la reflexión posterior: tanto en la segunda etapa, ya menos creativa, de la patrística y en el menos creativo todavía primer período de la Edad Media, como -sobre todo- en la cumbre de la teolo­gía cristiana que se alcanzará en los siglos XII y XIII. Pero los Capadocios y Agustín -como ya se ha indicado y como se ha podido intuir en las rápidas alusiones que hemos hecho a pro­pósito de su doctrina- muestran con suficiente claridad las diversas sensibilidades, incluso en la teología trinitaria, de Oriente y de Occidente. No se trata sólo de diversidades en la termino- logta (que se encargó de allanar el Constantinopolitano II), sino también y más profundamente de diferencias en la perspectiva y en la intuición. No es que esas diversidades hagan que alguna de esas dos tradiciones se desvíe de la ortodoxia, desde luego. Pero si se exasperan y se contraponen esas diferencias, resulta difícil percibir la unidad de fondo que -en el terreno de la refle­xión trinitaria- es algo muy distinto de la uniformidad. Dolo- rosamente eso es lo que ocurrió en la polémica sobre el Filioque: ¡el Espíritu Santo, vínculo de comunión entre Dios y los hom­bres, se convertiría en ocasión de... división! En todo caso, el debate tan encendido permitirá aclarar mejor las ideas, como había ocurrido ya con las herejías del primer siglo. Un elemento nuevo y precioso -al menos en el nivel de la terminología-, que se introducirá a finales de la edad patrística, es el de la «perijóresis» de las tres divinas Personas. Pero detengámonos, aunque sólo sea rápidamente, en algunos de estos temas.

  1. 4. 1. La «fórmula trinitaria» del Constantinopolitano II

Como hemos visto a propósito de San Agustín, aunque la concepción trinitaria de Oriente y de Occidente es fundamen­talmente unitaria, quedaba sin resolver un problema de clarifi­cación lingüística: ¿cómo podían los padres latinos traducir al latín los conceptos griegos, sin perder su significado ni crear


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problemas de comprensión? Hypostasis en latín se traducía por substantia, el mismo término con que se traducía también ousía, mientras que para decir el concepto griego de hypostasis utiliza­ban el término persona, que en griego significa «careta» (= pró- sopon)-, de aquí las incomprensiones y luego las acusaciones mutuas... El problema, también sobre la base de la canoniza­ción anterior de los términos hypostasis y ousía (persona y subs­tancia o naturaleza) en el dogma cristológico de Calcedonia del año 451 (en Cristo hay una sola persona y dos naturalezas), quedará resuelto en el concilio II de Constantinopla, del año 553:

«Si alguno no confiesa una sola naturaleza o substancia del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y una sola virtud y potestad, Trinidad consubstancial, una sola divinidad, adorada en tres hipóstasis o personas, ese tal sea anatema. Porque uno solo es Dios y Padre, de quien todo; y un solo Señor Jesucristo, por quien todo; y un solo Espíritu Santo, en quien todo»31.

14. 4. 2. Juan Damasceno, el concepto griego de “penjóresis”y el latino de “circumincessio”

San Juan Damasceno (primera mitad del siglo VIII) es un sin- tetizador genial de la doctrina patrística anterior. Antes de él, sin embargo, hemos de recordar a otros dos grandes represen­tantes de la teología oriental: el Pseudo-Dionisio Areopagita (comienzos del siglo VI) y san Máximo el Confesor (primera mitad del siglo VII).

El primero es el gran representante de la inspiración apofá- tica de la teología oriental, que se refiere directamente a Proclo, el último de los neoplatónicos, y habla de Dios como «super- esencia», que es posible conocer sólo «a través del no-conoci- miento». En el segundo encontramos ya una extraordinaria síntesis que recoge a Orígenes y a los Capadocios y los relee a través de un cnstocentrismo que nace de la profundización del dogma de Calcedonia. Tienen especial importancia sus doctri­nas de la creación y de la divinización, leídas en clave trinitaria: en su único Logos eterno el Padre contempla los múltiples logoi

Cf. el primer canon del concilio Constannnopolitano II, en DS 421.


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de las cosas que, una vez creadas, vuelven de nuevo a la unidad del seno de Dios a través de Cristo y del don del Espíritu, mediante un proceso gratuito y libre de divinización.

Pero volvamos al Damasceno. Acuña un término nuevo, perijóresis, que utiliza en cristología y en teología trinitaria, para indicar tanto la unión sin confusión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en Cristo, como la relación de mutua in-existencia de las tres divinas Personas. Para esta última se refiere, lógicamente, a los textos de Juan, en los que Jesús afirma esta misteriosa realidad: «El Padre y yo somos uno» (Jn fO, 30); «El Padre está en mí y yo en el Padre» 0n 10, 38; cf. 14, 9.11; 17, 21). Recogiendo algunas ideas de Ireneo de Lión y de Gregorio de Nacianzo, subraya con gran claridad:

«La permanencia y la morada de la una en la otra de las tres Personas significa que son inseparables y que no han de sepa­rarse, y que tienen entre sí una compenetración sin mezcla, no de forma que se fundan y se mezclen entre sí, sino de forma que se conjuguen mutuamente. Es decir, el Elijo está en el Padre y en el Espíritu, y el Espíritu está en el Padre y en el Elijo, y el Padre está en el Hijo y en el Espíritu sin que tenga lugar una fusión o una mezcla o una confusión. El movimiento es uno e idéntico, ya que el impulso y el movimiento de las tres personas es único, algo que no se puede advertir en la naturaleza creada»32.

Con anterioridad al uso de este término, el concepto de la mutua in-existencia de las Personas divinas estaba ya presente en la Patrística latina. Hilario de Poitiers dedica a esta doctrina el tercero de sus doce libros Sobre la Trinidad, afirmando entre otras cosas que «lo que está en el Padre está también en el Hijo (...); el uno (se deriva) del otro y los dos son una sola cosa (...). Están mutuamente en sí (in se invicem)»n\ san Agustín recoge esta idea en su De Trinitate:

«En la Trinidad excelsa, una persona es igual a las otras dos, y dos no son mayores que una sola de ellas, y en sí son infi­nitas. Y de esta guisa, una está en cada una de las otras, y todas en una, y una en todas, y todas en todas, y todas son unidad

De fide orthadoxa I, 14. " De irinitale 111, c. 24.


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(ita et singula sunt in singulis et omnia in singulis et singula in

ómnibus et omnia in ómnibus et única omnia)-»M.

Los términos latinos circumincessio y circuminsessio se utili­zaron en la Escolástica latina -aludimos a ello ya desde ahora para dejar completo este tema- para traducir el griego perijóre- sis, y significan, con diversos matices, el mismo concepto: circu­minsessio (de circum = en torno, e insidere = sentarse, estar sobre o estar dentro), de forma más estática, como presencia e inhabitación mutua; circumincessio (de circum e incedere = avan­zar), de forma más dinámica, como mutua efusión y compene­tración.

San Buenaventura utiliza expresamente el término circumin­cessio, afirmando que «las autoridades y los argumentos de razón demuestran que entre las personas divinas reina una suma y per­fecta circumincesión», en cuanto que «uno está en el otro y viceversa» y que «esto se da en sentido propio y perfecto sola­mente en Dios, ya que esta circumincessio en el ser pone simul­táneamente distinción y unidad; solamente en Dios se da la más alta unidad con distinción, de manera que es posible hacer esta distinción sin mezcla y esta unidad sin separación»35.

Santo Tomás, aunque no utiliza este término, trata amplia­mente la cuestión de «si el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo», y responde que «en el Padre y en el Hijo es preciso tomar en cuenta tres cosas, a saber: la esencia, la relación y el origen, y según cada una de ellas el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo»36. Tanto Buenaventura como Tomás insisten en que, para comprender esta mutua in-existencia, no pueden utilizarse analogías creadas, ni las ocho posibilidades del «ser-en» que conoce Aristóteles.

Sobre el significado de esta doctrina hay que subrayar que -más allá de la diferencia de acento entre el planteamiento griego de la penjóresis, recogida por la línea bonaventuriana (que parte de las personas), y el planteamiento latino de la circumin­sessio (centrada en general en la unidad de las personas)- es de suma importancia para excluir toda posibilidad de tnteísmo y

M De Tnrntate 6, 10, 12: Obras, o.c., 455; el. 9, 5, 8.


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de modalismo, dado que las tres personas son Uno «inconfuse et indivise». Santo Tomás, por lo demás -como veremos- bus­cará de alguna manera una síntesis de las dos, posiciones clásicas, fundamentando la mutua in-existencia tanto en la unidad de substancia como en las relaciones de origen. Será el concilio de Florencia (1442), apelando a una formulación de Fulgencio de Ruspe37 y a la conocida fórmula de san Anselmo38, el que describa en estos términos la mutua in-existencia de los Tres:

«Estas tres personas son un solo Dios, y no tres dioses; porque las tres tienen una sola substancia, una sola esencia, una sola naturaleza, una sola divinidad, una sola inmensidad, una eternidad, y todo es uno, donde no obsta la oposición de rela­ción. Por razón de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Elijo»39.

14. 4. 3. Dos modelos diversos de teología trinitaria

Pero el tema trinitario que ocupará el final de la época patrís­tica y el comienzo de la Edad Media es sin duda alguna, al menos desde el punto de vista de la polémica teológica entre Oriente y Occidente, el del Filioque.

Para comprender el origen de la controversia sobre la proce­sión del Espíritu Santo, o más concretamente sobre el papel del Elijo en la procesión del Espíritu Santo, hay que recordar ante todo que este misterio había quedado sin precisar en el Constan- tinopolitano I. Dicho concilio había afirmado la divinidad del Espíritu Santo y que éste «procede» del Padre, pero no había dicho nada sobre la relación entre el Hijo y el Espíritu Santo. Pues bien, la teología trinitaria oriental y la occidental se fueron desarrollando en los siglos sucesivos con una sensibilidad y unas perspectivas distintas; y fue precisamente el tema de la procesión ciel Espíritu Santo el que, en un momento determinado, puso de

37

*8

De juie ad Petrum seu de regala /Idei De processione Spiritus Sancii, c. 1.

DS 1330-1331.

1,4.

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manifiesto esta diferencia. Así pues, intentemos sintetizar en líneas generales y también -como siempre sucede- con una buena dosis de simplificación, las diversas entonaciones que fue­ron asumiendo poco a poco las dos perspectivas teológicas, ya que serán fundamentales a la hora de explicar la diversa solu­ción que habrían de dar el Oriente y el Occidente al problema que había dejado abierto el Constantinopolitano I.

- La teología oriental parte de las Personas: el Dios Uno es el Padre que da la divinidad al Hijo, mientras que el Espíritu recibe su divinidad del Padre por medio (dia) del Hijo. Se subraya la “monarquía” del Padre y la taxis (el proceder orde­nado) del Hijo y del Espíritu a partir de él.

La teología occidental, por el contrario, parte de la única naturaleza divina que se actúa -a través de sus mutuas relaciones- en las tres Personas: en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo, el Padre engendra al Verbo; del amor mutuo entre el Padre y el Verbo procede el Espíritu.

Podría decirse que los orientales hablan de un Dios en tres personas, mientras que los occidentales hablan de tres personas en un solo Dios.

Así pues, el esquema figurativo de los orientales es la línea:
P —► F —► S

El de los occidentales es el triángulo (o el círculo):

P

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F x

En la occidental, que el Espíritu procede del Padre y del Elijo (Filioque), aun cuando la fuente primera sigue siendo el Padre.


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del hombre; y, al mismo tiempo, subrayan la distinción de las Personas y su «orden» (taxis) en la vida divina. Además, en la línea de los Capadocios y del Pseudo-Dionisio, mantienen con toda decisión la transcendencia del misterio, destacando la vía “negativa” (apófasis).

Con su esquema circular, los occidentales subrayan por el contrario que el Espíritu Santo es la intimidad de Dios, el vín­culo de amor entre el Padre y el Hijo; y destacan la unidad y la equidivinidad de los Tres. Además, a partir de la teología esco­lástica (sobre todo con san Anselmo, siglo XI), intentan aprove­char al máximo los recursos de la razón para penetrar y expresar el misterio.

-La figura clásica que ilustra la perspectiva oriental es la del icono de la Trinidad de A. Rublev, de la que luego hablaremos, con las tres Personas divinas representadas bajo la forma de los tres personajes misteriosos que se le aparecieron a Abrahán (Gn 18, lss).

En Occidente se afirmará más bien la representación del Padre, sentado en el trono, que sostiene la cruz del Hijo, mien­tras que sobre ellos aletea el Espíritu en forma de paloma.

14. 4. 4. Las razones próximas de la polémica sobre el «Filioque»

Como se ha podido advertir, aunque expresan distintas sen­sibilidades teológicas y espirituales, y aunque tiene cada una sus propios méritos y sus propios defectos, las dos perspectivas no son contradictorias, sino que en cierto modo se complementan entre sí. Pero la distancia cultural que a lo largo de los siglos se fue ampliando cada vez más entre Oriente y Occidente: las cues­tiones políticas y eclesiásticas que se mezclaron con la diferen­ciación litúrgica, espiritual y teológica, las dificultades de comunicación que se agudizaron con la expansión del Islam, hicieron cada vez más incomprensibles mutuamente los lenguajes respectivos.

A ello se añadió una cuestión lingüística de no poca impor­tancia que (como ya había sucedido con los términos hipóstasis y persona) causó muchas incomprensiones. Para hablar de la relación entre el Espíritu Santo y el Padre -en la línea del Cons- tantinopolitano I- los griegos usaban el término ekpóreusis,


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sacado del evangelio de Juan, que significa en concreto «proce­dente de una fuente» y que -como tal- sólo puede usarse en relación con el Padre, ya que sólo él, en la Trinidad, es origen sin origen. Los latinos, en una lengua filosóficamente mas pobre y menos precisa, traducían este término por processio, que tiene un significado más amplio, ya que significa simplemente «pro­ceder de otro» y, por tanto, podía usarse tanto para el Padre como para el Hijo. Por eso, una fórmula que -a pesar de no ser conciliar- era aceptable para los latinos, resultaba intolerable para los griegos.

De hecho, sin embargo, fue la introducción unilateral del Filioque en el Símbolo niceno-constantinopolitano por parte de los occidentales (a partir del sínodo de Toledo del año 447, difundido luego por Carlomagno e introducido en Roma en el 1014 por el papa Benedicto VIII) lo que constituyó la causa pró­xima de la ruptura. Fue primero con el patriarca Focio (867), preocupado tanto por la interpretación unilateral del término Filioque en un Símbolo que estaba recibido en toda la Iglesia, como por su contenido, ya que -en una línea típicamente orien­tal- quería subrayar que el Padre es el principio y el origen de la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo, y criticaba a los lati­nos, acusándoles de sostener que en Dios hay dos principios, destruyendo así la unidad trinitaria. Luego fue con Miguel Cerulario, cuando el problema no lo trataban ya los teólogos, sino los juristas, con lo que la ruptura se hizo inevitable (1054).

Las posiciones siguieron siendo divergentes y se llego a la excomunión mutua. El intento de unión del concilio de Flo­rencia (1438-1455) no obtuvo un éxito duradero. Bajo la pre­sión de los acontecimientos políticos (los turcos estaban a punto de conquistar Bizancio), se sancionó una «fórmula de unión», en la que se afirmaba que las dos tesis (el Per Filium de los orienta­les y el Filioque de los occidentales) no se excluyen entre sf'°; pero este compromiso no fue aceptado en Bizancio y todo con­cluyó en un piadoso deseo de unión entre las dos Iglesias, pero sin resultado efectivo en el nivel práctico.

^ Cí. el texto de la Bula de unión con los griegos del concilio de Floren­cia, DS 1300.


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En 1742 y en 1755, el papa Benedicto XIV insistió en que la fórmula del Símbolo sin el Filioque podía utilizarse en la litur­gia de las Iglesias de rito griego unidas a Roma. Actualmente, el dialogo teológico ha dado muchos pasos adelante. Por parte católica, se afirma substancialmente que el acuerdo es posible y deseable, con tal que no se llegue a los extremismos de Focio; mas vanada es la posición ortodoxa: hay algunos (por ejemplo, V. Lossky) que afirman que el Filioque sigue siendo inacepta­ble, ya que de él se derivan todas las taras de la teología y de la eclesiologia católica (el «cristomonismo», es decir, el exagerado cristocentrismo en perjuicio del Espíritu Santo, y -como con­secuencia- el primado romano en perjuicio de la colegialidad, etc.); otros se muestran más conciliadores y están de acuerdo en ver en las dos fórmulas dos diversas opiniones teológicas y en buscar una fórmula común.

14.5. La gran Escolástica medieval

La Escolástica medieval —como ya hemos podido señalar en la exposición de algunos temas específicos- recoge la gran tradi­ción patrística, sobre todo latina, pero no sólo ella (en Tomás es evidente, por ejemplo, la influencia del Pseudo-Dionisio Areopa- gita y la del Damasceno) y profundiza en ella con gran sutileza metafísica, desarrollando ulteriormente sus potencialidades. No cabe duda de que santo Tomas es el vértice equilibrado y espe­culativamente finísimo de esta gran época. Pero no hay que olvidar la reflexión elaborada en el periodo carohngio, por ejem­plo, por Escoto Eriugena (siglo IX), con su genial síntesis entre la filosofía neoplatomca y la teología de los Padres griegos, y sobre todo Ricardo de San Víctor -con su reanudación del sendero «ininterrumpido» ag,ustiniano del amor-, y el grandioso fresco cristocentrico-trmitano de san Buenaventura.

14. 5. 1. Ricardo de san Víctor, doctor de la contemplación y de la caridad

Poco conocido, al menos hasta hace poco tiempo (y por eso conviene dedicarle un poco de espacio en nuestro camino), pero


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originalísimo y profundo en varios aspectos, Ricardo es quizás el mayor representante de la escuela victorina de París en el siglo XII. Su pensamiento teológico, rico y penetrante, que floreció en el clima fervoroso de contemplación y de estudio de la aba­día de San Víctor, representa una conciliación ideal entre las tendencias opuestas que habían animado a la teología de la pri­mera mitad de siglo: la tendencia dialéctica de Abelardo y la mística de san Bernardo de Clairvaux. En lo que se refiere a la Trinidad, Ricardo conoce bastante bien a los Padres, se inspira en Agustín, pero quiere poner en acto -y en esto manifiesta en sus mejores aspectos y con gran equilibrio el espíritu que anima a la Escolástica- la exigencia de la fides quaerens intellectum plan­teada con fuerza como significado y método de la teología por san Anselmo de Canterbury (1033-1109). En esta perspectiva, con un sabio encuentro entre la especulación rigurosa y la fina intuición mística, se propone buscar las rationes necessariae que iluminan al entendimiento, en la medida de lo posible, para que pueda entender el misterio trinitario que le presenta la fe. Ricardo describe de esta manera la intención de su obra, con acentos típicamente medievales:

«A propósito de mi Dios, he leído que es uno y trino: uno en la substancia, pero trino en las personas. He leído todo esto; pero no recuerdo haber leído el modo con que ha de probarse todo esto (...). Sobre todos estos puntos abundan las autori­dades, pero no tanto las exposiciones de pruebas; sobre todos estos puntos faltan las verificaciones experimentales y se carece de argumentos. Por tanto (...), estoy convencido que sacaré algo en conclusión si, en este trabajo, consigo ayudar -al menos un poco- a los espíritus que buscan, aunque no se me conceda poder satisfacerlos»41.

La genialidad de Ricardo consiste en partir de la definición de Dios en san Juan como Amor, recogida de san Agustín, y en mostrar -a la luz de una fenomenología ontològica sobre lo que es el amor en la experiencia humana- que Dios no puede menos de ser amor, pero para que sea tal, debe haber en él una plurali­dad de personas.

De Trinìtate I, V, Città Nuova, Roma 1990, 86-87.


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«En el bien supremo y totalmente perfecto reside la plenitud y la perfección de toda la bondad. Por otra parte, donde se encuentra la plenitud de toda la bondad, no puede faltar la verdadera y suma candad, dado que no hay nada mejor ni más perfecto que la caridad. Pues bien, de naciie se dice que posea la candad en el verdadero sentido de la palabra por el hecho de amarse exclusivamente a sí mismo; por tanto, es necesario que el amor, para poder ser caridad, se diríja hacia otro. Por consi­guiente, si falta una multiplicidad de personas, no puede haber lugar ninguno para la caridad»42.

Pero Ricardo no se detiene aquí: ¿Por qué las personas en la Trinidad son precisamente tres? ¿No bastaría que fuesen dos, para que Dios fuera amor?

«La caridad suprema debe ser absolutamente perfecta; y para ser sumamente perfecta, debe ser tan grande que no pueda ser mayor y, al mismo tiempo, tiene que poseer una cualidad de tal categoría que no pueda ser mejor. De hecho, como en la caridad suprema no puede faltar el vértice de la grandeza, tampoco podrá faltar aquello que resulta ser la cima de la excelencia, Pues bien, en la caridad auténtica el máximo de la excelencia parece ser éste: querer que otro sea amado como lo somos nosotros mismos. Efectivamente, en el amor mutuo y ardiente no hay nada tan precioso y tan admirable como el deseo de que otro sea amado del mismo modo por aquel que sumamente se ama y por el cual somos sumamente amados. Por tanto, la prueba de la caridad perfecta consiste en desear que el amor de que uno es objeto sea participado por otro (...). Como puede constatarse entonces, la perfección de la caridad exige la Trinidad de las personas; sin ella, (la caridad) no puede subsistir en la plenitud de su totalidad»43.

La intuición es ciertamente genial. Sólo se podría advertir a Ricardo que si, además de la fenomenología del «ser del amor», hubiera reflexionado más en el significado específico cristoló- gico y pascual de la agapé neotestamentaria (como se expresa, por ejemplo, en la primera carta de san Juan), habría podido lle­gar más adelante todavía, y precisamente a partir de la historia

42 De Tr'mitate III, II: o.c., 127-128.

43 De Tnmtate II, XI: o.c., 137-138.


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de la salvación. En todo caso, Ricardo llega a esta conclusión que -por desgracia- pasó desapercibida durante varios siglos:

«Por tanto, es necesario sin duda alguna que el ser y el amar coincidan en la simplicidad soberana; por eso, en cada uno de los Tres, la propia persona se identifica con el propio amor. Por consiguiente, el hecho de que en una única divinidad haya varias personas, no tiene más significado que éste: una pluralidad posee una sola y misma dilección, la suprema: más aún, por decirlo mejor, una pluralidad es (esta dilección), según propie­dades diferentes»44.

Un último punto en el que Ricardo realiza un notable intento por penetrar en el misterio trinitario se refiere al signi­ficado del término «persona» aplicado a Dios. El está conven­cido de la oportunidad de este término, aunque hasta ahora -nos indica- no se ha captado plenamente su sentido:

«Diré precisamente eso; diré lo que pienso y lo que creo firmemente y sin vacilación, es decir, que en el misterio tan sublime y sobreeminente de la Trinidad el termino “persona' no se ha adoptado ni mucho menos sin una inspiración divina y sin el magisterio del Espíritu Santo (...). Es verdad, admitamos también que el que aplicó por primera vez el término “persona” a la realidad divina lo hizo por necesidad, para poder responder de alguna manera a los que preguntaban en qué sentido había tres en la Trinidad; en efecto, no se podía responder que se trataba de tres dioses. A pesar de ello, el Espíritu Santo, que guiaba sus corazones, sabe muy bien de qué manera y con qué significado exacto se utilizaba (este término) que ellos teman que usar por obligación. Así pues, si estamos sinceramente convencidos de esto, intentemos con todo cuidado saber, no ya con qué acepción se usó (esta palabra) inicialmente por los hombres, ni por qué motivo se aplicó posteriormente a la realidad divina, sino con qué significado verdadero fue inspirada por el Espíritu de verdad a aquellos que la aplicaban y cómo es que entró en el uso universal de la Iglesia latina»45.

44 De Trinitatc V, XX: o.c., 205.

4:1 De Trinitate IV, 1: o.c., 156-157.


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Siguiendo la línea de la tradición latina, Ricardo sabe muy bien que es sumamente difícil aplicar a los Tres en Dios la noción de persona, al menos tal como la expresó Severino Boecio, como «una substancia individual de naturaleza racional»46, ya que entonces se caería en el triteísmo. Esto es lo que causaba tantas dificultades a Agustín. Nuestro autor cambia el punto de partida. En realidad, persona significa un «alguien» del que hay que definir dos elementos: el «qué cosa» (naturaleza) y el «de dónde viene» (el origen). Persona es por tanto existentia: algo que es en sí (expresado por el sisteré) viniendo de (ex). En Dios, la naturaleza de los Tres es la misma (divinidad), mientras que es distinto el origen: la pluralidad de las personas como existen- ticte se refiere en Dios no a la naturaleza (eso sería triteísmo), sino más bien al origen que especifica a cada uno de los Tres de forma única, que no puede comunicarse a los otros Dos. Por tanto, el término persona puede aplicarse a los Tres de la Trini­dad, si con él se entiende «una existencia incomunicable de la naturaleza divina»47. Con ello queda allanado el camino, incluso desde el punto de vista metafísico, para la comprensión de la tripersonalidad divina, mientras que el significado de persona queda totalmente vinculado al de origen, a la relación-de-donde.

14. 5. 2. La síntesis de santo Tomás de Aquino

Santo Tomás (1225-1274) representa uno de los frutos más maduros (aunque no el único) de la teología trinitaria de la Edad Media cristiana de Occidente, con una cierta sensibilidad por la tradición oriental.

No cabe duda de que su teología es la que mejor sintetiza originalmente la reflexión de los siglos precedentes y la que tendrá más influencia en la teología católica posterior. Tomás de Aquino trata del misterio trinitario en varias obras, aunque en perspectivas diferentes y en cierto modo complementarias. Ante todo, en sus comentarios a las Escrituras (encierra especial interés el In]ohannem)\ en su obra de juventud Scriptum super Sententiis, que unifica la perspectiva de la creación y la de la

Contra Eut. III, 1-6.

De Trmitate IV, 22: o.c., 175.

4?


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salvación gracias al esquema neoplatónico de la circulatio (las criaturas «salen» de Dios y «vuelven» a Dios); y finalmente en la visión más sistemática de la Summa Theologiae. Y mientras que en las primeras obras, con una perspectiva más bien histó- rico-salvífica, destaca más lo que se ha llamado el «personalismo trinitario» de santo Tomás, o sea, la acentuación de la identidad y del papel de las personas divinas, en la perspectiva más siste­mática de la Summa se dibuja una reflexión de tipo más metafí- sico, que concede una atención privilegiada -al menos en parte- a la unidad de la esencia divina. Nos detenemos sobre todo en esta última perspectiva -sin olvidar la primera-, ya que será la que de hecho influya más en la doctrina católica de los siglos posteriores. Pero hay que tener siempre presente que santo Tomás, aunque prefiere el esquema latino (agustiniano), intenta integrar con él armoniosamente el esquema griego y, especial­mente, la visión del Damasceno sobre la vida divina como pen- jóresis. Son cinco por lo menos las perspectivas características de la visión tomista.

48 Cí. S. Th. I, q. 13, a. 11; In Sent. I, c.8, q.l, a.3.


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de lo que concierne a la esencia divina a lo que concierne a la dis­tinción de las personas, con algunas precisiones fundamentales tanto en un caso como en el otro, pero sin llegar a fundirlas de un modo radical y totalmente armonioso. No obstante -y es éste uno de sus méritos de mayor alcance-, al retomar a san Agustín, santo Tomás une genialmente los dos lenguajes que le había transmitido la tradición: el lenguaje agustiniano de la relación y el de origen más bien griego (canonizado por el dogma) de las hipóstasis o personas. En efecto, la persona divina es relatio subsistens, «relación subsistente»49, en donde «“relación” designa el elemento de individuación que distingue a la persona, mientras que “subsistente” designa la posición ontològica absoluta de la persona»50. Esto significa que, en las personas divinas, el ser-en-sí (el esse-in) coincide con el ser-para y en-el-otro (el esse-ad). De este modo santo Tomás muestra que ha hecho suya la noción de persona como existentia de Ricardo de san Víctor y que ha profundizado metafisicamente en ella. Esta definición se hará clásica y sigue siendo sin duda uno de los vértices de la teología trinitaria occidental. Y esto con la conse­cuencia -importantísima para el desarrollo ulterior, y actual, de la cultura occidental- de pasar de una concepción de la persona como absoluto (como «substancia individual de naturaleza racional», por hablar como Boecio) a una definición que implica la relación, al menos en lo que se refiere a la vida trinitaria.

- Otro punto en el que santo Tomás recoge la tradición anterior, sobre todo la agustiniana, sintetizándola genialmente y penetrando profundamente en ella, es el de la interpretación «psicológica» -a partir de la analogía con el acto cognoscitivo y volitivo del espíritu humano- de las procesiones trinitarias.

«En Dios hay dos procesiones: la del Verbo y otra. Para explicarlo tómese en cuenta que en Dios no hay procesión más que por razón de las operaciones que no tienden a cosa extrín­seca, sino que permanecen en el mismo agente. Ahora bien, en la naturaleza intelectual, esta clase de acciones son la del enten­dimiento y la de la voluntad. Por la acción de la inteligencia se produce el Verbo, y por la operación de la voluntad hay

49 S. lì}. I, q.29, a.4: o.c. 107 ss.

G. Lafont, Peut-on conruhre Dieu en Jésus-Clmst? Ceri, París 1969, 124.


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también en nosotros otra procesión, que es la procesión del amor, por la cual lo amado está en el que ama, como por la concepción del verbo la cosa dicha o entendida está en el que entiende. De aquí, pues, que, además de la procesión del Verbo, se admita en Dios otra procesión, que es la procesión ciel amor»51.

«Así pues, como decimos del árbol que está florido por las flores, así también decimos del Padre que se dice a sí y a las cria­turas por el Verbo o por el Hijo, y del Padre y del Hijo que se aman a sí mismos y a nosotros por el Espíritu Santo o Amor procedente»53.

Por consiguiente, Tomás coloca la creación en el corazón de la vida Trinitaria, en la interioridad de las relaciones de amor de las tres Personas. Y no sólo esto, sino que la «interiorización» trinitaria de la creación es llevada a su cumplimiento por el mis­terio de la encamación del Verbo y del don del Espíritu Santo. Así que, como cristianos,

«hemos de reproducir aquella unidad que existe en Dios. Así pues, no basta con que todos tengamos, mediante la gracia,

M 5. Th. I, q.27, a.3: o.c. 48-49. 12 In Jobannem 17, 26.

S. Th. I, q.37, a.2: o.c. 265.


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la misma vida divina, que nos hace participar de la naturaleza divina, sino que hemos de estar unidos a Dios y entre nosotros mediante el amor en el Amor personal que es el Espíritu Santo»54.

Mediante la gracia -que es unaparticipata similitudo naturae divinae (una semejanza participada de la naturaleza divina)- somos uno en el ser (= tenemos la misma naturaleza); mediante el amor nos hacemos uno en la perijóresis, en la reciprocidad de nuestro ser los unos en los otros. Lo mismo que en Dios. Por tanto, el amor mutuo es para santo Tomás de Aquino la reali­zación de la existencia trinitaria del cristiano.

14, 5. 3. El cristocentrismo trinitario de san Buenaventura y de la tradición franciscana

Si santo Tomás descuella en la penetración metafísica del misterio trinitario, su contemporáneo san Buenaventura (1217- 1274), franciscanamente enamorado de la creación como reflejo de la gloria del Creador, nos ofrece una síntesis teológica extraordinaria, totalmente trasfigurada por la luz de la revela­ción trinitaria, hasta el punto que se ha podido decir: «Nunca jamás, ningún otro teólogo en toda la historia ha desarrollado una teología trinitaria tan explícita como san Buenaventura»55. El doctor seráfico reconoce expresamente en estos términos la fuente de su inspiración teológica:

«(Francisco) en las cosas bellas contemplaba al que es suma­mente hermoso y mediante las huellas impresas en las criaturas buscaba por doquier a su Amado (...). Impulsado por el afecto de su extraordinaria devoción, degustaba la bondad originaria de Dios en cada una de las criaturas, como en otros tantos arroyos derivados de la misma bondad; y como si percibiera un concierto celestial en la armonía de facultades y movimientos

54 In fohannem 17,26.

55 H.-P.Heinz, Un esempio fra tutti: san Bonaventura, en Vanos, Il Dio di

Gesù Cristo, Città Nuova, Roma 1982, 180.


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que Dios les ha otorgado, las invitaba dulcemente (...) a cantar las alabanzas divinas»56.

Si buscamos ahora la idea clave de su síntesis teológica, podemos encontrarla en la concepción de Cristo como mediador universal y definitivo, propia en particular de la cristología de san Pablo, que san Buenaventura estudió con predilección. El Cristo recapitulador de la creación y de la historia de la salva­ción, el Cristo que conforma consigo al creyente hasta hacer decir a san Pablo «ya no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí», el Cristo crucificado sabiduría y fuerza de Dios, todo el cristocentnsmo paulino es acogido y reexpresado origi­nalmente por san Buenaventura en conformidad con el carisma de san Francisco y con la sensibilidad teológica de su tiempo.

Toda su teología -como ha subrayado K. Hemmerle- no es más que la reflexión sobre su experiencia viva del seguimiento de Cristo: para Buenaventura, como para Pablo, para Agustín y para Francisco, en Cristo se conjugan y encuentran su cum­plimiento el movimiento de la vida (el es la vida) y el movi­miento del pensar (él es la verdad) del ser humano. Su intuición de fondo es que, viviendo y pensando en-Cristo, el teólogo cris­tiano pone el comienzo de su pensar y de su vivir en el corazón de la realidad y de la verdad:

«Se ha de notar que ha de comenzarse del medio, que es Cristo. Pues él es el mediador entre Dios y los hombres, teniendo el medio en todas las cosas (...). Por tanto, si alguno quiere venir a la sabiduría cristiana, de él ha de empezar»77.

Así pues, el comienzo es... ¡el centro! Y esto es posible por­que, creados en el Verbo increado y redimidos en el Verbo encarnado, vivimos en la historia llevando en nuestros corazones la luz y el dinamismo vital del Verbo inspirado, es decir, de Cristo glorificado, que nos asimila a sí mismo en el Espíritu. Por tanto, Cristo es el médium, el centro universal.

% Leg. major 9,1, en San Francisco de Asís. Escritos, biografías, documentos de la época, BAC, Madrid 1985, 436.

57 Collationes in Hexaemeron I, 10: Obras III, BAC; Madrid 1947, 183.


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«El Verbo, pues, expresa al Padre y las cosas que son hechas por él y nos conduce principalmente a la unidad del Padre que congrega»58.

Cristo es primeramente el médium, y ab aeterno, en la Trini­dad -entre el Padre y el Espíritu Santo-; lo es luego en la salida de las criaturas de las manos de Dios como «ejemplar» a cuya imagen se ha hecho todo, y en el retorno de las mismas a la Tri­nidad, hacia la que él se hace «camino» a través de la cruz. En el Verbo increado «se dicen todas las cosas»59. En efecto, Dios es como un artista que concibe y realiza en el Verbo un proyecto de amor de belleza incalculable:

«Si paramos la consideración en la producción del efecto mecánico, echaremos de ver que éste procede del artífice mediante la semejanza existente en su mente, por la que el artí­fice idea su obra antes de producirla y la produce después tal como la ha ideado. El artífice ejecuta la obra exterior semejante al ejemplar interior, cuanto es de su parte; y si en su mano estu­viera el producir un efecto con capacidad de amar a su autor y conocerlo, ciertamente lo haría»60.

La creación es una obra de arte que tiene en Cristo su ejem­plar eterno y que está dirigida a un diálogo de amor con el divino Artista. Pero el pecado ha desnaturalizado el amor del hombre, haciéndole replegarse en sí mismo y alejándolo de Dios. He aquí entonces que,

«Aquel que es el médium en la vida de la creación, ha venido a ser el médium en la vida de la re-creación; de suerte que el mundo fue re-creado por medio de aquel Verbo, por cuyo medio había sido hecho»61.

El hombre que, en el Verbo, había sido colocado en el cen­tro del amor del que vive la Trinidad y que por su libre opción quiso alejarse de él, es traído de nuevo por el Verbo encarnado, a costa de su propia vida, al centro primitivo pensado desde siempre por Dios para el hombre.

5h Ih, I, 17: Obras, o.c. 189.

Ibi., 23: Obras I, o.c., 665.

61


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Con la efusión del Espíritu Santo, el Verbo glorificado es interiorizado en el corazón de cada uno de los seres humanos, en donde crece y se desarrolla hasta la perfección, hasta llevarnos con él y en él al Padre. Esto se lleva a cabo sobre todo a través de la caridad y de su máxima expresión, la cruz, el anonada­miento de uno mismo con Cristo crucificado: «Es necesario, en efecto, que el hombre muera por aquel amor»62 a Dios en Jesu­cristo, porque no hay otro camino de acceso a la Trinidad: «el camino no es otro que el ardentísimo amor al Crucificado»63. La cima de la subida espiritual -afirma san Buenaventura, inspi­rándose en la lección de vida de san Francisco, configurado con Cristo mediante el don de las llagas- es pasar con Cristo a través del misterio de amor y de dolor de la cruz.

La escuela franciscana ha guardado celosamente y ha ido reactualizando a lo largo de los siglos esta maravillosa «síntesis cristológica de la sabiduría cristiana en función de la ascesis mís­tica» -como ha definido Bougerol la teología de san Buenaven­tura- que tiene su corazón en el Crucificado, verdadero y altísimo médium del pensamiento y de la vida cristiana. Poco tiempo después, Juan Duns Escoto (1266-1308) volvía a releerla genialmente en una línea interpretativa que será la principal.

Duns Escoto lo ve todo a partir de Dios: puesto que Dios es el ser infinito, tiene abierto delante de sí el campo sin límites de las posibilidades; pero puesto que es amor, ordena todo su obrar (creación y re-creación) por un fin que es la participación al otro distinto de él del amor que él es en su intimidad: Cristo es como la síntesis del instrumento y de la meta de este plan salvífico. Siguiendo la intuición fundamentalmente cristocéntrica de san Buenaventura e inspirándose sobre todo en san Pablo para el tema de la primacía de Cristo, recapitulador del universo, se centra en la Encarnación como punto de apoyo del destino de amor de la humanidad y del mundo, para reconstruir ideal­mente desde aquí el plan divino de salvación en sus articula­ciones esenciales.

«En primer lugar Dios se ama a sí mismo; en segundo lugar

se ama a través de otros distintos de él (las criaturas), y se trata

- Calliitiones m Hexaémeron I, 31: Obras III, o.c., 227. hmerarutm. mentís in Deitm, prol. 3: Obras I, o.c., 559.


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de un amor puro; en tercer lugar quiere ser amado por otro que lo pueda amar de forma suprema, hablando de amor de alguien fuera de él; en cuarto lugar prevé la unión de aquella naturaleza que debe amarlo de forma suprema, aun cuando nadie hubiese pecado (la encarnación); finalmente, en el quinto momento, ve al mediador (Jesús) venir a padecer y a redimir a su pueblo (la redención)»64.

Pero la influencia de san Buenaventura irá más allá de este ámbito. En pleno siglo XV, por ejemplo, un pensador original y agudo como Nicolás de Cusa65 se alimentará en su elaboración de una de las filosofías más altas del Renacimiento del concepto de médium utilizado por san Buenaventura y del de infinito apli­cado a Dios por Duns Escoto, conjugándolos con la inspiración apofática de la patrística oriental, sobre todo del Pseudo-Dio- nisio. Para él Cristo será el centro de convergencia entre lo infinito y lo finito: el ser absoluto que, siguiendo como es, se «contrae» en la naturaleza humana. Pero el sonido de estas palabras nos dice ya que hemos pasado a otra época de la historia.

14. 5. 4. La teología bizantina: Simeón el Nuevo Teólogo y Gregorio Palamas

Pero antes de acceder a la modernidad, se nos plantea espon­táneamente una pregunta, que asomaba ya en la mención ante­rior del Areopagita: ¿qué ha ocurrido entretanto con la teología oriental, después de la gran síntesis del Damasceno? La respuesta no es difícil: sigue fiel a la letra y al espíritu de los Padres, tiene una caracterización cada vez más decididamente pneumatoló- gica y profundiza en la gran idea de la «divinización», por medio del Espíritu Santo, del hombre inserto en Cristo gracias al bautismo y a la eucaristía.

Hay que recordar ciertamente a san Simeón (949-1022), uno de los mayores místicos cristianos, llamado «Nuevo Teólogo»

04 Reportata pansiensia 1, III.

64 Nicolás de Cusa (1401-1464) fue obispo de Brisen y cardenal. Su obra mayor es el De docta ignoranda. En su genial síntesis filosófico-teológica se esbozan las principales intuiciones de pensamiento del Renacimiento y otros lemas que anticipan el pensamiento moderno.


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por «haber comunicado una (nueva) experiencia de Dios» (Y. Congar). Hay que subrayar que la tradición oriental reserva el título de «teólogo» antes de él solamente a san Juan evange­lista y a san Gregorio de Nacianzo. El itinerario -de vida, antes que de conocimiento de Dios, que en definitiva llegan a ser lo mismo- que propone Simeón es muy simple y luminoso: pasar con Cristo a través de la pasión y muerte para llegar a la resu­rrección, de la que el Espíritu es agente y protagonista, y en definitiva a la unión con el Padre.

De manera particular, para llegar a la unión con Dios son necesarios el recogimiento y la oración en «silencio» (kesyckía): se trata del «hesicasmo», un método ascético y místico que, me­diante la invocación del nombre de Jesús hace «descender» la mente al corazón, desde donde se difunde luego por todo el ser de la persona -que se ha hecho ya consciente de ello- la presen­cia de Jesús resucitado. Al ser una mística de la resurrección y del Espíritu Santo que deifica, la de Simeón es una mística de la Luz, de aquella Luz que transfiguró a Cristo en el Tabor.

«Dios es luz y semejante a una luz es la contemplación (...). (Simeón) pregunta: “¿Eres tú mi Dios?” Llega la respuesta que dice: “Sí, yo soy el Dios hecho hombre por ti, y he aquí que te he hecho y te haré, como ves, dios”. Como esta luz se hacía sobre él semejante al sol en el esplendor de su mediodía, advirtió que él mismo estaba en el centro de la luz y completamente lleno de alegría y de lágrimas (...). Vio que la luz misma se unía de una manera increíble a su carne y penetraba poco a poco en sus miembros (...) y le convertía a él mismo completamente en fuego y en luz»66.

«Ella (la luz) nos ilumina (...): habla, actúa, vive y vivifica, transforma en luz a los que ilumina. Dios es luz y aquellos a quienes hace dignos de verlo lo ven como luz; los que lo han recibido, lo han recibido como luz (...). Al recibir la gracia, se recibe la luz divina y a Dios (...). El arrepentimiento es la puerta que conduce de la región de las tinieblas a la de la luz (...). Luz es el Padre, Luz es el Hijo, Luz es el Espíritu Santo. Los tres son una sola Luz atemporal, indivisible, sin confusión, eterna,

',l' Obra citada por P. Evdokimov en El conocimiento de Dios según la tradición oriental, Ed. Paulinas, Madrid 1970, 77-78.


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increada (...), invisible (...); Luz que nadie ha visto ni puede ver jamas antes de ser purificado (...). Para los que han sido hechos hijos de la luz e hijos del día venidero, para los que caminan siempre en la luz, el día del Señor no llegará nunca, ya que ellos están siempre con Dios y en Dios»67.

Por esto, es necesario un «bautismo del Espíritu» que haga efectivo el bautismo sacramental.

«Lo repetiré de nuevo: - La puerta es el Hijo; dice él: “Yo soy la puerta (Jn 10, 7-9). - La llave de la puerta es el Espíritu Santo: “Recibid, pues, el Espíritu Santo; aquellos a quienes perdonéis los pecados, les son perdonados; aquellos a quienes se los reten­gáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23). - La casa, el Padre: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas” (Jn 14, 2). Prestad, pues, cuidadosa atención al sentido espiritual de la palabra. A menos que la llave no abra -porque “a él, dice, le abre”-, la puerta no está abierta; pero si la puerta no se abre, nadie entra en la casa del Padre, como dice Cristo: “Nadie viene al Padre sino por mí” (Jn 214, 6). Que el Espíritu Santo, pues, el primero, abra nuestro espíritu (cf. Le 24, 45) y nos enseñe lo que conviene al Padre y al Hijo, pues él es quien lo ha dicho»68.

«En efecto, si llamamos llave al Espíritu Santo, es porque tenemos el espíritu esclarecido por él y en él; y purificados, somos iluminados con la luz del conocimiento y también bauti­zados de lo alto, regenerados (cf. Jn 3, 3.5) y hechos hijos de Dios, como dice san Pablo: “El mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inenarrables” (Rom 8, 26), y “Dios ha derramado en nuestros corazones su Espíritu que grita: ¡Abbá, Padre!” (Gal 4, 6). Por consiguiente, él nos muestra la puerta, puerta que es luz...»69.

San Gregorio Palamas (1296-1359), monje del monte Athos y luego arzobispo de Tesalónica, defendió a los hesicastas de las acusaciones que les hacían de no respetar la transcendencia y la

67 Sermón 57, 2, 4, obra citada por M. Cerini, La riflessione su Dio nelle Chiese ¿'Oriente, en Varios, Il Dio di Gesù Cristo, o.c., 197-212.

Catech. XXXIII, obra citada por Y. Congar, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1983, 126.

Ib., 127.


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incomprensibilidad de Dios. Lo hace a través de la distinción (ya conocida por los Padres) entre la esencia de Dios, que es y sigue siendo inaccesible, y sus «energías» u «operaciones» a tra­vés de las cuales él se comunica fuera de sí, divinizando a las criaturas, doctrina que fue aprobada en Constantinopla en varios sínodos del siglo XIV.

Así pues, lo que Palamas quiere afirmar simultáneamente es, por un lado, la divinidad de Dios, que está y estará siempre más allá de todo y que es incognoscible en sí misma, y por otro, la divinización real del hombre en Cristo. La solución teológica que se propone se sitúa más bien en un nivel contemplativo; por eso mismo fue difícilmente comprendida por los latinos e incluso algunos ortodoxos contemporáneos la ven como nece­sitada de una ulterior profundización. Lo esencial es compren­der -como dice Congar- que las energías increadas son lo que irradia hacia fuera el Ser incognoscible de Dios. La Escritura -en esta interpretación- hablaría de él bajo los términos de «glo­ria», de «luz», de «potencia» de Dios: es la luz, decíamos, que transfiguró a Cristo en el Tabor. No se trata de una irradiación impersonal subsistente por sí misma: «La energía es como la expresión de la Trinidad: traduce ad extra su misteriosa alteri- dad en la unidad», un «procesión natural» de Dios que sale del Padre por medio del Hijo, en el Espíritu Santo, y manifiesta la perijóresis de las Personas divinas que «se compenetran mutua­mente de forma que no poseen ya más que una sola energía» (O. Clément).

En una palabra, lo que parece sugerir la doctrina de las ener­gías divinas es que, si Dios es Uno y sigue siendo Uno en las Tres personas, entonces es posible para Dios ser él mismo, que­dando absolutamente incomunicable (en cuanto Dios) y al mismo tiempo comunicando realmente a las criaturas la parti­cipación plena en su vida.



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La época moderna: La Trinidad a partir de la cruz y de la historia

Tiene sin duda razón G. Lafont cuando subraya que la pará­bola de la comprensión y de la profundización de la revelación trinitaria ha conocido, en la historia del cristianismo, dos gran­des etapas: la que está puesta bajo el signo del homooúsios, es decir de la consubstancialidad del Hijo encarnado (que es ver­dadero Dios además de ser verdadero hombre) y del Espíritu Santo con el Padre, y la que está puesta bajo el signo de la kéno- sis, es decir, del abismo de anonadamiento que vivió Jesucristo en su encarnación y muerte de cruz, con la carga paradójica de revelación que encierra sobre el misterio más íntimo de la vida de Dios, que es precisamente el amor llevado hasta el sacrificio total de sí mismo, aun cuando esta hipótesis histórico-dogmá- tica debe conocer luego, como cualquier otra, sus atenuantes y hasta sus excepciones.

El examen, aunque realizado a vuelo de pájaro, a partir de Nicea, a través de los Padres de la Iglesia -sobre todo los Capa- docios y san Agustín- para llegar a la síntesis de santo Tomás, no puede menos de confirmarnos en el acierto de esta clave de lectura. La gran tarea en que se empeñaron las mejores energías espirituales e intelectuales de estos grandes teólogos fue la de pensar el misterio de la Trinidad in divims, como decía santo Tomás, es decir, en lo alto, en la Trinidad “inmanente”. Es verdad que no se olvidaban del punto de partida -la historia de la salvación, la Trinidad «económica»-; de allí es de donde habían recibido el dato -la fe trinitaria- que es preciso analizar, llevando a cabo una verdadera revolución semántica en la


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comprensión del ser de Dios (recordemos concretamente a los Capadocios, a Agustín y a Tomás de Aquino). Pero también es verdad que la historia de la salvación corre el nesgo de quedarse un tanto en el trasfondo y -dejando aparte la gran síntesis bonaventuriana- más bien alejada de la historia concreta de los hombres, si no para los teólogos de los que hemos hablado -que son también en gran parte grandes místicos y santos-, sí al menos en el sentir común del pueblo cristiano. Así pues, una vez adquirido este patrimonio especulativo de importancia fundamental e imperecedera para la clarificación intelectual de la revelación trinitaria a nivel ontològico, se necesitaba algo nuevo: una vuelta a la frescura y a la novedad impresionante de existencia que se derivan del acontecimiento trinitario, tal como aparecen en el Nuevo Testamento, y también -en con­secuencia- una vuelta a su profunda conjugación con la expe­riencia de la persona y de la historia humana. Por lo demás, se habrá podido advertir cómo en estos siglos casi nunca se puso de relieve el carácter central del acontecimiento pascual, como lugar de revelación culminante del Dios trinitario. Más que la cruz, es la encarnación del Hijo de Dios el misterio salvifico que llama la atención de los teólogos (a partir del dogma de Calcedonia), mientras que del acontecimiento pascual -sobre todo en la tradición latina- se pone de relieve más bien el aspecto soteriológico (la muerte en la cruz como redención del pecado) que el revelativo y el trinitario. Así pues, también a nivel de la comprensión de Dios, como para todos los demás aspectos de la experiencia humana, la llegada de la modernidad representa un giro, un salto cualitativo. Una época nueva, que quizás solamente en nuestros días ha llegado a su ocaso para dejar sitio a algo ulteriormente nuevo, sigue siendo todavía difícil de entender con equilibrio en su génesis, en sus caracte­rísticas y en su significado global.

Pero ciñámonos a nuestro tema: el tema de Dios y del Dios trinitario revelado por Cristo. ¿Qué líneas de fondo podemos discernir en esta evolución? Podríamos quizás señalar al menos tres momentos (o elementos, ya que no siempre se trata de sucesos cronológicamente definibles y sucesivos) realmente fundamentales. En primer lugar, el de una fuerte sacudida dada a la teología trinitaria tradicional (escolástica) -aunque desde


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puntos de partida y con itinerarios diversos- por Lutero y por Joaquín de Fiore (que anticipan, al menos bajo ciertos aspec­tos, la modernidad). Después de ellos, la teología, en sentido estricto y académico, ya no dirá muchas cosas nuevas, conten­tándose con recoger y sistematizar -a veces con obras de gran valor- todo lo que ya se había dicho (en el campo católico, des­pués del concilio de Trento, sobre todo refiriéndose a santo Tomás: se trata de la llamada «segunda Escolástica» y de sus sucesivas reproposiciones). La centralidad vital y la vitalidad intelectual de la imagen trinitaria de Dios emigra por consi­guiente -y son éstos los otros dos elementos típicos de la modernidad- a la experiencia mística por un lado y a la filoso­fía por otro. En realidad, es esto cabalmente lo que caracteriza a la modernidad, desde el punto de vista que aquí nos interesa. La teología y la experiencia espiritual, que fueron una sola cosa en la Patrística, así como -de una manera distinta- en la Esco­lástica, se distinguen hasta llegar a la separación en la Edad Media: los teólogos se hacen más abstractos y se alejan cada vez más de la vida eclesial, mientras que algunos místicos (como santa Catalina de Sena, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz) son auténticos doctores de la Iglesia, es decir, portadores de una experiencia del Dios trinitario impregnada de una riquí­sima doctrina teológica. Mientras que el pensamiento filosó­fico -que también se había ido separando de la fe y de su expresión teológica-, por un lado, perdió progresivamente el contacto con la novedad cristiana, llegando, a través de unas posiciones teístas (afirmación de Dios como Absoluto, cognos­cible, pero fuera del radio de la revelación) y deístas (vaga afir­mación de un Dios transcendente y lejano) a posturas agnósticas y al final ateas; por otro lado, sobre todo con el idealismo de Schelling y Hegel, conoce el intento grandioso de una asunción filosófica del discurso trinitario cristiano, que fracasó (al menos en parte), pero que es sumamente significativa.

Hay que llegar a nuestro siglo -con algún notable pródromo en el siglo XIX- para presenciar algo nuevo y constructivo, tanto en el terreno teológico como en el filosófico. Pero vaya­mos por orden, intentando recorrer, aunque sea sólo en líneas generales, las etapas de esta parabola.


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  1. Lutero y Joaquín de Flore: la cruz y la historia

Puede parecer atrevido aproximar tan directamente a dos personajes -y dos teologías- tan distantes, incluso en el tiempo, como Lutero y Joaquín de Fiore. El acierto de esta aproxima­ción esta en el hecho de que en el pensamiento de ambos aparecen de forma ejemplar los dos grandes temas que, si nos fijamos bien, constituyen la novedad de la época moderna respecto a la comprensión del Dios trinitario. Esto es verdad hasta tal punto que nadie como ellos tendrán una influencia tan decisiva y tan densa en el desarrollo ulterior del pensamiento occidental, no sólo teológico sino también filosófico: esto es evidente en el caso de Lutero, a propósito de la teología evan­gélica, pero también lo es en el de Joaquín de Fiore, como ha demostrado en su documentadísimo fresco histórico Henri de Lubac sobre La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore70.

  1. 1. 1. La «theologia crucis» de Lutero

El giro impreso por Lutero a la teología cristiana consiste substancialmente en presentar la doctrina de la justificación del hombre pecador por sólo la gracia como la única que salva­guarda hasta el fondo el ser-Dios de Dios. Él, que es por defi­nición el Absconditus, no puede ser absolutamente conocido a través de la simple razón humana, que es limitada y falible y por añadidura está radicalmente corrompida por el pecado, sino sólo gracias a su revelación libre y gratuita que se lleva a cabo a través de la encarnación, la pasión y la muerte en la cruz de su Hijo Jesucristo.

Precisamente por esto, la expresión «teología de la cruz» saltó a la palestra -para ser descubierta de nuevo y recuperada en la teología contemporánea- sobre todo gracias al uso polé­mico que hizo de ella Lutero. En sus famosas «conclusiones» (la 19 y la 20) de la disputa de Heidelberg (1518) afirma de manera programática:

I í. de Lubac, La posteridad espiritual de Joacjinri de Fiore, Encuentro, Madrid 1989, 2 vols.


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«19. Non ille digne Theologus dicitur, qui “invisibilia” Dei “per ea quae facta sunt, intellecta conspicit”».

«20. Sed qui visibilia et posteriora Dei per passionem et crucem conspecta mtelligit».

Con cierta simplificación, debida precisamente a su inten­ción polémica, Lutero contrapone una «teología de la gloria», dirigida por completo a penetrar en las perfecciones invisibles de Dios a través de los signos presentes de ella en la creación, a una «teología de la cruz» comprometida más bien en descu­brir el verdadero rostro de Dios en el lugar en donde se muestra de forma culminante y paradójica para el conocimiento humano: en la cruz de Cristo.

En realidad, a pesar de la importancia que tiene este descu­brimiento luterano del carácter central de la cruz en el cono­cimiento teológico, hay que reconocer que en toda la gran tradición teológica cristiana se ha tenido siempre una concien­cia muy viva de que para conocer a Dios hay que pasar a través de la «necedad de la predicación», esto es, que no se puede llegar al conocimiento de la gloria más que pasando a través de la cruz.

El texto clásico de este carácter típico del conocimiento teo­lógico cristiano, al que por lo demás se refiere programática­mente el mismo Lutero, es la primera carta de san Pablo a los Corintios, en donde el apóstol afirma: «Nunca entre vosotros me he preciado de conocer otra cosa sino a Jesucristo, y a éste crucificado» (2, 2), indicando en Cristo crucificado el escándalo para los judíos y la locura para los paganos, «mas para los que han sido llamados (...) se trata de un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1, 23-24). En este texto Pablo no solamente opone la sabiduría de la cruz a la sabiduría pura­mente humana, que hace inútil la cruz de Cristo, sino que subraya además que el acceso a la verdadera «gnosis» de Dios se tiene solamente en la cruz de Cristo.

Este mismo concepto, expresado en su teología propia, se encuentra en el cuarto evangelio, en donde el Logos encarnado de Dios se manifiesta plenamente en la hora de la exaltación, que es, indisolublemente, la hora de la crucifixión y la hora de la glorificación. Por su parte, von Balthasar, recordando la


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figura paradigmática de Job, destaca la paradoja de la sabiduría de Dios que ha venido en la carne y que, al final de su existen­cia, dirige al Padre el grito dramático del «¿por qué?» (cf. Me 15, 34).

Y ya en la tradición medieval, refiriéndose sobre todo a la gran lección espiritual de san Francisco y a su identificación mística con el Cristo crucificado, san Buenaventura afirmaba que «ad Deum nemo intrat recte nisi per Crucifixum»71; y parafraseando la teoría aristotélica del silogismo, tenía el atre­vimiento de decir:

«Major propositio fuit ab aeterno, sed assumptio in cruce; conclusio vero in resurrectione (...): haec est lógica nostra, ut simus similes Deo»72.

Lo que caracteriza ciertamente a la teología de Lutero y que debemos reconocer como mérito suyo, es el hecho de haber vuelto a poner la cruz en el centro como camino (y, por tanto, como «método») para llegar al conocimiento de Dios que se nos ha revelado en Cristo, aunque de hecho él mismo no llegó muy lejos a la hora de conjugar los contenidos de la teología de la cruz con los de la teología trinitaria.

  1. 1. 2. Trinidad e historia en Joaquín de Fiore

Como ha puesto de relieve la teología contemporánea, la gran aportación a la teología del abad calabrés del siglo XII Joaquín de Fiore -sin duda un pensador que se adelantó en el tiempo-, ha sido el haber intentado pensar -aunque en una reflexión que tiene todos los defectos de una «opera prima» y no está exenta por tanto de ciertas ambigüedades- «histórica­mente a la Trinidad y trinitariamente la historia» (B. Forte). En el fondo, la originalidad del pensamiento de Joaquín está en querer pensar de nuevo, a la luz del misterio trinitario, la gran categoría bíblico-cristiana de la historia de la salvación, reaccio­nando asi no solo contra una cierta ausencia de pneumatología, característica de la reflexión teológica occidental, sino también

71 hinerarium mentis in Deum, prol. 3 y 3.

Collationes in Hexaemeron I, 28 y 30.

72


LA EPOCA MODERNA: LA TRINIDAD...

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contra la carencia de reflexión sobre la historia típica de las filosofías de origen griego, platónica y aristotélica, asumidas por el pensamiento escolástico.

En efecto, él habla sin quitarle nada lógicamente al carácter central e insuperable del acontecimiento cristológico, de un primer «estado» del mundo, el del Padre o de la ley, de un segundo, el del Hijo o de la gracia, y de un tercero, el del Espí­ritu o de la libertad y del amor73. De esta manera, la Trinidad y la historia quedan íntimamente relacionadas, de manera que la historia, en su mismo devenir, se convierte en «lugar» de revelación de la Trinidad, mientras que la Trinidad se convierte en la clave de comprensión, el origen, el horizonte y la meta de la historia. Es evidente, de todas formas, el peligro -que se encargarán de destacar algunas posteriores interpretaciones reductivas del joaquinismo- de separar demasiado la edad del Espíritu de la edad del Hijo, con todas las consecuencias, teó­ricas y prácticas, que esto lleva consigo. Pero a pesar de esto, como demostrará poco después san Buenaventura, es un mérito de Joaquín el haber reconocido a Cristo en el centro de la his­toria y el haber resaltado la función fundamental del Espíritu en aquel camino «hacia la verdad completa», en que consiste, después de Cristo, la historia de la humanidad.

  1. 2. La experiencia de la Trinidad en la- mística

Como ya hemos advertido, si la teología de la época mo­derna, después de la gran síntesis medieval y de los impulsos de Lutero, no dio frutos de mucha novedad, la mística de estos

73 Algo semejante se conocía ya en la Patrística. Baste pensar, por ejem­plo, en lo que decía Gregorio de Nacianzo: «El Antiguo Testamento mani­festó claramente al Padre, oscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento reveló al Hijo y sugirió la divinidad del Espíritu Santo. Eloy el Espíritu vive entre nosotros y se da a conocer más claramente. Habría sido realmente peligroso predicar abiertamente al Hijo cuando todavía no se reconocía la divinidad del Padre, e imponer al Espíritu Santo cuando no se aceptaba la divinidad del Hijo (...). Pero era conveniente que el esplendor de la Trinidad irradiara pro­gresivamente con añadidos parciales y, como dice David, con ascensiones de gloria en gloria» (Quinto discurso teológico, 31, 26).


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siglos es ciertamente el lugar privilegiado en que sigue estando presente la experiencia trinitaria, incluso con algunas profun- dizaciones importantes.

  1. 2. 1. La mística especulativa del Norte de Europa

Ya a finales de la Edad Media, pero en clave más filosófica y especulativa, encontramos el testimonio de la mística flamenca y renana con J. Ruysbroeck (1293-1381), M. Eckhart (1260- 1327) y J. Taulero (1300-1361). Se trata sin duda de una mística profundamente cristiana y trinitaria, pero que por el hecho de traducirse en un pensamiento reflejo -por la marcada propen­sión especulativa de estos autores-, tropieza con la dificultad de no lograr expresar, con las categorías metafísicas de que dis­pone, la novedad del misterio trinitario. En otras palabras, se siente la exigencia de ir más allá de la ontología de santo Tomás para expresar el misterio vivido y contemplado, pero la caren­cia de una nueva ontología provoca a veces auténticos cortocir­cuitos de pensamiento, que no salvaguardan plenamente la novedad y la verdad del misterio trinitario; se trata en particu­lar de la distinción de las tres divinas Personas que, a veces, parece quedar absorbida en una unidad de ser que casi las borra. Esto demuestra por tanto la necesidad de pensar más radicalmente la unidad del Ser de Dios, precisamente a partir y a través de la distinción de las personas: una tarea, por lo demás, que parece aflorar enérgicamente hoy de nuevo en la conciencia teológica contemporánea.

Baste citar, a modo de ejemplo, el siguiente texto de Ruysbro­eck, que describe la meta del gran impulso de la vida mística:

«El espíritu se convierte en una brasa que Dios ha encen­dido en el fuego de su amor infinito. Todos juntos somos una hoguera inflamada que no puede apagarse jamás, unidos al Padre y al Hijo en la unidad del Espíritu Santo. De esta mane­ra las mismas Personas divinas son arrebatadas en la unidad de su esencia, es decir, en la subsistencia de las Personas divinas. Allí todos somos una sola cosa y (volvemos a ser) no-creados en nuestra imagen eterna»74.

74 l mistici del nord, Studium, Roma 1981, 122.


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  1. 2. 2. La mistica italiana, española y francesa

La mistica italiana y la española o carmelitana, que repre­sentan una cima indudable de la contemplación trinitaria Occidental, se muestra sin duda más directamente experiencial y más respetuosa de la distinción de las divinas Personas.

Santa Catalina de Sena (1347-1380), por ejemplo, acude a la tradición de san Agustín para explicar de qué manera el alma es creada a imagen y semejanza de Dios:

«Y porque tú lo quisiste, Trinidad eterna y altísima, hiciste que el hombre participara plenamente de ti. Razón por la que le diste el entendimiento, para que, viendo tu voluntad, conociese y participase de la sabiduría de tu Hijo; y le diste la voluntad para que pudiese entender lo que el entendimiento ve y conoce de tu verdad, participando de la clemencia del Espíritu Santo»75.

También es interesante, por el fuerte colorido intrasubjetivo de la interpretación del texto bíblico, lo que afirma la santa en este otro pasaje:

«Dijiste que no había dos sin tres, ni tres sin dos, y as; es. Estos dos no pueden estar unidos en mi nombre sin tres, es decir, sin la unión de las tres potencias del alma, esto es, la memoria, el entendimiento y la voluntad (...). Lo mismo que están unidas estas tres virtudes y potencias del alma, yo tam­bién estoy en medio de ellas por la gracia»76.

Santa Teresa de Jesús (1515-1582) describe en estos términos la comprensión que llegó a tener del misterio trinitario gracias a una experiencia directa:

«A las personas ignorantes parécenos que las Personas de la Santísima Trinidad todas tres están -como hemos pintado- en una Persona, a manera de cuando se pintan en un cuerpo tres rostros77; y ansí nos espanta tanto, que parece cosa imposible

75 Citado por A. Cartoni Addasso, La Trinità nella dottrina e nell'espe­rienza di S. Caterina da Siena, en MDV, 312-313.

76 Opere, Ed Cateriniane, Roma 1980, EVI, 120-121.

77 Santa Teresa se refiere a una representación de la Trinidad muy cono­cida en su ambiente.


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y que no hay quien ose pensar en ello, porque el entendimiento se embaraza y teme no quede dudoso de esta verdad, y quita una gran ganancia. Lo que a mí se me representó son tres Personas distintas, que cada una se puede mirar y hablar por si. Y después he pensado que sólo el Hijo tomó carne humana, por donde se ve esta verdad. Estas Personas se aman y comu­nican y se conocen (...). En todas tres Personas no hay más de un querer y un poder y un señorío, de manera que ninguna cosa puede una sin otra, sino que de cuantas criaturas hay es solo un Criador. ¿Podría el Hijo criar una hormiga sin el Padre? No, que es todo un poder, y lo mismo el Espíritu Santo; ansí que es un solo Dios todopoderoso, y todas tres Personas una Majestad»78.

Así pues, el alma del hombre está llamada a convertirse según la promesa de Jesús (cf. Jn 14, 23), en morada de la Trinidad, experiencia que santa Teresa vive y describe con la famosísima imagen del «castillo interior»;

«Se me ofreció lo que ahora diré para comenzar con algún fundamento, que es considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante u muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, ansí como en el cielo hay muchas moradas. Que si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice Él tiene sus deleites (...). No hallo yo cosa con qué comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad, y verdaderamente apenas deben llegar nuestros entendimientos -por agudos que fuesen- a compre- henderla, ansí como no pueden llegar a considerar a Dios, pues Él mismo dice que nos crió a su imagen y semejanza»79.

«Comenzó a inflamarse mi alma, pareciéndome que clara­mente entendía tener presente a toda la Santísima Trinidad (...). Y ansí me parecía hablarme todas tres Personas y que se representaban dentro en mi alma distintamente (...). Entendía aquellas palabras que dice el Señor, que estarán con el alma que está en gracia las tres divinas Personas (cf. Jn 14, 23)»80.

78 Cuentas de conciencia 28a: Obras completas, BAC, Madrid 1986, 605.

79 Primeras moradas 1, 1: Obras, o.c., 472.

80 Cuentas de conciencia 14a: Obras, o.c., 600.


LA ÉPOCA MODERNA: LA TRINIDAD... 2 ! 1

También san Juan de la Cruz (1542-1591), en una página que representa ciertamente una da las cumbres de la mística cristiana, describe con perfecta y sorprendente consonancia con los textos bíblicos la experiencia trinitaria de la diviniza­ción del alma humana que, pasando a través del anonadamien­to de sí mismo con Cristo en la cruz, llega a participar de veras en la dinámica misma de la vida trinitaria, plenamente confor­mada con Cristo y por tanto capacitada, en él, a aspirar el Espíritu Santo en el Padre:

«Y en la transformación que el alma tiene en esta vida, pasa esta misma aspiración de Dios al alma y del alma a Dios con mucha frecuencia, con subidísimo deleite de amor en el alma, aunque no en revelado y manifiesto grado, como en la otra vida. Porque esto es lo que entiendo quiso decir san Pablo cuando dijo: “Por cuanto sois hijos de Dios, envió Dios en vuestros corazones el espíritu de su Hijo, clamando al Padre” (Gal 4, 6). Lo cual en los beatíficos de la otra vida y en los perfectos de ésta es las dichas maneras.


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naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: “No ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en mí; que todos sean una misma cosa de la manera que tú, Padre, estás en mí y yo en ti, así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado, he dado a ellos para que sean una misma cosa, yo en ellos y tú en mí; porque sean perfectos en uno, por que conozca el mundo que tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí” (Ibid. 17, 20), que es comuni­cándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no natural­mente como al Hijo, sino, como habernos dicho, por unidad y transformación de amor. Como tampoco se entiende aquí quiere decir el Hijo al Padre que sean los santos una cosa esen­cial y naturalmente como lo son el Padre y el Hijo, sino que lo sean por unión de amor, como el Padre y el Hijo están en unidad de amor»81.

Se podrían multiplicar las citas, desde san Ignacio de Loyola (1491-1556), hasta la que con cierta impropiedad se ha definido como la «escuela francesa» iniciada por Bérulle (1575-1629) y hasta la experiencia ya contemporánea de la beata Isabel de la Trinidad (1880-1906), con su mística totalmente centrada en la inhabitación trinitaria. Pero al mismo tiempo se podría obje­tar que esta extraordinaria mística trinitaria está fuera de tiempo en la época moderna, orientada por completo hacia el horizonte de la historia y del sujeto humano. Por eso mismo, ¿no con­vendría colocarla más bien en la época precedente, a propósito de la cual hemos hablado de una «Trinidad en lo alto de los cielos»? La respuesta no es difícil, ya que esta mística, en realidad, es francamente moderna: no sólo porque parte precisamente de la experiencia del sujeto (de cada alma, dirían estos místicos) que constituye el interés y el punto de partida de la manera moderna de sentir (a partir de Descartes), sino también porque se trata siempre, de formas distintas pero profundamente con­vergentes, de una mística que pasa a través de la experiencia de la kénosis y de la cruz. Lo que para Lutero es exigencia teoló­gica (pero no sólo eso), en la mística católica de estos siglos es

S1 Cántico espiritual, canción 39, 4-5, en Vida y obras de san Juan de la CW,BAC, Madrid 1950, 1146-1147.


LA ÉPOCA MODERNA: LA TRINIDAD...

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experiencia de la cruz que se abre al horizonte insaciable e infinito del amor trinitario.

15. 2. 3. La mística rusa

También en tierras de Rusia, adonde emigró la ortodoxia bizantina, con su propia inculturación, a partir del llamado bautismo del príncipe san Yladimiro de la Rus de Kiev (siglo X), encontramos con el paso de los siglos una fuerte huella de espiritualidad trinitaria. Es sobre todo san Sergio de Radonez (1314-1392), gran restaurador de la vida cristiana en esta nación, el que transmite a sus monjes y, a través de ellos, a todo el pueblo ruso, una limpia y profunda experiencia mística trinitaria. De él escribe P. Evdokimov:

«No ha dejado ningún tratado teológico, pero toda su vida estuvo consagrada a la Santísima Trinidad. Objeto de su con­templación incesante, este misterio divino se derrama en él y hace de él aquella paz encarnada que irradiaba visiblemente para todos. Dedicó su Iglesia a la Trinidad y se esforzó en reproducir una unidad a su imagen en su ambiente y hasta en la vida política de su tiempo. Puede decirse que él reunió a toda la Rusia de su época en torno a su Iglesia, en torno al nombre de Dios, para que los hombres “mediante la contem­plación de la Trinidad venzan el odio que desgarra al mundo”. En la memoria del pueblo ruso sigue siendo el protector celes­tial, el consolador y la expresión misma del misterio trinita­rio, de su Luz y de su Unidad»82.

De él nos queda esta maravillosa contemplación sobre el misterio de la Santísima Trinidad:

«Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. Inmenso el Padre. Inmenso el Hijo. Inmenso el Espíritu Santo. Uno el Padre, uno el Hijo, uno el Espíritu Santo. En la Trinidad indi­visible, cada Persona divina es el Poder, la Sabiduría, el Amor. Cada una de las Personas es la divinidad, única e inmensa. Toda la Inmensidad, la Unidad que todo lo transciende.

82 Cf. P. Evdokimov, Teologia della- bellezza. L'arte dell'icona, Ed. Pao- Hne, Roma 1981, 232.


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El Espíritu Santo es: el Don que desde el abismo se derrama, y lo penetra todo y llena todas las cosas de sí mismo, indivisi­ble y uno, y todo lo transforma en luz. Ningún hombre, nin­guna criatura, nada en el cielo ni sobre la tierra te adore más, nadie te conozca o te admire más, nadie te sirva y te ame más. Iluminado por el Espíritu, bautizado en el fuego, cualquiera que seas -virgen, monje, sacerdote, laico-, tú eres trono de Dios: eres la morada, eres el instrumento, eres la luz de la Divinidad. Tú eres Dios. Tú eres Dios. Dios. Dios. Dios en el Padre, Dios en el Hijo, Dios en el Espíritu Santo. Eres Dios. Dios. Dios. Dios»83.

Discípulo de san Sergio es Andreij Rublév. Recibió el encargo de pintar un icono de la Santísima Trinidad para la iglesia del monasterio fundado por san Sergio: se trata del famosísimo icono inspirado en la teofanía de los tres hombres a Abrahán que nos narra el libro del Génesis, que es reconocido sin duda como la representación más famosa de la Trinidad y que com­pendia admirablemente toda la espiritualidad de la Iglesia orto­doxa bizantina y rusa. Se representa allí a la Trinidad como un misterio inefable de comunión de los Tres, que contemplan en la intimidad de su mismo amor la realidad de la creación y de la Pascua sacrificial del Cordero representadas en el cáliz que se encuentra sobre la mesa en el centro del icono.

Unos siglos más tarde será el staretz san Serafín de Sarov (1759-1833) el que nos transmita una nueva y profundísima experiencia de Dios a través del don del Espíritu Santo: una especie de resumen de los motivos que hemos visto que eran centrales en la tradición bizantina, sobre todo a partir de san Simeón el Nuevo Teólogo. Esta experiencia se nos describe en estos términos en el famoso relato del coloquio entre Serafín y Motovilov:

«El mismo Espíritu viene a morar en nuestras almas y esta morada del Omnipotente en nosotros, esta presencia en nues­tra alma de su Trinidad-Unidad no se nos concede más que mediante la adquisición, en la medida de nuestras fuerzas, del Espíritu Santo. El Espíritu prepara en nuestras almas y en

83 Catado por Daniel Ange, Dalla Trinità all'Eucaristia. L'icona della Trinità di Rublév, Ancora, Milano 1984, 84.


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nuestros cuerpos el trono de la Presencia de Dios Creador, según la promesa divina: “Habitaré en ellos y seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (...) - “Padre -le dije-, seguís hablando de adquisición de la gracia del Espíritu Santo y me decís que en esto consiste el fin de la vida cristiana; pero ¿cómo podré verlo? Las obras buenas son visibles, pero ¿cómo puede verse al Espíritu Santo? ¿Cómo sabré si está en mí o no está?” - “La gracia del Espíritu Santo -me respondió el santo staretz- es la luz que ilumina al hombre. El Señor ha manifestado en diver­sas ocasiones y delante de muchos testigos la acción del Espí­ritu Santo en las personas que ha santificado e iluminado con grandes efusiones de su Persona. Recuerda a Moisés..., la transfiguración del Señor en el monte Tabor...”- “¿Cómo podría reconocer si está en mí la gracia del Espíritu Santo?”, le pregunté al padre Serafín.

“Amigo de Dios, es muy sencillo”, respondió... y cogién­dome de los hombros añadió: “Ahora, padrecito, estamos los dos dentro del Espíritu divino. ¿Por qué no me miras?”- Res­pondí: “No puedo miraros, Padre, porque de sus ojos salen relámpagos; su rostro se ha vuelto más resplandeciente que el sol y me hacen daño los ojos”. - Y Serafín me dijo: “Da gra­cias a Dios por la gracia inefable que te ha hecho... ¿fias visto? Ni siquiera he hecho la señal de la cruz, sino que solamente en el pensamiento, en mi corazón, he rezado a Dios y he dicho interiormente: Señor, concédele la gracia de ver lo que das a tus siervos, cuando te dignas venir con toda tu gloria... Y he aquí que el Señor ha escuchado inmediatamente la humilde petición del pobre Serafín. ¿Y cómo no vamos a darle gracias por ello?”»84.

  1. 3. Trinidad y fdosofía: la «promesa fallida» de Hegel

Desde el siglo XVII hasta el XIX la teología progresó muy poco en el conocimiento del misterio trinitario, a pesar de que no eran pocas las cuestiones que había dejado abiertas la Edad

84 Citarlo por T. Spidlik, I grandi mistici russi, Città Nuova, Roma 1987, 174-175.


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Media. Las novedades van madurando en el terreno filosófico, aunque -como veremos-, desvinculadas del contexto vivo de la fe y de la tradición dogmática, acaban disolviendo la identidad misma del misterio trinitario.

Ya hemos hablado del teísmo primero y del deísmo des­pués, en los que se va esfumando progresivamente la fe en el Dios vivo de la historia de la salvación. De manera que nada le parecerá a la filosofía moderna más remoto de su atención que el incomprensible dogma trinitario.

De Immanuel Kant, a finales del siglo XVIII, es la afirma­ción lapidaria que parece liquidarlo para siempre de un ejerci­cio sensato de la búsqueda racional del hombre:

«Del dogma de la Trinidad, tomado al pie de la letra, no se podría deducir absolutamente nada para la praxis, incluso en el caso de que alguien creyera que lo entiende, y mucho menos si uno se da cuenta de que supera todos nuestros con­ceptos. Que tengamos que honrar a tres o a diez personas en la divinidad, el novicio lo aceptará porque se lo dicen con toda facilidad, ya que él no tiene ninguna idea de un Dios en varias personas (hipóstasis), o mejor aún, porque no puede sacar de esta diferencia algunas reglas distintas para su conducta»85.

Pero, con una rapidez que tiene mucho de desconcertante, las cosas cambian de un golpe con el idealismo alemán, que representa sin duda una gran época de retorno de la Trinidad al centro de la especulación. Aunque de muy diversas maneras, incluso a veces opuestas, tanto Fichte como Schelling o Hegel intuyen en el dogma trinitario cristiano el supremo «objeto del pensar» que se ofrece a la comprensión de la humanidad. Nos detendremos solamente en Hegel, bien porque de hecho es el que ha ejercido un influjo más amplio y profundo en el pensa­miento posterior, bien porque intentó programáticamente poner la reflexión trinitaria en el centro de su pensamiento, con una novedad de acento que le viene de su antigua forma­ción luterana, con influjos muy directos de Eckhart y de la mística gnostizante de J. Bohme.

85 I. Kant, Il conflitto delle facoltà, Genova 1953, 47.


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Como justamente ha afirmado E. Jüngel, la verdadera nove­dad de Hegel fue la de conjugar profundamente la theologia crucis de Lutero con la teología trinitaria o, por lo menos -creo que es esencial hacer esta precisión-, con lo que él entendía por cada una de las dos. Aquí radica además aquella que K. Barth ha definido acertadamente como la gran «promesa» hegeliana: comprender el dinamismo del ser tripersonal de Dios a partir de la kénosis de la encarnación, de la cruz y de la muerte de Jesucristo, o sea, aquel «salto cualitativo» y de perspectiva que necesitaba dar la dogmática tradicional. Una promesa, desde luego, pero «fallida»; bien porque Hegel no escucha hasta el fondo los datos de la Escritura y del dogma (demostrando real­mente que los desconoce), bien porque utiliza ciertas categorías de pensamiento sacadas muchas veces de una matriz no cristiana y queriendo volcar en ellas la novedad cié la fe, en vez de confrontarlas con ésta y transformarlas para convertirlas en vehículos adecuados del contenido de la fe, como había hecho la gran teología de los Padres y de los escolásticos.

Estas categorías se reducen, en fin de cuentas, a la de «Sujeto» o «Espíritu» (Geist) y a la de «negatividad». Con la primera, Hegel quiere concebir de nuevo -a la luz del «descubrimiento» moderno del sujeto como autoconciencia (desde Descartes hasta Kant)- la identidad del Absoluto como movimiento de llegada a la plena y consciente realización de sí mismo. Con la segunda -inspirándose en lo que él mismo definirá como «el viernes santo especulativo»- desea interpretar la «necesidad» de que el Absoluto, para llegar a sí mismo, pase a través del momento de la «alienación», de la extrinsecación, en una palabra, de la muerte. Es evidentísima la inspiración cristiana de estos con­ceptos, que reconoce el propio Hegel cuando define al cris­tianismo como «la religión de los tiempos modernos». Pero también es evidente el racionalismo que contamina a este pen­samiento: la fe queda totalmente absorbida en la razón, Dios en la autoconciencia que tiene de él la humanidad o que es la autoconciencia de la misma.

En el conocidísimo Prólogo a su obra mas genial, la Fenome­nología del Espíritu, Hegel señala en estos términos la clave de su intuición y de su sistema:


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«Según mi modo de ver (...) todo depende de que lo verda­dero no se aprehenda y se exprese como substancia, sino tam­bién y en la misma medida como sujeto (...). La substancia viva es, además, el ser que es en verdad sujeto o, lo que tanto vale, que es en verdad real, pero sólo en cuanto es el movi­miento de ponerse a sí misma o la mediación de su devenir otro consigo misma. Es, en cuanto sujeto, la pura y simple negatividad y es, cabalmente por ello, el desdoblamiento de lo simple o la duplicación que contrapone, que es de nuevo la negación de esta indiferente diversidad y de su contraposi­ción: lo verdadero es solamente esta igualdad que se restaura o la reflexión en el ser otro en sí mismo, y no una unidad ori­ginaria en cuanto tal o una unidad inmediata en cuanto tal (...). La vida de Dios y el conocimiento divino pueden, pues, expresarse como un juego del amor consigo mismo; y esta idea desciende al plano de lo edificante e incluso de lo insulso si faltan en ella la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo. En sí aquella vida es, indudablemente, la igual­dad no empañada y la unidad consigo misma que no se ve seriamente impulsada hacia un ser otro y la enajenación ni tampoco hacia la superación de ésta»86.

Ya en la Fenomenología del Espíritu, pero más aún en sus Lecciones sobre la filosofía de la religión -ya al final de su carrera filosófica-, Hegel verá precisamente por esto en el cristianismo la religión absoluta y plenamente revelada, es decir, el lugar histórico, en Jesucristo, donde el Absoluto manifiesta (deviene) lo que es. Es demasiado fácil hacer críticas fundamentales a Hegel: ¿dónde está ya la distinción entre Dios y la historia? ¿dónde está la distinción entre las personas en la única Subjeti­vidad absoluta? La conversión del sistema hegeliano en antro- pocentnsmo ateo, en donde la historia misma se convierte en Absoluto, ya que Dios se ha «realizado» en ella, se encargará de desarrollar la ambigüedad escondida en el corazón del hegelis- mo, a partir de L. Feuerbach y de J. Strauss.

86 Fenomenología del Espíritu, Fondo de Cultura Económica, Madrid 1981, 15-16.


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Pero, a pesar de todo lo dicho, ¿qué influencia ha tenido Hegel en la teología trinitaria? Ciertamente una influencia notable, como demostrarán los numerosos intentos -desgracia­damente con el riesgo de caer víctimas de la fascinación hege- liana- de las llamadas teologías de la kénosis en el terreno evangélico, anglicano y hasta ortodoxo (en el siglo XIX, en Rusia). Como ha indicado W. Pannenberg, con una buena dosis de optimismo pero también con un indudable fondo de verdad, en sus Fundamentos de Cristología:

«Con este profundo pensamiento de que el ser de la persona estriba en existir por la autoentrega a otra persona, ha conce­bido Hegel la unidad en la Trinidad como unidad de la auto- entrega recíproca, como unidad por tanto que fínicamente se lleva a cabo mediante el proceso de la entrega mutua. De esta manera, pensó él la unidad de Dios con una intensidad y una vivacidad inalcanzadas hasta entonces, no por medio de deducciones a base de la personalidad trinitaria, sino precisa­mente por medido de la acentuación más aguda de la idea de la personalidad del Padre, del Hijo y del Espíritu»87.

A propósito de esta afirmación de Pannenberg, hay que observar, a mi juicio, que es verdad que Hegel intuyó al menos parcialmente la dimensión kenótica de la persona divina como aquella que explica su relación intrínseca con las otras, pero también que en su doctrina resultan sumamente problemáticos dos elementos fundamentales: 1) la distinción real de las perso­nas: en efecto, ¿la kénosis de la persona no significa para Hegel alienación de la misma en la alteridad, sin residuo alguno?; 2) la trinitariedad del ser divino, garantizada por aquel «tercero asimétrico» entre el Padre y el Hijo que es el Espíritu; este ulti­mo, en Hegel, no sólo no tiene una clara constitución perso­nal, sino que, aunque la tuviera, se presenta como la «síntesis» omnicomprensiva del Padre y del Hijo que los cancela en si mismo. En otras palabras, lo que la tradición teológica mani­festaba y defendía apofáticamente gracias a la noción de «perijóresis» de las divinas Personas no queda debidamente salvaguardado en la especulación hegeliana.

87 W. Pannenberg, Fundamentos de Cristología, Sígueme, Salamanca 1974,

225.



Hoy: Hacia una síntesis sinfónica en respuesta a los grandes desafíos del tiempo

  1. 1. La teología contemporánea: ecumenismo y recuperación de la originalidad trinitaria de la fe cristiana

La teología del siglo XX parte, en el fondo, de una consta­tación bastante amarga: se puede tener la sólida impresión de que muchos cristianos,

«a pesar de que hacen profesión de fe ortodoxa en la Trini­dad, en la realización religiosa de su existencia son casi exclu­sivamente “monoteístas”. Podemos, por tanto, aventurar la conjetura de que si tuviéramos que eliminar un día la doctrina de la Trinidad por haber descubierto que era falsa, la mayor parte de la literatura religiosa quedaría casi inalterada (...). Cabe la sospecha de que, si no hubiera Trinidad, en el catecismo de la cabeza y el corazón (a diferencia del catecismo impreso) la idea que tienen los cristianos de la encarnación no necesita­ría cambiar en absoluto»88.

Y es precisamente a partir de esta situación de hecho como la teología de nuestro siglo, sumergiéndose con viveza y deci­sión en las fuentes bíblicas, litúrgicas y patrísticas de la fe cris­tiana, se ha empeñado en una franca y renovada recuperación del carácter central y original del monoteísmo trinitario cris­tiano y de sus reflejos en todas las dimensiones de la teología y

88 K. Rahner, El Dios trino como principio y fundamento transcendente de la historia de la salvación, en Mysteriurn salntis II/l, o.c., 361 ss.


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de la existencia cristiana. Hasta el punto de que, sobre todo a partir de los años 60 (que coinciden, para la Iglesia católica con la celebración del concilio Vaticano II) el siglo XX se ha carac­terizando por este gran «retorno» de la Trinidad a la historia de la Iglesia y de la humanidad.

Se trata de un movimiento que ha interesado y que interesa a todas las confesiones cristianas y que las ha puesto en una actitud de escucha y de diálogo mutuo, permitiendo también asi su mutuo enriquecimiento. Por eso, a pesar de ser bastante parecidos en estas diversas áreas teológicas los temas e incluso los resultados más originales que se han puesto de relieve en esta renovada reflexión teológica, digamos unas breves pala­bras sobre cada una de ellas en particular o, mejor dicho, sobre algunos de sus más ilustres representantes.

  1. 1. 1. La teología evangélica: del “señorío“ de Dios de Bartb a la teología trinitaria de la cruz de Moltmann y Jüngel

No se puede hablar de la teología del siglo XX en general, y de la trinitaria en particular, sin pensar ante todo en Karl Barth (1886-1968). Barth es el iniciador y el típico representante de aquella reacción de la teología evangélica contra la disolución de la identidad cristiana en un teísmo evanescente que caracte­rizaba a la llamada «teología liberal» de la segunda mitad del siglo XIX y de comienzos del siglo XX, conocida con el nom­bre de «teología dialéctica», o sea -como indica el nombre- dirigida al restablecimiento de la alteridad, o mejor dicho, de la infinita «diferencia cualitativa» entre Dios y el mundo. Con una recuperación original de los temas centrales de la theologia crucis de Lutero, pero también de la perspectiva teológica de Calvino (Barth pertenece a la Iglesia reformada), y moviéndose en la perspectiva espiritual e intelectual abierta por el genial pensador danés Soren Kierkegaard, afirma con energía que Dios se conoce como Dios, es decir, como Señor (el YHWH veterotestamentario, el Kyrws de los Setenta y del Nuevo Tes­tamento), sólo en cuanto que se da él mismo a conocer, lo cual acontece, por iniciativa gratuita e incontrolable de su gracia, en su revelación que culmina en Jesucristo. Por consiguiente, no hay ningún camino que suba desde el hombre hasta Dios, sino


HOY: HACIA UNA SINTESIS SINFONICA.

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sólo irrupción suya que baja a nuestra historia. Por eso la teo­logía nace de la revelación de Dios, que es revelación bajo el ritmo trinitario del Dios trino; así pues, la dogmática cristiana comienza por la doctrina sobre la Trinidad.

«Se trata de mostrar que esta doctrina es el lugar decisivo en donde se establece el uso, con las consecuencias capitales en muchos aspectos, del vocablo “Dios” utilizado por la predica­ción cristiana, el lugar desde donde puede verse si esta predi­cación está en conformidad con su objeto y si ella acepta este objeto como criterio. Es la doctrina de la Trinidad, esencial­mente, la que especifica desde el principio el carácter cristiano de la doctrina de Dios y del concepto de revelación, en oposi­ción a todos los demás conceptos de revelación y a todas las otras doctrinas de Dios»89.

En esta perspectiva, la revelación no es más que el movi­miento de la autocomunicación del único Sujeto divino (es evi­dente la influencia hegeliana) a través de sus «tres distintos modos de ser» (drei Seinsweisen): Barth prefiere esta designa­ción a la designación clásica de «personas», ya que este término -dada la evolución semántica que ha sufrido en la edad moderna, donde llega a señalar al sujeto autónomo y autoconsciente- acabaría llevando al triteísmo. Se trata de una posición que también comparte con Barth el católico K. Rahner. Así pues, el Dios cristiano es el único Señor en cuanto Revelador, la Revelación y el Revelado:

«Es Dios mismo que se revela al mismo tiempo como el Padre, en su santidad y en su misterio, como Hijo en su mise­ricordia y en su desvelamiento, y como Espíritu en su amor y en la comunicación de sí mismo»90.

¿Y cómo se compaginan la unidad del único sujeto y las tres modalidades de su revelación, que corresponden (= que son idénticas) a su mismo ser-Dios?

S9 K. Barli, Die Kirchliche Dogmatik 1, 1: Die Lehre von Wort Gottes. Prolegomena zur Kirchlichen Dogmatik, Zollikon, Zürich 1952, 318-319.

* 401-402.


224

DIOS UNO Y TRINO

«El nombre de Padre, de Hijo y de Espíritu Santo significa que Dios es simultáneamente tres veces el mismo e idéntico Dios y que esta repetición de sí mismo se basa en su divinidad sin producir en ella alteración alguna, y que al mismo tiempo es su única manera de ser Dios, de modo que hay que decir: su divinidad coincide absolutamente con el hecho de que él es Dios en la repetición de sí mismo y que es en cada ocasión el tínico e idéntico Dios»91.

El mérito de Barth consiste indiscutiblemente en haber remachado el señorío de Dios, su ser-Dios. Pero siguen siendo discutibles o por lo menos necesitan una mayor profundiza- ción y matización su excesiva contraposición entre el conoci­miento «natural» de Dios (y la experiencia religiosa extrabí­blica) y la revelación, su tesis de la unicidad del Sujeto divino de la revelación y su rechazo del concepto de persona: ¿queda salvaguardada de este modo la distinción real entre los Tres? ¿Y es suficiente la reafirmación de la divinidad de Dios para penetrar -en la fe- en la uni-trinidad de Dios, o se podría quizás ir más allá, en dirección hacia aquella centralidad de la encar­nación y de la cruz, que caracterizan igualmente al proyecto dogmático del mismo Barth?

En efecto, es precisamente en esta dirección por donde se moverán algunos de los teólogos más significativos del área evangélica, sobre todo después de la segunda guerra mundial. También la experiencia trágica del conflicto mundial, junto con la reflexión más atenta sobre el reto del ateísmo (elimina­do en el fondo demasiado apresuradamente por Barth), marca­rán profundamente la reflexión trinitaria posterior. Baste tan sólo recordar la altísima experiencia humana e intelectual de Dietrich Bonhoeffer, muerto en el campo de concentración, con su precioso intento -desgraciadamente tan sólo en ger­men- de pensar a Dios en clave cristológica, a partir de su «ausencia» en el mundo moderno.

«Y nosotros no podemos ser honestos sin reconocer que hemos de vivir en el mundo “etsi Deus non daretur”. Y esto

91 Ib., 369. Barth recoge aquí un concepto de san Anselmo de Canter­bury: «quotiescumque repetatur aeternitas in aeternitate, non est nisi una el eadem aeternitas» (Ep. de incarn15).


HOY: HACIA UNA SÍNTESIS SINFÓNICA... 225

es precisamente lo que reconocemos... ¡ante Dios!; es el mismo Dios quien nos obliga a dicho reconocimiento. Así nuestro acceso a la mayoría de edad nos lleva a un veraz reconoci­miento de nuestra situación ante Dios. Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios. ¡El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (Me 15, 34)! El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, es el Dios ante el cual nos hallamos constantemente. Ante Dios y con Dios, vivimos sin Dios»C

La misma teología de la «muerte de Dios», en aquella breve temporada que floreció -en el fondo con una buena dosis de superficialidad- a partir de una miscelánea filosófico-teológica que combinaba, un tanto disfrazadas, las intuiciones de Bonhoe- ffer con las reflexiones de Hegel, de Nietzsche y de Heidegger sobre la «muerte de Dios», enseño sin embargo algo importante a la teología. Como ha señalado atinadamente L. Serenthá, «hay efectivamente en esta afirmación (de la muerte de Dios) una especie de nostalgia de una verdad revelada fundamental sobre el ser de Dios (...). Y la verdad es que la vida de Dios, tal como se nos ha revelado, comprende un momento de muerte, de don de sí, de pérdida de sí; la vida íntima de Dios, como vida trinitaria, es vida que consiste en el don de sí que mutuamente se hacen el Padre, el Hijo y el Espíritu»93.

En esta perspectiva hay que comprender -a la luz de la tra­dición luterana, pero también, explícita y fontalmente a partir de la originalidad de la theologia crucis neotestamentaria- la obra quizás más original, sobre la base de su teología escolástica anterior de la esperanza cristiana, de Jürgen Moltmann, El Dios crucificado (1972). Esta obra se presenta programática­mente como un intento de «leer» la novedad trinitaria del Dios cristiano y sus repercusiones en la historia de los hombres a partir de la pasión y muerte de Cristo crucificado y abando­nado por Dios.

  1. D. Bonhoefler, Resistencia y sumisión, Sígueme, Salamanca 1983. 252.

  1. L. Serenthá, Dios, en Diccionario Teológico Intcrilisciphnarll Sígueme, Salamanca 1982, 273.


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«¿Qué es lo que se verifica entre Jesús y el Padre en el aban­dono, o la entrega, de Jesús en la cruz? El Padre “abandona” a su “propio” Hijo y lo rechaza. Aquel, cuyo reino había anun­ciado Jesús como “inminente” se convierte en un Dios que abandona. El Hijo muere bajo la maldición del Padre. Es el Dios abandonado. El Hijo sufre la muerte en el abandono. El Padre padece a su vez la muerte del Hijo en el dolor de su amor. El Hijo sufre el abandono del Padre, cuyo derecho de gracia había anunciado. El Padre padece el abandono del Hijo a quien ha escogido y amado.

Si el Padre actúa sobre el propio Hijo en cuanto que lo abandona y el Hijo padece este abandono del Padre, entonces esta muerte de cruz tiene lugar entre el Padre y el Hijo. Se encuentra en el mismo ser divino, entre el Padre y el Hijo, y separa al Hijo del Padre totalmente, mediante la maldición. Pero puesto que -como podemos deducir combinando Rom 8, 32 con Gal 2,20- también el Hijo se sacrifica y acepta en Getsemaní el cáliz del abandono, en este sacrificio actúan y padecen los dos, y la cruz une al Hijo y al Padre en la comu­nión plena de aquel querer que se llama amor. En 1 Jn 4, 16 se afirma que este amor es el ser mismo de Dios -«Dios es amor»- y por tanto, en la comunión de los quereres que se lleva a cabo en el sacrificio, encontramos una comunión subs­tancial de existencias. En la cruz se separan Jesús y su Dios y Padre, debido a la muerte de maldición, de la forma más radi­cal: en virtud de la entrega, por su parte, se unen de la manera más íntima. De este acontecimiento que se verifica entre el Padre y el Hijo dimana la entrega misma, el Espíritu que acoge a los que están abandonados, que justifica a los impíos y vivifica a los muertos. El Dios que abandona y el Dios que es abandonado son una sola cosa en el Espíritu de la entrega. El Espíritu procede del Padre y del Hijo porque brota de la derelictio Jesús»94.

Si Moltmann tiene ciertamente el mérito de haber vuelto la atención al centro del discurso teológico-trinitario (o cristiano,

'M J. Moltmann, Prospettive dell'odierna teologia della croce, en Varios, Sulla teologia della croce, Quenniana, Brescia 1974, 42-46: se trata de un ensa­yo en el que Moltmann precisa -sobre todo frente a las críticas- la posición que había expresado en El Dios crucificado.


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sin más), a la res de qua agitur en teología, sus límites siguen siendo los de una cierta unilateralidad luterana y de una incom­pleta «digestión» y crítica en clave escuetamente dogmática de la lección hegeliana: en una palabra, en una carencia de profun- dización ontològica95.

Pero esto es precisamente, aunque dentro también de su pro­pia tradición teológica, lo que ha intentado hacer Eberhard Jün- gel, sobre todo en su importante Dios como misterio del mundo (1977). Parte de una profunda y cerrada discusión con la afirma­ción moderna (filosófica y teológica) de la «muerte de Dios», poniendo de relieve su origen cristiano y, al mismo tiempo, su incompatibilidad con la auténtica fe eclesial. Luego, centrando su reflexión en el acontecimiento pascual del Crucificado como vestigium Trinitatis, penetra en su dinámica teológico-trinitaria, a través del concepto bíblico de la agape. A partir de la cruz y resurrección de Jesucristo es como hay que comprender la frase neotestamentaria sobre Dios que es amor (Jn 4, 8.16), a la cual -en este sentido- no puede ni mucho menos dársele la vuelta para decir «el amor es Dios» (como hace, por ejemplo, Feuer­bach), so pena de desfigurar la fe cristiana:

«Dios es amor... Precisamente por eso Dios no está sola­mente en el amor, como los que se aman mutuamente están en el amor. Dios no es solamente yo que ama y tú amado. Dios es más bien el acontecimiento irradiante del amor mismo. El lo es (...) por cuanto que él, siendo el que ama de por sí y separándose del amado, no solamente se ama a sí mismo, sino que (en medio de una auto-referibilidad todavía tan grande, con un mayor auto-desprendimiento) ama a otro totalmente distinto y así es y permanece él mismo. Dios se tiene a sí mismo, así y solamente así, a saber: regalándose. Su tenerse-a-sí-mismo es el acontecimiento, es la historia de un regalarse a sí mismo y por tanto el final de un simple tenerse- a-sí-mismo. En cuanto él es esa historia, él es Dios; más aún, esa historia de amor es “Dios mismo”»96.

95 De Moltmann lambién es importante, para el desarrollo del tema trinitario esbozado en El Dios crucificado y para profundizar en sus conse­cuencias antropológicas y sociales, Trinidad y reino de Dios. La doctrina sobre Dios, Sígueme, Salamanca 1983.

96 E. Jiingel, Dios corno misterio del mundo, Sígueme, Salamanca 1984,

420.


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DIOS UNO Y TRINO

Así pues, el Dios de Jesucristo tiene que comprenderse como «Acontecimiento», como un libre venir a sí de sí mismo a sí, en su venir contemporáneo -a través de la encarnación y de la cruz- a este mundo para salvarlo y para llevarlo gratuita­mente (por su parte) y libremente (por parte del hombre) a sí mismo. Con gran precisión, G. Lafont sintetiza entonces la reflexión de Jüngel en estas palabras:

«Dios es el que viene (y el que habla) a partir de sí, libre­mente (el Padre), aquel a quien viene (el Hijo crucificado), aquel que viene como Dios hasta en la misma muerte (el Espí­ritu); y esta dinámica divina se realiza para nosotros, es decir, que es imposible concebir a Dios sin un “desbordamiento” de su ser hacia la nada y el pecado»97.

En este sentido el Dios trinitario es «el Misterio del mundo», presencia en él a partir de su retirada para dejar sitio a la libertad de adopción ofrecida por Dios a la humanidad. La reflexión de Jüngel es realmente sugestiva y profunda, pero deja abierto el problema de la distinción entre el ser de Dios en sí y su venir a la creación y a la historia. Y no es esto cosa de poca monta. Una vez más se hace evidente la necesidad de pro­fundizar en la ontología del misterio de la salvación, esto es, de ver cómo hay que entender la relación de Dios Trinidad con el mundo (creación, encamación, misterio pascual) y la dinámica interior de la vida trinitaria (que implica un «devenir» que no puede estar en contradicción con el ser de Dios en cuanto Dios, y que es el presupuesto de su ghénesis y de su kénosis en la historia de la salvación).

  1. 1. 2. Rahner, von Balthasar y la teología católica

contemporánea: «mysterium paschale» y vida trinitaria

La teología católica, por el contrario, parte de la necesidad de mantener la distinción entre el ser transcendente de Dios y su autorrevelación en la historia de la salvación, siguiendo fun­damentalmente la línea de una clara renovación de la visión teológica de santo Tomás, basada en el principio de la analogía

67

G. Lafont, Dios, el tiempo y el ser, Sígueme, Salamanca 1991, 289.


1 TOY: HACIA UNA SÍNTESIS SINFÓNICA...

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del ser. En efecto -como ya hemos dicho- es el católico Karl Rahner (1904-1984) el que propuso aquel principio fundamen­tal de la teología trinitaria que, aun afirmando la identidad entre la Trinidad económica y la Trinidad inmanente, quiere sin embargo salvaguardar su distinción. Se trata de un princi­pio fundamental umversalmente adoptado ya en el campo católico, aunque es necesario seguir profundizando en él, como han señalado, por ejemplo, Y. Congar y G. Lafont en una obra que sigue siendo en muchos aspectos magistral: ¿Es posible conocer a Dios en Jesucristo?98

Más original es la obra enciclopédica de Hans Urs von Balthasar (1905-1988). En los quince volúmenes de Gloria, Teodramática y Teología va desarrollando con un increíble conocimiento de toda la tradición del pensamiento cristiano y, en general, occidental, aquella intuición fundamentalmente cristocéntrica y trinitaria que, en una especie de síntesis, ha quedado expresada en su «Mysterium pascbale», una contribu­ción a la reestructuración colectiva de la dogmática católica dentro de la perspectiva de la historia de la salvación, desarro­llada en el Mysterium salutis. Aunque no es nada fácil captar la inspiración trinitaria central de von Balthasar, podemos encontrarla expresada en esta obra en estas afirmaciones que parten del misterio de la kénosis en la encarnación y muerte de cruz del Verbo de Dios, hecho hombre para interpretar la ima­gen cristiana de Dios y, en él, la imagen cristiana del hombre:

«Lo que aquí está en juego, al menos de fondo, es el viraje decisivo en la visión de Dios: de ser primariamente “poder absoluto” pasa a ser absoluto “amor”. Su soberanía no se manifiesta en aferrarse a lo propio, sino en dejarlo (...). El ano­nadamiento de Dios en la encarnación es ónticamente posible porque Dios se despoja eternamente en su entrega tripersonal. Partiendo de aquí, la definición primaria de persona creada no ha de ser la de “subsistencia en sí”. Si ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, la persona será “regreso (reflexw complexa) desde el despojo” y “existir por sí como interioridad que se expresa entregándose”. Los conceptos de “pobreza” y “riqueza” se hacen dialécticos. Lo cual no quiere decir que la

98

G. Lafont, Peut-on connaitre Dieu en Jesus Christ, Cerf, París 1969.


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DIOS UNO Y TRINO

esencia de Dios sea en sí (unívocamente) “kenótica” como si un mismo concepto pudiera abarcar la kénosis y el fundamento divino que la hace posible. Ese es en parte el error de los kenó- ticos modernos. Lo que quiero decir es que (...) el “poder” divino es de tal calidad que puede hacer sitio en sí mismo a un despojo como el de la encarnación y la cruz y puede llevar ese despojo hasta el colmo. Entre condición divina y condición servil reina analogía de naturalezas en la identidad de persona, según aquello de la “major dissimilitudo in tanta similitudine” (DS 806)»".

Esta concepción de von Balthasar, que relee en clave católica algunos de los temas propios de la tradición tanto luterana como ortodoxa -según veremos más adelante-, ha sido autori­zadamente propuesta de nuevo por la Comisión Teológica Internacional, en dos documentos suyos de 1980 y de 1983, que tratan precisamente de la relación entre la cristología, la teología trinitaria y la antropología. Y atestigua sin duda alguna la adquisición -por parte católica- de una perspectiva interpre­tativa más profunda sobre el misterio trinitario a la luz del acontecimiento pascual de Jesucristo:

«La economía de la salvación manifiesta que el Hijo eterno asume en su propia vida el acontecimiento “kenótico” del nacimiento, de la vida humana y de la muerte en la cruz. Este acontecimiento en el que Dios se revela y se comunica de modo absoluto y definitivo, se refiere de alguna manera al ser propio de Dios Padre, en cuanto que es el Dios que realiza estos misterios y los vive como suyos en unión con el Hijo y con el Espíritu Santo. En efecto, no sólo en el misterio de Jesucristo se revela Dios Padre y se nos comunica libre y gra­tuitamente mediante el Hijo y en el Espíritu Santo, sino que el Padre con el Hijo y con el Espíritu Santo lleva a cabo la vida trinitaria de una manera profundísima y -al menos según nuestra manera de pensar- en cierto modo nueva, en cuanto que la relación del Padre con el Elijo encarnado en la consu­mación del don del Espíritu es la misma relación constitutiva de la Trinidad. En la vida íntima del Dios trinitario se da la 99

99 H.U. von Balthasar, El minería pascual, en Mysterium salutis III, Cris­tiandad, Madrid '1980, 677.


HOY: HACIA UNA SÍNTESIS SINFÓNICA... 23 1

condición de posibilidad de estos acontecimientos, que nos brinda la incomprensible libertad de Dios en la historia de la salvación por el Señor Jesucristo. Así pues, los grandes acon­tecimientos de la vida de Jesús traducen claramente para nosotros y enriquecen con una nueva eficacia para ventaja nuestra el diálogo de la generación eterna, en el cual el Padre dice al Hijo: “Tú eres mi Hijo, te he engendrado hoy”»100.

«La libertad de los seres creados no es totalmente autónoma. Tiene siempre necesidad de una ayuda divina. Una vez que se ha alejado de Dios, esa libertad no puede volver a él con sus propias fuerzas. Por otra parte, el hombre ha sido creado para ser integrado en Cristo, y por tanto en la vida de la santa Trinidad. Sea cual fuere la lejanía del hombre pecador respec­to a Dios, siempre es menos profunda que la distancia del Hijo respecto al Padre en su vaciamiento kenótico (Flp 1, 7) y que la miseria del “abandono” (Mt 27, 46). Éste es el aspecto propio de la economía de la redención en la distinción de las Personas de la santa Trinidad, que por otro lado están perfec­tamente unidas en la identidad de una misma naturaleza y de un amor infinito»101.

Además de esta recomprensión del ser trinitario de Dios a partir de la historia de la salvación que culmina en el aconteci­miento pascual -que caracteriza, además de los autores citados, a todas las mejores reflexiones de los autores contemporáneos sobre el De Trimtate, desde W. Kasper en Alemania hasta B. Forte en Italia-, la teología católica se ha caracterizado tam­bién por una renovada reflexión sobre la eclesiología y la antropología a la luz del misterio trinitario, en el doble sentido de una comprensión de la Iglesia y del hombre a partir de la Trinidad y, viceversa, de una penetración en el misterio de Dios a partir de la experiencia eclesial y personológica. En efecto, la Ecclesia de Trinitate es la perspectiva determinante de la Lumen Gentium, la Constitución del Vaticano II sobre la Igle­sia; allí se ve a la Iglesia -en su origen, en su forma de vida y en

100 Teologia - Cristologia - Antropologia I, C.3: La Civiltà Cattolica, n. 3181 (1983) 50-65.

101 Alcune questioni riguardanti la cristologia IV, D. 8: La Civiltà Catto­lica, n. 3129 (1980) 50-65.


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su meta- como «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (n. 4, recogiendo una expresión de san Cipriano). A su vez, la visión antropológica que propone la Gaudutm et Spes -Constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo- está determinada y encerrada en un marco trinitario, al mismo tiempo que es francamente cns- tológica, al estar totalmente centrada en Jesucristo que, como nuevo Adán, «en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor manifiesta plenamente el hombre al propio hom­bre y le descubre la sublimidad de su vocación» (n. 22): «Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17, 21-22), abriendo perspec­tivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por si mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás (cf. Le 17, 33)» (n. 24).

Todos estos temas son sumamente significativos y fecun­dos, hasta el punto de que han permitido a algunos autores como H. Mühlen reflexionar en clave pneumatológica sobre el significado existencial y «operativo» del misterio trinitario, «en cuanto que el misterio de la Trinidad sólo lo podemos “cono­cer”^. Jn 14, 20) en la medida en que intentemos correalizar en nosotros la autoentrega divina que se nos muestra en la cruz»10-; y a ciertos teólogos como J. Ratzinger percibir en la estructura del «pro» (del ser-para, de la relación) una categoría central y una modalidad de vida original de la fe cristiana. Efec­tivamente, en la concepción trinitaria de Dios «se oculta una imagen revolucionaria del mundo: el omnímodo dominio del pensar substancial queda destruido; la relación se concibe como una forma primigenia de lo real, del mismo rango que la substancia; con esto se nos revela un nuevo plano del ser. Pro­bablemente puede afirmarse que el cometido del pensar filosó­fico originado por estas observaciones no se ha realizado

IJ- H. Mühlen, Experiencia social del Espíritu

unilateral, en C. Heilmann - H. Mühlen, Expe

como respuesta a una doctrina ■ricucia y teología del Espíritu


HOY: TTACIA UNA SÍNTESIS SINTÓNICA...

233

todavía suficientemente; el pensar moderno depende en gran parte de las posibilidades aquí mencionadas; sin ellas no podría ni siquiera concebirse»10'.

  1. 1. 3. La aportación original de la teología ortodoxa:

«kénosis» y «sofiología» en S. Bulgakov

También la teología ortodoxa ha participado y sigue parti­cipando con gran originalidad en la renovación de la teología trinitaria contemporánea. En efecto, esta teología no concluyo su ciclo con la edad bizantina (en donde la encontramos por última vez), sino que ha continuado su vida, aunque difícil, encontrando sobre todo en las tierras de Rusia un fecundo humus espiritual y cultural, como podemos verlo en santos como Sergio de Radonez y Serafín de Sarov. Tras una lenta maduración a lo largo del siglo XIX, a finales del mismo y durante el siglo XX, el pensamiento ruso conoce un momento de especial floración, que se consolidará sobre todo en Francia, en torno al famoso Instituto de San Sergio (tras la revolución de octubre), junto con el asentamiento de una corriente más fiel a la edad patrística y bizantina (en Grecia y en los Estados Unidos).

Sin querer infravalorar las aportaciones de otros grandes teó­logos ortodoxos de nuestro siglo, como por ejemplo V. Lossky, P. Evdokimov y D. Staniloae, la obra ciertamente de mayor originalidad -hasta el punto de haber sido acusada de dema­siado renovadora en el sentido mismo de la ortodoxia- es la de Sergej Bulgakov (1871-1944), que se ha definido como «el monumento más importante de la teología ortodoxa después de la caída de Bizancio» (C. Andronikov). En el fondo, son tres las fuentes de inspiración típicamente rusas -lógicamente con toda la tradición teológica sobre todo oriental y con un gran cono­cimiento del pensamiento moderno- de su teología: la doctrina trinitaria de inspiración eclesiológica de A. Chomjakov y la de inspiración eclesiológica de N. Fedorov (con su famoso «La Trinidad y nuestro programa social»); la inspiración kenótica

|. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 1976,

153.


234

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del metropolita Filaretes de Moscú y de T. Bucharev (que subraya la centralidad del tema bíblico del Cordero «inmolado antes de la fundación del mundo»); y el tema sofiológico de V. Soloviev y P. Florenskij, siendo la «divina sofia» la irradiación en la creación de la misma Gloria Increada de la Santísima Trinidad.

Para Bulgakov la expresión de san Juan «Dios es Amor» «no solamente significa que el amor es lo propio de Dios, ya que él es el que ama, sino que él mismo es Amor, que ése es su ser mismo. Tenemos aquí una definición no ya descriptiva, sino ontològica»104.

De aquí hay que partir para penetrar en el misterio de la Trinidad. Pero ¿qué es propiamente el amor? He aquí la defi­nición que de él da Bulgakov, a través de dos «axiomas»; a) «no hay amor sin sacrificio»; b) «no hay amor sin gozo y sin biena­venturanza, y en general no hay bienaventuranza fuera del amor». De los dos axiomas, el segundo es «superior, porque es el último» y representa el «resultado» del primero. Así pues, el amor se muestra como «antinomia concreta: sacrificio y encuentro de sí mismo gracias al sacrificio. Siendo trágico, el amor es al mismo tiempo superación de la tragedia, y precisa­mente en esto consiste la fuerza del amor»105.

La vida de Dios, que se expresa en la relación de las tres divi­nas Hipostasis -como nos revelan la encarnación y la muerte en la cruz del Verbo hecho hombre- se ve atravesada entonces por esta kenosis que es vaciamiento de sí mismo por amor y que, como es lógico, se ve continua y perfectamente vencida por la bienaventuranza infinita, hasta el punto de que, propia­mente, no se puede hablar de sacrificio y de sufrimiento de Dios, sino de amor perfecto.

Desarrollando el tema de esta kénosis de amor en relación con cada una de las PTipostasis divinas, Bulgakov se expresa en estos términos:

En relación con el Padre: «La paternidad es la imagen del amor en donde el que ama quiere poseerse no ya en sí mismo, 101

101 S. Bulgakov, /. Agnello di Dio. Il mistero de! Verbo incarnato, Cuti Nuova, Roma 1990, 115.

Ih., 121.


HOY: HACIA UNA SÍNTESIS SINFÓNICA... 235

sino fuera de sí, para darle su yo a ese otro yo, pero identifi­cado con él, para manifestar su yo a través de una generación espiritual, en el Hijo... Esta fuerza generadora es el éxtasis de la salida de sí mismo, de una devastación de sí mismo, que es al mismo tiempo la realización de sí por medido de esta gene­ración»106 107.

En relación con el Hijo: «La filialidad es ya la eterna kenosis (...). El amor del Hijo es la humildad del sacrificio, de la renun­cia a sí mismo, la del Cordero “predestinado antes de la crea­ción del mundo”» (1 Pe 1, 20).

Mientras que el Espíritu Santo «es precisamente la alegría del amor de sacrificio, su bienaventuranza y su realización (...). El establece la reciprocidad del Padre y del Hijo».

Ciertamente es nuevo hablar de kénosis en relación con el Padre; pero -como puede argüirse de la concepción de Bulga­kov en su conjunto- esto no implica absolutamente ninguna forma de patripasianismo. Pero también es nuevo el subrayado de la kénosis del Espíritu Santo, tanto en la vida de la Trinidad como en el proceso de divinización de las personas creadas:

«El Espíritu es el amor que reúne en sí mismo todo el pro­ceso del amor: la renuncia de sí en el sacrificio, la sacrificiali- dad del amor y su bienaventuranza. La renuncia sacrificial de sí consiste en su anonadamiento hipostático: él mismo no revela su hipóstasis ni se revela a sí mismo, como lo hacen el Padre y el Hijo; él no es más que su revelación misma: “el Espíritu escudriña todas las cosas, hasta las profundidades de Dios” (1 Cor 2, 10) (...). Él es el ambiente transparente, imper­ceptible en su transparencia. No existe para si, ya que esta totalmente en los otros, en el Padre y en el Hijo; y su ser pro­pio es como un no ser. Pero en este anonadamiento sacrificial se cumple la bienaventuranza del amor, la de la auto-dilec­ción, el ápice del amor. Así, en el amor que es la Santísima Trinidad, la tercera hipóstasis es el amor mismo, que realiza en sí, hipostáticamente, toda la plenitud del amor»17.

106 Ur, 45.

107 S. Bulgakov, II Paráclito, EDB, Bologna 1971, 122.


236

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Si este infinito dinamismo de amor se realiza eternamente en Dios, en la creación ocurre que el, por ser Amor, decide libremente no poseer como propio lo que le es más propio, es decir, su misma autorrevelación, su naturaleza; y por eso mismo darle una existencia autonoma (al menos relativamente), para que ella pueda a su vez, y en un acto libre de amor que responde, darse como propia a Dios mismo. Por ello la crea­ción es^ -según Bulgakov- «aquella autodeterminación del Dios hipostático, con que él, poseyendo desde la eternidad su propia naturaleza (la Sofía como mundo divino, como autorrevela- cion de Dios en Dios), la deja salir del seno del ser hipostático hacia el autoser, la hace en sentido auténtico cosmos, crea el mundo “de la nada” es decir, de sí mismo, de su propio conte­nido divino»108.

Esto es -según Bulgakov- el acto de creación, que es acto de amor libre e infinito, en cuanto que es acto de la kénosis suprema con que la Santísima Trinidad, permaneciendo tal como es, pone su riqueza como distinta de sí. Así pues, realmente, como cantan los salmos, «los cielos y la tierra, la creación entera, narran la gloria de Dios»: no en sentido metafórico, sino onto­lògico, ya que la creación es la sabiduría-gloria de Dios reflejada en el no-ser que se convierte en ser, por la libre voluntad de Dios.

Estos rápidos apuntes hacen por sí solos evidente que nos encontramos ante una síntesis densa y atrevida que, a pesar de algunas intemperancias e incomprensiones, sigue siendo muy rica en sugerencias y en aportaciones en todos los campos de la teología iluminados por la centralidad del misterio trinitario.

  1. 2. La aportación de la espiritualidad contemporánea: por una mística y una praxis trinitaria

La fuente de la renovación de la reflexión teológica con­temporánea es sin duda el Nuevo Testamento, pero también la confrontación con la cultura contemporánea -sobre todo

]01' S. Bulgakov, La Sposa del Agnello. La creazione, ¡'nonio, la Chiesa e la stona, EDB, Bologna 1991, 83.


HOY: HACIA UNA SÍNTESIS SINTÓNICA... 237

occidental-, profundamente caracterizada, como señaló el concilio Vaticano II, por el fenómeno del ateísmo y de la «muerte de Dios» (cf. GS 19-21). Se trata de un fenómeno inquietante, sobre todo porque se ha afianzado, con estas pro­porciones y con estas características, precisamente en el terreno de una historia profundamente fecundada por la semilla del evangelio. Es un fenómeno que interpela, no solamente al pensamiento cristiano, sino incluso a la vida y al modo global de percibir y de encarnar la fe de toda la Iglesia.

  1. 2. 1. ¿Un «giro» de la fe?

Así pues, también la profundización de la experiencia espi­ritual de la fe -que por lo demás va dirigida hacia una supera­ción de aquella distancia, que hemos podido constatar como característica del pensamiento moderno, entre la mística y la teología- se enfrenta hoy, con gran originalidad, con esta situa­ción, hasta el punto de que, según E. Biser, «se ha llevado a cabo un giro espiritual que abre una nueva posibilidad para el anuncio cristiano»109. Las características de este «giro» pueden descubrirse -siempre según este autor- en dos imágenes bíbli­cas. Por una parte, la del Cristo crucificado que grita su aban­dono en la cruz: el panorama de nuestro tiempo -como ha escrito Karl Mattháus Woschitz- es un «panorama clamoroso»: «El grito -a menudo bastante sofocado- se convierte en figura visible cuando la literatura, la filosofía y la psicología modernas, especialmente con Karl Jaspers y Cari Gustav Jung, se ocupan de la figura de Job y se sienten representadas en ella con su pro­blemática»110. Este grito encuentra no sólo su eco, sino su respuesta, en el grito de Cristo en la cruz: «Él, que en su aban­dono no tenía que ser consolado por ninguna ayuda visible, sino sólo por su clamor a Dios, les dio a los que no pueden recibir ninguna ayuda aquello que fuera de el ningún otro podía dar: ¡a sí mismo!»111.

109 E. Biser, Svolta della fede. Una prospettiva di speranza, Morcelliana, Brescia 1989, 113.

110 II?., 112.

111 Ih. 65.


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La otra imagen es la de Emaus, la de los discípulos que des­cubren la presencia del Señor en medio de ellos, en aquel ardor de su corazón, en la escucha de la palabra y en el aquel partir el pan eucaristico, en donde Cristo resucitado toma toda su existencia y la hace transcender hacia su plenitud; esto indica que la fe -escribe Biser- «se hace perceptible cuando los predi­cadores se esfuerzan en traducir los testimonios escritos en un lenguaje vivo, actual. La fe se verifica cuando en la conciencia de las comunidades cristianas se realizan las palabras: “donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos” (Mt 12, 20)»112.

Recordando la frase del ultimo Rahner sobre un «tiempo invernal de la Iglesia», Biser concluye diciendo que «bajo los campos nevados la vida se prepara para despertar de nuevo» 113, lo cual provoca una reinterpretación del destino de la fe en la edad adulta que presentaba Nietzsche. Si Nietzsche había hablado de una fe convertida en dogma, que luego se transformó en moral para autodisolverse, Biser subraya por el contrario que quizás la fe cristiana está a punto de entrar en una nueva etapa de su existencia, una etapa mística: «Solamente una fe que ha profundizado desde el punto de vista místico puede alcanzar al hombre en su crisis actual de identidad y en su crisis existencial»114.

Asi pues, se trata de una fe que tiene un futuro porque, «en la medida en que ha aprendido a “salir de sí misma” ha ganado una capacidad de ensimismamiento nunca alcanzada hasta ahora, pero también la franqueza de expresarse y de declararse»115.

Por consiguiente, la gran tarea de nuestros días es la de enfrentarse -a nivel existencial y de praxis, así como a nivel teológico- con los dos polos constitutivos de la fe trinitaria: la Pascua de Jesus con su cima en el abandono que él vivió, y la inserción -por medio de ella- en la novedad de la Vida trinita­ria de la agape como vida de unidad entre los hombres en Dios.

112 Ib., 74.

111 Ib., 124.

1,4 Ib., 135.

115 Ib., 155.


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16. 2. 2. Una mística trinitaria: jesús abandonado y la unidad en Chiara Lubich

En realidad, toda la experiencia espiritual contemporánea va en esta dirección; podríamos citar muchos ejemplos: desde santa Teresita de Lisieux hasta Adriana von Speyr, desde Carlos de Foucauld hasta Edith Stein y Simone Weil. Pero me deten­dré en la experiencia de Chiara Lubich (1920-2008), ya que me parece que encierra una originalidad particular, típicamente trinitaria y típicamente moderna al mismo tiempo, rica en muchas e importantes implicaciones teológicas, así como exis- tenciales y eclesiales. En efecto, ha sido ella la que ha definido a Jesús abandonado como «el Dios de nuestro tiempo» y la que ha recordado la centralidad -para la vida de la Iglesia- del «donde dos o más» (Mt 18, 20)116.

16. 2. 2. 1. jesús abandonado, revelación del Amor trinitario. Baste citar esta luminosa interpretación que da Chiara Lubich del misterio del abandono de Cristo en la cruz, en donde se conjugan la dimensión revelativo-trimtaria del mismo (Jesús abandonado como «explicación» de la vida trinitaria de! Amor) y la soteriológica 0esús abandonado como redentor de la humanidad alejada de Dios):

«Jesús, que era Dios, era la Vida. Por tanto, tenía que morir, en cierto modo, también como tal: derramar una san­gre espiritual, divina, dar en sí a Dios en sí.

Dice Barth: “Dios no se aferra a su divinidad como si fuera un botín, lo mismo que hace el ladrón con su bolsa, sino que se da. La Gloria de su divinidad está en el hecho de que puede ser altruista”.

Como una flor totalmente abierta, totalmente desplegada, después de haber dado su propia sangre, da igualmente su propia muerte natural, así Jesús da también (no ya “después” en sentido cronológico, sino como valor) su propia muerte

116 Para profundizar en la dimensión trinitaria de esta espiritualidad, cf. M. Cerini, Dio Amore nell'esperienza e nel pensiero di Chiara Lubich, Citta Nuova, Roma 1991; G. M. Zahgbi, Dio chi è Amore. Trinità e vita in Cristo, Città Nuova, Roma 1991.


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espiritual, su propia muerte divina, dando a Dios. Se vacía inclu­so de Dios: da a Dios. Y lo hace en el momento del abandono.

Abandono real para la humanidad de Jesús, ya que Dios la deja en su estado sin intervenir. Abandono irreal porque, al ser Dios, Dios es Uno y no puede dividirse. Todo lo más puede distinguirse; pero esto no es ya dolor, sino amor. Y esto es lo que pudo suceder en aquel momento en el seno de la Santísima Trinidad respecto a la divinidad de Cristo.

¿Acaso Dios no es Uno, distinto en Tres Personas, contem­poráneamente Uno y Trino, en un tiempo fuera del tiempo, en donde el Amor vive, en donde el Padre es una perenne generación del Verbo, y el Espíritu procede perennemente, también él como persona divina, distinguiendo y uniendo contemporáneamente al Padre con el Hijo, de manera que son Uno y son Tres?

¿No podrá entonces ser la del abandono una operación nueva al estilo de aquella que se realizó sin más en la encar­nación, cuando la Trinidad decretó que el Verbo se hiciera carne, o bien en la resurrección, cuando lo resucitó el poder del Padre?

El Padre, viendo a Jesús obediente hasta el punto de estar dispuesto a regenerar a sus hijos, a darle una “nueva creación” (2 Cor 15, 17), “tocó allí aquel fondo, del que la omnipoten­cia del amor arrancaba la nueva creación...” (Guardini), y lo vio tan semejante a él, tan igual a él, como si fuera otro Padre, que lo distinguió de él.

Sobresalto de nueva alegría en Dios-Amor siempre nuevo. Grito de infinito dolor en la humanidad de Cristo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»117.

En el trasfondo de todas estas afirmaciones está el misterio de la unión hipostática de lo divino y de lo humano en Cristo, por el que, en último análisis, es la persona misma del Verbo hecho carne la que vive el acontecimiento del abandono. Esto

Ch. Lubich, Gesù crocifìsso e abbandonato, 6 die. 1971, o.c., en Varios, L'unità, un segno dei tempi, Città Nuova, Roma 1990, 85.


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es precisamente lo que permite contemplar en él, distinguién­dolas sin separarlas, la dimensión divina y la dimensión humana de este misterio.

En primer lugar, el acontecimiento del abandono, en cuanto que lo vive el Verbo hecho carne, nos revela algo sumamente profundo y hasta abismal: nos abre el misterio del ser de Dios como Amor. Como afirma en otro lugar Chiara Lubich, expli­cando la dinámica del amor trinitario:

«Tres (...) forman la Trinidad, pero son Uno porque el Amor es y no es al mismo tiempo, pero incluso cuando no es, es, porque es Amor. Efectivamente, si me quito algo y lo doy (me privo -no es) por amor, tengo amor -es»118.

Jesús abandonado, que es el Verbo (y por tanto la revela­ción de Dios), hecho carne, nos revela que el ser de Dios es Amor, en cuanto que él, «perdiendo» precisamente la unión con el Padre que lo hace Dios, es él mismo, Dios, Amor. Jesús vive en el abandono la ley de vida propuesta a los discípulos: «El que pierda su vida por mí y por la buena noticia, la salvará» (Me 8, 35). «El Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad. Yo tengo poder para darla y para recuperarla de nuevo» (Jn 10, 17-18).

Por lo que se refiere a la dimensión humana del misterio del abandono, hay que afirmar más bien que Jesucristo, en cuanto hombre, sufrió realmente no sólo porque experimentó la muerte, ligada a la condición de historicidad del hombre, sino también porque tuvo que saborear el fruto del pecado de los hombres. Más aún, según la fuerte expresión de san Pablo, fue tratado realmente «como pecado». Pero, al ser Dios y viviendo esta solidaridad con la condición humana por amor, redimió escatológicamente la situación de pecado de la humanidad.

No sólo esto. En línea con la tradición oriental de la Iglesia, que habla de deificación («Dios se hizo hombre en Cristo para que el hombre, en él, se hiciera partícipe de la vida divina»), pero al mismo tiempo con un acento de novedad debido a la

118 Citado por J. Povilus, Gesù in mezzo nel pensiero di Chiara Lubich, Città Nuova, Roma 1981, 75.


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penetración en el misterio del abandono, Chiara Lubich ve precisamente en este acontecimiento la condición de posibili­dad, la causa de la deificación por gracia de la humanidad.

En efecto, como ella misma explica, Jesús padece el abandono porque se priva, para dársela a los hombres, de su condición divina. Solo «vaciándose» de Dios -como nos hace vislumbrar también san Pablo en el himno de la carta a los Filipenses-, lo puede dar de verdad. Y así, a través del abandono vivido por Amor, él mismo queda reintegrado -con su humanidad- al esplendor de su condición divina (la resurrección) y junto con él y en él todos los hombres pueden participar realmente y en sentido fuerte de su filiación.

Finalmente, Chiara Lubich recoge también aquella dimen­sión pneumatológica del abandono, que es propia del cuarto evangelio (la «sed» del Espíritu que Jesús experimenta en la cruz):

«Podemos quizás pensar (...) que aquel dolor particular de Jesús, que es el abandono, tiene una relación especial con el Espíritu Santo. Y esto simplemente porque, cuando se da algo, hay que sentir su privación. Jesús en la cruz advirtió en aquel tremendo instante la separación del Padre. Pero el que lo ligaba y lo sigue ligando al Padre en la comunión personal ¿no es precisamente el Espíritu Santo? (...). Y entonces se podrá pensar que es en el abandono donde se da “el signo del amor espirante del que procede el Espíritu Santo”»119.

En síntesis, realmente con equilibrio y con novedad, encon­tramos trazado en estas afirmaciones un camino por donde se podrá ahondar en el suceso del abandono como acontecimiento trinitario y soteriológico al mismo tiempo.

16. 2. 2. 2. Jesús abandonado, clave de la unión con Dios y de la unidad, entre los hombres. De la dimensión teológica prece­dente surge -sin solución de continuidad- la dimensión más propiamente existencial del misterio de Jesús abandonado, como participación del creyente en este suceso de la vida de 111

111 CU. Lubich, L'unità e Gesti ¿tbbandonato, Città Nuova, Roma 1984 87-88.


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Cristo, como «introducción» en el misterio de la vida trinita­ria y como camino para realizar la unidad entre los hombres.

Para Chiara Lubich es evidentísimo que Jesús abandonado (que se nos comunica a través de la vivencia de su palabra y de nuestra inserción en él por medio de los sacramentos) es «nues­tro estilo de amor. El nos enseña a anularlo todo en nosotros y fuera de nosotros, para “hacernos uno” con Dios; nos enseña a hacer callar pensamientos, afectos, a mortificar nuestros sentidos, a posponer incluso las inspiraciones, para poder “hacernos uno” con los prójimos, es decir, para servirles y amarlos»120.

En otras palabras, si Jesús abandonado es -objetivamente, por gracia que se nos da- el camino a través del cual Dios se da como Dios a nosotros, él es también -subjetivamente, como gracia recibida- el modelo y la condición de posibilidad para acoger plenamente este don, que es Dios en nosotros, nosotros hechos Dios en él:

«Jesús abandonado, abrazado, apretado a él, querido como único todo exclusivo, consumado en uno con él, hecho dolor con él: eso es todo. Así es como uno se hace (por participa­ción) Dios, el Amor»121.

No sólo esto. Jesús abandonado es también la condición para vivir, en Dios, la unidad con los hombres. Y aquí asisti­mos a una propia y verdadera «revolución copernicana» en la historia de la espiritualidad cristiana: si san Juan de la Cruz nos decía que el quedar anonadados como Jesús abandonado es el camino para ser uno con Dios, Chiara Lubich -sin negar nada de esto- subraya que Jesús abandonado es también el camino para ser uno con los hermanos.

«Para acoger en sí al Todo hay que ser nada, como Jesús abandonado. Y en la nada todos pueden escribir (...). Hay que ponerse frente a todos en posición de aprender, quién sabe si de aprender de verdad. Y sólo la nada lo recoge todo en si y aprieta en sí todas las cosas en la unidad: hay que ser nada

!!>., 57-38. L'! 83.


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Qesús abandonado) frente a cualquier hermano para abrazar así en él a Jesús»122.

«Jesús abandonado es el modelo del que tiene que hacer la unidad con los hermanos. En efecto, yo no puedo entrar en otro espíritu si el mío es rico. Para amar a otro hermano tengo que hacerme constantemente tan pobre de espíritu que no posea más que amor. Y el amor es vaciamiento de sí. Jesús abandonado es el modelo perfecto de un pobre de espíritu: es tan pobre que ni siquiera tiene a Dios, por así decirlo. No lo siente»123.

Puede comprenderse entonces todo el significado de la afir­mación según la cual Jesús abandonado es «el secreto de la uni­dad»: al ser el camino para la unión con el Padre, es también por ello el camino para la unidad con los hermanos, según las palabras del testamento de Jesús: «Yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a la unión perfecta» (Jn 17, 23).

16. 2. 2. 3. La vida trinitaria entre los hombres. Pero todo esto significa que la experiencia de la vida trinitaria no se refiere solamente al individuo -en cuyo espíritu, como en un «castillo interior» habitan el Padre, el Hijo y el Espíritu-, sino también a la comunidad, es decir, a las relaciones entre las personas lla­madas a edificarse en un «castillo exterior», como imagen viva de la Trinidad. El «donde dos o tres» de Mateo tiene que inter­pretarse, por tanto, en clave intersubjetiva, como la posibilidad de vivir una relación trinitaria entre las personas que nos hacen vivir existencialmente en-Cristo y, por medio de él, en la Santísima Trinidad.

«Dios que está en mí, que ha plasmado mi alma, que reside en ella en Trinidad, está también en el corazón de los her­manos. No es razonable que yo lo ame sólo en mí.

Por tanto, mi celda es nosotros: mi Cielo está en mí y, como en mí, en el alma de los hermanos.

122 Ib., 83.

121 Ib., 183.


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Entonces no amaré ya el silencio, sino la palabra, es decir, la comunicación del Dios en mí con Dios en el hermano. Y si los dos Cielos se encuentran allí, es en una sola Trinidad donde los dos están como Padre y como Hijo y entre ellos está el Espíritu Santo.

Es preciso ciertamente recogerse, incluso en presencia del hermano, pero sin rehuir a la criatura, sino acogiéndola en el propio Cielo o recogiéndose en su Cielo.

16. 3. Hacia una nueva ontologia

El camino recorrido, con la profundización que han ido realizando en el tema trinitario la teología y la filosofía, pero también la mística, hace comprensible la afirmación de Mana- ranche, según el cual, hoy «queda por construir toda una onto­logia basada en la Trinidad, cuyo punto de partida habría de ser la frase siguiente: “Al principio es el don-de-si, como unica modalidad del Ser-en-sí”. De esta manera, hemos de reanudar el trabajo realizado en la Edad Media, a fin de mostrar el fun­damento filosófico posible del monoteísmo trinitario», o mejor dicho, la ontologia que nos abre la revelación del ser de Dios como Amor trinitario. «Sobre todo -concluye Manaranche- teniendo en cuenta que esta empresa desemboca enseguida en la vida espiritual y puede -sin eludir las mediaciones- inspirar la vida social»125.

En el párrafo siguiente diremos algo de estas consecuencias sociales, pero quizás valga la pena, una vez llegados a este punto, detenernos unos instantes, con una mirada retrospectiva y al

l2-' Citado por J. Povilus, Gesù in mezzo, o.c., 73.

12S A. Manaranche, Il monoteísmo trinitario, o.c., 210-211.


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mismo tiempo proyectada hacia el futuro, sobre la historia del significado que atribuye el pensamiento humano al ser (de Dios y de la creación) para mostrar su desarrollo precisamente a la luz de la revelación trinitaria de Dios. Por lo demás, esta exigencia de replanteamiento de la «historia del ser» (Heideg­ger), pero a la luz del horizonte trinitario, es sentida no sola­mente en teología, sino también en filosofía; incluso en este caso -como en el de la relación entre la mística y la teología- parece sentirse la exigencia de superar las separaciones, para lle­gar a una relación más correcta de distinción en la mutua inter­acción. Baste pensar en M. Cacciari y en aquella obra suya, estimulante como pocas y especulativamente atrevida, que es Dell'Inizionb.

Esquematizando un poco -y colocándonos sobre todo en la perspectiva de la filosofía occidental, en la que, como se sabe, el influjo de la revelación bíblica y cristiana ha sido fuerte- podríamos decir que hasta ahora tres grandes perspectivas han dominado en la historia de la ontología, como penetración del sentido del ser: la del Uno, la del Ser y la del Tiempo127.

í6. 3. 1. La ontología del Uno es la que nos trazaron en el mundo antiguo, por ejemplo, Parmenides, Platón (sobre todo en los diálogos del Parmenides y del Sofista, y en las llamadas «doctrinas no escritas») y finalmente Plotino; en la Patrística, al menos en algunos aspectos, el Pseudo-Dionisio; en la Edad Media, Escoto Enúgena; y en la Edad Moderna, Spinoza, pero también la gran tradición del pensamiento oriental (hinduís- mo, budismo, sufismo islámico).

La idea dominante es que todo viene del Uno y es manifes­tación del mismo y vuelve finalmente a él. Pero el Uno, preci­samente por ser Uno, no puede comprenderse ni decirse, ya que decir solamente que el Uno existe significaría poner una dualidad entre el Uno y el ser (así como una dualidad entre el

l>6 M. Cacciari, Dell'Inizio, Atielphi, Milano 1990. Para una exposición y una discusión en clave trinitaria, cf. mi Intorno all'Inizio di M. Cacciari: Nuova Umanità 12 (1990) n.72, 51-68.

Cf. las sugerencias que ofrece G. Lafont, Breve rayano sui fondamenti della cristologia, en R. fusichella (ed.), Cesi) Rivelatore. Teologia fondamentale, Piemme, Casale Monferrato 1988, 120-139.


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uno y el que habla de él), lo cual supondría no alcanzar de verdad al Uno.

El aspecto positivo de esta ontología es el reconocimiento de la inefabilidad de Dios, de su absoluta transcendencia; el aspecto negativo, la visión impersonal de Dios mismo (al menos en las formas no cristianas de esta ontología; en efecto, el horizonte de la filosofía griega no conoce una autorrevela- ción del Dios vivo como en el Antiguo Testamento), y la incertidumbre sobre la relación que existe entre el Uno y las otras realidades (con el peligro de verlas como una emanación necesaria, degradante y provisional del mismo).

16. 3. 2. La ontología del ser es la de santo Tomás, que encuentra ya sus antecedentes en Aristóteles, pero sobre todo en la revelación hecha por Dios a Moisés de su nombre: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14), y en el gran concepto bíblico de la creación de las cosas de la nada.

Aristóteles no parte ya del Uno, sino de lo que es y de lo que encontramos en nuestra experiencia, y dice que el ser se puede decir de muchas maneras (= analogía), pero que el sen­tido fundamental (igualmente análogo) es el de la substancia, el que es en sí y que tiene una consistencia propia. Obvia­mente, lo que es substancia en el más alto grado es Dios, que no está sometido -como las realidades de la expeiiencia- al devenir (que, en esta visión, es contrario al ser, inmutable poi definición).

Santo Tomás, a la luz de la revelación bíblica sobre el nom­bre de Dios y sobre la creación, da un paso formidable hacia adelante. En sentido propio, el ser es solo de Dios -el es el Ipsum esse per se subsistens-, mientras que todas las cosas han recibido el ser de él por participación. De esta manera se afirma la clara distinción entre el ser de Dios y el ser de las criaturas (que no quedaba salvaguardada en Aristóteles), pero al mismo tiempo se afirma la posibilidad de decir también algo de Dios, en virtud del principio de analogía. Ademas, se reconoce un sei -participado, finito- también a las cosas creadas, que muestran así que tienen una consistencia en si mismas, aunque derivada totalmente de Dios.

Sin embargo, en la perspectiva mitológica de santo Tomas quedan abiertos dos grande problemas: 1) ¿qué es lo que significa


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exactamente que Dios «participa» el ser a las criaturas, si él solo es el ser?; 2) ¿qué novedad introduce la revelación cristiana de Dios como Amor (cf. 1 Jn 4, 8.16) y como Trinidad en la com­prensión del ser de Dios y de las criaturas?

16. 3. 3. La ontología del devenir o del tiempo es la que se va afirmando en la edad moderna. Baste pensar en los dos sumos pensadores de este período: Hegel y Heidegger, pero también en Nietzsche. Aunque de formas muy diversas entre sí, estos autores ponen en el centro de la ontología el devenir, el tiempo. Introducen el movimiento, la dinámica del ser, y por eso tienen que hablar también del no-ser como momento interior de verdad y de vida del ser. Lo pueden hacer (pienso sobre todo en Hegel) porque atienden al misterio de la encarnación del Verbo -«el Logos se hizo carne», dice san Juan (1, 14)- y al de su vaciamiento que culmina en la cruz -la kénosis de que nos habla san Pablo (Flp 2, 7)-.

Para Hegel, hay incluso una coincidencia entre la realidad y la historia, entre el ser y el devenir, entre la substancia (el ser que es en sí) y el sujeto (como Hegel define al ser que, al no ser, se hace el otro); y es la concepción trinitaria del Dios cristiano (que introduce precisamente una dinámica, un «movimiento», en la comprensión del ser divino) la que le ofrece el hilo con­ductor de su ontología.

También para Heidegger el tiempo es central en su com­prensión del ser: tanto en el sentido de que el hombre es por esencia un existente histórico (= Da-Sein), bien en el sentido de que el ser es la manifestación de la «temporalización», como Lleidegger define el acontecer del tiempo. Estos dos pensa­mientos, que resumen la perspectiva heideggeriana, están en el centro respectivamente de su primero y de su segundo período de pensamiento, expresados ejemplarmente en la obra Sein und Zeit (Ser y Tiempo) y en la conferencia Zeit und Sein (Tiempo y Ser).

Finalmente, en Nietzsche, el ser queda disuelto en el deve­nir, en una perspectiva de finitud. En efecto, Nietzsche ve la «cima de la meditación» en el hecho de «imprimir al devenir el carácter del ser»; esto se realiza mediante el eterno retorno de lo siempre igual, en el que se cumple «el advenimiento más


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extremo de un modo del devenir al del ser» (La voluntad de poder).

Así pues, el intento importante de la ontología moderna es el de tomar en serio las consecuencias ontologicas tanto de la revelación trinitaria del ser de Dios como de la venida del Logos al tiempo. Pero este intento resulta incompleto y en defi­nitiva inaceptable, ya que esta ontología del ser como devenir lleva a una confusión entre Dios y la creación (Hegel) o a una desaparición de Dios (Heidegger) o a una concepción pre-cns- tiana, si no a la disolución nihilista del discurso sobre el ser (Nietzsche).

Pero vengamos a lo que ocurre hoy y a la tarea que aguarda tanto a la teología como a la filosofía de inspiración cristiana. Lo que permite integrar en una verdad superior las tres gran­des perspectivas del pasado, superando sus evidentes unilatera- lidades y valorando sus justas exigencias, es situarse en la perspectiva del acontecimiento pascual de Jesucristo, que revela el ser de Dios como Amor trinitario. Ésta es la gran novedad: el corazón de una nueva ontología, que permita recoger también la aportación original de la teología de Agustín y de Ricardo de san Víctor, centrándola mejor en lo propnum de la fe cristo- lógica. Una tarea en la que han empezado a trabajar algunos autores, por ejemplo K. Hemmerle en sus Tesis de ontología trinitariam, en diálogo con las teologías contemporáneas de las que hemos hablado.

16. 4. Perspectivas sociales

En la Introducción de nuestro camino hemos hablado de los dos grandes desafíos que, junto con el del ateísmo y el de la indiferencia religiosa en el Occidente «desarrollado» (a cuya génesis y significado hemos aludido deteniéndonos en el cambio de la imagen de Dios en los tiempos modernos), inter­pelan hoy a la fe. El primero es, sin duda, el desafio social, que nos viene sobre todo de los países del Sur, de aquello que 128

128 K. Ilemnierle, Tes i di ontología trinitaria, Cura Nuova, Roma 1986.


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significativamente se ha definido como «el revés de la historia» de opulencia del Norte.

Del análisis que hemos hecho hasta ahora surgen dos indi­caciones importantes y fundamentales. Por un lado, el Dios de Jesucristo -tal como se revela en el Antiguo y en el Nuevo Tes­tamento- es un Dios liberador del hombre y promotor de la justicia, llevada hasta la comunión, en medio de los hombres. Por consiguiente, no puede ser invocado para justificar ningún 01 den político y social injusto y alienante, ya que representa por el contrario la critica profetica más radical y permanente del mismo. Por lo demas, la dinámica de la vida del amor tri­nitario entre los hombres tiene que tener por sí misma reper­cusiones a nivel social, político y económico: lo esencial es que el principio trinitario se convierta en su criterio de inspiración y que, a su luz, se señalen sus necesarias y adecuadas mediacio­nes estructurales.

Ya el documento de Puebla del episcopado latinoamericano (1979), refiriéndose a los estímulos positivos venidos de la Teología de la liberación1'9, escribía:

«Por Cristo la humanidad participa de la vida trinitaria. Cristo (...) nos hace capaces de vivificar nuestra actividad con el amor y de transformar nuestro trabajo y nuestra historia en gesto litúrgico, o sea, de ser protagonistas con él de la cons­trucción de una convivencia y de una dinámica humana que refleja el misterio de Dios» (n. 213).

«La comunión que se ha de establecer entre los hombres es una comunión que abarca todo su ser desde las raíces perso­nales de su amor y se ha de manifestar en toda la vida, aun económica, social y política» (n. 215).

C,f., por ejemplo, además del ya citado J. Moltmann, Trinidad y remo de Dios, L. Boff, La Trinidad, la sociedad y la liberación, lid. Paulinas, Madrid 1987, y los simposios organizados por el Secretariado Trinitario de Salaman­ca sobre El Dios de la Teología de la liberación: Est Trin 20 (1986) y sobre El Dios cristiano y realidad social: Est Trin 21 (1987); ci. también, para las con­secuencias economico-sociales, el número monográfico de Nuova Umanità 14 (1992) nn. 80-81.


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«Ésta es la comunión que buscan ansiosamente las muche­dumbres de nuestro Continente cuando confían en la provi­dencia del Padre o cuando confiesan a Cristo como Dios Salvador, cuando buscan la gracia del Espíritu en los sacra­mentos y aun cuando signan su persona “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”» (n. 216).

Además, esta relación de justicia y de comunión no vale hoy solamente dentro de cada una de las sociedades, sino tam­bién y al mismo tiempo en la relación entra las diversas socie­dades, en cuanto que el mundo contemporáneo constituye en todos los niveles un único contexto planetario, una única «aldea global». En esta perspectiva, Juan Pablo II en su encíclica Sollicitudo rei socialis describe con lucidez el paso desde la toma de conciencia de esta interdependencia -como hecho objetivo de la realidad social, política y económica de nuestro tiempo- hasta su asunción moral como solidaridad (que es «decisión firme y perseverante de comprometerse por el bien común, o sea, por el bien de todos y de cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos»), hasta su plena comprensión y actuación a la luz de la revelación cristiana del misterio de Dios y del misterio del hombre (cf. nn. 38, 39 y 40).

«La conciencia de la paternidad común de Dios, de la her­mandad de todos los hombres en Cristo, “hijos en el Hijo”, de la presencia y acción vivificante del Espíritu Santo, conferirá a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para inter­pretarlo. Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de uni­dad, reflejo de la vida íntima de Dios, uno en tres Personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra “comunión”. Esta comunión, específicamente cristiana, celosamente custo­diada, extendida y enriquecida con la ayuda del Señor, es el alma de la vocación de la Iglesia a ser “sacramento” en el sentido ya indicado.

Por eso, la solidaridad debe cooperar en la realización de este designio divino, tanto a nivel individual como a nivel


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nacional e internacional. Los “mecanismos perversos” y las “estructuras de pecado” de que hemos hablado sólo podrán ser vencidos mediante el ejercicio de la solidaridad humana y cristiana, a lo que la Iglesia invita y que promueve incansable­mente. Sólo así tantas energías positivas podrán ser dedicadas plenamente en favor del desarrollo y de la paz» (n. 40).

16. 5. Perspectivas para el diálogo interreligioso: cristianismo y budismo

El segundo y urgente desafío es el del diálogo interreligioso. Ante todo, es importante reflexionar en la distinción y en las relaciones entre el monoteísmo trinitario cristiano y el mono­teísmo judío y el islámico. El camino que hemos recorrido nos puede ofrecer -al menos indirectamente- algunos puntos de reflexión sobre este tema, que está surgiendo cada vez con más claridad en la conciencia teológica contemporánea y sobre el cual no faltan, por lo demás, preciosos estudios1''0. Más delicado y mucho menos evidente en sus posibilidades y en sus conse­cuencias puede resultar la relación y el diálogo entre el mono­teísmo trinitario cristiano y la visión de Dios (o de lo Divino) que proponen las religiones orientales. Pero no deja de ser tam­bién urgente e importante esta confrontación. Hablando, por ejemplo, del diálogo entre el cristianismo y el budismo en la situación del mundo contemporáneo, no pueden menos de venir a la mente las palabras del gran historiador de las civili­zaciones y de las religiones A. Toynbee, que hace algunas decenas de años afirmaba que el verdadero interlocutor del cristianismo en el tercer milenio de la era cristiana no sería el marxismo, sino más bien el budismo. A la luz de lo que ha ocu­rrido estos últimos años, hay que reconocer que la intuición de Toynbee era realmente profética.

El punto de vista en el que hay que situarse para plantear correcta y fructuosamente este necesario diálogo y para no caer en el relativismo o en el sincretismo, es ciertamente el de la originalidad de la experiencia religiosa cristiana, pero teniendo 130

130 Cf., poi* citar sólo un titulo, el libro tic A. Manaranche, II monoteis­mo trinitario.


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presente al mismo tiempo lo que yo definiría como «el princi­pio de reciprocidad». Lo mismo que en la experiencia humana una persona se conoce a sí misma, afirma su identidad -podría­mos decir que conquista esa identidad-, solamente frente a la otra, como si se jugara su identidad en la relación con la alteri- dad, así también, en lo que se refiere a un universo religioso, y en nuestro caso el universo religioso cristiano, se le puede com­prender cada vez más hondamente en su originalidad y en su identidad específica, precisamente poniéndolo frente a otros universos religiosos, y esto más todavía cuando el universo religioso ante el cual se pone es más «otro», más «distinto» de él, como sucede obviamente -quizás de la forma más emblemá­tica- en la relación entre el cristianismo y el budismo131.

En esta perspectiva, ¿qué es lo que puede provocar, respecto al núcleo de originalidad de la fe cristiana, la confrontación con el budismo? Para sondear dos pistas a lo largo de las cuales puede llegar esta profundización, me parece interesante asumir una intuición desarrollada por Donald Mitchell, prolesor en la Purdue University de los Estados Unidos. Habla de dos para­digmas de comprensión de la relación hombre-Dios que carac­terizarían, por un lado, a la experiencia cristiana, y por otro, a la experiencia budista, definiéndolos como modelo-y y mode- lo-en\ «Por un lado esta la conciencia de la persona y Dios; por otro, la conciencia más mística de la conciencia en Dios»1"2. Pues bien, la representación unilateral del modelo-y -o sea, la de una relación entre la persona humana y Dios, entendida como una relación objetivante entre dos entidades que se rela­cionan de una forma más bien extrínseca- no es ciertamente en el cristianismo la única posibilidad de comprensión de la rela­ción hombre-Dios; mas aun, se puede decir que la expenencia misma de Jesús en su relación con Dios, el Abbá, es una 111

111 Además del clásico H. de Lubac, Aspeas du Bouddhisme (1951-1955), cf. para una panorámica actualizada y equilibrada, J. Dupuis, Jesucristo al encuentro de ¡as religiones, Ed. Paulinas, Madrid 1991 (que examina y discute los diversos problemas teológicos).

1,2 D. Mitchell, // «posto» dell'io nella spiritualità cristiana. Un contributo al dialogo budista-cristiano: Nuova Umanità 8 (1985) n. 39, 14; cf. también Spirituality and empliness, Paulist Press, New York/Mahwah 1991.


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relación caracterizada al mismo tiempo por un modelo-}/ (donde se da una relación de distinción entre él y el Padre) y por un modelo-en, que significa para el mismo Jesús la necesi­dad de «perder su vida», en un movimiento de «vaciamiento» de sí hasta el abandono que padeció en la cruz.

Este tipo de relación -llamémoslo «kenótico»- que tanto recuerda la dinámica de la liberación del yo, típica de la tradi­ción budista133, o «trinitario», es una característica funda­mental del cristianismo que hay que descubrir ciertamente de nuevo, a pesar de que siempre ha estado viva en él: basta recor­dar toda la tradición mística cristiana. Y es esencial para enta­blar un diálogo profundo y correcto, en cuanto que muestra que la distinción y la unidad no son «trinitariamente» contra­dictorias y que la kénosis cristológica es un punto fundamen­tal de encuentro y de confrontación para la comprensión del misterio de Dios, como ha intuido profundamente -en el campo budista- el gran pensador japonés contemporáneo K. Nishitani134.

1,3 Para una reseña y una confrontación, aunque no precisamente en la perspectiva cristológica y kenótica, que me parece fundamental, cf. Le Vicie. Expérience spirituelle en Occident et en Onent, Ed. des Deux Océans, París

  1. Más pertinente para la perspectiva del diálogo cristiano-budista, cf. (además de D. Mitchell) H. Wandenfels, Absolutes Nichts, Friburg 1980; Id., Cristianesirno e budismo Mahayana: Filosofía e Teología VI (1992) n.l, 85-105.

134 Escribe, por ejemplo, a este propósito: «¿Qué es este amor que nos dis­tingue (o agapé), que ama incluso al enemigo? Es, en resumen, el `vaciarse'. En el caso de Cristo esto significa asumir la figura humana y más todavía hacerse siervo, y esto de acuerdo con la voluntad de Dios. El origen de su `vaciarse' (ekkénosis) está en Dios. Es el amor de Dios, que quiere perdonar incluso al pecador que se había dirigido contra él. Este amor que perdona es expresión de la «perfección» de Dios, que comprende en igual medida el bien y el mal. Por eso se puede decir que lo que se entiende por `haberse vaciado' va incluido en Dios mismo. En Cristo la ekkénosis se hace realidad, ya que él, que tema la figura de Dios, asumió la figura de siervo; en Dios viene dada ya en su perfección original. Esto significa: el dato de hecho de que Dios es Dios incluye esencialmente su `haberse vaciado'. En el caso de Cristo se trata de una acción que él realizó; en el caso de Dios se trata de su naturaleza origi­nal. Lo que para el Hijo es ekkénosis, para el Padre es kénosis. En Oriente se hablaría aquí de cmatman o de muga» (cf. Religión and Notbingness, Berkelev

  1. 58s., citado por H. Wandenfels, Cristianesimo e budismo Mahayana, o.c., 99-100).


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El segundo reto que le plantea el budismo al cristianismo está representado por una comprensión más profunda de la imagen de Dios que se nos ha descubierto en el misterio trini­tario. Una de las acusaciones que se le hace al cristianismo, o mejor dicho, a una determinada cultura y teología cristiana, es la de que tiene una representación de Dios demasiado objeti­vada y conceptualizada.

La superación de este período de objetivación (a la que no ha sido inmune el cristianismo occidental, sobre todo cuando pasó a través de la edad del racionalismo moderno) puede llevarse a cabo gracias a una reflexión y a una experiencia más profunda de Dios como Espíritu Santo. Si es verdad que en la tradición cristiana Jesús, el Hijo de Dios encarnado, representa la manifestación de Dios mismo en la historia -según la frase de Juan: «El que me ve a mí, ve al Padre»-, también es verdad que el misterio de Dios y el carácter apofático de su conoci­miento por parte del hombre son custodiados por la presencia en Dios de esta tercera persona sin rostro, misteriosa y «desco­nocida», que es el Espíritu Santo.

Por eso, en la experiencia cristiana se puede hablar de una «impersonalidad» particularísima del Espíritu Santo: al revelar a Dios, no lo define, no lo delimita, no lo cierra en sí mismo. El Espíritu Santo es el guardián del misterio de Dios, de su divinidad, precisamente en el acto en que lo hace perceptible y comunicable «fuera» de Dios133.

Es verdad que sigue planteado un problema de fondo. Como es sabido, con una cierta dosis de simplificación se suele decir que es típica del cristianismo, quizás del modo más explí­cito entre tocias las religiones que se consideran de carácter monoteísta-profético (a diferencia de las religiones de carácter 135

135 También sobre este punto Nishitani tiene intuiciones muy profundas: en el cristianismo el Espíritu Santo -afirma- «es concebido, por un lado, como una Persona de la Trinidad, pero al mismo tiempo, por otro lado, no es más que el amor de Dios; se le debería definir, por asi decirlo, como una persona impersonal o una no-persona personal. Desde este punto de vista no sólo el carácter del Espíritu Santo, sino también el de Dios mismo, que con­tiene este Espíritu, y el del hombre en su relación `espiritual' con Dios (así como esta relación misma) pueden llegar a verse en otro horizonte» (Was nt Religión?, Frankfurt 1982, 55-66, citado por H. Wandeníels, o.c., 101).


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místico-monístico), la valoración de la historicidad del hombre y el consiguiente reconocimiento de la identidad personal inalienable como característica fundamental de la persona humana. Pues bien, éste parece que es uno tle los puntos con­flictivos entre el cristianismo y el budismo. Pero precisamente la reflexión más profunda sobre ésta que es ciertamente una originalidad cristiana tiene que estimular tanto al cristianismo como al budismo a dar un paso adelante, para encontrar qui­zás un lugar distinto de encuentro y de comprensión mutua.

Al hablar de la relación entre un modelo-y y un modelo-en, Mitchell subraya cómo el cristianismo tiene que recuperar pro­fundamente la dimensión del modelo-ew en la relación del hombre con Dios, recuperando la dimensión kenótica de la experiencia de Cristo y la dimensión pneumática del misterio de Dios. Si profundizamos en el misterio cristiano, sobre todo en la perspectiva del evangelio de Juan, y si nos detenemos por ejemplo en el capítulo 17, podemos advertir que el modelo-en caracteriza no solamente a la relación entre el hombre y Dios, sino también a la relación entre el hombre y el hombre en Dios: «Padre, lo mismo que tú estas en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros» (Jn 17, 21).

Esto significa que, en la perspectiva cristiana, el valor últi­mo de la historia y la inalienabilidad de la identidad personal tienen que comprenderse en el interior de un modelo-en que describa y que imprima las mismas relaciones inter-personales en la historia, en la que, gracias a la resurrección de Cristo y al don del Espíritu, está ya definitivamente presente Dios mismo.

En este sentido, también Nishitani habla de «una no duali­dad del yo y del otro, en la que todas las cosas están reunidas en una casa fundamento de paz y armonía», una armonía y una paz que se encuentran «donde la persona se vacía de sí misma y pone al otro en lugar de ella»136.

Carlos Querce ha subrayado de una forma muy sencilla e incisiva la relación mutua entre el reto budista al cristianismo y el reto cristiano al budismo, diciendo que el reto budista con­siste en una llamada a la «centración» personal -o sea, a vivir el propio ser en el Centro, que es Dios-, antes de actuar en la

n,` Cí. The 1-¡bou Relation in Zen Buddbism, citado por I ), Mitchell, o.c., 33.


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historia por una reforma social. Mientras que el reto del cristianismo al budismo es el de dar un peso específico al com­promiso en la historia como resultado del «centramiento» personal. Quizás una perspectiva en la que puedan encontrarse tanto el cristianismo como el budismo en el futuro, frente a los retos de nuestra época, sea precisamente la de trabajar por una nueva mística en la historia, para «realizar» en ella la presencia de Dios, de un Dios que no elimina las identidades personales, sino que las exalta -a través de su kénosis mutua de amor-, llevándolas a cada una de ellas al propio y único Centro, que es Dios viviendo, en Cristo resucitado, en el centro de la historia.



CONCLUSIÓN Ésjaton Trinitario

Al final de nuestro camino no podemos menos de constatar que siguen abiertas muchas cuestiones y que hay puntos a los que no hemos hecho más que aludir. Pero lo esencial es que se ha comprendido que el rostro trinitario de Dios es el corazón de la fe cristiana, la gran novedad que la caracteriza. Y que esta novedad abraza y penetra con su luz todas las dimensiones de la existencia y de la historia de los hombres.

En una palabra, el Dios trinitario es el espacio en que se abren el sentido y la vocación definitiva de la creación. Esta vo­cación nace en las profundidades de la vida misma de Dios: en donde el Padre, en un acto eterno e infinito de amor, contem­pla en el Hijo la infinita y fascinante riqueza de su Ser y -por arnor- le comunica un ser propio. Así pues, la creación nace de las entrañas del Dios vivo: es obra del Padre, realizada en el Hijo en virtud de aquel amor que es el Espíritu Santo.

Precisamente por esto, el fin de la creación es participar, a través de la persona humana, en la vida de Dios, siendo por par­ticipación Dios mismo: un Dios segundo, creado, pero Dios al fin y al cabo. Esto sucede por medio de Cristo, que es el recapi- tulador de la creación. Hay que pasar a través de él, hay que dejarse llenar de su plenitud para hacerse una sola cosa con Dios. Sólo cuando él -gracias a la obra del Espíritu Santo que ahonda en nuestro ser para crear allí el espacio capaz de recibir el ser de Dios- haya llegado a ser «todo en todos» (cf. Col 3, 11), también el Padre, que está en él, será para siempre «todo en todos» (1 Cor 15, 28).

En efecto, el Padre está todo en el Hijo; el Hijo hecho hom­bre está todo en quien lo acoge; y así, a través del Hijo, el Padre


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se hace todo en todos. Siempre gracias al Espíritu Santo. Y lo mismo que el Padre sigue siendo (es) Padre dándose por com­pleto al Hijo, así también sigue siendo Dios, el infinito, dán­dose realmente, por completo, a través del Elijo y del Espíritu, a sus criaturas. Como nos dicen los místicos, la única (!) distin­ción que existe entre Dios y las criaturas divinizadas es que Dios es Dios porque es Dios (por su mismo ser), mientras que las criaturas lo son por don gratuito. Pero esto -el tínico verdadero aliento del hombre- es posible, porque Dios es Trinidad, porque es Amor: es él mismo siendo el Otro.

De esta manera, el esjaton, el fin de la creación (como su principio) es trinitario: es la llamada a hacerse la Esposa del Cor­dero. Una con Cristo, pero distinta de él, en una relación amo­rosa que no puede encontrar ninguna analogía más que en la Trinidad. Esto representa además, para la creación, una llamada a hacerse, en Cristo, una sola cosa dentro de su multiplicidad: puesto que Cristo es todo en todas las cosas, cada cosa reflejará y tendrá en sí al todo, de forma única e irrepetible respecto a cualquier otra cosa. Porque también el cosmos espera «anhe­lante» esta revelación de los hijos de Dios, gimiendo y sufriendo los dolores de un parto gigantesco (cf. Rom 8, 19.22): participa­ción del parto de Cristo en el leño de la cruz, en donde dio origen a la humanidad nueva.

La creación, por consiguiente, en la gloria de Dios, perso­nificada en aquella «mujer vestida de sol» de que nos habla el Apocalipsis: esa «mujer a la medida del cosmos, a la medida de toda la obra de la creación» (Juan Pablo II) es María: en ella, la humanidad contempla ya el acontecimiento de este ésjaton tri­nitario y esta llamada a descubrir en él su identidad definitiva.

Asi que la última palabra de la profesión de fe trinitaria es: «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en el» (1 Jn 4, 16). Ya ahora, y para siempre.


Sugerencias bibliográficas

Es imposible ofrecer una bibliografía suficientemente com­pleta sobre el tema trinitario; en esta rápida reseña nos limita­mos a algunos textos fundamentales para cada uno de los puntos tratados; a partir de ellos se podrá remontar el lector a otros textos más específicos. Las referencias bibliográficas a cada uno de los autores mencionados en la tercera parte se indican en las notas respectivas.

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Schefegzyk, L., IIDio che verrà, Sei, Torino 1975.

ScHLiNK, E., Ökumenische Dogmatik, Vandenhoek, Góttingen 1983.

Staniloae, D., Dios es Amor, Secretariado Trinitario, Salamanca 1995.

Tavard, G. H., The Vision of Tnnity, University Press of America, Washington 1981.

Widmer, G. Ph., Gioire au Pere, au Fils, au Saint-Esprit. Essai sur le dogme trinitaire, Delachaux, Neuchatel 1963.

Zanghi, J. M., Dio chi è amore. Trinità e vita in Cristo, Città Nuova, Roma 1991.


ÍNDICE ONOMÁSTICO

Abelardo, 185

Agustín, 134, 170-176, 178, 185, 188, 190, 193, 201- 202,209,249 Alfaro, I, 39 Andronikov, C., 233 Ange, D., 214

Anselmo de Canterbury, 170, 172,185,224 Aristóteles, 179, 189, 247 Arrio, 162, 164-165 Atanasio de Alejandría, 163, 165

Balthasar H.U. von, 110, 175, 205, 228-230 Barreto, J., 96

Barth, K., 217, 222-224, 239 Basilio Magno, 165, 167 Benedicto VIII, 183 Benedicto XIV, 184 Bernardo de Clairvaux, 185 Bérulle, 212 Biser, E., 237-238 Boff, L., 250 Böhme, J., 2 ! 6 Bonhoeífer, ' ).. 92, 225 Bordoni, M., 112

Bougerol, 195 Braulik, G, 48-49 Buenaventura de Bagnoregio, 152, 170, 175, 179, 184, 192-193, 195-196, 206s. Bucharev, T, 234 Bulgakov, S., 151,233-236

Cacciali, M., 246 Calvino, 222 Carlomagno, 183 Cartotti Addasso, A., 209 Catalina de Sena, 203, 209 Cerini, M„ 198, 239 Cerulario Miguel, 183 Clement, O., 199 Clemente de Alejandría, 160 Congar, Y., 126, 197, 198-199, 229

Chomjakov, A., 233

De Foucauld, C., 239 De Lubac, H„ 204, 253 Descartes, 212, 217 Duns Escoto, 195-196 Dupuis, 1., 253


270

ÍNDICE ONOMÁSTICO

Eckhart, 208, 216 Escoto Eriúgena, 1 84, 246 Evdokimov, P, 197, 213, 233

Fabris, R., 103 Fedorov, N., 233 Feuerbach, L., 218, 227 Fichte, J.G., 216 Filaretes de Moscú, 234 Filón de Alejandría, 159 Fisichella, R., 246 Florenskij, P, 234 Focio, 183-184 Forte, B., 152, 206, 231 Francisco de Asís, 192-193, 195,206

Fulgencio de Ruspe, 180

Girlanda, A., 103 Gregorio de Nacianzo, 165, 168, 175, 178, 197, 207 Gregorio de Nisa, 165 Gregorio Palamas, 196, 198 Guille!, E, 133

FI ay a G, 126

Hegel, GR, 216-219, 225, 248, 249

Heidegger, M., 225, 246-249 Heinz, H.P., 192 Hemmerle, K., 193, 249 Heschel, A., 62 Hilario de Poitiers, 170, 178 Hipólito de Roma, 155

Ignacio de Antioquía, 156 Ignacio de Loyola, 212 Ireneo de Lión, 20,157-159,178

Isabel de la Trinidad, 212

Jaspers, K., 237 Joaquín de Fiore, 203-204, 206-207

Juan Damasceno, 177, 191 Juan de la Cruz, 203, 211-212, 243

Juan Evangelista, 196 Juan Pablo II, 251,260 Jung, C. G., 68, 237 Jüngel, E., 1 34, 217, 222, 227-228 Justino, 155

FCant, I., 216 Kasper, W., 231 Kierkegaard, 222

Lafont, G, 190, 201, 228-229, 246

Léon Dufour, 133 Lossky, V., 184,233 Lubich, Ch., 239-240, 242-243 Lutero, 90, 152, 203-207, 212, 217,222

Macedonio, 165 Manaranche, A., 27, 36, 42, 245,252 Mateos, J., 96 Máximo el Confesor, 177 Mitchell, D„ 253-254, 256 Moltmann, J., 62-63, 110, 222, 225-227, 250 Miihlen, H.. 232

Nicolás de Cusa, 196


INDICE ONOMASTICO

27!

Nietzsche, F., 225, 238, 248-249

Nishitani, K., 254-256 Noeto, 162

Orígenes, 159-160, 162, 177

Pablo de Samosata, 162 Pannenberg, W., 219 Parmenides, 159, 246 Platón, 159, 246 Plotino, 159, 246 Policarpo de Esmima, 156 Povilus, J., 241,245 Praxeas, 162 Proclo, 177

Pseudo-Dionisio Areopagita, 177, 182, 184, 196, 246

Querce, C., 256

Rad, G. von, 61,66, 76 Rahner, K., 14, 148, 221,223, 228-229, 238 Ratzinger, J., 232-233 Ravasi, G., 103

Ricardo de san Victor, 173, 184, 190, 249 Rosenzweig, F., 63 Rossano, R, 103, 150,

Rosse, G, 66 Rublev, A., 182 Ruysbroeck, 208

Sabelio, 162

Schelling, F.W.J., 203, 216

Schmidt, W, 23

Serafín de Sarov, 214, 233

Serenthà, L., 225

Sergio de Radonez, 213, 233

Severino Boecio, 188, 190

Sievers, J., 45

Simeón el Nuevo Teòlogo, 81, 196,214

Sollicitudo rei socialis, 251 Soloviev, V, 234 Speyr, A. von, 239 Spidlik, T, 215 Spinoza, B., 246 Staniloae, D., 233 Stein, E., 239 Strauss, J., 218

Taulero, I, 208 Teodoro de Bizancio, 162 Teresa de Jesús, 203, 209 Teresita del Niño Jesús, 239 Tertuliano, 161, 170 Tomás de Aquino, 152, 170, 178, 184, 188-192, 202, 208,247 Toynbee, A., 252 Tylor, E.B., 23

Vladimiro, 213

Wandenfels, H., 254-255 Weil, S., 239 Woschitz, K.M., 237

Zanghi, G.M., 239 Zenger, E., 30



ÍNDICE GENERAL

Prólogo /

0. Introducción general: sobre el centro y sobre el

MÉTODO DEL DISCURSO TRINITARIO 9

0.1. El Centro: Cristo crucificado y resucitado 9

0.2. Nuestro punto departida: el hoy de la Iglesia en la

historia 10

0.3. El método: historia y ontología 13

0.4. El recorrido: del hoy... al hoy, neos en memoria,

tensos en esperanza 19

Parte Primera:

LA PROMESA: YHWH, EL DIOS DE ISRAEL

Introducción

  1. El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob

    1. ¿Monoteísmo o monolatria?

    2. La experiencia de Abrahán y de los patriarcas

  2. El Dios de Moisés y dei éxodo y la revelación

de su nombre

    1. Génesis y originalidad del monoteísmo mosaico ..

    2. El Nombre de Dios

      1. El origen

      2. La pronunciación

      3. El significado

    3. El mono-yahvistno

    4. Consecuencias anirn/'oln;.'!, n son,des

19

23

23

24

29

30


274

INDICE GENERAL

  1. El Dios santo y misericordioso de los Reyes y de

los Profetas 41

    1. La «Gloria» de YHWH en medio de su pueblo:

el templo de Jerusalén 43

    1. Monoteísmo y creación 47

    2. YHWH se comunica en su Espíritu y promete el

Mesías 52

    1. YHWH es Padre y Esposo 55

      1. Dios como Padre 56

      2. Dios como Esposo 57

    2. El Siervo doliente y el «pathos» de YHWH 60

  1. Dios en la búsqueda y en la enseñanza de los sabios 65

4.1 .El grito de Job y el pesimismo del Qohélet 65

  1. De la sabiduría de los sabios a la Sabiduría de Dios 68

  1. El Dios de la apocalíptica: señor de la historia

y de su cumplimiento 73

  1. En síntesis 75

Parte Segunda:

LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS: EL DIOS DE
JESÚS, EL MESÍAS CRUCIFICADO Y RESUCITADO

Introducción 81

  1. Jesús y el anuncio de Dios como Abbá 85

    1. El kerigma del Reino 85

    2. La relación entre Jesús y el Padre 85

    3. Dios como Padre misericordioso que perdona a los

pecadores y libera a los oprimidos 89

    1. Dios llena la orfandad del hombre, pero no es un

padre paternalista 90

  1. La identidad y i.a alitoconciencia filial dei. Jesús

PRE-PASCUAL 93


ÌNDICI- GENERAL

275

    1. La identidad de Jesús a partir de su «autoridad»

mesiánica 93

    1. La identidad de Jesús a partir de su autoconciencia 95

  1. El ministerio mesiánico de Jesús y del Espíritu 99

  2. El suceso pascual como acontecimiento trinitario 103

    1. La cena pascual, clave interpretativa de la

Pascua de la nueva alianza 103

    1. El suceso pascual como acto del Padre 105

    2. El suceso pascual como acto del Elijo 108

    3. El suceso pascual como acto del Espíritu 111

    4. En síntesis 114

  1. La comprensión neotestamentaría del Dios uno y
    único como Padre, Hijo y Espíritu Santo

    1. La Iglesia, sacramento del suceso pascual y de la

vida trinitaria en la historia

    1. Las fórmulas trinitarias y los himnos cristológicos

del epistolario paulino

    1. La identidad del Espíritu Santo en Lucas y en

Pablo

    1. La profundización de Juan

      1. El Hijo-Logos

      2. El Espíritu Paráclito

      3. La unidad-unicidad del Dios trinitario

    2. El suceso Cristo como acontecimiento trinitario

      1. Dinámica trinitaria del suceso cristológico

      2. La «ghénesis» y la «kénosis» de Dios en

Cristo

      1. El papel de María

      2. Horizonte escatológico

117

118

125

127

127

129

135

136

12. En síntesis

141


276

ÍNDICE GENERAL

Parte Tercera

HACIA LA VERDAD ENTERA: EL DIOS UNO Y TRINO
EN EL CAMINO DE LA HISTORIA

Introducción 147

  1. El período preniceno: La Trinidad vivida y confesada

en la Iglesia 155

    1. El testimonio de la liturgia y de los mártires .. 155

    2. Losprimeros teólogos 157

      1. Ireneo de Lión 157

      2. La escuela de Alejandría y Orígenes 159

      3. Tertuliano 161

    3. Las herejías: monarquianismo y

subordinaciomsmo 161

  1. Desde Nicea hasta la Edad Media:

La formulación del dogma y su profundeación teológica.

La Trinidad en lo alto de los cielos 163

    1. Los concilios de Nicea y de Constantinopla /.... 163

    2. La teología trinitaria de los Padres capadocios.. 167

    3. La teología trinitaria de san Agustín 170

    4. Unidad y distinción de la teología trinitaria de

Oriente y de Occidente 176

      1. La «fórmula trinitaria»

del Constantinopolitano II 176

      1. Juan Damasceno, el concepto griego de

«perijóresis» y el latino de «circumincessio» 177

      1. Dos modelos diversos de teología

trinitaria 180

      1. Las razones próximas de la polémica

sobre el «Lilioque» 182

    1. La gran Escolástica medieval 184

      1. Ricardo de san Víctor, doctor de la

contemplación y de la caridad 184

      1. La síntesis de santo Tomás de Aquino 188


INDICE GENERAL

277

      1. El cristocentrismo trinitario de san

Buenaventura y de la tradición franciscana 192

      1. La teología bizantina: Simeón el Nuevo

Teólogo y Gregorio Palamas 196

  1. La época moderna: La Jrinidad a partir de la cruz

Y DE LA HISTORIA 201

    1. Lutero y Joaquín de Flore: la cruz y la historia 204

      1. La «teología crucis» de Lutero 204

      2. Trinidad e historia en Joaquín de Fiore 206

    2. La experiencia de la Trinidad en la mística .... 207

      1. La mística especulativa del Norte de

Europa 208

      1. La mística italiana, española y francesa 209

      2. La mística rusa 213

    1. Trinidad y filosofía: la «promesa fallida» de

Hegel 215

  1. Hoy: Hacia una síntesis sinfónica en respuesta a los

GRANDES DESAFÍOS DEL TIEMPO 221

    1. La teología contemporánea: ecumenismio y recuperación de la originalidad trinitaria de la

fe cristiana 221

      1. La teología evangélica: del «señorío» de Dios de Barth a la teología trinitaria de

la cruz de Moltmann y Jüngel 222

      1. Rahner, von Balthasar y la teología

católica contemporánea: «mysterium paschale» y vida trinitaria 228

      1. La aportación original de la teología ortodoxa: «kénosis» y «sofiología» en

S. Bulgakov 233

    1. La aportación de la espiritualidad contemporánea:

por una mística y una praxis trinitaria 2 H

      1. ¿Un «giro» de la fe? 237

      2. Una mística trinitaria: Jesús abandonado

y la unidad en Chiara Lubich 239

        1. Jesús abandonado, revelación

del Amor trinitario 239


278

ÌNDICE GENERAL

        1. Jesús abandonado, clave de la unión con Dios y de la unidad

entre los hombres

        1. La vida trinitaria entre los

hombres

    1. Hacia una nueva antología

1£>A. Perspectivas sociales

  1. Perspectivas para el diálogo interreligioso:

cristianismo y budismo

Conclusión: Ésjaton Trinitario

Sugerencias bibliográficas

Indice onomástico

Índice general


242

244

252

259

261

269

273



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