Sabatini Rafael Scaramouche


RAFAEL SABATINI

SCARAMOUCHE

DEBATE

EDITORIAL

Primera edicin: junio 1999

Versin castellana de

MANUEL PEREIRA

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorizacin escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproduccin total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendida la reprografa y el tratamiento informtico, y la distribucin de ejemplares de ella, mediante alquiler o prstamo pblico.

National Institute for the Blind, The Imperial Cancer Research

Fund, and Action Research

De la traduccin, Manuel Pereira Quintero, 1999

Traduccin cedida por Crculo de Lectores, S. A. (Barcelona, Espaa)

De la presente edicin, Editorial Debate, S. A.,

O'Donnell, 19, 28009 Madrid

I.S.B.N.: 84-8306-198-8

Depsito legal: B. 19.161-1999

Diseo de sobrecubierta, J. M. Garca Costoso

Impreso en Limpergraf, Ripollet (Barcelona)

Impreso en Espaa (Printed in Spain)

Sumario

LIBRO PRIMERO

La toga

I. El republicano 7

II. El aristcrata 12

III. La elocuencia de Vilmorin 17

IV. La herencia 22

V. El seor de Gavrillac 24

VI. El molino 27

VII. El viento 31

VIII. Omnes Omnibus 37

IX. La secuela 41

LIBRO SEGUNDO

El coturno

I. Los intrusos 48

II. Al servicio de Tespis 55

III. La musa cmica 59

IV. Sale el seor Parvissimus 64

V. Entra Scaramouche 69

VI. Climne 73

VII. La conquista de Nantes 80

VIII. El sueo 85

IX. El despertar 88

X. Contricin 97

XI. Ria tumultuaria

en el Teatro Feydau 101

LIBRO TERCERO

La espada

I. Transicin 111

II. Quos Deus vult perder 118

III. El presidente Le Chapelier 125

IV. Intermedio 129

V. En Meudon 132

VI. La seora de Plougastel 138

VII. Los polticos 143

VIII. Los espadachines 148

IX. El paladn del Tercer Estado 153

X. Orgullo herido 157

XI. El regreso de la calesa 163

XII. Deducciones 167

XIII. Hacia la culminacin 171

XIV. La razn ms contundente 174

XV. El santuario 182

XVI. La barrera 186

XVII. Salvoconducto 191

XVIII. Salida del sol 195

Hommes sensibles qui pleurez sur les maux

de la Revolution, versez donc aussi quelques

larmes sur les maux qui Font amene.

MICHELET

LIBRO PRIMERO

La toga

CAPTULO PRIMERO

El republicano

Naci con el don de la risa y con la intuicin de que el mundo estaba loco. Y se era todo su patri­monio. Aunque su verdadera ascendencia perma­neca obscura, desde haca tiempo en la aldea de Gavrillac todos haban despejado el misterio que la envolva. La gente de Bretaa no era tan ingenua como para dejarse en­gaar por un pretendido parentesco que ni siquiera tena la virtud de ser original. Cuando un noble apadrina a un nio que no se sabe de dnde ha salido, ocupndose de su crianza y educacin, hasta los campesinos ms ingenuos comprenden perfectamente la situacin. De ah que los habitantes del pue­blo no dudasen acerca del verdadero parentesco que una a Andr-Louis Moreau -como llamaron al muchacho- con Quintn de Kercadiou, seor de Gavrillac, que habitaba la gran casa gris que, desde una elevacin, dominaba la villa si­tuada a sus pies.

Andr-Louis haba estudiado en la escuela del pueblo al tiempo que se hospedaba en casa del viejo Rabouillet, el nota­rio que se encargaba de los asuntos del seor de Kercadiou. Ms tarde, a la edad de quince aos, lo enviaron al Liceo de Louis Le Grand, en Pars, para que estudiara derecho, carrera que, cuando regres al pueblo, ejerci junto con el viejo Ra­bouillet. Por supuesto, todo esto lo sufrag su padrino, el se­or de Kercadiou, quien, al poner nuevamente al joven bajo la tutela de Rabouillet, demostr que segua ocupndose del porvenir de su ahijado.

Andr-Louis aprovech al mximo estas oportunidades. Al cumplir veinticuatro aos, su sabidura era tan grande que hubiera provocado una indigestin intelectual en cualquier mente ordinaria. Sus apasionados estudios acerca de la natu­raleza humana, desde Tucdides hasta los Enciclopedistas, des­de Sneca hasta Rousseau, no hicieron ms que confirmar su precoz intuicin de la irremediable locura que padece nuestra especie. En este sentido, no aparece en toda su azarosa vida ningn indicio que permita pensar que haya cambiado de opinin.

Fsicamente era esbelto, de mediana estatura, con un rostro astuto, nariz y pmulos prominentes, y abundante cabello ne­gro que le llegaba casi a los hombros. Tena la boca grande y en sus labios delgados se dibujaba un irnico mohn. Lo ni­co que lo redima de la fealdad era el esplendor de un par de ojos luminosos, siempre interrogantes, de un castao obscuro tirando a negro. De su singular facultad para discurrir, as como de su raro y gracioso don de la palabra, dan fe sus ma­nuscritos -lamentablemente demasiado escasos-, entre los cuales destacan sus Confesiones. De sus magnficas dotes ora­torias, por entonces l mismo apenas si era consciente, aunque ya haba alcanzado cierta fama en el Casino Literario de Rennes. Uno de aquellos cafs, ahora ubicuos en el pas, donde los jvenes intelectuales de Francia se reunan para estudiar y dis­cutir las nuevas filosofas que influan en la vida social. Pero la fama all adquirida no poda considerarse digna de envidia. Su carcter demasiado travieso, demasiado custico, lo inclinaba a ridiculizar las sublimes teoras de sus colegas sobre la rege­neracin del gnero humano. Hasta tal punto era as, que Andr-Louis lleg a quejarse de la inquina que todos le tenan, argumentando que lo nico que haca era ponerlos ante el es­pejo de la verdad, y que si al reflejarse se vean ridculos, no era culpa suya.

Lgicamente, con eso lo nico que consigui fue exasperar a sus colegas, a tal punto que consideraron seriamente expul­sarlo del Casino, lo cual result inevitable cuando su padrino, el seor de Gavrillac, lo nombr representante suyo en los Estados de Bretaa. Los miembros del Casino Literario declararon, por unanimidad, que en un club como aqul, dedicado a la reforma de la sociedad, no poda figurar el representante oficial de un noble, un hombre de confesados principios reac­cionarios.

Y aquellos tiempos no se prestaban para tomar medidas a medias. Una dbil esperanza haba asomado en el horizonte cuando el seor Necker logr convencer al rey de que deba convocar los Estados Generales -lo que no ocurra desde haca casi doscientos aos-; pero esa luz se haba ensombrecido lti­mamente a causa de la insolencia de la nobleza y del clero, pues ambos estamentos estaban decididos a asegurar que la compo­sicin de la Asamblea General salvaguardara sus privilegios.

La prspera e industriosa ciudad portuaria de Nantes -la primera en expresar el sentir que ahora se extenda rpida­mente por todo el pas-, public en los primeros das de no­viembre de 1788 un manifiesto que oblig a la municipalidad a presentar ante el rey. El documento manifestaba su recha­zo a que los Estados de Bretaa, a punto de reunirse en Rennes, fueran, como en el pasado, un mero instrumento en manos de la nobleza y del clero. Tambin peda para el Tercer Estado el derecho a votar los impuestos. Para poner fin a la amarga ano­mala que supona el hecho de que el poder estuviera en ma­nos de aquellos que no pagaban impuestos, el manifiesto exi­ga que el Tercer Estado estuviera representado a razn de un diputado por cada diez mil habitantes, que ste saliera estric­tamente de la clase que representaba, y que no fuera un noble, ni delegado, ni senescal, ni procurador ni intendente de un aristcrata; que la delegacin del Tercer Estado1 fuera igual en nmero a las de los otros dos estados, y que en todos los asun­tos los votos se contaran por cabeza, y no, como hasta ahora, por clases.

Este manifiesto, que contena otras peticiones secundarias, permita vislumbrar a los elegantes y frvolos caballeros que paseaban ociosamente por el CEil de Boeuf de Versalles al­gunos de los desconcertantes cambios que el seor Necker se dispona a desencadenar. De haber podido, era fcil adivi­nar cul hubiera sido su reaccin al documento. Pero Necker era el nico piloto capaz de llevar a puerto seguro la zozo­brante nave del Estado. Siguiendo su consejo, Su Majestad el rey volvi a remitir el asunto a los Estados de Bretaa para que lo solucionaran, pero con la significativa promesa de intervenir si las clases privilegiadas -la nobleza y el clero-se resistan al deseo del pueblo. Y por supuesto, las clases privilegiadas, precipitndose ciegamente hacia su destruc­cin, se resistieron, lo que provoc que el rey suspendiera los Estados.

Y ahora eran esas mismas clases se negaban a acatar la auto­ridad del soberano. La ignoraban deliberadamente, queran seguir celebrando sus sesiones y proceder a las elecciones a su manera, convencidos de que as lograran salvaguardar sus privilegios y continuar su rapia.

Una maana de noviembre Philippe de Vilmorin lleg a Gavrillac con todas estas noticias. Era estudiante de teologa del Seminario de Rennes y miembro del Casino Literario. Pronto encontr en aquel pueblo, desde tiempo atrs ador­mecido, el caldo de cultivo adecuado para encender su indig­nacin. Un campesino de Gavrillac, llamado Mabey, haba muerto aquella maana en los bosques de Meupont, cerca del ro, a causa de los disparos del guardabosque del marqus de La Tour d'Azyr. Al infortunado campesino lo sorprendieron robando un faisn que haba cado en una trampa y el guar­dabosque cumpli al pie de la letra las rdenes de su seor.

Enfurecido ante un acto de tirana tan absoluto y despiada­do, el seor de Vilmorin propuso llevar el caso ante el seor de Kercadiou. Mabey era vasallo de Gavrillac, y Vilmorin es­peraba que el seor de aquel pueblo exigira por lo menos una indemnizacin para la viuda y los tres hurfanos, vctimas de aquella brutalidad.

Pero como Philippe y Andr-Louis eran amigos de la infan­cia, casi como hermanos, el seminarista se dirigi primero a ste. Lo encontr solo, desayunando en un amplio comedor de techo bajo y blancas paredes: el comedor de Rabouillet, nico hogar que Andr-Louis conociera. Tras abrazarse, Philippe ex­puso su airada denuncia contra el seor de La Tour d'Azyr.

-Algo he odo ya -dijo Andr-Louis.

-Y lo dices as, como si no te causara la menor sorpresa? -le reproch su amigo.

-No puede sorprender ninguna bestialidad viniendo de una bestia. Y el seor de La Tour d'Azyr lo es; todo el mundo lo sabe. Fue una locura que Mabey intentara robarle sus faisanes. Debi robar los de otro.

-Eso es todo lo que se te ocurre decir acerca del caso?

-Qu ms puede decirse? Soy un hombre prctico, al me­nos eso espero.

-Lo que puede decirse es lo que me propongo decirle a tu padrino, el seor de Kercadiou. Voy a apelar a l en demanda de justicia.

-Contra el seor de La Tour? -pregunt Andr-Louis ar­queando las cejas.

-Por qu no?

-No seas ingenuo, querido Philippe. Los perros no se comen a los perros.

-Eres injusto con tu padrino. Es una persona humanitaria.

-Todo lo humanitario que quieras, pero aqu no es cuestin de humanidad, sino de leyes de caza.

Disgustado, Philippe de Vilmorin levant los brazos al cielo. Era un mozo alto, de aspecto distinguido, un par de aos ms joven que Andr-Louis. Vesta sobriamente de negro, como corresponda a un seminarista, con blancos vuelillos en las mangas y hebillas de plata en los zapatos. Su caballera era ne­gra, pulcramente peinada y sin empolvar.

-Hablas como un abogado -estall.

-Naturalmente. Pero no malgastes conmigo tu furia. Dime qu puedo hacer.

-Quiero que vengas conmigo a ver al seor de Kercadiou y que uses tu influencia para obtener justicia. Supongo que no ser mucho pedir.

-Mi querido Philippe, estoy para servirte. Pero te advierto que ser intil. Djame terminar mi desayuno, y estar a tus rdenes.

Philippe de Vilmorin se dej caer en una butaca, al lado de la chimenea, donde ardan varios troncos de pino. Mientras aguardaba le comentaba a su amigo los ltimos aconteci­mientos que haban tenido lugar en Rennes. Joven, ardiente, entusiasta e inspirado en los utpicos ideales, denunciaba apa­sionadamente la rebelde actitud de los privilegiados.

A Andr-Louis, que estaba al tanto de los sentimientos de una clase a la que -como representante de un noble- casi per­teneca, no le sorprendieron las noticias de su amigo. Philippe de Vilmorin se exasper al ver que su amigo aparentemente no participaba de su indignacin.

-Pero es que no lo entiendes? -exclam-. Los nobles, deso­bedeciendo al rey, socavan los cimientos del trono. No advier­ten que su existencia depende de ese trono, que si se derrum­ba, ellos sern los primeros en caer. Es que no lo ven?

-Evidentemente no. Son las clases gobernantes, y nunca se ha visto que esas clases tengan ojos para otra cosa que no sea su propio beneficio.

-Pues de eso nos quejamos. Eso es lo que queremos cam­biar.

-Queris abolir las clases gobernantes? Es un experimento interesante. Creo que se fue el plan original de la creacin, pero fracas por culpa de Can.

-Lo que vamos a hacer -replic Vilmorin reprimiendo su furia- es poner el gobierno en otras manos.

-Y crees que con eso va a cambiar algo?

-Estoy seguro.

-Ah! Probablemente estudiando teologa has llegado a ha­certe dueo de la confianza del Todopoderoso. Sin duda l te habr confiado su intencin de hacer un nuevo gnero hu­mano.

El asctico rostro de Vilmorin se cubri con una nube de re­proche:

-Blasfemas, Andr -censur a su amigo.

-Te juro que hablo absolutamente en serio. Para lograr lo que quieres, necesitars nada menos que la intervencin divi­na. Habra que cambiar al hombre, no al sistema. Podras t o nuestros fanfarrones amigos del Casino Literario de Rennes, podran los de ninguna sociedad cultural de Francia, esbozar un sistema de gobierno que an no se haya probado? Seguro que no. Puede acaso mencionarse algn sistema, que no haya acabado en el fracaso? Mi querido Philippe, el futuro slo puede leerse con certeza en el pasado. Ab actu ad posse valet consecutio. El hombre nunca cambiar. Siempre ser avaro, codicioso, vil. Hablo del hombre en sentido general.

-Pretendes decir que no puede mejorarse la suerte del pue­blo? -le desafi Vilmorin.

-Al decir pueblo, te refieres, naturalmente, al populacho. Lo abolirs? se sera el nico modo de mejorar su suerte, pues mientras exista el populacho, estar condenado a la mi­seria.

-Por supuesto, hablas a favor de los que te dan de comer. Su­pongo que es natural -afirm Vilmorin entre triste e indig­nado.

-Al contrario, trato de hablar con absoluta imparcialidad. Volvamos a esas ideas tuyas. A qu forma de gobierno aspi­ras? Por lo que dices, infiero que te refieres a una repblica. Bien, pues ya la tienes. En realidad, Francia es hoy una rep­blica.

Philippe le contempl de hito en hito.

-Lo que dices es paradjico. Dnde dejas al rey?

-El rey? Todo el mundo sabe que en Francia no hay rey des­de los tiempos de Luis XIV. En Versalles hay un obeso caballe­ro que lleva la corona, pero las mismas noticias que me traes demuestran lo poco que cuenta. Son los nobles y el clero los que ocupan las ms elevadas posiciones, con el pueblo de Francia a sus pies. Ellos son los verdaderos gobernantes. Por eso digo que Francia es una repblica hecha de acuerdo con el mejor patrn: el de Roma. Entonces, como ahora, las grandes familias patricias vivan en el lujo, reservndose el poder y la riqueza y cuanto vala la pena poseer. Y el populacho, aplasta­do por los poderosos, gema, sudaba, se mora de hambre y pereca en las covachas romanas. Y eso era una repblica, la ms opulenta que ha existido.

Philippe se impacientaba.

-Por lo menos admitirs -arguy- que no podemos estar peor gobernados.

-se no es el problema. El problema es saber si estaremos mejor gobernados sustituyendo la actual clase gobernante por otra. Sin ninguna garanta, no pienso mover un dedo para que nada cambie. Y qu garanta podis dar? Cul es la cla­se que tomar el poder? Yo te lo dir: la burguesa.

-Qu?

-Te sorprende, eh? La verdad suele ser desconcertante. No habas pensado en eso? Pues bien, ahora puedes meditar en el asunto. Examina bien el manifiesto de Nantes. Quines son sus autores?

-Yo puedo decirte quines obligaron al municipio de Nantes a envirselo al rey. Fueron unos diez mil obreros: tejedores, carpinteros de ribera y artesanos de todos los oficios.

-S, pero estimulados, forzados por sus amos, los ricos co­merciantes y armadores de esa ciudad -replic Andr-Louis-. Tengo la costumbre de observar las cosas de cerca, y por ello nuestros compaeros no me soportan en los debates del Casi­no Literario. Yo profundizo, mientras que ellos se quedan en la superficie. Detrs de los obreros y artesanos de Nantes, aconsejndolos, apremiando a esos pobres, estpidos e igno­rantes trabajadores para que derramen su sangre en pos del fantasma de la libertad, estn los fabricantes de velamen, los de tejidos, los armadores y hasta los traficantes de esclavos. Los negreros! Los mismos hombres que viven y se enrique­cen traficando con sangre y carne humana en las colonias, di­rigen aqu una campaa en nombre del sagrado nombre de la libertad! No ves que todo esto es un movimiento de merca­deres y traficantes, envidiosos de un poder que slo se deriva del nacimiento? Los bolsistas de Pars, que poseen los ttulos de la Deuda nacional, viendo la ruinosa situacin financiera del Estado, tiemblan ante la idea de que pueda residir en un solo hombre el poder de cancelar la deuda declarando la bancarro­ta. Para salvaguardar sus intereses, tratan de socavar el actual estado social y edificar sobre sus ruinas uno nuevo en el que ellos sean los amos. Y para conseguirlo, inflaman al pueblo. Ya en Dauphin hemos visto correr la sangre, la sangre del pueblo, pues siempre es su sangre la que se derrama. Ahora estamos viendo otro tanto en Bretaa. Y qu pasar si prevalecen las nuevas ideas? Qu pasar si desaparece el poder seorial? Ha­bremos cambiado la aristocracia por la plutocracia. Vale eso la pena? Crees que bajo el yugo de los bolsistas, los negreros y los hombres enriquecidos por el innoble arte de comprar y vender, la suerte del pueblo ser mejor que bajo el de la no­bleza y el clero? Se te ha ocurrido pensar alguna vez, Philip­pe, qu es lo que hace el gobierno de los nobles tan intolera­ble? Es la ambicin. La ambicin es la maldicin de la humanidad. Y esperas menos ambicin por parte de unos hombres que se han crecido precisamente en la ambicin? Es­toy dispuesto a admitir que el actual gobierno es execrable, in­justo, tirnico, todo lo que quieras. Pero abre bien los ojos y vers que el gobierno con el que se pretende sustituir al actual puede ser infinitamente peor.

Philippe permaneci un momento pensativo; despus vol­vi al ataque:

-Pero t no hablas de los abusos, de los horribles e intolera­bles abusos del poder gobernante que hoy nos tiranizan.

-Donde haya poder, siempre habr abusos.

-No si la posesin del poder depende de una administra­cin justa.

-La posesin del poder es el poder mismo. No podemos dictar nuestro deseo a quienes lo sustentan.

-El pueblo s podr. Cuando tenga el poder.

-Otra vez te pregunto: al hablar del pueblo, te refieres al populacho? Claro! Y qu poder puede ejercer el populacho? Puede gobernar salvajemente. Puede matar e incendiar por un tiempo. Pero no puede ejercer un gobierno duradero, porque el poder exige unas cualidades que el populacho no tiene, y si las posee deja de ser populacho. El inevitable y trgico corola­rio de la civilizacin es el populacho. Por lo dems, los abusos pueden corregirse, s, con la equidad, pero la equidad, si no se encuentra en algunos privilegiados de la inteligencia, no se puede encontrar en ninguna parte. El seor Necker est em­peado en corregir abusos y limitar privilegios. Eso est claro. Para ello se ha de reunir a la Asamblea General.

-Y gracias al cielo, en Bretaa hemos comenzado ya de un modo prometedor -exclam Philippe.

-Bah! Eso no es nada. Los nobles no cedern sin luchar. Una lucha ftil y ridcula si quieres, pero supongo que tambin la futilidad y la ridiculez son atributos de la naturaleza humana.

Philippe de Vilmorin sonri con sarcasmo:

-Probablemente tambin calificars la muerte de Mabey de ftil y ridcula, no? No me sorprendera orte argumentar, en defensa del marqus de La Tour d'Azyr, que su guardabosque fue muy piadoso al matar a Mabey, puesto que la alternativa era que ste hubiese sido condenado a galeras de por vida.

Andr-Louis acab de beber el resto de su chocolate, dej la taza en la mesa y ech su silla hacia atrs:

-Confieso que no participo de tu misericordia, mi querido Philippe. Me conmueve la muerte de Mabey. Pero, una vez dominada la impresin que la noticia me caus, no puedo olvi­dar que, despus de todo, Mabey estaba robando cuando lo mataron.

La indignacin de Vilmorin estall:

-se es el punto de vista que cabe esperar del asistente fis­cal de un noble, del representante de un noble en los Estados de Bretaa!

-Philippe, no eres justo. Por qu te enfadas conmigo? -gri­t Andr-Louis conmovido.

-Me ofenden tus palabras -confes Vilmorin-. Estoy pro­fundamente ofendido por tu actitud. Y no soy el nico que est resentido por tus tendencias reaccionarias. Sabas que el Casino Literario est considerando seriamente tu expulsin? Andr-Louis se encogi de hombros: -Eso ni me sorprende ni me preocupa. Vilmorin continu apasionadamente:

-A veces pienso que no tienes corazn. Siempre hablas en nombre de la Ley, nunca en el de la Justicia. Creo que me equi­voqu al venir a verte. No es posible que me ayudes en mi en­trevista con el seor de Kercadiou.

Philippe cogi su sombrero con la clara intencin de mar­charse. Andr-Louis se puso en pie de un salto y retuvo a su amigo por un brazo:

-Te juro -le dijo- que sta es la ltima vez que hablar con­tigo de leyes o de poltica. Te quiero demasiado para enfadar­me contigo por los asuntos de los dems.

-Es que yo hago mos esos asuntos -insisti Philippe con vehemencia.

-Por supuesto... y por eso te quiero. Est muy bien que seas as. Vas a ser sacerdote y los asuntos de los dems son tambin los del sacerdote. Yo, en cambio, soy un hombre de leyes, el representante de un noble, como has dicho, y en las cuestio­nes legales lo nico que importa es el cliente. sa es la dife­rencia entre nosotros dos. Sin embargo, no logrars librarte de m.

-Pero te digo francamente que prefiero que no vengas con­migo a ver al seor de Kercadiou. Tu deber para con tu clien­te te impide ayudarme.

El enojo de Philippe haba pasado, pero su determinacin, basada en las razones expuestas, permaneca firme.

-Muy bien -dijo Andr-Louis-. Ser como quieres. Pero nada podr impedirme pasear contigo hasta el castillo y espe­rarte mientras apelas ante el seor de Kercadiou.

As las cosas, salieron de la casa como excelentes amigos, pues el carcter dulce de Philippe de Vilmorin no conoca el rencor. Y juntos subieron por la calle principal de Gavrillac.

CAPTULO II

El aristcrata

La soolienta aldea de Gavrillac, a media legua del camino principal de Rennes, permaneca al margen del ajetreo del trnsito de la carretera principal. Situada en una curva del ro Meu, se extenda a los pies de la colina coronada por la casa seorial. Gavrillac no slo pagaba tributos a su seor -parte en dinero y parte en servicios-, sino tambin diezmos a la iglesia e im­puestos al rey, lo que la dejaba en una situacin bastante pre­caria. Sin embargo, a pesar de todo, all la vida no era tan dura como en otros lugares. Por ejemplo, all no se sufra tanta crueldad como la que padecan los desdichados vasallos del poderoso seor de La Tour d'Azyr, cuyas vastas posesiones slo estaban separadas de la aldea por las aguas del Meu.

El castillo de Gavrillac tena un aire seorial que se deba ms a estar situado en aquella elevacin del terreno que a cualquier otra caracterstica especial. Hecho de granito, como todas las casas de Gavrillac, y patinado por tres siglos de existencia, su fachada era lisa y slo tena dos pisos con cuatro ventanas en cada uno. Estaba flanqueado, a ambos lados, por unos torreones cuadrados. Situado al fondo de un jardn, aho­ra mustio, pero muy agradable en verano, y con su fachada con terraza de balaustrada de piedra, tena el aspecto de lo que en realidad era y haba sido siempre: la residencia de personas poco presuntuosas, ms interesadas en la agricultura que en la aventura.

Quintn de Kercadiou, seor de Gavrillac -pues ste era el vago ttulo que ostentaba, al igual que sus antepasados, aun­que en verdad nadie saba de dnde provena-, confirmaba la impresin causada por su casa. Rudo como el granito, jams haba aspirado a pertenecer a la corte, ni siquiera haba servi­do en el ejrcito del rey. Eso de representar a la familia en las altas esferas se lo dejaba a su hermano menor, tienne. Desde joven, Quintn de Kercadiou se haba interesado en los bos­ques y prados que rodeaban su castillo. Cazaba y cultivaba sus tierras, aparentemente no se distingua mucho de cualquie­ra de sus rsticos aparceros. No haca ostentacin de su posi­cin, como tanto le hubiera gustado a su sobrina, Aline de Kercadiou. Aline haba pasado dos aos en el ambiente de la corte de Versalles, junto a su to tienne, y, por tanto, tena ideas muy distintas a las de su to Quintn acerca de lo que convena a la dignidad seorial. A pesar de que esta nica hija de un tercer Kercadiou, salida del orfanato a la edad de cuatro aos, haba ejercido un tirnico dominio sobre el seor de Gavrillac, quien haca las veces de padre y de madre, jams lo­gr convencerle para que renunciara a aquella vida sencilla.

La joven, cuyo rasgo dominante de carcter era la persisten­cia, segua luchando asidua e intilmente desde que regres del gran mundo de Versalles, unos tres meses atrs.

Aline estaba paseando por la terraza cuando llegaron Andr-Louis y Philippe de Vilmorin. Para protegerse del aire fro, envolva su esbelto cuerpo en un abrigo de piel blanca e iba tocada con una cofia, tambin blanca, que apenas sujetaba sus rubios rizos. El aire fro avivaba sus mejillas y pareca aadir un destello a sus ojos, que eran de un azul obscuro.

La doncella conoca a Andr-Louis y a Philippe de Vilmorin desde la infancia. Los tres haban jugado juntos, y Andr-Louis -gracias al parentesco espiritual que le una a su to- la llamaba prima. Estas relaciones, casi de familia, haban con­tinuado entre ella y Andr-Louis mucho despus de que Phi­lippe, al crecer, se alejara de la intimidad infantil para conver­tirse, a los ojos de Aline, en el seor de Vilmorin.

La muchacha salud con la mano a los recin llegados y per­maneci -consciente de su encantadora imagen- aguardn­doles al final de la terraza, cerca de la corta avenida por la cual ellos se acercaban.

-Si vens a ver a mi to, llegis en un momento poco opor­tuno -les dijo algo nerviosa-. Est reunido a puertas cerradas. Oh, est muy ocupado!

-Esperaremos, seorita -dijo Vilmorin inclinndose ga­lantemente sobre la mano que ella le ofreca-. Quin no esperara con gusto al to pudiendo estar un momento con la sobrina?

-Seor abate -dijo ella con sorna-, cuando hayis recibido las rdenes, os tomar como confesor. Sois tan perspicaz como comprensivo.

-Pero ninguna curiosidad -dijo Andr-Louis-. No has pen­sado en eso.

-No logro entender lo que quieres decir, primo Andr.

-No te preocupes, pues nadie lo entiende -sonri Philippe y entonces vio un vehculo detenido ante la puerta del castillo. Era uno de esos carruajes que solan verse en las grandes ciu­dades, pero rara vez en el campo: una esplndida carroza de nogal, con dos caballos y escenas pastoriles exquisitamente pintadas en los paneles de las portezuelas. Tena capacidad para llevar a dos personas, adems del pescante para el coche­ro, y detrs, un estribo para el lacayo. Pero ahora el estribo es­taba vaco, pues el lacayo se paseaba por delante de la puerta luciendo la resplandeciente librea azul y oro del marqus de La Tour d'Azyr.

-Cmo? -exclam Philippe-. Es el marqus de La Tour d'Azyr quien est con tu to?

-En efecto -contest la joven poniendo cierto misterio en su voz y en su mirada, en lo cual Philippe de Vilmorin no repar.

-Oh, perdn! Servidor de usted -dijo Philippe inclinndo­se ante ella y, sin ms ni ms, se encamin hacia el castillo.

-Quieres que te acompae, Philippe? -le pregunt Andr-Louis.

-No sera galante presumir que lo prefieras -dijo Vilmorin mirando a Aline-. Ni creo que sirva para nada; si quieres, pue­des esperarme...

Philippe de Vilmorin se alej a toda prisa. Tras un momen­to de sorpresa, Aline se ech a rer de un modo encantador:

-Adonde va con tanta prisa? -pregunt.

-A ver al seor de La Tour d'Azyr y tambin a tu to.

-Pero no puede hacer eso. No pueden recibirle. No le dije que estaban muy ocupados? Y t, Andr, no me preguntas por qu estn tan ocupados?

La joven pronunci estas palabras con un redoblado miste­rio que trasluca alegra o burla, o quizs ambas cosas a la vez. Andr-Louis no pudo adivinarlo.

-Ya que es obvio que ardes en deseos de contrmelo, para qu te lo voy a preguntar? -dijo.

-Si empiezas con tus ironas, no te lo dir aunque me lo pre­guntes. Oh, no! Te ensear a tratarme con el debido respeto.

-Espero no faltarte jams el respeto.

-Y mucho menos cuando sepas que la visita del seor de La Tour d'Azyr tiene relacin conmigo. Yo soy el objeto de esa vi­sita -concluy mirando al joven con ojos brillantes y unos ri­sueos labios entreabiertos.

-Segn veo, a ti te parece obvio lo que eso implica... Pero debo confesarte que para m no es tan obvio.

-Sers tonto! Ha venido a pedir mi mano.

-Dios mo! -exclam Andr-Louis mirndola fijamente, desconcertado.

Ella frunci el ceo y dio un paso atrs alzando la barbilla:

-Te sorprende?

-Me disgusta -replic l-. De hecho, no lo creo; te ests burlando de m.

Para sacarlo de dudas, ella dijo:

-Estoy hablando en serio. Esta maana mi to recibi una carta oficial del seor de La Tour d'Azyr anuncindole que ve­na con ese propsito. No te negar que eso nos sorprendi un poco...

-Oh, ya veo! -exclam Andr-Louis aliviado-. Compren­do. Por un momento, casi tem...

Se interrumpi, mir a la joven y se encogi de hombros.

-Por qu te quedas callado? Temiste acaso que mi estancia en Versalles no me hubiese servido de nada? Crees que iba a permitir que me cortejaran como a una cualquiera? Pues fuis­te un tonto. Conmigo hay que hacerlo de la forma adecuada; contando en primer lugar con mi to.

-Entonces, segn las costumbres de Versalles, su consenti­miento es lo ms importante?

-Y qu otra cosa pudiera serlo?

-Tu consentimiento, por ejemplo.

Ella se ech a rer.

-Yo soy una sobrina muy sumisa... cuando me conviene.

-Y te convendra ser sumisa si tu to aceptase esa mons­truosa proposicin?

-Monstruosa? -repiti ella-. Puede saberse por qu te pa­rece monstruosa?

-Por muchas razones -replic l, irritado.

-Dime una por lo menos -dijo ella con ademn retador.

-Que es dos veces mayor que t.

-No tanto, no tanto -replic ella.

-Como mnimo tiene cuarenta y cinco aos.

-Pero no aparenta ms de treinta. Es realmente muy guapo... no me lo negars. Ni tampoco que es rico y poderoso; es el noble ms ilustre de Bretaa. Har de m una gran seora.

-Ya lo eres por la gracia de Dios, Aline.

-Vaya, eso est mejor. A veces puedes llegar a ser casi corts -dijo y empez a pasear arriba y abajo por la terraza. Andr-Louis la segua.

-Algo ms podra ser para demostrarte las razones por las cuales no debes permitir que esa bestia manche la belleza que Dios te ha dado.

Ella frunci el entrecejo y apret los labios.

-Ests hablando de mi futuro esposo -le dijo en tono de re­probacin.

-Es cierto? Ya es un hecho consumado? Consentir tu to? De modo que vas a ser vendida sin amor a un hombre que no conoces! Yo haba soado algo mejor para ti, Aline.

-Mejor que ser la marquesa de La Tour d'Azyr?

El joven hizo un gesto de exasperacin.

-Acaso los hombres y las mujeres no son ms que meros t­tulos? Sus almas no cuentan para nada? No hay en la vida alegra ni felicidad aparte del poder y del placer de los ttulos rimbombantes que ambicionan las personas como l? Yo te haba colocado tan alto, tan alto, Aline, mucho ms que a nin­gn otro ser, como algo que no era terrenal. Hay alegra en tu corazn, inteligencia en tu mente, y, tal como pensaba, una vi­sin que te permite traspasar la falsa cscara y llegar al cora­zn de las cosas. Y ahora veo que vas a entregar todo eso, vas a vender tu cuerpo y tu alma por el ttulo de marquesa de La Tour d'Azyr.

-Eres poco delicado -replic ella ceuda, aunque sus ojos rean-. Y te precipitas en tus conclusiones. Mi to no dar otro consentimiento que el necesario para que ese caballero trate de obtener el mo. Mi to y yo estamos muy compenetrados. No voy a venderme como si fuera un saco de patatas.

El permaneci inmvil, mirndola fijamente, con las plidas mejillas cubiertas de rubor.

-Te has divertido torturndome -exclam-. Pero voy a ol­vidarme porque me has aliviado.

-Vuelves a precipitarte, primo Andr. He permitido a mi to que consienta en que el seor marqus me haga la corte. Me gusta mucho el aspecto de ese caballero. Considerando que es una persona eminente, me halaga ser su preferida. La suya es una posicin que compartira gustosa. El seor marqus no tiene tampoco nada de tonto. Ser interesante que me corteje. Y quiz lo sea ms casarse con l. As que, tras considerar todo esto, es probable, incluso muy probable, que al final me case con l.

l contempl el dulce rostro infantil, aquel valo de blanca pureza, y qued desconcertado.

-Qu Dios se apiade de ti, Aline! -dijo con voz ahogada.

Aline tacone el suelo. Pens que Andr-Louis era desespe­rante y bastante presumido.

-Te muestras insolente.

-Implorarle a Dios no puede ser una insolencia, Aline. Y yo no he hecho otra cosa, y lo seguir haciendo, porque pienso que seguramente vas a necesitar mis oraciones.

-Eres insoportable!

El rubor que invada sus mejillas mostraba claramente la c­lera que ahora dominaba a la joven.

-Es que sufro, Aline. Oh, primita ma, piensa bien lo que vas a hacer! fjate en las realidades que vas a cambiar por esas falsedades. Realidades que jams conocers, porque la false­dad te lo impedir. Cuando el seor marqus de La Tour d'Azyr venga a hacerte la corte, estdialo bien, consulta tu de­licado instinto; deja que tu noble naturaleza juzgue libremen­te a ese animal. Considera que...

-Considero, seor, que estis abusando de la bondad y la confianza que siempre os he demostrado. Quin sois? Quin os ha dado permiso para emplear conmigo ese tono insolente?

l se inclin y volvi a ser el hombre fro e indiferente de siempre y, tras recuperar su habitual tono zumbn, dijo:

-Os felicito, seorita, por la rapidez con que comenzis a adaptaros al gran papel que vais a interpretar. -Adaptaos vos tambin, seor mo -replic ella volvindole la espalda.

-Adaptarme a ser polvo vil bajo el altivo pie de la seora marquesa? -pregunt-. Espero que sabr ocupar mi lugar en el futuro.

Esa frase detuvo a Aline. Al volverse de nuevo, Andr-Louis percibi en sus ojos un brillo sospechoso. Y por un momento la burla del joven se tradujo en arrepentimiento.

-Oh, Dios, he sido un necio, Aline! -exclam avanzando hacia ella-. Te pido que olvides lo que he dicho.

Al volverse, ella casi tena la intencin de pedirle perdn tambin. Pero la contricin de l hizo que no fuera necesario.

-Tratar de olvidarlo -dijo ella-, siempre y cuando prome­tas no ofenderme de nuevo.

-No, no lo har -contest l-. Pero yo soy as. Luchar por salvarte hasta el fin; luchar contra ti misma si es necesario, me perdones o no.

As estaban los dos, frente a frente, un poco como retndo­se, cuando otras personas salieron al porche.

El primero en salir fue el seor marqus de La Tour d'Azyr, conde de Solz, caballero de las rdenes del Espritu Santo y de Saint Louis, y general de brigada del ejrcito del rey. Era un ca­ballero alto, de talante gentil, marcial, y expresin desdeosa. Iba magnficamente ataviado con casaca de terciopelo mora­do adornada de oro. Su chaleco, tambin de terciopelo, tena el tono dorado del albaricoque. El calzn y sus medias eran de seda negra, y los zapatos de raso tenan tacones de laca roja y hebillas con diamantes. Sus cabellos empolvados se recogan en la nuca con una ancha cinta de seda; debajo del brazo lle­vaba un tricornio y de su cinto colgaba una espada con em­puadura de oro.

Ahora que estudiaba al caballero con absoluta imparciali­dad, al ver la magnificencia de su porte, la elegancia de sus movimientos, su gentil y desdeosa expresin, Andr-Louis tembl por Aline. Ante sus ojos tena al irresistible conquistador cuyos galanteos le haban convertido en la comidilla de todos, en la desesperacin de las viudas con hijas en edad de merecer y en la desolacin de los maridos con esposas atractivas.

Contrastando con l, le segua de cerca el seor de Kercadiou. Las cortas piernas del seor de Gavrillac soportaban a duras penas un cuerpo que a los cuarenta y cinco aos empe­zaba a inclinarse hacia la obesidad y una enorme cabeza llena de indiferencia hacia todo. Su rostro era sonrosado y estaba le­vemente marcado por las huellas de la viruela, que de joven estuvo a punto de acabar con su vida. Su atavo mostraba un descuido rayano en el desaseo, y a esto, sumado el hecho de no haberse casado nunca -despreciando el primer deber de un caballero, que es tener un heredero-, deba la fama de misgi­no que le atribuan en la comarca.

Detrs del seor de Kercadiou iba Philippe de Vilmorin, muy plido y controlndose, con los labios apretados y el ceo fruncido.

En eso, un elegante joven descendi del carruaje y sali a en­contrarse con ellos. Era el caballero de Chabrillanne, primo del seor de La Tour d'Azyr, quien, en tanto que aguardaba el regreso de su pariente, haba observado con creciente inters, y sin que nadie notara su presencia, el paseo de Andr-Louis con Aline por la terraza.

Al ver a Aline, el seor de La Tour d'Azyr se apart de sus acompaantes y se dirigi hacia ella. El marqus inclin la ca­beza para saludar a Andr-Louis, con aquella mezcla de corte­sa y condescendencia que le era habitual. Socialmente, el jo­ven abogado estaba en una extraa situacin. Por su origen, no poda clasificarse entre los nobles ni entre los plebeyos, y mientras ninguna de las dos clases le reclamaba como suyo, ambas lo trataban con idntica familiaridad. Devolvi fra­mente al marqus su saludo y, con discrecin, se apart de l y de Aline para ir a reunirse con su amigo.

El marqus tom la mano que la joven le tenda y la llev a sus labios.

-Seorita -dijo mirando el azul profundo de sus ojos que a su vez le sonrean-. Vuestro seor to me ha permitido el honor de cortejaros. Queris hacerme el honor de recibir­me maana? Tengo algo de gran importancia que comuni­caros.

-De gran importancia, seor marqus? Casi me asustis...

Pero el sereno rostro de la joven no denotaba temor alguno. No en balde Aline se haba graduado en la versallesca escuela del artificio.

-Nada ms lejos de mi intencin -dijo l.

-Pero, seor, es un asunto de gran importancia para vos o para m?

-Espero que para los dos -respondi l, lanzndole una ar­diente mirada.

-Despertis mi curiosidad, seor. Y, por supuesto, como soy una sobrina muy sumisa, me sentir honrada recibiendo vues­tra visita.

-Soy yo quien se sentir honrado. Que sea maana a esta hora, pues.

l volvi a inclinarse y se llev los dedos de ella hasta sus la­bios. A su vez, ella hizo una reverencia para romper el hielo. Despus, sin otra cosa que esta mera formalidad se separaron.

La joven estaba un poco aturdida ante la innegable belleza de aquel hombre, ante su aire principesco y la seguridad que pareca emanar de su podero. Casi involuntariamente, lo compar con el hombre que acababa de criticarla -el delgado e imprudente Andr-Louis, con su casaca pardusca y aquellos zapatos sencillos con hebillas de acero- y se sinti culpable de una imperdonable ofensa por haberle permitido que criticara al marqus. Al da siguiente el seor de La Tour d'Azyr se pre­sentara ante ella para ofrecerle una gran posicin, un encum­brado ttulo. Y ella ya haba menoscabado la dignidad de aquel ttulo prestndose a or palabras insolentes. Nunca ms volvera a tolerarlo; no cometera otra vez la puerilidad de permi­tirle a Andr-Louis que se expresara en trminos denigrantes al hablar de un hombre en comparacin con el cual no era ms que un lacayo.

Estos argumentos, surgidos espontneamente de su vani­dad, de su ambicin, y de su enorme disgusto, no eran del todo convincentes.

Mientras tanto, el seor de La Tour d'Azyr subi a su ca­rruaje, no sin antes despedirse brevemente del seor de Kercadiou y de Philippe de Vilmorin, quien, en respuesta a sus palabras, se haba inclinado en seal de silencioso asenti­miento.

La carroza parti. Detrs, muy derecho en su puesto, iba el lacayo de peluca empolvada con su casaca azul y oro, mientras el seor de La Tour d'Azyr, desde la ventana, le deca adis a Aline, quien responda a su vez con un ademn de la mano.

Philippe de Vilmorin tom del brazo a su amigo, y le dijo:

-Vamos, Andr.

-Pero por qu no os quedis los dos a comer? -exclam el hospitalario seor de Gavrillac-. Beberemos brindando por... -aadi haciendo un guio dirigido a la joven que se acerca­ba. El bueno del seor de Gavrillac careca de astucia.

Philippe de Vilmorin deplor que una cita contrada ante­riormente le impidiera aceptar tal honor. Se mostraba muy grave.

-Y t, Andr? -le pregunt a su ahijado.

-Yo? No puedo quedarme; tambin he sido citado, padrino -minti- Y tengo mi supersticin contra los brindis...

En realidad Andr-Louis no quera quedarse all. Estaba enojado con Aline por el risueo recibimiento que le haba dispensado al marqus de La Tour d'Azyr y por el srdido ne­gocio que la converta en mercanca. Sufra una terrible desi­lusin.

CAPTULO III

La elocuencia de Vilmorin

Mientras bajaban la colina, Vilmorin permaneca callado mientras Andr-Louis hablaba. El tema de su peroracin era la mujer en sentido general. Pretenda haberla descubierto aquella maana, y las frases que se le ocurran sobre las mujeres eran poco ha­lageas y, en ocasiones, casi groseras. Philippe de Vilmorin apenas le escuchaba; aunque pueda parecer extrao en un jo­ven francs de su tiempo, no le interesaban las mujeres. El po­bre Philippe era una excepcin en muchos aspectos.

Frente a El Bretn Armado -posada y casa de postas situada a la entrada del pueblo de Gavrillac-, Philippe interrumpi a su compaero justo cuando llegaba a la culminacin de su diatriba contra las mujeres, devolvindolo sbitamente a la realidad, pues entonces advirti la carroza del marqus de La Tour d'Azyr parada ante la puerta del mesn.

-No puedo creer que no me hayas estado escuchando -dijo Andr a su amigo.

-De haber estado menos absorto en tu propio discurso, lo hubieras notado antes y te habras ahorrado la saliva. La verdad es que me das pena, Andr. Parece que has olvidado por completo a qu hemos venido. Sabes muy bien que estoy citado aqu con el marqus, quien desea que le explique me­jor el asunto. All arriba, en Gavrillac, no poda resolverse nada. No era el momento oportuno. Pero confo en el mar­qus.

-Confas... en qu?

-En que har cuanto est en sus manos para reparar el dao. Se encargar de la viuda y de los hurfanos. Si no fuera as. Por qu habra de querer orme de nuevo?

-Me extraa tanta condescendencia en l! -exclam Andr-Louis, y aadi-: Timeo Danaos et dona ferentes.

-Por qu lo dices? -pregunt Philippe.

-Entremos y lo sabremos... a no ser que mi presencia sea un estorbo.

Los jvenes entraron en una habitacin que siempre estaba reservada para el marqus. Un fuego de lea arda al fondo de la estancia, y all estaban sentados el seor de La Tour d'Azyr y su primo, el caballero de Chabrillanne. Al entrar Vilmorin, ambos se levantaron. Andr-Louis permaneci en la puerta.

-Os estoy muy agradecido por vuestra cortesa, seor de Vilmorin -dijo el marqus en tono tan desdeoso que des­menta la educacin de sus palabras-. Sentaos, os lo rue­go. Ah! El seor Moreau nos acompaa? -pregunt con frialdad.

-Si no tenis inconveniente, seor marqus...

-Por qu habra de tenerlo? Sentaos, Moreau.

Hablaba despectivamente, mirando a Andr por encima del hombro, como a un lacayo.

-Sois muy amable -dijo Philippe- al darme la oportunidad de explicaros el asunto que tan inoportunamente me llev a Gavrillac.

El marqus se arrellan cmodamente cruzando las piernas, y tendi una de sus finas manos hacia las llamas, para calen­tarse. Sin molestarse siquiera en volverse hacia el joven que es­taba detrs de l, replic:

-Dejemos a un lado lo amable de mi concesin -dijo en tono sombro y Chabrillanne se ri. Andr-Louis consider la facilidad con que rea el primo del marqus y casi, casi, le en­vidi tal capacidad.

-De todos modos os estoy agradecido -insisti Philippe-por condescender a orme abogar por la causa de esa pobre gente.

El marqus abri desmesuradamente los ojos.

-Qu causa? -exclam mirndole por encima del hombro.

-Cmo que qu causa? Me refiero a la causa de la viuda y los hurfanos del infortunado Mabey.

El marqus dej vagar la mirada de Vilmorin a su primo, quien de nuevo se ech a rer, dndose esta vez una palmada en la rodilla.

-Me parece -dijo lentamente el marqus- que ha habido un malentendido. Yo os ped que vinierais aqu porque el castillo de Gavrillac no era el sitio ms adecuado para tener una dis­cusin, y porque vacil en haceros recorrer el largo camino que hay hasta mi castillo. Pero a m solamente me interesan ciertas frases pronunciadas por vos en el castillo de Gavrillac. Es a causa de esas frases por lo que estis aqu y por lo que quiero or vuestras explicaciones... si queris honrarme con ellas.

Andr-Louis empez a notar algo siniestro en el aire. Su in­tuicin era ms rpida que la de Vilmorin, quien nicamente se senta un poco sorprendido.

-No comprendo, caballero -dijo el joven seminarista-. A qu frases os refers?

-Parece, seor mo, que debo refrescaros la memoria -dijo el marqus ladendose en su cmodo asiento de modo que, al fin, qued frente a Philippe de Vilmorin-. Os referisteis, muy elocuentemente a pesar de estar completamente errado, a la infamia del hecho de sumaria justicia realizado por un cria­do mo sobre ese tal Mabey, o como se llame ese ladrn. In­famia fue precisamente la palabra empleada por vos. Y no os retractasteis de ella ni siquiera cuando tuve el honor de infor­maros que mi guardabosque actu as cumpliendo una orden ma.

-Si fue un acto infame -dijo Vilmorin-, eso es algo que no puede cambiarlo la alcurnia de la persona responsable. Lejos de ser un atenuante, la altura de esa alcurnia es un agravante.

-Ah! -dijo el marqus sacando una tabaquera de oro de su bolsillo-. Un acto infame, decs... He de entender que ya no estis tan convencido de esa infamia como, al parecer, lo es­tabais antes?

Philippe de Vilmorin estaba perplejo. No acababa de com­prender adonde pretenda ir a parar con todo aquello.

-Se me ocurre pensar, seor marqus, en vista de vuestro deseo de asumir tal responsabilidad, que tal vez estis conven­cido de tener alguna justificacin que escapa a mi entendi­miento.

-As est mejor, mucho mejor.

El marqus tom un poco de rap y luego sacudi el polvo que haba cado sobre el encaje de su chorrera. Entonces pro­sigui:

-Me alegra que por fin comprendis que, no siendo vos pro­pietario, no tenais clara idea del caso y podais haberos lanza­do a una conclusin precipitada e injustificable. Que esto sea un aviso para vos, de ahora en adelante. Cuando os diga que des­de hace meses me vienen molestando con parecidos saqueos, comprenderis tal vez que era necesario imponer un correcti­vo lo bastante enrgico para acabar con ellos. Ahora que esa gentuza sabe el riesgo que corre, creo que al fin mis cotos de caza quedarn protegidos. Y an hay algo ms, seor de Vil­morin. No me enoja tanto el robo en s como el desprecio ha­cia mi absoluto e inviolable derecho. Hay, seor mo, como no habris dejado de observar, un diablico espritu de rebelda en el ambiente, y slo existe un modo de hacerle frente. La to­lerancia, incluso la ms leve, la indulgencia ms insignificante que practiquemos hoy, nos obligar maana a tener que to­mar medidas ms duras. Estoy seguro de que me comprendis y de que tambin apreciaris mi condescendencia al explicaros cosas que en modo alguno tengo que explicarle a nadie. Si algo de lo que acabo de decir no os parece suficientemente claro, os ruego acudis a las leyes de caza, de las que vuestro amigo el abogado puede daros una idea.

Y dicho esto, el caballero se volvi de nuevo hacia el fuego. Era como si hubiera dado por terminada la entrevista. Y, sin embargo, el perplejo y vagamente inquieto Andr-Louis no te­na la misma impresin. El joven abogado pensaba que aquella disertacin era tan extraa como sospechosa. Sospechaba que el aristcrata finga dar explicaciones con palabras corte­ses mientras que, en realidad, no haca sino estimular y agui­jonear con su tono calculadamente insolente la impaciencia de un hombre con las ideas de Philippe de Vilmorin. Y esto fue precisamente lo que sucedi.

Philippe se puso en pie.

-Pero es que no hay en el mundo otras leyes que las de caza? -pregunt enrgicamente-. No habis odo hablar jams de las leyes que no estn escritas, las leyes de la humanidad?

El marqus suspir fastidiado de tener que continuar la con­versacin:

-Y qu tengo yo que ver con las leyes de la humanidad? -dijo extraado.

Vilmorin le mir un instante sin saber, en medio de su estu­por, cmo contestarle.

-Nada, seor marqus; lo veo claramente. Pero ojal no ten­gis que recordarlo cuando os veis precisado de apelar a esas leyes de las que ahora os burlis.

El seor de La Tour d'Azyr ech atrs la cabeza con gesto al­tanero.

-Qu significan esas palabras? No es la primera vez que hoy os expresis en trminos ambiguos que acaso pudieran conte­ner una velada amenaza.

-No es una amenaza, seor marqus, es... una advertencia. Una advertencia de que actos como este que se ha cometido contra un ser humano, una criatura de Dios... Oh, podis burlaros, seor, pero esas gentes tambin son criaturas de Dios, ni ms ni menos como vos y como yo... aunque esa idea pue­da herir vuestro orgullo! A los ojos de Aquel que todo lo ve...

-Por favor, no me echis ahora un sermn, futuro seor abate.

-Os burlis, seor marqus. Os res. Os reiris acaso cuan­do Dios os pida cuenta de la sangre y del saqueo que manchan vuestras manos?

-Seor! -grit el caballero de Chabrillanne haciendo resta­llar esa palabra como un ltigo y ponindose en pie de un sal­to. Pero el marqus lo contuvo.

-Sentaos, caballero. Habis interrumpido al seor abate y me gustara seguir oyndole. Me interesan mucho sus raras teoras.

Un poco apartado de los dems, Andr tambin se haba puesto en pie, realmente alarmado ante la expresin que ley en el hermoso rostro del seor de La Tour d'Azyr. Entonces se acerc a la chimenea y tom del brazo a su amigo:

-Ser mejor que nos vayamos -le dijo.

Pero Philippe de Vilmorin, dando rienda suelta a la pasin largo tiempo reprimida, se precipit sin reflexionar:

-Oh, seor! -dijo-, pensad en lo que sois y lo que seris. Deteneos a pensar cmo vos y los vuestros vivs exclusiva­mente de abusos que, a la larga, slo pueden acarrear otros abusos.

-Revolucionario! -espet el marqus con desprecio-. Te­nis el descaro de presentaros ante m para soltarme esa fti­da jerga de los que ahora os hacis llamar intelectuales?

-Jerga? Lo pensis as de veras? Os parece una jerga re­cordarle al seor feudal cmo oprime en su provecho todo lo que encuentra a su paso? No ejerce sus derechos sobre las aguas del ro, sobre el fuego devorador, sobre el pan, la hier­ba o la cebada del pobre, en fin, sobre el viento que hace gi­rar las aspas del molino? La verdad de mi jerga os dice que el pobre campesino no puede dar un paso en el sendero, cru­zar un puente sobre el ro ni comprar una vara de tela sin tropezarse con la rapacidad feudal y sin que lo carguen con impuestos feudales. No os parece ya bastante, seor mar­qus? Debe exigirse tambin la msera vida de cada uno en pago del menor delito contra vuestros sacrosantos privile­gios, sin que os importe que queden viudas y hurfanos des­validos? No estis contentos si vuestra sombra no sobrevue­la el pas como una maldicin? Acaso vuestro orgullo os hace creer que Francia, este paciente Job de las naciones, ha de sufrir eternamente?

Philippe se detuvo como aguardando una respuesta. Pero no hubo rplica. El marqus le contemplaba extraamente, con ojos siniestros y sonriendo a medias, desdeosamente.

-Vamonos, Philippe -dijo Andr-Louis tirando de la man­ga de su amigo.

Pero el joven seminarista se libr de su mano, y sigui ha­blando exaltado:

-No veis cmo se amontonan las nubes anunciando tor­menta? Imaginis quiz que la Asamblea Nacional convocada por Necker y prometida para el ao que viene slo os dar nuevos medios para contribuir a la bancarrota del Estado? Os engais. En esa reunin, el Tercer Estado, al que tanto des­preciis, ser la fuerza preponderante y hallar la forma de po­ner fin a la llaga gangrenosa de los privilegios que devora a nuestro desgraciado pas.

El marqus se movi en su silln y al fin contest:

-Tenis, caballero, el peligroso don de la elocuencia. Es un don que no emana tanto de vuestra causa como de vos mis­mo. Porque, despus de todo, qu es lo que me ofrecis? Los platos recalentados de los efusivos discursos pronunciados en vuestros salones literarios e inspirados en mseros emborronadores de papel como Voltaire, Jean-Jacques y otros. Entre vuestros jvenes filsofos no hay ni uno slo con suficiente ta­lento para comprender que somos una clase consagrada por derecho de antigedad y que, al defender nuestros derechos y privilegios, nos asiste la autoridad de los siglos.

-La humanidad -replic Philippe- es ms antigua que la aristocracia. Los derechos del hombre empezaron cuando el hombre fue creado.

El marqus se ech a rer, encogindose de hombros.

-He ah una respuesta que deba haberme esperado. Es la misma cantinela de todos los filsofos.

Entonces terci el caballero de Chabrillanne:

-Para qu tantos rodeos? -dijo a su primo con impaciencia.

-Para llegar hasta este punto -respondi el marqus-. Pri­mero quera estar bien seguro.

-A fe ma que ahora no podis tener ninguna duda.

-Ahora no.

El marqus se levant y se volvi a Vilmorin, quien no ha­ba comprendido el sentido del breve dilogo entre La Tour d'Azyr y su primo.

-Seor abate -dijo el aristcrata-, realmente tenis el peli­groso don de la elocuencia. Ese don puede arrastrar a otros hombres a su ruina. De haber nacido caballero, no hubierais adquirido con tanta facilidad esos falsos puntos de vista que proclamis.

El seor de Vilmorin le mir fijamente sin comprender.

-De haber nacido yo caballero? -repiti lentamente y con­fundido-. Pero he nacido caballero, seor. Mi familia es tan antigua y mi sangre tan pura como la vuestra.

El marqus enarc las cejas y pestae con indulgente son­risa. Sus ojos obscuros y lquidos se clavaron en el rostro de Philippe de Vilmorin.

-Temo que en ese punto os han engaado.

-Engaado...?

-Vuestros sentimientos delatan la indiscrecin en la que, sin duda, incurri vuestra seora madre.

Despus de aquel insulto brutal en son de burla, dicho con total frialdad, sobrevino un silencio sepulcral. Andr-Louis permaneca mudo, aterrado, mientras su amigo escudriaba el rostro del seor de La Tour d'Azyr como buscando un sig­nificado que se le escapaba. Sbitamente entendi la vil afren­ta. La sangre le subi a las mejillas y la indignacin ardi en sus ojos. Un convulsivo estremecimiento lo sacudi. Entonces, tras lanzar un grito inarticulado, alz la mano y le propin una bofetada al marqus en su cara burlona.

Como un relmpago, el caballero de Chabrillanne se levan­t ponindose entre los dos hombres.

Andr-Louis haba visto la trampa demasiado tarde. Las pa­labras del seor de La Tour d'Azyr eran como una jugada en una especie de ajedrez verbal, calculada para exasperar al con­trario impulsndole a reaccionar de un modo que le dejara enteramente a su merced.

El marqus estaba muy plido, excepto en la mejilla, donde se vea la huella de los dedos de Vilmorin. Pero no dijo una pa­labra. En su lugar, fue el caballero de Chabrillanne quien ha­bl, asumiendo el papel que previamente le haban asignado en aquel juego vil.

-Caballero, os dais cuenta de la gravedad de lo que acabis de hacer? -le pregunt framente a Philippe-. Y por supuesto, comprenderis tambin lo que inevitablemente trae consigo.

Philippe de Vilmorin no comprenda nada. El pobre hombre haba actuado impulsivamente, por un sentimiento de decen­cia y de honor, sin tomar en cuenta las consecuencias. Pero al intuir la siniestra invitacin del caballero de Chabrillanne, si dese evitar tales consecuencias, fue por respeto a su vocacin sacerdotal que rigurosamente le prohiba prestarse al combate de honor que obviamente le impona el seor de Chabrillanne.

Retrocedi.

-Dejemos que una afrenta borre la otra -dijo con voz apa­gada-. El balance sigue estando a favor del seor marqus. Con eso debe bastarle.

-Imposible! -dijo el caballero crispando los labios. Despus habl suavemente, pero con firmeza-: Habis dado una bofeta­da, seor. No creo equivocarme si digo que al seor marqus nunca antes le haba sucedido algo as. Si os sentais ofendido, no tenais ms que exigir la satisfaccin que merece vuestro ho­nor, de caballero a caballero. Vuestra accin no parece sino con­firmar la sospecha que tan ofensiva os pareci. En cualquier caso, una accin de esta naturaleza no puede quedar inmune.

Como puede verse, el papel del caballero de Chabrillanne era echarle lea al fuego, para asegurar que la vctima no es­capase.

-No quiero que quede inmune -dijo el joven seminarista. Despus de todo, haba nacido noble, y la tradicin de su cla­se renaca en l con ms fuerza que la escuela de humildad en la que se preparaba para sacerdote. De modo que pens que su nombre y su honor le exigan pagar con la muerte antes que evitar las consecuencias de su accin.

-Pero si ni siquiera lleva espada, seores! -exclam Andr-Louis, aterrado.

-Eso se arregla fcilmente. Puede coger la ma.

-Quiero decir -insisti Andr-Louis entre indignado y asustado por la suerte de su amigo-, que no acostumbra a lle­var espada, que jams la ha llevado ni sabe manejarla. Es un seminarista, casi ya medio sacerdote, y, por tanto, le est prohibido aceptar el compromiso en que vos le ponis.

-Todo eso debi recordarlo antes de dar la bofetada -dijo diplomticamente el caballero de Chabrillanne.

-Esa bofetada fue provocada deliberadamente -dijo con ra­bia Andr-Louis. Despus se calm, aunque no fue gracias a la altanera mirada de su interlocutor, por cierto-. Oh, Dios mo! Estoy hablando en vano! Cmo van a desistir de un plan ya trazado? Vamonos, Philippe! No ves la trampa en la que has cado...?

Echndolo a un lado, Philippe de Vilmorin le cort seca­mente:

-Silencio, Andr! El seor marqus est en todo su derecho.

-Que est en su derecho? -dijo Andr-Louis dejando caer los brazos desalentado.

El hombre a quien ms amaba en el mundo haba cado en la misma locura que pareca dominar al resto de los mortales. Un distorsionado sentido del honor haca que descubriera su pecho ante el cuchillo que lo iba a matar. No era que no viera la trampa, sino que aquel sentido del honor le impulsaba a desdear cualquier otra consideracin. En ese momento, Andr-Louis vio en su amigo una figura singularmente trgica. Quiz noble, pero no por ello menos lastimera.

CAPTULO IV

La herencia

Philippe de Vilmorin quiso zanjar el asunto in­mediatamente. En esto era a un tiempo objetivo y subjetivo. Presa de emociones encontradas, y en conflicto con su vocacin sacerdotal, estaba impa­ciente por acabar con aquello cuanto antes. Tambin se tema un poco a s mismo. Las circunstancias de su educacin, y la vocacin que haba sentido en los ltimos aos, le haban qui­tado mucho del bro que es natural en los hombres. En cierto modo, se haba tornado tmido y delicado como una mujer. Como lo saba, tema que, si pasaba el ardor del momento, pudiera sobrevenirle una deshonrosa debilidad.

El marqus, por su parte, tambin deseaba un inmediato ajuste de cuentas, y puesto que estaban presentes el caballero de Chabrillanne y Andr-Louis para servir de padrinos, no haba ninguna razn para retrasar el duelo.

As las cosas, en pocos minutos todo estuvo arreglado, y por la tarde el siniestro grupo de cuatro hombres se dirigi hacia la pista para bochas que haba detrs de la posada. Estaban com­pletamente solos; nadie poda verles, ni siquiera a travs de las ventanas del mesn que estaban detrs del tupido follaje de los rboles.

No hubo formalidad alguna a la hora de elegir el campo de honor, ni tampoco se midieron las espadas. El marqus se des­poj de su cinturn y desenvain la espada, pero se neg a quitarse los zapatos y la casaca, pues consider que no mere­ca la pena tomando en cuenta lo insignificante que era su contrincante. Alto, flexible y atltico, tena ante s a un rival no menos alto, pero delgado y enclenque. Tambin Vilmorin des­de hacer ninguno de los usuales preparativos. Reconociendo que de nada poda aprovecharle quitarse la ropa, se puso en guardia completamente vestido. Sus pmulos salientes pa­recan arder.

El caballero de Chabrillanne, apoyndose en un bastn, pues haba cedido su espada a Vilmorin, contemplaba el due­lo con silencioso inters. Frente a l, al otro lado de los com­batientes, estaba Andr-Louis, el ms plido de los cuatro, con ojos febriles y retorcindose las manos sudorosas.

Su instinto le impulsaba a interponerse entre los contrin­cantes para evitar el encuentro. Sin embargo, ese generoso im­pulso quedaba anulado por la plena conciencia de su inutili­dad. Para calmarse, se aferr a la conviccin de que aquel duelo no poda tener consecuencias realmente serias. Si el ho­nor de Philippe le obligaba a cruzar la espada con el hombre a quien haba abofeteado, la noble cuna del seor de La Tour d'Azyr tambin le obligaba a procurar no herir gravemente al joven inexperto a quien haba provocado de modo tan evi­dente y ofensivo. Despus de todo, el marqus era un hombre de honor. Slo se propona dar una leccin, dura tal vez, pero que el contrario pudiera aprovechar en vida. Para consolarse, Andr-Louis se aferr obstinadamente a esta idea.

Se cruzaron los aceros: comenzaba el combate. El marqus presentaba a su adversario apenas el perfil de su esbelta figura, con las rodillas ligeramente dobladas como resortes, mientras que Vilmorin permaneca cuadrado presentando un blanco perfecto y con las rodillas rgidas como si fuesen de madera. El honor y el espritu de lealtad competitiva clamaban a un tiem­po contra semejante encuentro.

Como era de suponer, todo acab enseguida. De joven, casi en su infancia, Philippe haba recibido nociones de esgrima como cualquier adolescente de su clase. As que conoca los rudimentos del arte de manejar la espada. Pero de qu po­dan servirle en aquel momento? Hubo tres quites, y enton­ces, sin ninguna prisa, el marqus desliz su pie a lo largo del hmedo csped, y su elstico cuerpo se tendi en una estocada a fondo hasta romper la frgil guardia de Vilmorin. De­liberadamente, la hoja del marqus atraves al joven semina­rista... Andr-Louis salt con el tiempo justo para coger el cuerpo de su amigo por debajo de los brazos. Entonces se le doblaron tambin a l las piernas por el peso y cayeron juntos en la h­meda hierba. Andr-Louis apoy en su hombro izquierdo la ca­beza inerte de Philippe. Los brazos le colgaban flcidos y la sangre que manaba de la herida le haba empapado las ropas.

Con el rostro plido y los labios temblorosos, Andr-Louis levant los ojos hasta los del marqus, quien contemplaba su obra con expresin grave. Pero en su cara no se lea ni sombra de remordimiento.

-Le habis matado! -grit Andr-Louis.

-Por supuesto.

El marqus limpi la hoja del acero con su pauelo de enca­jes. Cuando concluy tan delicada tarea, manifest:

-Ya le dije que tena el peligroso don de la elocuencia.

Y se volvi para irse, dejando a Andr-Louis en libertad de interpretar su frase como quisiera. Sin soltar el cuerpo de su amigo que se desangraba, Andr-Louis llam al aristcrata:

-Vuelve, cobarde asesino, y remata tu obra asesinndome a m tambin!

El marqus volvi el rostro, lleno de ira. Pero el seor de Chabrillanne le detuvo cogindolo por el brazo. Aunque haba tomado parte activa en los hechos, ahora estaba un poco pli­do. No tena el valor del seor de La Tour d'Azyr y era mucho ms joven.

-Vamonos -dijo-, su furia es natural. Eran amigos.

-Has odo lo que me ha dicho? -pregunt el marqus.

-Nadie podr negarlo, ni vos ni ningn otro hombre -re­plic Andr-Louis-. Vos mismo acabis de confesarlo al expli­carme el motivo por el cual lo habis matado. Porque le tenais miedo.

-Y si as fuera, qu? -contest el caballero.

-Y lo preguntis? Nada sabis de la vida ni de la humanidad como no sea el modo de llevar elegantemente una casaca y de peinar vuestro cabello. Oh, s, y tambin blandir vuestras ar­mas contra nios y sacerdotes! Es que no tenis sensibilidad, ni alma? No comprendis que es una cobarda matar a quien se teme, y doble cobarda matar de esta forma? Si le hubierais clavado un pual por la espalda, por lo menos estara a salvo el valor de vuestra vileza. Hubiera sido una vileza sin disfraz. Pero temiendo las consecuencias de un acto como ste, escon­disteis vuestra cobarda bajo el pretexto de un duelo.

El marqus se libr de la mano de su primo y dio un paso hacia Andr-Louis, alzando ahora su espada como un ltigo. Pero otra vez el caballero le detuvo.

-No, no, Gervais! Djalo, por el amor de Dios!

-Dejadle que venga, caballero! -grit Andr-Louis con voz ronca-. Dejadle que remate en m su cobarda.

El caballero de Chabrillanne solt a su primo. El marqus avanz con los labios lvidos y los ojos febriles hasta el joven­zuelo que tan abiertamente le insultaba. Y entonces se contu­vo. Quiz de pronto se acord del parentesco que el pueblo atribua al seor de Gavrillac con aquel joven, as como del afecto que el noble le profesaba. Probablemente pens que no le convena tener problemas con el seor de Gavrillac, sobre todo ahora que la amistad de este caballero era para l tan im­portante. Sin embargo, le dola retirarse despus de haber sido ofendido en su dignidad.

Fuese lo que fuere, lo cierto es que el caballero se detuvo en seco, lanz una incoherente interjeccin que era mezcla de ira y de desprecio, dio media vuelta y se alej apretando el paso con su primo.

Cuando el posadero y su gente acudieron, encontraron a Andr-Louis abrazado al cuerpo de su amigo, murmurando apasionadamente al sordo odo del que yaca en sus brazos:

-Philippe! Hblame, Philippe! No me oyes? Oh, Dios mo! Philippe!

Una mirada bast para que todos comprendieran que ya no eran necesarios ni un mdico ni un sacerdote. La mejilla que descansaba contra la de Andr-Louis tena un color plomizo, los ojos aparecan vidriosos y un poco de espuma sanguino­lenta asomaba en los labios entreabiertos.

Medio cegado por las lgrimas, Andr-Louis sigui, dando traspis, el cuerpo de su amigo, que los otros llevaron a la po­sada. Ya arriba, en la habitacin donde lo acostaron, se arrodi­ll junto al lecho y con la mano del muerto entre las suyas, jur con rabia impotente que el seor de La Tour d'Azyr pa­gara muy caro lo que haba hecho.

-Le tema a tu elocuencia, Philippe -dijo-. Si no obtengo la justicia que exijo por este asesinato, juro que me tomar la justicia por mi mano, y lo que l tema de ti, tendr que te­merlo de m. Tema que arrastraras a los hombres con tu ver­bo y que destruyeran el orden que a l le sostiene. Pues los hombres sern arrastrados, y tu elocuencia, y tus argumentos, y tus ideas sern la herencia que yo recibir de ti. Har mos todos tus pensamientos. Poco importa que yo crea o no en tu evangelio de la libertad. Lo conozco, palabra por palabra, y esto es lo que importa para nuestro propsito, el tuyo y el mo. Y si todo fallara, tus ideas hallarn expresin en mi lengua. As al menos habremos frustrado su vil intento de acallar la voz que tema. No sacar ningn provecho de la sangre que man­cha su alma. Mi voz le perseguir ms implacablemente de lo que hubiera hecho la tuya.

Este pensamiento le regocij, calmndolo y atenuando su dolor, lo que le permiti orar muy bajito. Despus su corazn tembl al pensar cmo Philippe, un hombre de paz, casi un sacerdote, un apstol del cristianismo, iba a presentarse ante su Creador con el pecado de la ira en su alma. Era horrible! Pero Dios vera lo justo de su clera. En cualquier caso, aquel peca­do no poda ensombrecer el amor que Philippe siempre haba practicado, ni la noble pureza de su gran corazn. Despus de todo, pensaba Andr-Louis, Dios no era un aristcrata.

CAPTULO V

El seor de Gavrillac

Por segunda vez en aquel da, Andr-Louis fue al castillo, con presteza y sin preocuparse por los cu­riosos que le vean atravesar el pueblo ni por los murmullos de las gentes excitadas por el suceso del que haba formado parte activa.

Bnoit -el viejo criado a quien grandilocuentemente llama­ban senescal- lo condujo a la habitacin de la planta baja que, tambin con grandilocuencia, reciba el nombre de bi­blioteca. Ciertamente la sala tena algunos estantes donde dor­man el sueo eterno algunos volmenes maltratados, pero los tiles de caza -escopetas, reclamos, cuernos y cuchillos-aparecan all ms profusamente que los libros. Los muebles eran macizos, de roble intrincadamente tallado, y eran muy antiguos. Grandes vigas de madera cruzaban el alto techo pin­tado de blanco.

All estaba el robusto seor de Gavrillac pasendose inquie­to cuando entr Andr-Louis. Ya estaba enterado de todo lo ocurrido en la posada El Bretn Armado. El seor de Chabrillanne acababa de salir de all despus de informarle debida­mente, y el seor de Kercadiou confes estar profundamente afligido y perplejo.

-Qu pena me da! -exclam-. Qu pena! -repiti bajando la enorme cabeza-. Un joven tan estimable y con un futuro tan prometedor! Ah, ese La Tour d'Azyr es un hombre muy resentido en estas cuestiones! Quiz tenga razn. No lo s. Ja­ms he matado a un hombre por una discrepancia de opinin. De hecho, nunca he matado a nadie. No est en mi naturale­za. Si lo hiciera, ya nunca ms podra dormir tranquilo. Pero no todos los hombres somos iguales.

-La cuestin, querido padrino, consiste en qu debemos ha­cer ahora -coment Andr-Louis con aplomo, pero intensa­mente plido.

El seor de Kercadiou le mir de hito en hito:

-Qu diablos quieres que hagamos? Segn he odo, Vilmorin abofete al marqus.

-Despus de haber sido groseramente provocado por l.

-Igual que tu amigo lo provoc con su lenguaje revolucio­nario. El pobre tena la cabeza llena de esas tonteras de los en­ciclopedistas. Eso les pasa a los que leen demasiado. Yo nunca me he preocupado mucho por los libros, Andr, ni he visto que del estudio salga otra cosa que problemas. Inquieta a los hombres, les complica la existencia, y destruye la sencillez, que es la nica fuente posible de la paz y la felicidad. Ojal este desdichado asunto te sirva de aviso, querido Andr! Tambin t te has ido aficionando a esas especulaciones filosficas que quieren trastornar el orden social. Ya ves lo que sale de ah. Un joven fino, estimable, hijo nico, y adems de una viuda, se ol­vida de s mismo, de su posicin, de su deber para con su ma­dre. Se olvida de todo, y se deja matar de esa manera. Es muy triste. Te juro por mi alma que es muy triste.

Sac un gran pauelo y se son la nariz con vehemencia.

Andr-Louis tena el corazn en un puo y sinti que la es­peranza -no muy grande por cierto- que tena en el apoyo de su padrino se desvaneca.

-Veo -dijo- que todas vuestras crticas van contra el muer­to y ninguna contra el asesino. Y, no obstante, no puedo creer que estis de acuerdo con semejante crimen.

-Crimen! -exclam el seor de Kercadiou-. Por Dios, mu­chacho, ests hablando del seor de La Tour d'Azyr!

-S, y del abominable asesinato que ha perpetrado...

-Basta! -exclam el seor de Kercadiou con nfasis-. No puedo permitir que hables de l en semejantes trminos. El se­or marqus es mi amigo y es muy posible que estrechemos ms an nuestras relaciones.

-A pesar de esto? -pregunt Andr-Louis.

El seor de Kercadiou empezaba a perder los estribos:

-Qu tiene que ver una cosa con otra? Lamento lo sucedi­do, pero no tengo derecho a condenarlo. Es una regla estable­cida para ajustar diferencias entre caballeros.

-Realmente creis eso?

-Qu demonios quieres dar a entender? Dira yo algo en lo que no creo? Estoy empezando a enfadarme contigo.

-No matars, dice tanto la ley de Dios como la del rey.

-Veo que ests dispuesto a sacarme de mis casillas. Fue un duelo...

Andr-Louis interrumpi a su padrino:

-No se puede llamar duelo a un encuentro con dos pistolas donde la nica que est cargada es la del marqus. l invit a Philippe a visitarle con la deliberada intencin de arrastrarlo a una discusin, y tras exaltarle con sus insultos, matarle. Un poco de paciencia, mi querido padrino. No estoy hablando de algo que yo haya inventado, sino de lo que el mismo marqus me ha dicho.

Un poco dominado por la gravedad del joven, el seor de Kercadiou mir a otra parte, se encogi de hombros y se diri­gi a la ventana.

-Slo un tribunal de honor podra decidir en este asunto; y aqu no tenemos tribunales de honor -dijo.

-Pero s los tenemos de justicia.

Muy irritado, el seor se volvi rpidamente y clav los ojos en su ahijado.

-Y qu tribunal de justicia crees que escuchara la querella que tienes en mente?

-En Rennes est el tribunal del procurador del rey.

-Y crees que el procurador del rey va a escucharte?

-A m, quiz no. Pero si vos presentarais la querella...

-Poner yo la querella? -salt el seor de Kercadiou mostrndose horrorizado ante tal sugerencia.

-El hecho ha ocurrido aqu, en vuestros dominios...

-Quieres que yo acuse al seor de La Tour d'Azyr? Me pa­rece que no ests en tus cabales. Ests loco, tan loco como ese pobre amigo tuyo que mira cmo ha acabado por meterse en lo que no le importaba. El lenguaje que emple aqu al ha­blarle al marqus de la muerte de Mabey era muy ofensivo. Tal vez t no lo sabas. Por eso no me sorprende que el marqus haya buscado la satisfaccin que exiga su honor.

-Ya veo... -dijo Andr-Louis.

-Ya ves? Qu diablos es lo que ves? -le interrumpi su pa­drino.

-Que tendr que hacerlo todo yo solo.

-Y puedes hacerme el favor de decirme qu diablos piensas hacer? -Ir a Rennes y expondr los hechos ante el procurador del rey.

-Estar demasiado ocupado para escucharte.

La mente del seor de Kercadiou estaba un poquito aturullada, pero continu:

-Bastantes problemas hay ya en Rennes con esa locura de la Asamblea General con la cual el maravilloso Necker cree que va a sanear las finanzas del reino. Como si un insignificante suizo empleado de banco, que adems es un condenado protestante, pudiera tener xito all donde hombres como Calonne y Brienne han fracasado!

-Buenas tardes, padrino -dijo Andr-Louis.

-Adonde vas?

-Ahora a casa. Maana a Rennes.

-Espera, muchacho, espera -dijo el achaparrado caballero y le puso una mano en el hombro-. Ahora escchame, Andr, lo que piensas hacer es cosa de caballeros andantes, propia de lunticos. Nada bueno sacars si persistes en esa actitud. T has ledo Don Quijote y sabes lo que le sucedi cuando se enfrento con los molinos de viento. Eso mismo, ni ms ni me­nos, te pasar a ti. Deja las cosas como estn, hijo mo. No qui­siera que algo malo te ocurriera.

Andr-Louis le miraba, sonriendo tristemente.

-Hoy hice un juramento y condenara mi alma si lo rom­piera.

-Quieres decir que te irs, a pesar de todo lo que te he di­cho? -tan impetuoso como inconsecuente, el seor de Kercadiou volva a montar en clera-: Pues bien, entonces... vete al diablo!

-Empezar por visitar al procurador del rey.

-Y si te metes en problemas, luego no vengas aqu a suplicar mi ayuda -estall el seor de Kercadiou. Realmente estaba muy disgustado, y sigui tronando-: Puesto que has escogido desobedecerme, puedes romperte esa cabeza vaca que tienes contra el molino de viento e ir a la perdicin.

Andr-Louis inclin la cabeza con gesto irnico y se dirigi a la puerta.

-Si el molino fuera demasiado grande -dijo desde el umbral-, ya ver qu hago con el viento que lo mueve. Adis, padrino.

Y sali dejando solo al seor de Kercadiou que, con el ros­tro rojo de ira, trataba de descifrar la ltima frase de su ahija­do. En realidad, su mente no era lo bastante aguda para com­prender ni a Andr-Louis ni al seor de La Tour d'Azyr. Por eso ahora estaba igualmente enojado con los dos. Considera­ba que esos hombres testarudos, que siguen obstinadamente sus impulsos, son realmente muy problemticos e irritantes. l amaba la vida tranquila y quera estar en paz con sus veci­nos. Y le pareca tan obvio que se era el mejor estilo de vida, que slo los locos podan empearse en vivir de otra manera.

CAPTULO VI

El molino

Entre Nantes y Rennes haba un servicio de tres diligencias por semana que, por una suma de veinticuatro libras -ms o menos equivalentes a guineas inglesas-, cubra ese recorrido en unas catorce horas de viaje. Una vez por semana, una de esas dili­gencias se apartaba de la carretera para pasar por Gavrillac lle­vando y recogiendo cartas, peridicos y, algunas veces, pasaje­ros. Generalmente, Andr-Louis utilizaba estos coches en sus viajes de ida y vuelta a la ciudad. Pero ahora tena demasiada prisa para perder un da esperando el paso de la diligencia. Por eso alquil un caballo en El Bretn Armado y al da siguiente se puso en camino. Tras una hora de veloz galope, bajo el cie­lo gris, y recorriendo diez millas a travs de tediosas comarcas, lleg a la ciudad de Rennes.

Cruz a caballo el puente sobre el Vilaine, y entr por la par­te principal de la importante ciudad, cuyos treinta mil habi­tantes parecan haberse dado cita al mismo tiempo en las ca­lles. La aglomeracin de gente era tan grande que obstrua el paso. Estaba claro que el desdichado Philippe no haba exage­rado cuando hablaba de la conmocin que sacuda aquella ciudad.

Se abri paso lo mejor que pudo hasta llegar a la Plaza Real, donde el gento era mucho ms compacto. Encaramado en el pedestal de la estatua ecuestre de Luis XV, un joven de plido rostro arengaba a la multitud. Por su edad y por su ropa evi­dentemente se trataba de un estudiante, y un grupo de com­paeros, ataviados igual que l, hacan las veces de guardia de honor en torno a la estatua.

Por encima de las cabezas de la muchedumbre, Andr-Louis pudo coger al vuelo unas cuantas frases gritadas a viva voz: ... Era la promesa del rey... Se oponen a la misma voluntad del rey en Bretaa... El rey los ha disuelto... Los insolentes nobles desafan al pueblo y a su soberano....

De no haberlo sabido ya por Philippe, esas frases le hubie­ran bastado a Andr-Louis para comprender que el Tercer Es­tado estaba al borde de la rebelda. El joven pens que aquella demostracin de furor popular le vena como anillo al dedo para sus planes. As, con la esperanza de que la situacin pre­dispondra al procurador del rey en su favor, se abri paso atravesando la amplia Plaza Real, donde el gento empezaba ahora a dispersarse. Dej su caballo en una posada llamada La Cuerna del Ciervo y se dirigi a pie al Palacio de Justicia.

En las obras de lo que ms tarde sera la catedral, tambin se agolpaba el populacho. Pero Andr-Louis no se detuvo para averiguar el motivo de aquella concentracin. Sigui andando y lleg al bello palacio italiano, uno de los pocos edificios que sobrevivi al incendio que haba tenido lugar haca sesenta aos.

No sin dificultad, lleg al gran vestbulo llamado Sala de los Pasos Perdidos, donde esper media hora hasta que un ujier se dign informar al dios que presida aquel santuario de la justicia que un abogado de Gavrillac peda humildemente au­diencia para tratar un asunto importante.

Probablemente el dios se dign recibirlo debido a la grave­dad de lo que estaba ocurriendo en la calle. Tras ser acompa­ado por la ancha escalinata de piedra, Andr-Louis pas a una sala de espera muy espaciosa, pero escasamente amuebla­da. All haba otras personas esperando, hombres en su ma­yora.

As transcurri otra media hora, durante la cual Andr-Louis se dedic a pensar lo que iba a decir en la entrevista. Mientras meditaba, comprendi que sus probabilidades de xito eran pocas ante un hombre que vea las leyes y la moral a travs del prisma de su clase social.

Al fin le dejaron pasar por la maciza puerta de roble hasta elegante y bien iluminado saln donde brillaba tanto el oro y haba tanto raso que ms bien pareca la alcoba de una da­misela a la ltima moda.

Era un ambiente bastante frvolo para un procurador del rey, pero, al menos a los ojos del comn de la gente, aquel per­sonaje no tena nada de frvolo. Estaba sentado al final de la estancia, al lado de una de las ventanas que daban a uno de los patios interiores, detrs de una mesa Luis XV adornada con pinturas de Watteau y taraceada de oro y ncar. Vesta una ca­saca escarlata, luca en el pecho una condecoracin, y una chorrera salpicada de diamantes como gotas de roco caa so­bre su pecho. Arrogantemente, el seor de Lesdiguires ech hacia atrs su imponente peluca empolvada, mientras Andr-Louis haca una genuflexin.

Al ver aparecer a aquel joven flaco, de lacio pelo negro, ata­viado con casaca obscura y calzn de montar, con aquellas bo­tas de jinete enfangadas, el augusto rostro del procurador del rey se arrug juntando sus negras cejas sobre su enorme nariz ganchuda.

-Sois vos el que se anuncia como abogado de Gavrillac para comunicarme una importante informacin? -refunfu.

El tono perentorio invitaba a hablar sin hacerle perder su precioso tiempo al procurador del rey. El seor de Lesdigui­res estaba acostumbrado a imponer su personalidad, y no le faltaban motivos, pues haba visto a ms de un pobre diablo asustarse ante el trueno de su voz.

Ahora esperaba hacer lo mismo con aquel joven abogado de Gavrillac. Pero esper en vano.

Andr-Louis encontr ridculo a aquel hombre. Saba que la presuncin no es ms que la mscara de la debilidad y de la mediocridad. Y ante l tena a la presuncin en carne y hueso. Eso era lo que l vea en la arrogancia de la cabeza, en el ceo fruncido, en la inflexin de su voz engolada. Es ms fcil para un hombre drselas de hroe ante su ayudante de cmara, que ha visto dispersas las diferentes partes que componen el todo imponente, que serlo ante un estudioso de la humanidad de­dicado a examinar al gnero humano sobre una mesa de di­seccin.

Andr-Louis avanz decidido, imprudentemente segn pen­s el seor de Lesdiguires:

-Y vos sois sin duda el procurador de Su Majestad en Breta­a -dijo tratando al augusto seor como a un mortal cual­quiera-. Vos sois el que administra la justicia de nuestro rey en esta provincia?

La sorpresa se reflej en el orondo rostro, bajo la gran pelu­ca profusamente empolvada.

-Por casualidad vuestra visita tiene algo que ver con esa in­fernal insubordinacin del populacho? -pregunt.

-No, seor.

El procurador volvi a fruncir el ceo:

-Entonces, por qu demonios vens a robarme el tiempo cuando ese barullo en las calles reclama toda mi atencin?

-El asunto que me trae aqu es igualmente importante.

-Eso tendr que esperar! -rugi el procurador, colrico y echando hacia atrs los encajes de su bocamanga para alcan­zar la campanilla de plata que estaba en la mesa.

-Un momento, seor -el tono de Andr-Louis era perento­rio, y la mano del seor de Lesdiguires se paraliz en el aire ante tanto atrevimiento-. Ser muy breve.

-Ya os he dicho que...

-Y cuando me hayis odo -continu Andr-Louis inte­rrumpiendo la interrupcin-, convendris conmigo en que el caso es de extrema gravedad.

El seor de Lesdiguires mir fijamente a su interlocutor.

-Cmo os llamis? -pregunt.

-Andr-Louis Moreau.

-Pues bien, Andr-Louis Moreau, si sois breve os escuchar, pero os advierto que me enojar si la importancia de vuestra demanda no est a la altura de vuestra impertinencia.

-Vos mismo lo juzgaris, seor -dijo Andr-Louis.

Y acto seguido expuso el caso, empezando por la muerte de Mabey hasta llegar al asesinato de Philippe de Vilmorin, pero sin decir el nombre de su acusado, pues temi que, si lo men­cionaba antes de tiempo, el procurador no le dejara terminar su relato.

Andr-Louis tena el don de la palabra, de cuyo poder an era poco consciente, aunque pronto lo descubrira. Cont lo sucedido cindose a la verdad, sin exageraciones, gracias a lo cual su demanda result tan sencilla como irresistible. Gra­dualmente el rostro del personaje se suaviz hasta reflejar, no slo curiosidad, sino casi simpata.

-Y quin es el hombre a quien acusis? -pregunt.

-El marqus de La Tour d'Azyr.

Ese nombre son como un pistoletazo. La simpata desapa­reci instantneamente del rostro del procurador y en su lu­gar aparecieron la clera y la arrogancia.

-Cmo? -grit, y sin dar tiempo a que el joven respondie­ra-: Hay que ser realmente imprudente para venirme a m con una acusacin contra un caballero tan eminente como el marqus de La Tour d'Azyr! Cmo os atrevis a tildarle de cobarde...?

-Ms que eso, le llamo asesino -agreg el joven- y pido que la justicia acte contra l.

-Dios mo! Y qu ms queris?

-Eso os corresponde a vos decirlo, seor.

A duras penas, el procurador consigui serenarse:

-Os dar un consejo -dijo el seor de Lesdiguires mordaz­mente-. No es prudente acusar a un noble. Eso, en s, ya es una ofensa punible. Y ahora, escuchadme. En el caso de Mabey, asumiendo que lo que contis sea exacto, el guardabosque excedi en el cumplimiento de su deber, pero es algo tan insignificante que no vale la pena dedicarle tiempo. Adems, no es un asunto que deba decidir el procurador del rey, ni ninguna corte, como no sea la corte seorial del marqus de La Tour d'Azyr, puesto que el caso concierne estrictamente a su jurisdiccin. Como abogado, deberais saberlo.

-Como abogado estoy al tanto de ese punto, pero como abogado tambin entiendo que si el caso se resolviera por esa va, lo ms que obtendramos sera el injusto castigo del guar­dabosque, quien no hizo otra cosa que cumplir las rdenes de su seor. Y a m no me interesa que cuelguen en la horca a Benet, el guardabosque, sino al seor de La Tour d'Azyr.

El seor de Lesdiguires dio un puetazo en la mesa.

-Dios mo! -grit amenazador-. En verdad sois un inso­lente!

-No es mi intencin, seor. Soy un abogado que defiende una causa: la causa de Philippe de Vilmorin. Vengo a pedir la justicia del rey para que su asesinato no quede impune.

-Pero vos habis dicho que se trataba de un duelo, no? -pregunt el procurador del rey, entre enfurecido y extra­ado.

-He dicho que le dieron al asunto la apariencia de un due­lo. Pero fue una cosa muy diferente, como os demostrar si me escuchis hasta el final.

-Tmese su tiempo, seor! -dijo irnicamente el seor de Lesdiguires, cuyo suntuoso saln no haba presenciado jams una escena semejante.

Ni corto ni perezoso, Andr-Louis contest solemnemente:

-Muchas gracias, caballero. Puedo demostrar que Philippe de Vilmorin nunca practic la esgrima, mientras que de todos es sabido que el marqus es un gran espadachn. Se le puede llamar duelo a un combate en el que slo uno de los contrin­cantes est armado? Pues la comparacin vale tambin para un duelo tan desigual como el que tuvo lugar all.

-se es el falaz argumento que siempre se esgrime despus de los duelos.

-Pero no siempre con igual justicia. Y en un caso, al menos, tuvo xito.

-xito? Explicaos mejor...

-Hace diez aos, en el Delfinado. Me estoy refiriendo al caso del seor de Gesvres, un caballero de aquella provincia que oblig a batirse en duelo al seor de La Roche Jeannine, y lo mat. El seor Jeannine perteneca a una familia poderosa, que se empe en obtener justicia apelando al mismo argu­mento que ahora presento contra el marqus de La Tour d'Azyr. Como recordaris, los jueces declararon que haba ha­bido provocacin intencionada por parte del seor de Ges­vres, y le hallaron culpable de asesinato premeditado, y lo ahor­caron.

El procurador del rey salt en su asiento y ladr:

-Mal rayo me parta! Tenis la desfachatez de sugerir que el seor marqus debe ser ahorcado?

-Por qu no, seor, si la ley lo ordena, y ms an si existe un precedente como el que os acabo de referir, y que se puede verificar sin dificultad?

-Me preguntis por qu no? Tenis la temeridad de pre­guntrmelo?

-S, seor, la tengo; podis contestarme? Si no podis, pen­sar que para una poderosa familia como la de La Roche Jeannine es posible hacer cumplir la ley, esa misma ley que per­manece muda e inerte cuando se trata de un pobre hombre desconocido que ha sido brutalmente asesinado por un noble. El seor de Lesdiguires comprendi que con argumentos no conseguira convencer al decidido joven y decidi amena­zarle.

-Os dar un ltimo consejo, que os marchis enseguida, y ya podis dar gracias de que os deje salir de aqu sin castigo.

-Debo entender, caballero, que os negis a emprender la in­vestigacin del caso que he presentado? Nada de lo que os he dicho ha podido conmoveros?

-Lo que debis entender es que si dentro de dos minutos no estis fuera de aqu tendris que ateneros a las consecuencias. El procurador del rey hizo sonar la campanilla de plata. Pero Andr-Louis no se call:

-Os he informado de que ha tenido lugar un as llamado duelo en el transcurso del cual ha muerto un hombre. Re­sulta extrao que tenga que recordaros a vos, encargado de administrar la justicia del rey, que los duelos estn prohibidos por la ley y que es vuestro deber abrir una investigacin. Es­toy aqu como abogado de la atribulada madre de Philippe de Vilmorin para exigiros esa investigacin que debis a su familia.

Detrs del joven abogado se abri suavemente una puerta. El procurador, plido de furia, apenas poda contenerse:

-Queris provocarme, insolente truhn? -bram-. Creis que la justicia del rey debe actuar slo porque as lo quiere un desvergonzado plebeyo? Estoy asombrado de mi paciencia con vos. Pero os dar un ltimo aviso, seor abogado: refre­nad esa lengua o tendris que arrepentiros de su ligereza. Sa­cad a este hombre de aqu! -levant despreciativamente su enjoyada mano dirigindose al ujier que estaba detrs de Andr-Louis.

El joven abogado titube un instante. Entonces, encogin­dose de hombros, se volvi hacia la puerta. Aqul era el moli­no de viento; y l, el caballero andante de la triste figura. Ata­carlo ms de cerca sera exponerse a ser despedazado. No obstante, antes de salir, Andr-Louis se volvi:

-Seor de Lesdiguires -dijo-, puedo citaros un ejemplo curioso de la Historia Natural? El tigre fue durante siglos el rey de la selva y aterrorizaba a todos los animales, incluyendo a los lobos. Pero el lobo, cazador tambin, un da se cans de ser ca­zado. Se uni con otros lobos, y todos juntos, formando ma­nadas para protegerse, descubrieron la fuerza del grupo, o sea, de la asociacin, y se lanzaron a la caza del tigre con resulta­dos desastrosos para ste. Debera estudiar a Buffon, seor de Lesdiguires.

-Ya esta maana he tenido ocasin de estudiar a un bufn -replic con una sonrisa de sarcasmo el procurador del rey. De no ser porque estaba convencido de que su retrucano era muy ingenioso, probablemente no se hubiera dignado responderle-. Y no os entiendo -aadi.

-Ya me entender, seor de Lesdiguires. Ya me entender -dijo Andr-Louis y sali.

CAPTULO VII

El viento

Andr-Louis acababa de romper su intil lanza contra el poderoso molino de viento. La imagen quijotesca sugerida por el seor Kercadiou persista en su mente, y ahora comprenda que slo gra­cias a su buena suerte haba escapado indemne de aquella en­trevista. Ahora le quedaba slo el viento, el torbellino. Y lo que estaba ocurriendo en Rennes, reflejo de los graves sucesos de Nantes, haca soplar aquel viento a su favor.

Volvi casi corriendo a la Plaza Real, donde la aglomeracin del populacho era mayor. Segn su opinin, all estaba el corazn y el cerebro de aquella conmocin que excitaba a la ciudad.

Pero la conmocin que Andr-Louis haba presenciado all antes no era nada comparada con la que encontr a su regre­so. La primera vez haba un cierto silencio en torno a la voz del orador que denunciaba al Primer y al Segundo Estado des­de el pedestal de la estatua de Luis XV. Ahora el aire vibraba con la voz de la multitud que se levantaba furiosa. Aqu y all los hombres alzaban sus puos y garrotes, y por doquier se de­sencadenaba la ms fiera anarqua mientras los gendarmes, enviados por el procurador del rey, no lograban restablecer el orden en medio de aquella tempestuosa marea humana.

De todas partes brotaban los gritos de: A palacio! A pala­cio! Mueran los asesinos! Mueran los nobles! A palacio!.

Un artesano que estaba junto a Andr-Louis le explic el motivo de la creciente excitacin:

-Le han matado! Su cuerpo est an al pie de la estatua, y hace menos de una hora que asesinaron a otro estudiante cer­ca de las obras de la catedral. Claro, lo que no consiguen por una va, lo intentan por otra!

El artesano estaba enardecido:

-Nada los detendr. Cmo no pueden intimidarnos, por Dios que estn dispuestos a asesinarnos! Estn decididos a que los Estados de Bretaa hagan lo que ellos quieran. Lo ni­co que les importa es defender sus intereses.

Andr-Louis lo dej con la palabra en la boca y trat de abrirse paso a travs de aquella avalancha humana.

Al pie de la estatua se encontr con un grupo de estudiantes que, rodeando el cuerpo del muchacho asesinado, expresaban su temor y su rabia.

-Qu haces t aqu, Moreau? -dijo una voz.

Andr-Louis mir a su alrededor y se encontr con un hom­bre pequeo, de unos treinta aos, que le miraba con cierta im­pertinencia. Era Le Chapelier, un abogado de Rennes, un pro­minente miembro del Casino Literario de esa ciudad, hombre de ideas revolucionarias y con excepcionales dotes de orador.

-Ah, eres t, Le Chapelier! Por qu no te diriges a la gen­te? Por qu no les dices lo que tienen que hacer? Vamos, hombre, sube! -dijo Andr-Louis sealndole el pedestal.

Le Chapelier escudri el rostro impasible de Andr-Louis tratando de detectar la irona que sospechaba en sus palabras. Ambos eran polos opuestos en sus puntos de vista polticos y, como todos los miembros del Casino Literario de Rennes, aquel vigoroso republicano desconfiaba de Andr-Louis. De haber prevalecido la opinin de Le Chapelier contra la in­fluencia de Vilmorin, Andr-Louis hubiera sido expulsado mucho antes de aquella tertulia intelectual de Rennes, cuyos miembros estaban exasperados por las burlas que l haca de sus ideales.

Por eso ahora Le Chapelier sospechaba que la invitacin de Andr-Louis era otra de sus burlas, y aunque no encontr en su rostro ninguna seal de irona, saba por experiencia que aquella cara nunca sola delatar los pensamientos que tras ella se ocultaban. -Nuestras opiniones no pueden coincidir en esto -dijo Le Chapelier.

-Pero puede haber aqu dos opiniones? -repuso Andr-Louis.

-Dondequiera que nos encontremos siempre habr dos opi­niones, Moreau, sobre todo ahora que eres delegado de un no­ble. Ya puedes ver con tus propios ojos lo que hacen tus ami­gos. No me cabe la menor duda de que ests de acuerdo con sus mtodos -dijo con fra hostilidad Le Chapelier.

Andr-Louis le mir sin sorprenderse. Despus de todo, si siempre estaban enfrentados en los debates acadmicos, cmo no iba a sospechar Le Chapelier ahora de sus intenciones?

-Si no te diriges a las gentes para decirles lo que deben ha­cer, lo har yo -declar Andr-Louis.

-Caramba! Si quieres que te atraviesen con una bala, no ser yo quien lo impida. Quizs as quedemos en tablas.

Apenas dijo esto, Le Chapelier se arrepinti, pues por toda respuesta, Andr-Louis subi de un salto al pedestal. Ahora estaba alarmado, pues slo poda suponer que la intencin de Andr-Louis era hablar en favor del Privilegio, es decir de los nobles a quienes representaba. Le Chapelier lo cogi por una pierna para obligarlo a bajar.

-Eso no! -grit-. Baja de ah, loco! No permitiremos que lo eches todo a perder con tus payasadas! Baja de ah!

Pero Andr-Louis, agarrado a una de las patas de bronce del caballo, lanz al aire su voz que, como las notas de un clarn, sobrevol las cabezas de la muchedumbre: Ciudadanos de Rennes, la patria est en peligro!.

El efecto fue inmediato. Una vibracin semejante a las pe­queas olas que forma el viento en el mar recorri aquellas cabezas, seguida del ms absoluto silencio. Todos contemplaron al esbelto joven que les arengaba, descubierto, con largas me­chas de cabello negro sobre la frente, su tirilla medio des­hecha, el rostro plido y la mirada febril.

Andr-Louis sinti una sbita oleada de gozo cuando advir­ti instintivamente que se haba apoderado de aquella multi­tud pendiente de su grito y de su audacia.

Incluso Le Chapelier, aunque segua aferrado a su tobillo, ya no tiraba tratando de bajarlo del pedestal. A pesar de que se­gua desconfiando de las intenciones de Andr-Louis, aquella primera frase haba conseguido confundirlo y atraer su aten­cin.

Entonces, lenta, impresionantemente, con una voz tan clara que llegaba a toda la plaza, el joven abogado de Gavrillac em­pez su discurso:

-Temblando de horror ante el vil asesinato perpetrado aqu, mi voz reclama vuestra atencin. Ante vuestros ojos se ha co­metido este crimen: el asesinato de quien noblemente, lleno de altruismo, alz su voz contra la garra que nos oprime a to­dos. Por temor a esa voz y a la luz que poda arrojar, nuestros opresores enviaron a sus gendarmes para silenciarla con la muerte.

Le Chapelier solt el tobillo de Andr-Louis y se lo qued mirando boquiabierto. No slo pareca hablar en serio por primera vez en su vida, sino que lo haca a favor del camino correcto. Qu le haba pasado?

-Qu otra cosa podis esperar de los asesinos sino el asesi­nato? -prosigui Andr-Louis-. Yo tengo algo que contaros, algo que os demostrar que esto que ha ocurrido aqu no es nada nuevo; algo que os revelar cules son las fuerzas a las que os enfrentis. Ayer...

Se hizo un silencio. Una voz se elev del gento, a unos vein­te pasos:

-Es uno de ellos!

Inmediatamente son un disparo de pistola y una bala fue a incrustarse en la estatua de bronce, justo detrs de Andr-Louis.

Instantneamente la multitud se arremolin, intensificn­dose hacia el lugar de donde haban disparado. El pistolero perteneca a un considerable grupo de la oposicin, cuyos miembros quedaron rodeados en cuestin de segundos y se vieron en serias dificultades para protegerlo.

Al pie del pedestal se oy la voz de los estudiantes hacin­dole coro a Le Chapelier, quien ordenaba a Andr-Louis que se ocultara. -Baja! Baja ahora mismo! Te asesinarn como ya hicieron con La Rivire!

-Dejadles! -Andr-Louis abri los brazos en un supremo gesto teatral, y se ech a rer-: Aqu me tienen, a su merced. Dejadles que aadan mi sangre a la crecida del ro que pron­to les ahogar. Dejadles que me asesinen. Es un oficio que co­nocen muy bien. Pero mientras est aqu, no podrn impedir­me que os hable, que os diga lo que podis esperar de ellos. Y solt otra carcajada, entre gozoso y eufrico. Se rea por dos motivos. En primer lugar, le diverta descubrir con cunta flui­dez pronunciaba frases que emocionaban tan ardientemente a la multitud; y, en segundo, se acordaba del ingenioso cardenal de Retz, quien, con el propsito de despertar la simpata popu­lar hacia l, acostumbraba a contratar a sus compinches para que dispararan sobre su coche. De pronto se encontraba en una situacin similar a la de aquel astuto poltico. Claro que l no haba contratado a nadie para que le disparara, pero no por ello dejaba de estar en deuda con aquel personaje, y dispuesto a sa­car el mximo partido de aquel acto.

El grupo que trataba de proteger al asesino luchaba a brazo partido tratando de abrirse paso para escapar de la multitud enfurecida.

-Dejadles huir! -grit Andr-Louis-. Qu importa un asesino ms o menos? Dejadles huir y escuchadme, compa­triotas.

Entonces, cuando ms o menos consigui restablecer el or­den, Andr-Louis empez su relato. Expresndose con un len­guaje sencillo, aunque sin renunciar a la vehemencia, logr emocionar a todos aquellos corazones con lo ocurrido el da antes en Gavrillac. La gente lloraba mientras escuchaba la des­cripcin de la situacin en que se hallaban la viuda de Mabey y sus tres hijos hambrientos que se han quedado hurfanos en venganza por la muerte de un faisn. Tambin hubo l­grimas cuando evoc a la pobre madre de Philippe de Vilmorin, un estudiante de Rennes, conocido de muchos all, quien muri en un noble esfuerzo por defender la causa de los afli­gidos.

-El marqus de La Tour d'Azyr -continu el orador- dijo, refirindose a Philippe de Vilmorin, que su elocuencia era de­masiado peligrosa, y para acallar su valiente voz, le asesin. Pero ha fracasado en sus objetivos. Yo, amigo ntimo del po­bre Philippe, asumo su apostolado, y hoy no es mi voz la que os, sino la suya.

Al fin Le Chapelier pudo comprender el desconcertante cambio de Andr-Louis.

-No estoy aqu -continu el improvisado orador- slo para pedir que venguis con vuestras manos a Philippe de Vilmo­rin, estoy aqu para deciros lo que l os hubiera dicho hoy si estuviera vivo.

Hasta aqu Andr-Louis era sincero. Pero no aadi que no crea en aquellas ideas, no dijo que era una ambiciosa burgue­sa la que en provecho propio empujaba al pueblo a cambiar el actual estado de cosas. Sin embargo, su auditorio crey que las ideas que expresaba eran las que senta.

Y ahora, con voz terrible, con una elocuencia que a l mis­mo le asombraba, denunciaba la inercia de la justicia del rey cuando los acusados eran los nobles. Sarcsticamente, se refi­ri al procurador del rey, el seor de Lesdiguires:

-Sabais -pregunt a la muchedumbre- que el seor de Lesdiguires slo sabe administrar justicia cuando resulta favorable a nuestros grandes nobles? No sera ms justo y ra­zonable que la administrara de otro modo?

Hizo una pausa de gran efecto dramtico para dejar que su sarcasmo hiciera mella en quienes le oan. Sin embargo, las dudas de Le Chapelier despertaron de nuevo, poniendo en tela de juicio su naciente confianza en la sinceridad de Andr-Louis. Adnde quera ir a parar ahora?

Pero sus dudas se desvanecieron enseguida. Andr-Louis continu hablando como se supona que lo hubiera hecho Philippe de Vilmorin. Tantas veces haba discutido con el amigo muerto, tantas veces haba participado en los debates del Casino Literario, que se saba al dedillo todos los tpicos -en esencia an verdaderos- de los reformadores.

-Cul es -grit Andr-Louis- la composicin de nuestro pas? Un milln de sus habitantes pertenece a las clases privi­legiadas. Ellos son Francia. Porque, evidentemente, el resto no son ms que objetos. No se puede pretender que veinticuatro millones de almas cuenten para algo, ni que puedan ser repre­sentativas de esta gran nacin, ni que tengan otro destino que no sea el de servir de criados a aquel otro milln de elegidos. Una inquietante risa multitudinaria se oy en la plaza aba­rrotada, tal y como Andr-Louis quera.

-Viendo peligrar sus privilegios a causa de la invasin de esos otros veinticuatro millones de habitantes, en su mayor parte integrados por la canalla, como dicen ellos; posible­mente creados por Dios, pero evidentemente slo para ser es­clavos de los privilegiados, cmo puede sorprendernos que el administrar justicia est en manos de gentes como el seor de Lesdiguires, gentes sin seso para pensar ni corazn para con­moverse? Ellos tienen que defenderse del asalto de la canalla, de esa chusma que somos nosotros. Pensad tan slo en algu­nos de esos derechos seoriales que peligraran seriamente si los privilegiados obedecieran por fin a su soberano y admitie­ran que el voto del Tercer Estado tiene tanta importancia como el de ellos.

Tras una breve pausa, sigui:

-Si admitieran al Tercer Estado, qu sera del derecho que poseen sobre la tierra, los rboles frutales, las vias? Qu se­ra del privilegio que tienen sobre la primera vendimia y para ejercer el control de la venta del vino? Qu sera de su dere­cho a los impuestos que paga el pueblo y que mantienen su opulento estado? Qu de los tributos que les dan un quinto del valor de las posesiones, y que han de pagrseles antes de que los rebaos puedan alimentarse en las tierras comunales? Qu de la indemnizacin que les resarce del polvo levantado en sus caminos por los rebaos que van al mercado? Y qu sera del impuesto sobre cada una de las cosas que se venden en los mercados pblicos, sobre los pesos y las medidas, y todo lo dems? Qu sera de sus derechos sobre los hombres y ani­males que trabajan en los campos; sobre las barcas y los puen­tes que cruzan los ros, sobre la excavacin de pozos, sobre las madrigueras de conejos, sobre los palomares y el fuego, pues hasta a la ms pobre chimenea campesina le sacan provecho? Qu pasara con sus exclusivos derechos de pesca y de caza, cuya violacin se considera tan grave que puede incluso casti­garse con la pena capital?

Al cabo de otra pausa, Andr-Louis prosigui:

-Y qu sera de sus execrables y abominables derechos sobre las vidas y los cuerpos del pueblo, derechos que, aunque rara vez ejercen, nunca han sido revocados? Hoy da, si a un noble que regresa de cazar se le antoja asesinar a dos de sus siervos de la gleba para refrescarse los pies en su sangre, puede alegar que tena absoluto derecho a hacerlo. Sin miramientos de ninguna clase, ese milln de privilegiados cabalga y se divierte encima de veinticuatro millones de seres humanos, esa canalla que no existe sino para su propio placer. Ay del que levante su voz para protestar en nombre de la humanidad y contra estos abu­sos ya excesivos! Ya os he contado el asesinato a sangre fra que presenci por poco menos que eso. Vuestros propios ojos han presenciado el asesinato de otro infeliz aqu, en este pedestal donde estoy ahora, y otro ms, junto a las obras de la catedral, sin contar que tambin habis sido testigos del frustrado aten­tado contra mi propia vida. Entre esos asesinatos y la corres­pondiente justicia que debera castigarlos, estn los Lesdiguires, esos procuradores del rey que en vez de instrumentos de justicia, son muros levantados para proteger los privilegios y los abusos dondequiera que se ejerzan esos derechos grotescos y excesivos. Cmo puede extraarnos que no cedan ni una pulgada, que se resistan a la eleccin de un Tercer Estado cuyos votos podran dar al traste con todos estos privilegios, obligan­do a los privilegiados a someterse a la igualdad ante la ley, al mismo nivel que el ms humilde hombre del pueblo, propor­cionndole al pas el dinero necesario para salvarlo de la ban­carrota que ellos mismos han provocado pagando impuestos en la misma proporcin que los dems? Antes que ceder a todo esto, prefieren resistirse incluso a las rdenes del rey.

Al llegar a este punto, Andr-Louis record una frase que Vilmorin haba dicho el mismo da de su muerte; en aquel momento no le dio ninguna importancia. Pero ahora se dis­pona a usarla:

-Son los nobles quienes, desobedeciendo al rey, estn soca­vando los cimientos del trono! En su locura, no se dan cuen­ta de que si ese trono se derrumba, ellos sern los primeros en caer.

La frase fue ovacionada con un terrorfico rugido. Otra vez el auditorio vibr como sacudido por un oleaje mientras Andr-Louis sonrea irnicamente. Entonces pidi silencio, y le obedecieron en el acto, lo que le hizo comprender hasta qu punto se haba adueado de aquella gente. En su voz cada uno de los presentes reconoca su propia voz, una voz que por fin expresaba las ideas que durante meses y aos haban rondado aquellas mentes sencillas pero sin acabar de definirse.

Ahora el orador se dispona a concluir, hablando ms tran­quilo, exagerando ms los movimientos irnicos de su boca siempre risuea:

-Al despedirme del seor de Lesdiguires le cit un ejemplo sacado de la Historia Natural de Buffon. Le dije que cuando los lobos andaban aislados por la jungla se hartaron de huir del tigre que siempre los cazaba. Entonces se reunieron en grupos y les toc el turno de cazar ellos al tigre. El seor de Lesdi­guires me contest desdeosamente que no me entenda. Pero vuestra inteligencia es ms aguda que la suya. Y por eso estoy seguro de que me comprendis. Verdad que s?

Otra vez se oy un gran rugido, ahora mezclado con risas. Andr-Louis haba arrastrado a aquellas gentes a un extremo tal de peligroso apasionamiento que bastaba la menor inci­tacin para que llegaran a cualquier exceso de violencia. Si ha­ba fracasado ante el molino, por lo menos ahora era dueo del viento.

-A palacio! -gritaban las gentes blandiendo garrotes, alzan­do los puos y alguna que otra espada-. A palacio! Abajo el seor de Lesdiguires! Muerte al procurador del rey!

Evidentemente, Andr-Louis era el dueo del viento. Sus peligrosas dotes oratorias -un don que en ninguna parte es ms poderoso que en Francia, pues slo all las emociones del hombre responden con tanta vehemencia a la llamada de la elocuencia- le haban dado ese podero. A una orden suya, el torbellino hara aicos aquel molino contra el cual antes ha­ba luchado en vano. Pero eso francamente no entraba en sus planes.

-Esperad! -orden-. Acaso es digno de vuestra noble indig­nacin ese instrumento miserable de un sistema corrompido?

Andr-Louis confiaba en que sus palabras fueran comunica­das al seor de Lesdiguires. Pens que era bueno para el alma del procurador del rey que por una vez al menos pudiera or la pura verdad sobre su persona.

-Es el sistema en s lo que debemos atacar y derribar, no a un mero instrumento. Si nos precipitamos podemos echarlo todo a perder. Ante todo, hijos mos, nada de violencia!

Hijos suyos! Si lo hubiese odo su padrino!

-Ya habis visto los funestos resultados de la violencia pre­matura por doquier en Bretaa, sin contar lo que omos acer­ca de lo que ocurre en toda Francia. Nuestra violencia pro­vocara la de ellos. Eso les vendra como anillo al dedo para consolidar su poder. Enviaran a sus militares. Estaramos fren­te a las bayonetas de los mercenarios. Os ruego que no provo­quis eso. No les facilitis las cosas, no les deis el pretexto que estn esperando para hundirnos en el barro de nuestra propia sangre.

Del absoluto silencio que ahora reinaba en la plaza, sbita­mente brot un grito:

-Y entonces, qu hacemos?

-Voy a decroslo -contest Andr-Louis-. La riqueza y el poder de Bretaa estn ligados a Nantes, una ciudad burgue­sa, una de las ms prsperas del reino gracias a la energa de la burguesa y al trabajo del pueblo. Fue en Nantes donde na­ci este movimiento, a resultas del cual, el rey orden la diso­lucin de los Estados tal como estn ahora constituidos. Una orden que aquellos que basan su poder en los privilegios y en el abuso no vacilan en desobedecer. Dejad que en Nantes co­nozcan la verdadera situacin en que nos encontramos. Al contrario que Rennes, Nantes tiene el poder de hacer que su voluntad prevalezca. Dejemos que Nantes ejerza una vez ms ese poder y, mientras tanto, esperemos. As triunfaris. As, los ultrajes, los crmenes que se han perpetrado ante vuestros ojos, sern al fin vengados.

Tan abruptamente como antes subi al pedestal, Andr-Louis baj de la estatua. Haba terminado. Haba dicho todo -tal vez ms de lo que se propona decir- en nombre del ami­go muerto que hablaba por su boca. Pero la gente no quiso que aquello acabara as. Las aclamaciones hicieron temblar el aire. Haba jugueteado con las emociones de la gente como un arpista hace con las cuerdas de su instrumento. Y ahora todos vibraban de pasin, como en una sinfona cuya nota final era la esperanza.

Una docena de estudiantes cargaron en hombros al delgado Andr-Louis hacindolo aparecer otra vez por encima de la clamorosa muchedumbre.

Le Chapelier se mantuvo junto a l, con el rostro enrojecido y los ojos brillantes.

-Muchacho -le dijo-, hoy has encendido una hoguera que iluminar el rostro de Francia con un fulgor de libertad.

Y entonces, dirigindose a los otros estudiantes, aadi:

-Al Casino Literario! Enseguida! Tenemos que tomar me­didas inmediatamente; hay que enviar un delegado a Nantes para que les lleve a nuestros amigos de all el mensaje del pue­blo de Rennes.

El gento retrocedi, abrindole paso al grupo de estudian­tes que llevaban en hombros al hroe del momento. Hacin­doles seales con la mano, Andr-Louis pidi a la gente que se dispersara. Deban regresar a sus hogares y aguardar all pa­cientemente lo que sucedera dentro de poco.

-Durante siglos enteros habis soportado la carga con una fortaleza que es un ejemplo para el mundo -dijo halagndo­los-. Resistid un poquito ms. El final est a la vista, amigos mos.

Siempre a hombros del pequeo grupo de estudiantes, Andr-Louis sali de la plaza y subi por la calle Real hasta llegar a una antigua casa, una de las pocas que haban sobrevivido al incendio de la ciudad. En el piso superior de aquella casa te­nan lugar habitualmente las sesiones del Casino Literario. All estaban todos los miembros de la sociedad convocados por un mensaje previo de Le Chapelier.

Cuando se cerr la puerta, unos cincuenta hombres, jvenes en su mayora, excitados con la ilusin de la libertad, recibie­ron a Andr-Louis como a la oveja descarriada, colmndole de felicitaciones.

Mientras las puertas de abajo permanecan custodiadas por una guardia de honor formada por hombres del pueblo, en el piso de arriba comenzaron las deliberaciones sobre las medidas que deban adoptar inmediatamente. La guardia de honor result realmente necesaria, pues nada ms empezar a hablar los miembros del Casino, la casa fue asaltada por los gendar­mes que Lesdiguires envi con orden de arrestar al revolu­cionario que haba incitado al pueblo de Rennes a la sedicin. La fuerza enviada era de unos cincuenta hombres, pero qui­nientos hubieran sido pocos. La muchedumbre rompi sus carabinas, y hasta alguna cabeza. Poco acostumbrados a aquel estallido popular, los gendarmes se retiraron prudentemente. De lo contrario, los hubieran hecho pedazos a todos.

Mientras esto ocurra en la calle, en el saln del piso de arri­ba, Le Chapelier se diriga a sus colegas del Casino Literario. All, sin temor a las balas, ni a nadie que pudiera informar de sus palabras a las autoridades, Le Chapelier dio rienda suelta a su oratoria. Su discurso era tan directo y brutal como deli­cado y elegante era l.

Elogi el vigor y la grandeza del discurso del amigo Moreau. Sobre todo, alab su buen tino. Las palabras de Moreau los ha­ban cogido a todos por sorpresa, pues hasta entonces le consi­deraban el crtico ms feroz de sus proyectos de reforma y rege­neracin. Eso sin contar el recelo que despertaba en ellos su nombramiento como delegado de un noble en los Estados de Bretaa. Pero ahora conocan la razn de su conversin. El ase­sinato de su amigo Vilmorin haba originado aquel cambio. En aquel crimen brutal, Moreau haba descubierto finalmente la verdadera magnitud de aquel mal que ellos haban jurado ex­pulsar de Francia. Y acababa de demostrarles que era el ms fer­viente apstol de la nueva fe. Les haba mostrado el nico ca­mino razonable. El ejemplo tomado de la Historia Natural era el ms indicado. Tenan que unirse, como los lobos, asegurando la uniformidad de accin del pueblo; y enviar inmediatamente un delegado a Nantes, que era la ciudad ms poderosa de Bretaa. Le Chapelier invit a sus compaeros a elegir al delegado.

Andr-Louis, sentado cerca de la ventana, apenas reacciona­ba, escuchando confuso aquella cascada de elocuencia.

Cuando acabaron los aplausos, oy una voz que exclamaba:

-Propongo como delegado a nuestro lder Le Chapelier!

Le Chapelier ech hacia atrs su cabeza elegantemente pei­nada, que hasta ese momento mantena inclinada, como me­ditando, y su rostro palideci. Nerviosamente afirm los len­tes de oro sobre su nariz.

-Amigos mos -dijo pausadamente-. Me siento profunda­mente honrado, pero si aceptara, usurpara un honor que co­rresponde a otro. Quin puede representarnos mejor, quin es el ms indicado para hablar con nuestros amigos de Nantes, en nombre del pueblo de Rennes, que el campen que hoy ha sido capaz de interpretar a la perfeccin la voz de esta gran ciudad? Debemos conceder el honor de ser nuestro mensaje­ro a quien le pertenece: a Andr-Louis Moreau.

Levantndose en respuesta a la salva de aplausos que acogi esta proposicin, Andr-Louis inclin ligeramente la cabeza aceptando:

-Que as sea -dijo-. Quiz me corresponda terminar lo que he comenzado, aunque tambin pienso que Le Chapelier hu­biera sido un digno representante. Partir esta noche.

-Partirs en el acto, muchacho -dijo Le Chapelier revelan­do el verdadero origen de su generosidad-. Despus de lo su­cedido aqu, ests en peligro. Debes partir secretamente. Nin­guno de nosotros debe decir a nadie bajo ningn concepto que te has ido. No me gustara que sufrieras ningn dao a causa de esto, Andr-Louis. Pero debes ser consciente del ries­go que corres y, si realmente deseas ayudarnos a salvar a nues­tra afligida madre patria, acta con cautela, siempre en secre­to, incluso oculta tu identidad. O de lo contrario, el seor de Lesdiguires te echar el guante y entonces estars perdido.

CAPTULO VIII

Omnes Omnibus

Andr-Louis sali de Rennes a caballo metindo­se en una aventura ms complicada de lo que ha­ba pensado al dejar la soolienta aldea de Gavrillac. Pas la noche en una posada del camino, de la que sali a primera hora de la maana para llegar a Nantes al atardecer del siguiente da.

Mientras cabalgaba a travs de las anodinas llanuras de Bre­taa, tuvo tiempo para pasar revista a todo lo que haba hecho y a su actual situacin. A pesar de su inters estrictamente aca­dmico en la nueva filosofa que pretenda cambiar el orden social y las escasas simpatas que despertaba en l, sbitamen­te se haba convertido en un revolucionario revoltoso, encar­gado de propagar heroicamente la accin revolucionaria. De representante y delegado de un noble en los Estados de Breta­a, haba pasado del modo ms absurdo a ser representante y delegado del Tercer Estado de Rennes.

Era difcil determinar hasta qu punto, en medio del to­rrente de su oratoria y en el calor del momento haba podi­do llegar a autosugestionarse. Pero lo cierto era que ahora, al mirar framente hacia atrs, no poda engaarse acerca de lo que haba hecho. Cnicamente, haba presentado a quienes le escuchaban slo un aspecto de la gran cuestin que se de­bata.

Pero ya que el desorden reinante en Francia serva de ba­luarte al seor de La Tour d'Azyr, dndole total inmunidad para cometer cualquier crimen, aquel estado de cosas tendra que asumir las consecuencias de su injusticia. As justificaba Andr-Louis sus actos. Y gracias a eso no se arrepenta de lle­var su mensaje de sedicin a la bella ciudad de Nantes, cuyas amplias calles y esplndido puerto la convertan en prspera rival de Burdeos y Marsella.

En el muelle La Fosse encontr una posada, donde dej su caballo y cen junto a una ventana desde la que vea los bar­cos de todas las naciones anclados en el estuario del Loira. La plida luz del sol se reflejaba en las amarillas aguas del ro y en los mstiles de los buques.

Por los muelles la vida bulla con una efervescencia que slo poda verse en los muelles de Pars. Andr-Louis vio marine­ros de pases lejanos, exticamente vestidos, hablando lenguas extraas; corpulentas pescaderas con cestos llenos de sardi­nas sobre las cabezas y voluminosas faldas arrolladas hasta los muslos, pregonando su mercanca; barqueros con gorros de lana y calzones remangados hasta la rodilla, campesinos con chaquetas de piel de cabra y chanclos de madera que so­naban ruidosamente sobre el empedrado; carpinteros de ribera y peones de los astilleros, reparadores de fuelles, cazarratas, aguadores, vendedores de tinta y otros buhoneros ambu­lantes. Y desparramados en aquella masa proletaria que hor­migueaba constantemente, tambin vio a industriales sobria­mente ataviados, a mercaderes con largas casacas, y a algn que otro comerciante en su coche tirado por dos caballos abrindose paso entre el gento a los gritos de Cuidado! de su cochero. Tambin de vez en cuando pasaba alguna da­ma en su silla de manos, o un abate remilgado, o un oficial uniformado de rojo montando a caballo con aire desdeoso. Y, por supuesto, no falt la gran carroza de un noble con blasones en las portezuelas, y el lacayo subido en el estribo posterior, con su librea resplandeciente y la peluca empolva­da. Tambin vio capuchinos de hbito castao y benedic­tinos vestidos de negro, y muchsimos curas -Dios estaba bien servido en las diecisis parroquias de Nantes-, y en con­traste con ellos, aqu y all, andrajosos aventureros y gen­darmes uniformados de azul y con polainas, guardianes de la paz.

Representantes de todas las clases sociales de los setenta mil habitantes de aquella industriosa ciudad engrosaban la co­rriente humana que pasaba por los muelles, al pie de la venta­na que serva de atalaya a Andr-Louis.

Gracias al camarero que le sirvi en la taberna, Andr-Louis obtuvo noticias acerca del estado de nimo reinante en la ciu­dad. El mesero, que apoyaba a las clases privilegiadas, afirm apesadumbrado que se notaba cierto desasosiego. Todos esta­ban pendientes de lo que sucediera en Rennes. Si era cierto que el rey haba disuelto los Estados de Bretaa, todo ira bien, y los descontentos no tendran pretexto para nuevos distur­bios. Ya haba habido en Nantes algunos chispazos que altera­ron el orden. Y esperaba que no se repitieran. A causa de los rumores, desde muy temprano en la maana, la multitud acu­da a los soportales de la Cmara de Comercio para recibir las ltimas noticias. Pero an no se saba nada. Ni siquiera se te­na la certeza de que Su Majestad hubiera disuelto los Estados.

Eran las dos, la hora ms animada en la Bolsa, cuando Andr-Louis lleg a la Plaza del Comercio. Dominada por el im­ponente edificio de la Bolsa, la plaza estaba tan concurrida que Andr-Louis tuvo que forcejear para abrirse paso hasta la escalinata del prtico de columnas jnicas. Una sola palabra le hubiera bastado para que le dejaran pasar, pero intuitivamen­te no dijo nada. Su voz tena que caer sobre aquella multitud igual que un trueno, del mismo modo que el da anterior ha­ba cado sobre el pueblo de Rennes. No quera malograr el efecto teatral de su aparicin en pblico.

El edificio de la Bolsa estaba celosamente custodiado por una fila de ujieres precariamente armados, pues la guardia ha­ba sido improvisada a toda prisa por los comerciantes de la ciudad en previsin de posibles disturbios. Uno de estos ujie­res le cerr el paso a Andr-Louis cuando quiso subir por la escalinata.

El delegado de Rennes le susurr unas palabras al odo para presentarse.

El ujier le indic con un gesto que lo siguiera. Cuando lle­garon al umbral de la Cmara, Andr-Louis se detuvo y le dijo a su gua:

-Esperar aqu. Dgale al presidente que venga a verme.

-Vuestro nombre, caballero?

Andr-Louis estaba a punto de contestar cuando, de pronto, record que Le Chapelier le haba aconsejado ocultar su iden­tidad en vista de lo peligroso de su misin.

-Mi nombre no le dir nada. No tiene la menor importan­cia. Soy el portavoz del pueblo, nada ms.

El ujier se fue y, a la sombra de las columnas del prtico, Andr-Louis dej vagar la mirada sobre la multitud de rostros aglomerados a sus pies.

Entonces lleg el presidente, seguido por otros hombres deseosos de saber las noticias que traa aquel joven descono­cido.

-Sois mensajero de Rennes?

-Soy el delegado que enva el Casino Literario de aquella ciudad para informaros de lo que all sucede.

-Cul es vuestro nombre?

Andr-Louis call un instante.

-Creo que cuantos menos nombres pronunciemos mejor.

El presidente abri los ojos desmesuradamente y se puso muy serio. Era un hombre corpulento, de mejillas coloradas, autosuficiente. Tras un momento de vacilacin, dijo:

-Entrad en la Cmara.

-Con vuestro permiso, seor, quiero comunicar mi mensa­je desde aqu.

-Desde aqu? -dijo el gran comerciante frunciendo el en­trecejo.

-Mi mensaje es para el pueblo de Nantes, y slo desde aqu puedo hacerlo llegar al mayor nmero de habitantes. No slo es mi deseo, sino el de aquellos a quienes represento, que este mensaje sea escuchado por la mayor cantidad de ciudadanos posible.

-Decidme, caballero, es cierto que el rey ha disuelto los Estados?

Andr-Louis mir al presidente. Sonri como pidiendo per­dn, e hizo seas hacia la multitud, que ahora se empinaba para ver mejor al esbelto joven que haba hecho salir al prti­co al presidente y a otros miembros de la Cmara. El curioso instinto de las masas, les haca presentir que aqul era el por­tador de las noticias que estaban esperando.

-Llamad tambin al resto de los miembros de la Cmara, caballero -dijo Andr-Louis-, y as podris orlo todos.

-Que as sea.

Una orden bast para que los miembros de la Cmara se reunieran en lo alto de la escalinata, dejando despejado en el ltimo peldao un espacio en forma de herradura.

All se coloc Andr-Louis dominando a todos los reunidos. Se quit el sombrero y lanz el primer obs de una alocucin que fue histrica, pues marc una de las grandes etapas de Francia en su avance hacia la revolucin.

-Pueblo de la gran ciudad de Nantes, vengo a llamaros a las armas!

En medio del estupefacto, y ms bien asustado, silencio que sigui a estas palabras, Andr-Louis mir detenidamente a su pblico durante un instante y prosigui:

-Soy un delegado del pueblo de Rennes, encargado de anunciaros lo que ocurre, y he venido a invitaros, en esta hora de peligro para nuestro pas, a levantaros y marchar en su de­fensa.

-Vuestro nombre, vuestro nombre! -gritaron varias voces hasta convertirse en el grito unnime de toda la multitud.

El joven no poda contestar a aquella masa excitada como lo haba hecho con el presidente. Era necesario que mostrara su compromiso y as lo hizo:

-Mi nombre -dijo- es Omnes Omnibus, y eso es todo. Por ahora es bastante. No soy ms que un portavoz. He venido a anunciaros que dado que las clases privilegiadas en la asamblea de los Estados en Rennes han desobedecido la voluntad del rey y la nuestra, Su Majestad ha disuelto los Estados.

La ovacin fue delirante. Los hombres aplaudan, rean y gritaban frenticamente: Viva el rey!. Andr-Louis aguard hasta que la gente advirti gradualmente la gravedad de su rostro y lleg a comprender que aquello no era todo. Tambin el silencio se restableci paulatinamente y Andr-Louis pudo proseguir:

-Os regocijis demasiado pronto. Desgraciadamente, los nobles, en su insolente arrogancia, han decidido no darse por enterados del mandato real, y a pesar de todo persisten en reu­nirse para resolver los problemas como les plazca.

Un silencio de desaliento acogi aquel desconcertante eplo­go de la noticia que haban recibido con tanta alegra. Al cabo de una breve pausa, Andr-Louis continu:

-De modo que esos hombres que ya estaban contra el pue­blo y contra toda justicia e igualdad, incluso contra la huma­nidad, ahora tambin se han rebelado contra el rey. Antes que ceder una pulgada en los excesivos privilegios que hace tanto disfrutan, a expensas de la miseria de toda una nacin, se bur­larn de la autoridad real, incluyendo al mismsimo soberano. Estn decididos a probar que en Francia no existe otra sobe­rana salvo la de los parsitos y holgazanes como ellos.

El pblico aplaudi dbilmente. La mayora permaneci es­perando en silencio.

-Esto no es cosa nueva. Siempre ha sucedido lo mismo. En los ltimos diez aos no ha habido un ministro que, en vista de las necesidades y peligros del Estado y habiendo aconse­jado las medidas que ahora pedimos como nico remedio para evitar que nuestra patria se precipite al abismo, no fuera expulsado de su cargo por la influencia de los privilegiados. Dos veces ha sido llamado el seor Necker al ministerio, y dos veces lo han despedido, cuando sus insistentes consejos de re­forma amenazaban los privilegios del clero y de la nobleza. Ahora por tercera vez lo han llamado, y al fin parece que tendremos Estados Generales a pesar de los privilegiados. Pero lo que las clases privilegiadas no pueden evitar, estn determina­das a inutilizarlo. A menos que tomemos medidas para impe­dirlo, los nobles y el clero convertirn los Estados Generales en un mero instrumento para perpetuar los abusos gracias a los cuales viven, asegurando que el Tercer Estado est representa­do por quienes ellos designen, y negndonos toda represen­tacin efectiva. No se detendrn ante nada con tal de obtener este propsito. Se burlan de la autoridad del rey y silencian con balas las voces que se levantan para condenarlos. Ayer mismo, en Rennes, dos jvenes que arengaban al pueblo, como yo hago ahora, fueron asesinados a instigacin de la no­bleza. Su sangre pide venganza.

Comenzando en un apagado murmullo, la indignacin de los presentes fue en aumento hasta transformarse en un rugi­do de ira.

-Ciudadanos de Nantes -continu el orador-, la madre patria est en peligro! Marchemos en su defensa. Proclame­mos ante el mundo que las medidas para liberar al Tercer Es­tado de la esclavitud slo encuentran obstculos en el frenti­co egosmo de las clases encumbradas dispuestas a seguir recibiendo de las generaciones venideras el odioso tributo de dolor y lgrimas. La barbarie de los medios empleados por nuestros enemigos para perpetuar nuestra opresin, debe pre­venirnos, pues sin duda intentarn establecer la aristocracia como un principio constitucional para el gobierno de Francia. El establecimiento de la libertad y la igualdad debe ser el ob­jetivo de todo ciudadano perteneciente al Tercer Estado; y nuestra unidad debe ser indivisible, especialmente entre los jvenes y los que han tenido la dicha de nacer lo suficiente­mente tarde para recoger por s mismos los preciosos frutos de la filosofa de este siglo XVIII.

Ahora estallaban aclamaciones. Andr-Louis los haba he­chizado con su irresistible retrica. Y no dej de aprovechar aquel jbilo popular:

-Juremos -grit a pleno pulmn- alzar en nombre de la humanidad y de la libertad un baluarte contra nuestros ene­migos; oponer a su ambicin sedienta de sangre la serena per­severancia de los hombres cuya causa es justa. Dejemos aqu constancia de nuestra protesta contra cualquier tirnico de­creto que en el futuro nos declare sediciosos cuando lo nico que nos anima son puras y justas intenciones. Juremos por el honor de nuestra patria que si uno de nosotros fuese llevado ante un injusto tribunal y se intentara contra l uno de esos actos llamados de conveniencia poltica -que de hecho no son sino actos de despotismo- juremos, digo, dar plena expresin a la fuerza que est en nosotros y usarla en defensa propia con el coraje y la desesperacin que nos dicte la conciencia.

Los aplausos apenas dejaron or estas ltimas palabras. Andr-Louis observ con satisfaccin que incluso algunos ricos comerciantes le aclamaban y le estrechaban la mano, pues no slo participaban pasivamente de aquel entusiasmo, sino que lo lideraban. Eso le confirm que la filosofa en la que se ins­piraba el nuevo movimiento tena su origen en la burguesa, y que si estas ideas se llevaban a la prctica, lo ms lgico se­ra que aquella misma burguesa ocupara el lugar que ahora detentaba la aristocracia. Si poda decirse que Andr-Louis haba encendido en Nantes la antorcha de la Revolucin, no era menos cierto que aquella antorcha se la haba entregado la opulenta burguesa de la ciudad.

Ni que decir tiene cules fueron las consecuencias de aquel discurso. La Historia nos cuenta que el juramento que Omnes Omnibus propuso a los ciudadanos de Nantes fue la piedra angular de la protesta formal firmada por varios millares de ciudadanos. Tampoco los resultados de esa poderosa protesta -que despus de todo estaba en armona con el soberano- se hicieron esperar. Quin puede decir hasta qu punto aquella protesta anim la mano de Necker cuando el veintisiete de aquel mismo mes de noviembre oblig al Consejo a adoptar la ms significativa y razonable de todas aquellas medidas que el clero y la nobleza se haban negado a aceptar? En aquella fe­cha se public el real decreto ordenando que los diputados elegidos en los Estados Generales ascendieran por lo menos a mil, y que los del Tercer Estado fueran tantos como los del clero y la nobleza juntos.

CAPTULO IX

La secuela

Caa la tarde del siguiente da cuando Andr-Louis se acercaba a Gavrillac. Consciente de la alarma que causara la presencia del apstol de la Revolucin que haba llamado a las armas al pueblo de Nantes, quiso que se ignorara en lo posible su paso por aquella ciudad. Por eso dio un largo rodeo, cruzando el ro en Bruz y volvin­dolo a vadear un poco ms arriba de Chavagne, aproximndose a Gavrillac por el norte para hacer creer que volva de Rennes, a donde todos saban que haba partido un par de das antes.

Empezaba a anochecer y, deba de hallarse a una milla del pueblo cuando observ que alguien a caballo avanzaba lenta­mente hacia l. Estaban a pocos metros de distancia cuando not que aquella persona se inclinaba para verlo mejor. Ense­guida oy una voz de mujer llamndole:

-Eres t, Andr? Por fin!

Un poco sorprendido, Andr-Louis detuvo su caballo, y en­tonces oy otra pregunta impaciente, ansiosa:

-Dnde estabas?

-Que dnde he estado, prima Aline? Oh!... viendo mundo.

-Desde el medioda he estado recorriendo este camino, es­perndote -la joven hablaba anhelosa, apresuradamente-. Esta maana lleg desde Rennes una compaa de gendarmes a caballo buscndote. Registraron el castillo y el pueblo hasta que descubrieron que regresaras montado en el caballo que alquilaste en la posada El Bretn Armado. All estn al acecho. Durante toda la tarde te he estado esperando para avisarte y evitar que caigas en la trampa.

-Mi querida Aline! Cunto me duele haberte causado tan­ta preocupacin!

-Eso no tiene importancia.

-Al contrario, es la cosa ms importante que me has dicho. El resto s que carece de importancia.

-Pero no te das cuenta de que han venido a arrestarte? -pregunt ella cada vez ms impaciente-. Te buscan por sedi­cioso y por orden del seor de Lesdiguires.

-Sedicioso? -pregunt Andr-Louis evocando los aconteci­mientos de Nantes. Era imposible que en tan poco tiempo tu­vieran noticias de ello en Rennes.

-S, por sedicioso. A causa del discurso que pronunciaste en Rennes el mircoles.

-Ah, eso? -exclam l-. Bah!

Por el tono aliviado de Andr-Louis, de haber estado ms atenta, ella hubiera comprendido que aquel desdn revelaba el temor a las consecuencias de otra maldad ms grave.

-En realidad no fue nada -coment l.

-Nada?

-Casi sospecho que la verdadera misin de esos soldados ha sido mal interpretada. A buen seguro han venido para darme las gracias de parte del seor de Lesdiguires. Yo contuve al pueblo de Rennes cuando estaba decidido a quemar el palacio con l dentro.

-Despus de haberlo incitado a que lo hiciera. Supongo que te asustaste al ver lo que habas provocado, y en el ltimo mo­mento te echaste atrs. Pero dijiste cosas del seor de Lesdi­guires que l no olvidar jams.

-Es cierto -dijo Andr-Louis pensativo.

Pero la seorita de Kercadiou ya lo haba previsto todo y alert al joven acerca de lo que tena que hacer:

-No puedes entrar en Gavrillac -le dijo-; tienes que apear­te de ese caballo y dejar que yo me lo lleve. Esta noche lo de­jar en la cuadra del castillo, y maana por la tarde, cuando ests bien lejos, lo devolver a la posada.

-Pero eso es imposible!

-Imposible? Por qu?

-Por varias razones. Una de ellas es lo que a ti pudiera sucederte si te atreves a hacer tal cosa.

-A m? Crees que me dan miedo esa partida de patanes enviados por Lesdiguires? Yo no soy la sediciosa.

-Pero es casi como si lo fueras si ayudas a un sedicioso. sa es la ley.

-Y a m que me importa la ley? Crees que la ley se atreve­ra conmigo?

-Por supuesto que no. Ests protegida por uno de los abu­sos que denunci en Rennes. Lo haba olvidado.

-Denuncia todo lo que quieras, pero mientras tanto aprov­chate de mi condicin. Ven, Andr, haz lo que te digo. Baja de tu caballo.

Viendo que l titubeaba, ella le tendi la mano y lo cogi por el brazo. Su voz vibraba fervorosamente:

-T no te das cuenta de la gravedad de tu situacin. Si esa gente te atrapa, es casi seguro que te ahorcarn. Te das cuen­ta? No puedes ir a Gavrillac. Tienes que alejarte enseguida y desaparecer durante un tiempo, hasta que todo est olvidado. Mientras mi to no consiga tu perdn, debes esconderte.

-Eso llevar mucho tiempo -dijo Andr-Louis-. Porque el seor de Kercadiou nunca cultiv amistades en la corte.

-Pero s ha cultivado la del seor de La Tour d'Azyr -le re­cord ella para su asombro.

-Ese hombre! -grit indignado, y luego se ech a rer-: Pero si fue contra l que levant la clera del pueblo de Ren­nes! Ya veo que no te contaron todo mi discurso.

-S me lo contaron, y eso tambin.

-Ah! Y a pesar de todo quieres salvarme, a m, al hombre que busca la muerte de tu futuro esposo, sea a manos de la ley o de las del pueblo? O acaso el asesinato del pobre Philippe te abri los ojos, y al ver el verdadero carcter de ese hombre, has dejado tu ambicin de llegar a ser la marquesa de La Tour d'Azyr?

-A veces no demuestras ninguna capacidad de razonar.

-Tal vez. Pero no llego al extremo de imaginar que el seor de La Tour d'Azyr mueva un solo dedo para salvarme a m.

-En lo cual, como de costumbre, te equivocas. Puedes estar seguro de que lo har si yo se lo pido.

-Si t se lo pides? -el horror se dej traslucir en la voz de Andr-Louis.

-Claro que s. Todava no he dado mi consentimiento para ser marquesa de La Tour d'Azyr. An lo estoy pensando. Y esa situacin ofrece ventajas, entre otras, la de asegurarse la com­pleta obediencia del pretendiente.

-Ah, ya veo! Entiendo. Piensas decirle: Si me negis esto, yo me negar a ser marquesa. Es eso lo que quieres decir?

-Si fuera preciso, puedo hacerlo.

-Y no ves que eso te comprometera? Estaras en sus manos y faltaras a tu palabra de honor si luego le rechazaras. Crees que puedo consentir que por mi culpa caigas en sus manos? Crees que querra perjudicarte de ese modo, Aline?

Ella solt el brazo de Andr-Louis.

-Oh, ests loco! -exclam la joven perdiendo la paciencia.

-Es posible, pero prefiero estar loco. Prefiero eso antes que tu cordura. Con tu permiso, Aline, voy a entrar en Gavrillac a caballo.

-No, Andr, no debes hacerlo! Te matarn! -alarmada, Ali­ne retrocedi con su caballo para cerrarle el paso.

Ya era noche cerrada, pero la luna se abri paso entre las nu­bes para disipar las tinieblas.

-Vete -le rog ella-. S juicioso y haz lo que te pido. Mira, ah viene un carruaje. Ojal no nos encuentren aqu juntos!

Andr-Louis se decidi rpidamente. No era hombre que se complaciera en falsos herosmos, ni tena el menor deseo de conocer la horca que el seor de Lesdiguires le destinaba. La tarea inmediata que se haba impuesto estaba cumplida. Ha­ba logrado que todos oyeran -y en tono enrgico- la voz que el seor de La Tour d'Azyr crea haber silenciado. Pero si bien su tarea haba terminado, no tena la menor intencin de que acabara su vida.

-Aline, slo te pongo una condicin. . -Cul?

-Que jams le pidas al seor de La Tour d'Azyr que me ayude.

-Ya que insistes y el tiempo apremia, la acepto. Y ahora ca­balga conmigo hasta la vereda. Ya el coche se acerca.

La vereda a la que se refera Aline parta de la carretera a unas trescientas yardas de donde estaban y llevaba directa­mente, colina arriba, hasta el castillo. En silencio, Andr y Aline penetraron con sus cabalgaduras en el camino vecinal, bor­deado de espesos setos. Cuando llevaban recorridas unas cincuenta yardas, ella se detuvo:

-Ahora! -dijo.

l la obedeci, se ape del caballo y le entreg las riendas.

-No tengo palabras para agradecerte lo que haces -dijo l.

-No es necesario -contest Aline.

-Espero que algn da te lo podr pagar.

-Tampoco eso ser necesario. Era lo menos que poda hacer. No quisiera or decir que te han ahorcado, ni tampoco lo que­rra mi to, aunque est muy enojado contigo.

-Eso supongo.

-No puede sorprenderte. Fuiste su delegado, su represen­tante. Confiaba en ti, y ahora has cambiado de casaca. Con ra­zn est indignado, te llama traidor y jura que nunca volver a dirigirte la palabra. Pero no quiere que te ahorquen, Andr.

-Por lo menos estamos de acuerdo en algo, pues yo tampo­co lo quiero.

-Har todo lo que pueda para que hagis las paces. Y aho­ra... adis, Andr. Escrbeme cuando ests a salvo.

-Que Dios te bendiga, Aline.

Ella se fue y l se qued escuchando el ruido de los cascos de los caballos hasta que se extingui en la distancia. Entonces, lentamente, cabizbajo, volvi sobre sus pasos en direccin a la carretera, dudando qu rumbo tomar. De pronto se detuvo, recordando que casi no tena dinero. No tena dnde escon­derse en toda Bretaa y mientras estuviera all, el peligro era inminente. Pero para salir de la provincia tan rpidamente como aconsejaba la prudencia, necesitaba caballos. Cmo iba a conseguirlos si slo tena un luis de oro y algunas monedas de plata?

Adems, estaba muy cansado. Haba dormido muy poco desde la noche del martes, y haba pasado largo tiempo cabal­gando, lo cual era fatigoso para alguien que no estaba acos­tumbrado a montar a caballo. Estaba tan exhausto que era im­posible pensar que pudiera llegar muy lejos aquella noche. Tal vez podra llegar hasta Chavagne. Pero cuando llegara all, ne­cesitara cenar y dormir. Y qu hara al da siguiente?...

De haberlo pensado antes, Aline hubiera podido prestarle algunos luises. Estuvo a punto de seguirla hasta el castillo, pero la prudencia le detuvo. Antes de que pudiera hablar con ella, le veran los criados y la noticia de su llegada correra de boca en boca por todo el pueblo.

No tena eleccin. Tendra que ir a pie hasta Chavagne, per­noctar all y seguir viaje antes del amanecer. Con resolucin, dio media vuelta y observ el camino por donde haba veni­do. Pero volvi a detenerse. Chavagne estaba en el camino de Rennes, si segua en aquella direccin se metera en la boca del lobo. Lo mejor era dirigirse hacia el sur otra vez. Al pie de los prados, haba una barca que le llevara a la otra orilla del ro. As evitara pasar por el pueblo y, poniendo agua entre l y el peligro inmediato, aumentara su sensacin de seguridad.

A un cuarto de milla de Gavrillac, estaba el sendero que con­duca hasta la barca. Despus de veinte minutos andando, Andr-Louis lleg con los pies destrozados. Vio que haba luz en las ventanas de la cabaa del barquero y dio un rodeo para evitarla. Al amparo de la obscuridad, se arrastr sigilosamente hasta la pequea embarcacin. Pero para su consternacin, descubri que la barca estaba atada a la orilla con cadena y candado.

Andr-Louis sonri. Por supuesto, tena que haberlo imagi­nado. La barca era propiedad del seor de La Tour d'Azyr y era lgico que la dejara amarrada para que los pobres diablos como l no dejaran de pagar sus seoriales derechos.

Viendo que no haba otra alternativa, Andr-Louis fue a la cabaa del barquero y golpe su puerta. Al abrirse, se ech ha­cia atrs para que la luz que sala del interior no lo iluminara.

-Necesito la barca! -dijo lacnicamente.

El barquero, un patn corpulento a quien Andr-Louis co­noca muy bien, sali de la cabaa alzando un farol. La luz dio de lleno en la cara del viajero.

-Bendito sea Dios! -exclam.

-Veo que sabes que tengo prisa -dijo Andr-Louis mirando fijamente el rostro perplejo del hombre.

-Claro que s, pues sabis que en Rennes os espera la horca -mascull el barquero-. Ya que habis sido tan necio para re­gresar a Gavrillac, lo mejor ser que os alejis de aqu cuanto antes. No dir a nadie que os he visto.

-Gracias, Fresnel. Tu consejo coincide con mis intenciones. Pero por eso mismo necesito la barca.

-Ah, no, eso no! -exclam Fresnel impetuosamente-, no dir nada, pero es todo lo que puedo hacer, pues mi pellejo vale tanto como el vuestro.

-No tendras que haber visto mi rostro. Olvida que lo has visto.

-Eso har, seor, pero nada ms. No puedo llevaros a la otra orilla.

-Entonces dame la llave del candado y yo cruzar el ro.

-Eso no cambiara nada. No puedo. Nada dir, pero no quiero... no me atrevo... a ayudaros.

Andr-Louis contempl un momento la expresin adusta y resuelta del barquero. Su actitud era comprensible. Aquel hombre, que viva a la sombra del marqus de La Tour d'Azyr, no se atrevera a hacer nada que fuera contra la voluntad de su temido amo.

-Fresnel -dijo tranquilamente-, como bien dices, me espe­ra la horca, y todo por el asesinato de Mabey. De no haber sido asesinado, yo no hubiera tenido necesidad de denunciar el caso como lo he hecho. Si mal no recuerdo, Mabey era amigo tuyo. En honor a su memoria, podras hacerme el pequeo favor que te pido para salvarme?

La sombra que cubra el rostro del barquero, en vez de ex­tinguirse, se nubl ms:

-Lo hara si me atreviera, pero no me atrevo -dijo eno­jndose, como si necesitara enfadarse para justificar su de­cisin-. Es que no comprendis que no puedo hacerlo? Queris que un pobre hombre como yo arriesgue su vida por vos? Qu habis hecho nunca vos, ni los vuestros, por m para pedirme ahora algo as? Esta noche no cruzaris el ro en mi barca. Marchaos ahora mismo, marchaos antes de que me arrepienta y recuerde que hablar con vos sin infor­mar de vuestra presencia puede ser peligroso. As que mar­chaos!

Dispuesto a entrar en su cabaa, el barquero le dio la espal­da, y Andr-Louis se sumi en el desaliento.

En un relmpago, Andr-Louis comprendi que deba obli­gar a aquel hombre y que tena los medios para hacerlo. Re­cord la pistola que Le Chapelier le haba dado cuando sali de Rennes, un obsequio que al principio desde. No estaba cargada ni Andr-Louis tena municiones. Pero cmo iba a saberlo Fresnel?

Rpidamente sac el arma de su bolsillo y, cogiendo al bar­quero por el hombro, lo oblig a girar sobre sus talones.

-Y ahora qu queris? -pregunt el barquero furioso-. No os he dicho ya que...?

Bruscamente se call. El can de la pistola apuntaba a su sien.

-Necesito la llave del candado de la barca. Eso es todo, Fres­nel. O me la das enseguida o yo mismo la coger despus de levantarte la tapa de los sesos. Lamentara tener que matarte, pero no vacilar si me obligas. Es tu vida contra la ma, y no te parecer extrao que si uno de los dos tiene que morir, yo prefiera que seas t.

Fresnel meti la mano en un bolsillo y sac la llave. Cuan­do se la dio a Andr, sus dedos temblaban, ms de ira que de miedo.

-Cedo a la fuerza -gru mostrando los dientes como un perro-, pero no os servir de mucho.

Andr-Louis cogi la llave sin dejar de encaonarlo.

-Me parece que me ests amenazando -dijo-. En cuanto me haya ido, corrers a delatarme para que los soldados me persigan.

-No, no! -exclam el barquero advirtiendo el peligro en la siniestra voz de Andr-Louis-. Os juro, seor, que sa no es mi intencin.

-Creo que ser mejor garantizar mi seguridad.

-Por el amor de Dios! No me hagis dao, seor! -el bribn estaba aterrorizado-. No tengo ninguna mala intencin. Os lo juro por Dios! No dir una sola palabra a nadie. No har...

-Prefiero estar ms seguro de tu silencio que de tus prome­sas. Pero hoy ests de suerte. Tal vez estoy loco, pero me re­pugna derramar sangre. Entra en tu casa, Fresnel. Vamos! Yo te sigo.

Cuando estuvieron en el interior de la cabaa, Andr-Louis le detuvo.

-Ahora dame una cuerda -orden, y el otro obedeci rpi­damente.

Cinco minutos ms tarde, Fresnel estaba fuertemente atado una silla y amordazado con un trozo de madera envuelto por una bufanda.

Ya en el umbral, Andr-Louis se detuvo y se volvi:

-Buenas noches, Fresnel -le dijo al barquero en cuyos ojos brillaba el odio-. No creo que nadie ms necesite esta noche tu barca. Pero ya vendr maana alguien a desatarte. Mientras tanto resiste como puedas lo incmodo de tu situacin, y re­cuerda que esto se debe tan slo a tu falta de caridad. Si pasas la noche reflexionando en eso, no desaprovechars la leccin. Quiz maana por la maana te hayas vuelto tan caritativo que ni siquiera recuerdes quin te at. Buenas noches.

Sali y cerr la puerta.

Desatar la barca y remar hasta la otra orilla, impulsado por la corriente plateada a la luz de la luna, no le tom ms de seis o siete minutos. Meti la proa de la barca entre los arbustos que bordeaban la orilla sur del ro, salt a tierra y amarr la embarcacin a un rbol. Un poco desorientado en medio de la obscuridad, decidi cruzar el hmedo prado en busca de la carretera.

LIBRO SEGUNDO

El coturno

CAPTULO PRIMERO

Los intrusos

Al llegar al camino de Rdon, Andr-Louis, obe­deciendo ms al instinto que a la razn, se volvi hacia el sur y ech a andar casi mecnicamente. No tena una idea clara de adonde iba, ni de adon­de deba ir. En aquel momento lo ms importante era poner la mayor distancia posible entre l y Gavrillac.

Tena la vaga idea de volver a Nantes, y una vez all, emplean­do el arma recin descubierta de su retrica, excitar al pue­blo para que le protegiera como primera vctima de la perse­cucin que l haba anunciado y contra la cual les haba lla­mado a las armas. Pero esta idea no era ms que una indefini­da posibilidad que no acababa de convencerle.

Mientras tanto se rea a solas pensando en Fresnel, tal como lo haba dejado, con la boca tapada y los ojos echando chispas. Para no ser un hombre de accin -escribira ms tarde- creo que lo hice bastante bien... Es una frase a la que Andr-Louis Moreau recurre ms de una vez en sus Confesiones. Constan­temente recuerda que no es un hombre de accin, sino dedi­cado a la vida contemplativa, y es como si pidiera excusas cada vez que la necesidad le obliga a actos violentos. Todo parece indicar que esta insistente distincin filosfica -por lo dems bastante justificada- es una prueba de su obsesiva vanidad. A medida que aumentaba su cansancio, se deprima ms a causa de los reproches que se haca a s mismo. No haba sido sensato insultar al seor de Lesdiguires. Es mucho mejor -escribe Andr-Louis en alguna pgina- ser malo que ser estpido. La mayora de las miserias de este pcaro mundo no son fruto de la maldad, como nos ensean los curas, sino de la estupidez. Y de todas las estupideces, la que ms detestaba Andr-Louis era la clera. Sin embargo, se haba encolerizado con un tipo como el seor de Lesdiguires: un lacayo, un frvolo tipejo, un don nadie, a pesar de su poder para hacer el mal. Perfectamente hubiera podido cumplir la misin que se haba impuesto a s mismo sin provocar las iras vengativas del procurador del rey.

Ahora se vea lanzado a la aspereza de la vida, slo con la ropa que llevaba puesta, un luis de oro y unas cuantas mone­das de plata. Y con un conocimiento de la ley que no le servi­ra para evitar las consecuencias de su infraccin.

Tambin posea el don de la risa, tristemente reprimida des­de la muerte de Philippe, un carcter filosfico y ese tempera­mento optimista y desenfadado que es el bagaje de los aven­tureros de todas las pocas. Pero todo eso, que habra de contribuir a su salvacin, no lo tomaba en cuenta.

Y as estuvo caminando como un autmata, en medio de la obscuridad, hasta que sinti que ya no poda ms. Haba ro­deado la ciudad de Guichen, y ahora, a media milla de Guignen y a siete millas de distancia de Gavrillac, sus piernas se ne­gaban a obedecerle.

Saliendo del camino principal, ya haba cruzado a campo traviesa el norte de Guignen cuando de pronto, a su derecha, vio un seto vivo, detrs del cual se alzaba una alta construc­cin que deba de ser un granero en el lmite de un gran pra­do. Inconscientemente, la silenciosa sombra que proyectaba, le hizo detenerse en su afn de encontrar un techo donde co­bijarse. Se qued un rato vacilando, y luego se dirigi hacia una verja que haba situada un poco ms all en el seto. Tras empujarla, lleg al pie del granero. Era tan grande como una casa y, sin embargo, no era ms que un gran techo sostenido por media docena de altos pilares de ladrillos. Pero, amonto­nada debajo del cobertizo, haba una gran cantidad de heno que hara las veces de clido lecho para una noche tan fra como aqulla. En los pilares de ladrillos se empotraban fuer­tes vigas de madera, cuyas cabezas sobresalan a modo de escalera para que los campesinos pudieran manipular el heno. Con las pocas fuerzas que le quedaban, Andr-Louis subi por una de aquellas escaleras hasta llegar a lo ms alto del montn de heno donde se vio obligado a arrodillarse por falta de es­pacio para estar de pie. Entonces se quit la casaca y el cuello postizo, las botas llenas de fango y las medias mojadas. Hizo un hueco en el heno y all se acost. Poco despus estaba pro­fundamente dormido, ajeno a las tribulaciones que sufra el mundo.

Al despertar, el sol estaba ya muy alto, as que supuso que el da deba de estar ya muy avanzado. Se dio cuenta de esto an­tes de que pudiera recordar por qu estaba all. Cuando em­pezaba a despabilarse, lleg hasta l un murmullo de voces cercanas a las que al principio no dio importancia. Experi­mentaba una agradable sensacin de descanso, el delicioso ca­lor de la paja.

Pero cuando recuper la conciencia de su situacin, sac la cabeza fuera del heno para or mejor, y su pulso se aceler, pues aquellas voces no presagiaban nada bueno. Oy la voz de una mujer, argentada y musical, aunque algo alarmada:

-Oh, Dios mo, Landre, separmonos ahora mismo! Si mi padre llegara ahora...

Una voz de hombre, ms sosegada, afirm:

-No, no, Climne, ests equivocada. No viene nadie. Esta­mos seguros. Por qu te asustas de las sombras?

-Oh, Landre! Tiemblo slo de pensar que mi padre pudie­ra encontrarnos aqu juntos.

Andr-Louis se tranquiliz. Obviamente se trataba de una pareja de enamorados que, teniendo menos que temer que l, estaban mucho ms asustados. La curiosidad le hizo abando­nar el clido hueco del heno y aventurarse a echar una ojeada. Tendido boca abajo, estir la cabeza y mir hacia abajo. En el espacio despejado que haba entre el granero y el seto estaba a pareja, jvenes ambos. l era un mozo apuesto, de fino perfil y cabellera castaa, atada detrs con ancha cinta de raso negro. Vesta con cierta fatuidad, lo que a primera vista no le fa­voreca. Su casaca, cortada a la moda, era de terciopelo bas­tante usado, de color ciruela y adornada con un encaje de pla­ta cuyo primitivo esplendor se haba desvanecido. Por falta de almidn, los encajes colgaban como sauces llorones sobre sus delicadas manos. Su calzn era de pao negro, y las medias del ms sencillo algodn, cosas ambas que desentonaban con la suntuosidad de la casaca. Calzaba zapatos fuertes y prcticos, con hebillas baratas de pasta negra. De no ser por su simpti­co aspecto, Andr-Louis le hubiera calificado como un caba­llero de hbitos poco honrados. Pero dej de analizarlo para estudiar a la muchacha. Estudio que sin duda le atraa ms, y eso a pesar de siempre andaba entre libros y no era su cos­tumbre desperdiciar su tiempo tomando en consideracin a las mujeres.

La nia -pues no era ms que eso y a lo sumo tendra vein­te aos- no slo tena un rostro agraciado y un cuerpo atrac­tivo, sino tambin una vivacidad y una gracia de movimientos que Andr-Louis nunca haba visto coincidir en una sola per­sona. Y aquella voz musical, argentada, que le haba desper­tado, posea una modulacin que hasta en una mujer fea hubiera sido irresistible. Ataviada con una capa con el capu­chn echado hacia atrs, el sol arrancaba destellos de oro a su cabellera, levemente castaa, que enmarcaba con tirabuzones su rostro ovalado. La tez era de una tersura slo comparable a la de los ptalos de las rosas. Desde donde estaba, Andr-Louis no poda precisar el color de los ojos, pero el destello bajo la lnea obscura de sus pestaas le hizo suponer que seran azules.

Sin saber por qu, Andr-Louis se molest al ver a la jovencita hablando tan ntimamente con aquel chico que, al pare­cer, llevaba los vestidos desechados por algn noble. Aunque no saba a qu clase social pertenecan ambos, la conversacin que sostenan era culta, tanto por el tono de voz como por el lxico que empleaban. Andr-Louis aguz los odos.

-No estar tranquila hasta que nos casemos -dijo ella-. Slo entonces sentir que estoy fuera de su alcance. Y, sin em­bargo, si nos casamos sin su consentimiento, slo aumentare­mos nuestras tribulaciones. Estoy desesperada.

Evidentemente, el padre de la doncella era un hombre jui­cioso, que saba ver claro a travs de la deteriorada elegancia del joven sin dejarse engaar por sus hebillas de pasta barata.

-Mi querida Climne -contest el muchacho cogindole ambas manos-, no tienes por qu desesperarte. No te revelo el plan que he preparado para obtener el consentimiento de tu desnaturalizado padre porque no quiero frustrarte el placer de la sorpresa. Pero puedes confiar en m y en el astuto amigo de quien te he hablado y que llegar de un momento a otro.

Imbcil afectado! Se saba de carrerilla el discurso o era un idiota pedante que tena por costumbre expresarse de modo tan amanerado? Cmo aquella encantadora mujer en flor desperdiciaba su perfume con semejante presumido que, para colmo, llevaba el ridculo nombre de Landre?

As pensaba Andr-Louis desde su observatorio. Mientras tanto, ella volvi a hablar:

-Es lo que desea mi corazn, Landre. Pero me asalta el te­mor de que sea demasiado tarde para tu estratagema. Hoy tengo que casarme con ese horrible marqus de Sbrufadelli. Ya es medioda, y est al llegar. Viene a firmar el contrato, para convertirme en la marquesa de Sbrufadelli. Oh! -y solt un tierno quejido-. El solo hecho de mencionar su nombre me quema los labios. Si fuera mo jams podra pronunciarlo, ja­ms! Detesto a ese hombre. Slvame, Landre, slvame, pues eres mi nica esperanza!

Andr-Louis estaba algo desencantado. Tampoco ella co­rresponda a sus expectativas. Evidentemente se haba dejado contagiar por el tono afectado de su ridculo amante. No ha­ba ninguna sinceridad en sus palabras. Lo que deca llegaba a la mente pero sin tocar el corazn. Tal vez todo se deba a la antipata que Landre le inspiraba a Andr-Louis.

As que el padre de Climne quera casarla con un marqus! Eso quera decir que la joven era de alcurnia. Y, no obstante, era capaz de amar a aquel joven aventurero del ajado encaje! Desde luego, reflexion Andr-Louis, no otra cosa poda es­perarse de una mujer, pues todas las filosofas afirman que son las criaturas ms locas de la loca humanidad.

-Eso nunca suceder! -ruga Landre con ardiente pasin-. Jams te casars con l! -deca alzando sus puos al azul del cielo, como Ajax desafiando a Jpiter-. Ah, pero aqu viene nuestro amigo... -Andr-Louis no pudo or el nombre, por­que en ese momento Landre le volvi la espalda-: l nos trae­r buenas noticias, lo s.

Andr-Louis mir tambin en direccin al seto, de donde sali un hombre delgado, vestido con una casaca mugrienta y un tricornio tan hundido en la cabeza que le tapaba el rostro. Cuando se descubri para hacer una gran reverencia ante la amartelada pareja, Andr-Louis sonri pensando que si l hu­biera tenido una cara de perro como aqulla tambin llevara el sombrero de forma que le cubriera el rostro. Si Landre aparentaba vestir la ropa desechada por algn noble, el recin llegado pareca ataviarse con la desechada por Landre. A pe­sar de su ajado traje y de su feo rostro, no obstante su barba de cuatro das, el recin llegado caminaba garbosamente, dn­doselas de prncipe.

-Seor -dijo con tono conspirador-, ha llegado el momen­to de actuar, pues el marqus ya est aqu.

Abrumados, los jvenes enamorados se separaron rpida­mente. Climne, retorcindose las manos, la boca abierta y el pecho palpitando debajo de su blanco chal; Landre, tambin boquiabierto, era el vivo retrato de la estupidez y la conster­nacin.

Entretanto, el recin llegado deca:

-Hace una hora estaba en la posada cuando l lleg y, mien­tras almorzaba, le estudi atentamente. Despus de examinar­lo, no me queda ninguna duda acerca de nuestro xito. Respecto a su aspecto fsico, podra extenderme acerca de la fatui­dad con que la naturaleza le ha dotado. Pero sta no es la cues­tin. Lo que nos interesa es su ingenio. Y confidencialmente os digo que le he encontrado tan imbcil que podis estar segu­ros de que caer en todas las trampas que le he preparado.

-Cuntalo todo! Habla! -implor Climne tendiendo las manos en un ademn de splica que ningn hombre sensible hubiera podido resistir. Pero entonces se contuvo emitiendo un chillido-: Mi padre! -exclam mirando a los dos hombres que estaban con ella-. Ah viene! Estamos perdidos!

-Huye, Climne! -dijo Landre.

-Es demasiado tarde! -solloz ella-. Ya es tarde! Ya est aqu!

-Un poco de calma, seorita! Calmaos -dijo el amigo re­cin llegado- y confiad en m. Os prometo que todo saldr bien.

-Oh! -exclam lnguidamente Landre-. Puedes decir lo que quieras, amigo mo, pero ste es el fin de todas mis es­peranzas. Tu astucia nunca podr sacarnos de este aprieto. Nunca!

Un hombre muy corpulento, con cara de luna llena y una gran nariz, decentemente vestido de acuerdo con el gusto bur­gus se acercaba desde el seto. Sin duda estaba colrico, pero lo que dijo desconcert a Andr-Louis:

-Landre, eres un imbcil! Todo lo dices flojamente, tus pa­labras no lograrn convencer a nadie. Sabes lo que significan tus frases? Te voy a mostrar cmo se hace -grit tirando su sombrero al suelo. Entonces se puso al lado de Landre y repiti las ltimas palabras que aqul haba pronunciado mien­tras Climne y el otro observaban tranquilamente:

-Oh! Puedes decir lo que quieras, amigo mo, pero ste es el fin de todas mis esperanzas. Tu astucia nunca podr sacar­nos de este aprieto. Nunca!

La desesperacin vibraba en su metal de voz. Entonces se volvi a Landre.

-As es como se hace -le dijo irnicamente-. Tu voz tiene que expresar al mismo tiempo pasin, desesperanza, frenes. No ests preguntndole a nuestro Scaramouche si te ha pues­to un remiendo en los calzones, sino que eres un amante de­sesperado que expresa...

De pronto se call sobresaltado. Andr-Louis haba soltado una carcajada al comprender lo que suceda y cmo haba sido vctima de un engao. El eco de su risa resonando bajo la te­chumbre que tan bien le ocultaba, asust a los de abajo.

El hombre corpulento fue el primero en recuperar el aplo­mo, y se expres con uno de sus habituales sarcasmos:

-Lo oyes? -le grit a Landre-. Hasta los dioses all en lo alto se ren de ti! -Y entonces, dirigindose al techo del grane­ro y a su invisible habitante, aadi-: Quin est ah?

Andr-Louis apareci, asomando la despeinada cabeza.

-Buenos das -dijo amablemente.

Al arrodillarse, el horizonte que abarcaba su vista se dilat y pudo ver lo que pasaba al otro lado del seto. All haba una enorme y destartalada carreta atestada de enseres de utilera que una tela impermeable no tapaba por completo y, al lado, una especie de casa con ruedas, de cuya chimenea sala lenta­mente una columna de humo. Tres caballos y una pareja de burros, todos cojos, pacan tranquilamente la hierba que ro­deaba los vehculos. De haberlos visto antes, aquellos trebejos le hubieran aclarado a Andr-Louis la extraa escena que acababa de desarrollarse ante sus ojos. Al otro lado del seto haba ms gente, y a travs del cercado de matas pasaban aho­ra otras personas: una muchacha de nariz respingona, que l supuso sera Colombina, la confidenta; un joven delgado y di­nmico, el arquetipo idneo para encarnar a Arlequn, y otro muchacho con cara de tonto.

Todo esto lo haba comprendido Andr-Louis con una mi­rada, en los escasos segundos que tard en decir buenos das. El gordo Pantalone replic a su saludo:

-Qu diablos hacis ah arriba?

-Lo mismo que vosotros ah abajo. Soy un intruso. La en­trada aqu est prohibida.

-Cmo? -dijo Pantalone mirando a sus compaeros y per­diendo en parte su acostumbrada serenidad. Aunque era algo que hacan con frecuencia, le desconcert que alguien lo dije­ra con tanta crudeza.

-De quin son estas tierras? -pregunt tratando de apa­rentar calma.

Andr-Louis contest ponindose las medias:

-Creo que es propiedad del marqus de La Tour d'Azyr.

-Es un nombre muy rimbombante. Es muy severo ese ca­ballero?

-Ese caballero -dijo Andr-Louis- es el diablo en persona, o si queris, podra decirse que el diablo es un caballero com­parado con l.

-Y sin embargo -observ el joven de aspecto malvado que representaba el papel de Scaramouche-, vos mismo confesas­teis que habis violado su propiedad.

-Ah, pero es que yo soy abogado! Y como es sabido, los abogados son tan incapaces de cumplir las leyes como los ac­tores de actuar. Sin embargo, la Naturaleza nos impone cier­tas limitaciones, fue ella quien me venci anoche al llegar yo aqu. Por eso dorm en este lugar sin tener en cuenta al muy poderoso seor marqus de La Tour d'Azyr. Y al mismo tiem­po, seor Scaramouche, yo no he proclamado mi delito tan abiertamente como vuestra compaa de la legua.

Tras ponerse las botas, Andr-Louis salt al suelo en mangas de camisa y con la casaca al brazo. Mientras se la pona, los pe­queos ojos de Pantaln le examinaron detalladamente. Ob­serv que sus vestidos, si bien sencillos, estaban moderna­mente cortados y eran de excelente pao, que su camisa era de fino cambray y que se expresaba como un hombre culto. Pan­talone decidi ser corts.

-Os agradezco que nos haya avisado, caballero... -empez a decir.

-Y debis hacerme caso, amigo mo. Los guardabosques del marqus de La Tour d'Azyr tienen orden de disparar a matar contra los intrusos. Imitadme y levantad el campamento.

Al instante salieron todos por la abertura del seto vivo has­ta el ejido donde estaba el improvisado campamento de los cmicos de la legua. All, Andr-Louis se despidi de ellos. Pero cuando ya se iba, vio a un joven comediante lavndose la cara en un cubo colocado sobre una de las gradas de madera que servan de escalera a la casa con ruedas. Al cabo de un momento de vacilacin, se volvi al seor Pantalone, quien segua a su lado, y le dijo:

-Si no fuera mucho pedir, me permitira imitar a aquel ca­ballero antes de irme?

-Hombre, no faltaba ms! -dijo Pantalone desbordante de amabilidad-. Eso no es nada. Rhodomont os facilitar lo que necesitis. En la vida real ese joven es el dandi de la compaa, aunque en el escenario sea el matamoros. Oye, Rhodomont!

El joven que estaba lavndose mir a travs de la espuma de jabn. Pantalone dio una orden y Rhodomont, que en efecto era tan gentil y amable como terrible en la escena, le dej el cubo limpio al visitante para que lo usara.

Andr-Louis se despoj de nuevo del cuello postizo y de la casaca, se arremang su camisa y empez a lavarse mientras Rhodomont le procuraba jabn, toalla, un peine roto y grasa para el pelo. Andr-Louis rechaz esto ltimo, pero acept agradecido el peine. Despus de lavarse, con la toalla al hom­bro, se pein cuidadosamente la cabellera frente a un pedazo de espejo colgado en la puerta de la casa ambulante.

Mientras tanto el gentil Rhodomont chachareaba a su lado hasta que, de pronto, el fino odo de Andr-Louis percibi, cercano ya, un ruido de cascos de caballos. Despreocupada­mente mir hacia el lugar de donde proceda el sonido, y se qued de piedra, con el peine en alto. Por el camino venan siete jinetes uniformados con la casaca azul de los gendar­mes.

Enseguida supo cul era la misin de aquella tropa. Fue como si la fra sombra del cadalso se hubiera proyectado so­bre l.

Los jinetes se detuvieron frente al campamento y el sargen­to que estaba al mando, grit:

-Eh, vosotros!

Los cmicos, que seran unos doce, se quedaron pasmados de miedo. Pantalone avanz dos pasos con la cabeza muy er­guida, casi tan majestuoso como el procurador del rey.

-Qu diablos queris? -dijo ms bien mirando al cielo que al sargento. Y entonces, alzando la voz, volvi a preguntar-: Qu sucede?

Tras cuchichear entre s, los gendarmes se acercaron ms a los comediantes.

Andr-Louis, en el primer escaln de la casa con ruedas, si­gui peinndose la cabellera desgreada de manera mecnica e inconsciente. Estaba pendiente del grupo de gendarmes que avanzaba, dispuesto a agarrarse a la primera solucin que se ofreciera.

Impaciente, el sargento farfull:

-Quin os ha dado permiso para acampar aqu?

La pregunta no tranquiliz del todo a Andr-Louis. No po­da consolarse con la idea de que aquellos gendarmes estu­vieran dedicados solamente a perseguir a los vagabundos y a los intrusos en terrenos ajenos. Eso era slo una parte de su misin, tal vez con la esperanza de cobrar algn impuesto. Lo ms seguro es que vinieran desde Rennes buscando a un joven abogado acusado de sedicin. Entretanto, Pantalone segua gritando:

-Que quin nos ha dado permiso? Qu permiso? Esto es campo comn, libre para todo el mundo.

Ms que sonrer, el sargento hizo una mueca y avanz ms, seguido por sus hombres.

-No hay -susurr una voz detrs de Pantalone- ningn campo comn, en el sentido propio de la palabra, en los vastos dominios del marqus de La Tour d'Azyr. ste es un terre­no acotado, y los alguaciles de campo del caballero cobran un impuesto a cuantos traen a pacer aqu a sus bestias.

Pantaln dio media vuelta y vio a Andr-Louis con la toalla al hombro, el peine en la mano y medio despeinado.

-Maldito sea! -estall Pantalone-. Ese marqus de La Tour d'Azyr debe de ser un ogro!

-Ya os he dicho lo que opino de l -le dijo Andr-Louis-. En cuanto a esos hombres, ms vale que me dejis hablar con ellos. Tengo experiencia en la materia.

Y sin esperar el consentimiento de Pantalone, Andr-Louis avanz hacia los gendarmes. Haba comprendido que slo la osada poda salvarle.

Cuando estuvo al lado del sargento, sin dejar de peinarse, Andr-Louis le mir a la cara, sonriendo ingenuamente. Pero, sin hacer caso de la sonrisa, el militar gru:

-T eres el jefe de esta banda de trotamundos?

-S... mejor dicho, lo es mi padre -y seal con el pulgar hacia el seor Pantalone, que estaba a sus espaldas-. Qu se le ofrece, mi capitn?

-Llevaros a todos a la crcel.

Hablaba en trminos tajantes. Los actores estaban aterrados. Con lo dura que era la vida errante de los pobres cmicos de la legua, ahora los amenazaban con la crcel.

-Cmo, mi capitn? ste es un terreno comunal, libre para todos.

-De eso nada.

-Dnde estn los cercados? -pregunt Andr-Louis descri­biendo un amplio crculo con el peine para indicar la amplia libertad de aquel lugar.

-Los cercados! -repiti con sorna el sargento-. Para qu se necesitan cercados? No se puede pacer aqu sin pagar tributo al marqus de La Tour d'Azyr.

-Pero si no estamos paciendo -sonri ingenuamente Andr-Louis.

-Vete al diablo! Vosotros no estis paciendo, pero vuestros animales s! -Slo un poquito! -se disculp Andr-Louis sonriendo de nuevo.

El sargento estaba cada vez ms furioso. -No se trata de eso. Se trata de que estis cometiendo un robo y eso se paga con la crcel.

-Tcnicamente, usted lleva razn -suspir Andr-Louis sin dejar de peinarse y sostenindole la mirada al sargento-. Pero si hemos cometido una transgresin, ha sido por ignorancia. Le agradecemos mucho el aviso.

Entonces pas el peine a su mano izquierda y, metiendo la derecha en el bolsillo del pantaln, dej or un tintineo de monedas-. Lamentamos haberos apartado de vuestro cami­no. Tomando en consideracin la molestia que os hemos cau­sado, querrais hacernos el honor de deteneros en la prxima posada para beber a la salud de... del... seor de La Tour d'Azyr, o a la de cualquier otro de su clase?

El rostro del sargento se desencapot, aunque no del todo.

-Bueno, bueno -refunfu-, pero tenis que marcharos de aqu. Entendido?

Y se inclin un poco en la silla alargando la mano en la que Andr-Louis coloc una moneda de tres libras.

-Nos iremos dentro de media hora -dijo el joven.

-Por qu dentro de media hora y no ahora mismo?

-Oh, porque tenemos que almorzar!

Los dos hombres se miraron. Despus el sargento contem­plo la moneda de plata que reluca en la palma de su mano, y la expresin de su rostro se suaviz.

-Despus de todo -dijo-, no es nuestro oficio hacer de al­guaciles de la hoz del seor de La Tour d'Azyr. Nosotros so­mos de Rennes -los ojos de Andr-Louis chispearon a punto de traicionarle-. Pero si permanecis aqu mucho tiempo, cuidado con los guardabosques del marqus. No estn dispuestos a enternecerse. Bueno, bueno... que tengis buen apetito, se­ores -se despidi.

-Buen viaje, mi capitn -contest Andr-Louis.

El sargento volvi grupas y sus hombres le siguieron, pero cuando ya se iban, se volvi de nuevo.

-Oiga, seor -dijo dirigindose a Andr-Louis, quien ense­guida estuvo a su lado-. Estamos buscando a un canalla llama­do Andr-Louis Moreau, de Gavrillac, un fugitivo de la justicia que est condenado a la horca por sedicin. Por casualidad habis visto por aqu a algn individuo sospechoso?

-Creo que s, vimos a uno -dijo Andr-Louis audazmente y contento de poder complacer al sargento.

-Lo habis visto?- exclam el gendarme-. Dnde y cundo?

-Anoche, en las cercanas de Guignen.

-S, s -dijo el sargento sintiendo que haba encontrado una pista.

-Vimos a un individuo que pareca tener miedo de que le reconocieran... Era un hombre de unos cincuenta aos...

-Cincuenta! -exclam el sargento desalentado-. Bah! El que buscamos no es ms viejo que usted, delgado, de su mis­ma estatura, y con el pelo negro como el suyo. Abran bien los ojos durante el viaje, seor comediante. El procurador del rey, en Rennes, pagar diez luises a quien le informe sobre el para­dero de ese sinvergenza. De modo que si tenis los ojos abiertos y avisis enseguida, podis ganaros diez luises. Una ganancia inesperada para vosotros, verdad?

-Sera un magnfico golpe de suerte, mi capitn -contest Andr-Louis rindose.

Pero el sargento ya haba espoleado su caballo hacindolo trotar para alcanzar a sus soldados. Andr-Louis segua son­riendo, en silencio, como sola hacer cuando su peculiar sen­tido del humor estaba satisfecho.

Entonces se volvi, y regres despacio adonde estaban Pantalone y el resto de los actores. Pantalone fue a su encuentro con los brazos abiertos. Andr-Louis crey que iba a abrazarle.

-Dios salve a nuestro salvador! -declam el corpulento y gordo comediante-. Ya la sombra de la crcel se cerna sobre nosotros. Porque aunque pobres, somos honrados y ninguno ha sufrido jams la ignominia de estar en prisin. Lo ms pro­bable es que ninguno de nosotros sobrevivira a esa experien­cia. Pero gracias a usted, amigo mo, estamos a salvo de eso. Cul es su magia?

-La magia que en Francia ejerce siempre un retrato del rey. Como habr podido observar, los franceses son muy leales al rey. Lo aman, sobre todo en efigie, especialmente cuando est acuada en oro. Pero tambin lo respetan si es de plata. El sar­gento se emocion tanto al ver el noble rostro de Su Majestad, representado en una moneda de tres libras, que su enfado desa­pareci como por arte de magia, y ha seguido su camino de­jndonos partir en paz.

-Oh, es verdad, tenemos que levantar el campamento! Hala, muchachos! Vamos, vamos!

-Pero no nos iremos hasta despus de almorzar -dijo Andr-Louis-. El sargento se emocion tanto que nos concedi media hora para almorzar. Es verdad que habl de la posible visita de los guardabosques. Pero no hay que hacer mucho caso de eso, y si vinieran, de nuevo el retrato del rey, aunque sea de cobre, producira el mismo efecto. As pues, mi querido seor Pantalone, pueden almorzar a gusto. Puedo oler el gui­sado desde aqu, y su aroma me dice que no tengo que desea­ros buen apetito.

-Mi amigo, mi salvador! -dijo Pantalone abrazando al jo­ven abogado-. Te quedars a almorzar con nosotros.

-Confieso que estaba esperando esa invitacin -dijo Andr-Louis.

CAPTULO II

Al servicio de Tespis

Mientras almorzaba con sus nuevos amigos de­trs de la casa con ruedas y bajo el sol, que suavi­zaba el rigor de aquella fra maana de noviem­bre, Andr-Louis advirti que los cmicos eran tan curiosos como alegres y atractivos. Al parecer, no les preo­cupaba nada. Y hasta podra decirse que les divertan las pri­vaciones de su vida nmada. Eran amables y teatrales hasta en los actos ms cotidianos; exageraban sus gestos; engolaban la voz, buscaban las palabras ms grandilocuentes. Realmente, parecan seres de otro mundo, un mundo irreal que slo alu­da a la realidad cuando ponan en escena una farsa, a la luz de las candilejas. Estaban unidos por lazos de lealtad y compae­rismo, y Andr-Louis reflexion cnicamente que esta armo­na pudiera ser la causa de su aparente irrealidad. En el mun­do real, la ambicin y la competencia envidiosa impedan que surgiera un ambiente de amistad como aqul.

La compaa la formaban once personas: tres mujeres y ocho hombres que se llamaban entre ellos por el nombre de sus respectivos personajes, nombres que aludan genialmente a los arquetipos que representaban y que nunca cambiaban, fuera cual fuere la obra teatral representada.

-Somos -explic Pantalone a Andr-Louis- una de las po­cas compaas que an conservan la tradicin de la Comedia del Arte italiana. No queremos abusar de nuestra memoria ni frustrar nuestro talento con parlamentos altisonantes, fruto de las desdichadas lucubraciones de un autor. Cada uno de nosotros es su propio autor al mismo tiempo que actor. So­mos improvisadores. Improvisamos al estilo de la noble es­cuela italiana.

-Ya me di cuenta -dijo Andr-Louis- cuando sin querer asist al ensayo de vuestras improvisaciones.

Pantalone frunci el ceo:

-Veo que usted es bastante irnico, por no decir mordaz. Eso est muy bien. Es el temperamento que encaja con su fi­sonoma. Pero en este caso se equivoca. El ensayo que vio es excepcional entre nosotros. Simplemente era necesario para adiestrar a Landre en su papel de galn. Tratamos de incul­carle el arte que no le dio la naturaleza. Si siguiera fracasando y no hiciera honor a nuestra escuela... Pero, en fin, no eche­mos a perder esta armona anticipando cosas desagradables que espero puedan evitarse. Con todos sus defectos, queremos a nuestro Landre. Y ahora voy a presentarle a los miembros de nuestra compaa.

Primero seal al amable y alto Rhodomont, a quien Andr-Louis ya conoca.

-Sus piernas son tan largas y su nariz tan ganchuda que le han hecho merecedor de los papeles de furibundos capitanes -explic Pantalone-. Sus pulmones han justificado nuestra eleccin. Hay que or cmo ruge. Al principio le llamamos Spavento o pouvante1. Pero eran nombres demasiado vulga­res para tan gran artista. Desde los tiempos en que el genial Mondor asombraba al mundo, no se ha vuelto a ver a un ma­tn tan impetuoso en el escenario. Por eso decidimos confe­rirle el nombre de Rhodomont que Mondor hizo famoso, y le doy mi palabra de actor y de caballero, pues soy caballero, se­or mo, de que nuestro bautismo ha quedado plenamente justificado.

Sus ojillos brillaban en el abotargado rostro mientras mira­ba al actor elogiado. El terrible Rhodomont se ruboriz como una colegiala cuando Andr-Louis se dedic a escrutarlo so­lemnemente.

-Despus tenemos a Scaramouche, a quien tambin ya conoce. A veces hace el papel de Scapin, y otras, de Coviello. Pero djeme decirle que el papel en el que ms se destaca es en el de Scaramouche. Incluso ms de la cuenta, pues no slo es Scaramouche en la escena, sino tambin en la vida real. Tiene un don especial para la intriga y, en ocasiones, puede llegar a ser agresivo; nunca deja de ser Scaramouche y no pierde oca­sin de demostrarlo. Podra decir algo ms sobre l, pero soy de naturaleza caritativa y amo a todo el mundo.

Scaramouche mir burln a su maestro y sigui comiendo tranquilamente.

-Ustedes dos se parecen en el carcter, pues Scaramouche es bastante mordaz -le dijo Pantalone a Andr-Louis, y continu presentando a su compaa-: Ese bribn de la gran nariz que hace muecas con la cara, lgicamente es Pierrot. Acaso poda ser otro?

-Yo podra interpretar galanes perfectamente -dijo el rsti­co querubn.

-Una ilusin tpica de Pierrot -coment desdeosamente Pantalone-. Ese rufin grandulln que est all, el de las cejas tupidas, que parece que naci viejo y cuyos apetitos aumentan con los aos, es Polichinela. La naturaleza le design para ese papel. se tan gil y pecoso es Arlequn; no el Arlequn con lentejuelas que ltimamente ha degenerado tanto, sino el au­tntico y original primognito de Momo, el estrafalario de la Comedia del Arte, harapiento, imprudente, cobarde y payaso sinvergenza.

-Como ver, cada uno de nosotros -dijo Arlequn imitando al director de la compaa- ha sido designado por la natura­leza para el papel que representa.

-Fsicamente, amigo mo... slo fsicamente, o de otro modo no nos costara tanto ensear a Landre su papel de ga­ln enamorado. Aqu est Pasquariel, que a veces es boticario, a veces notario, otras lacayo y en ocasiones amable amigo ser­vicial. Tambin como hijo de Italia, tierra de glotones, es exce­lente cocinero. Y por ltimo, estoy yo que, como padre de toda la compaa, represento dignamente el papel de Pantalone, padre de la damisela, aunque a veces haga de cornudo, o de ig­norante doctor. Pero por regla general siempre soy Pantalone. Adems, soy el nico que tiene un apellido. Un verdadero ape­llido. Me llamo Binet, seor mo.

Entonces seal a una rubia rolliza de unos cuarenta y cin­co aos que sonrea sentada en el primer peldao de la casa ambulante.

-Y ahora vienen las seoras: la primera por orden de anti­gedad es Madame.

Es duea, madre y nodriza, segn las cir­cunstancias.

Simple y regiamente, la conocen por el nombre de Madame.

Si alguna vez tuvo otro nombre, hace tiempo que lo ha olvidado. En cuanto a esa picaronaza de la nariz respin­gona y la boca grande, es nuestra graciosa Colombina.

Y as llegamos a mi hija, Climne, una jovencita cuyo talento no tie­ne rival fuera de la Comedia Francesa, a la que tiene el mal gusto de aspirar.

La encantadora Climne sacudi sus bucles castaos y ri, sostenindole la mirada a Andr-Louis.

Sus ojos, que ahora s poda ver, no eran azules como antes haba credo, sino cas­taos.

-No le crea, caballero. Aqu soy una reina, y prefiero ser rei­na aqu que esclava en Pars.

-Seorita -dijo Andr-Louis ponindose solemne-, siem­pre ser una reina donde quiera que se digne reinar.

Por toda respuesta, la joven le dedic una tmida y seducto­ra mirada entornando los prpados. Mientras tanto, su padre le gritaba a Landre:

-Oste? Frases como sa son las que tienes que ensayar. Landre enarc las cejas y se encogi de hombros:

-Esa frase? No es ms que un lugar comn! Andr-Louis solt una carcajada de aprobacin:

-Landre -le dijo a Pantalone- tiene ms talento del que us­ted le concede. No deja de ser sutil considerar una trivialidad una frase en la que se llama reina a la seorita Climne.

Algunos de los presentes se echaron a rer, incluido el seor Binet:

-Ha credo que tiene el talento de decirlo deliberadamen­te? Bah! Sus sutilezas son todas inconscientes.

La conversacin se desvi por otros cauces, y pronto Andr-Louis supo lo que an ignoraba sobre la compaa de la legua.

Iban hacia Guichen, donde pensaban actuar en la feria, que haba de inaugurarse el martes siguiente. Al medioda haran su entrada triunfal en la ciudad en cuyo mercado montaran el escenario.

El espectculo tendra lugar el sbado por la no­che y consista en el estreno de un argumento1 del seor Binet, que estaban seguros dejara atnitos a los pueblerinos.

Al llegar a este punto de la conversacin, Pantalone suspir y se dirigi a Polichinela, sentado a su izquierda:

-Vamos a echar de menos a Flicien -dijo-. No s cmo nos las vamos a arreglar sin l.

-Ya inventaremos algo -dijo Polichinela sin dejar de masticar.

-Siempre dices lo mismo, a pesar de que eres el menos indi­cado para pensar.

-No me parece tan difcil sustituir a Flicien -intervino Ar­lequn.

-Sera fcil si estuviramos en un lugar civilizado. Pero cmo vamos a encontrar entre los aldeanos de Bretaa a al­guien que tenga ni siquiera su escaso talento? -dijo el seor Binet volvindose a Andr-Louis para explicarle-: Flicien era nuestro administrador, tramoyista, carpintero y gerente, y a veces, incluso actuaba.

-Supongo que hara el papel de Fgaro -replic Andr-Louis rindose.

-Ah! Veo que conoce a Beaumarchais -dijo Binet, contem­plando al joven con renovado inters.

-Es bastante conocido.

-Tal vez en Pars, pero no saba que su fama hubiera llegado hasta los pramos de Bretaa.

-Sucede que yo viv algunos aos en Pars. Estudi en el Li­ceo de Louis Le Grand. All me familiaric con sus obras.

-Es un hombre peligroso -sentenci Polichinela.

-Tienes razn -dijo Pantalone-. Un hombre ingenioso, aun­que yo sea poco amigo de usar los textos de los autores. Pero su ingenio es responsable de la difusin de muchas de las nue­vas ideas subversivas. Creo que esa clase de escritores deberan prohibirse.

-Seguramente el seor de La Tour d'Azyr piensa lo mismo -dijo Andr-Louis apurando su vaso, lleno del vino pelen de los cmicos.

De no haber recordado Binet gracias a quin estaban all acampados, y que ya haba transcurrido media hora desde la visita de los soldados, ese comentario hubiera dado lugar a una discusin. Con una agilidad sorprendente en alguien tan corpulento, Pantalone se puso en pie de un salto y empez a dar rdenes, como un mariscal en el campo de batalla.

-Hala, muchachos! No podemos estar aqu todo el santo da tragando y tragando. El tiempo vuela y an queda mucho por hacer si queremos entrar en Guichen al medioda. A ves­tirse! Hay que desmontar el campamento en menos de veinte minutos. Vamos, seoras! A ver si os ponis lo ms guapas posible. Todos los ojos de Guichen estarn sobre vosotras, y de la primera impresin que causis dependern los aplausos.

Vamos, vamos!

Todos le obedecieron sin rechistar. Al instante, toda la vaji­lla y lo que sobr de la comida fue a parar a cestas y cajas. En­seguida el terreno qued despejado, y las tres damas, instala­das en el carruaje. Los hombres ya suban a la casa con ruedas cuando Binet se dirigi a Andr-Louis:

-Ahora tenemos que irnos -dijo con cierto dramatismo-. Quedamos para siempre vuestros amigos y deudores.

Y le estrech la mano a Andr-Louis cuyas ideas, en el lti­mo momento, se haban reorganizado rpidamente. Recor­dando la seguridad que contra sus perseguidores haba encon­trado entre los miembros de la compaa de la legua, pens que en ningn otro sitio podra estar mejor oculto, hasta que dejaran de buscarlo.

-Caballero -dijo-, vuestro deudor soy yo. No todos los das se tiene la dicha de comer en tan ilustre compaa.

Sospechando alguna irona, los ojillos de Binet escudriaron al joven. Pero en su cara slo encontr candor y buena fe.

-Me quedo aqu a regaadientes -sigui diciendo Andr-Louis-. Sobre todo porque no veo motivos para que nos se­paremos.

-Cmo? -dijo Binet frunciendo el ceo y retirando la mano que Andr-Louis retena entre las suyas ms tiempo del debido.

-Puede que haya reparado en el hecho de que soy una per­sona en busca de aventuras -explic Andr-Louis-. Y en este momento no tengo rumbo fijo. Por eso no es extrao que lo que he podido observar, tanto en usted como en su distingui­da compaa, me haya inspirado el deseo de seguirlos tratan­do. Usted ha dicho que necesitaban a alguien para sustituir a vuestro Fgaro, creo que se llamaba Flicien. No tome a mal mi sugerencia, pero creo que podra desempear esas tareas tan diversas como ingratas...

-Usted siempre con su peculiar irona, amigo mo. Si no fuera por eso, podramos discutir su proposicin -dijo Binet entornando sus pequeos ojos.

-Podemos discutirla, desde luego. Si me acepta, tendr que aceptarme tal como soy. En cuanto a mi sentido del humor, que segn parece le causa recelo, podra convertirse en una cualidad muy rentable.

-Cmo?

-De varias formas. Por ejemplo, podra ensear a Landre a cortejar a una dama.

Pantalone prorrumpi en una ruidosa e interminable carcajada.

-Por lo que se ve, tiene usted mucha confianza en su capa­cidad de ensear. La modestia no es su fuerte. -La modestia no es la cualidad principal en un actor. -Se siente capaz de actuar?

-Creo que s, en ocasiones -dijo Andr-Louis evocando su actuacin en Rennes y en Nantes, donde gracias a su capaci­dad histrinica haba llegado al corazn de las masas. El seor Binet se qued pensando un rato.

-Qu sabe de teatro? -pregunt.

-Todo lo que hay que saber- dijo Andr-Louis.

-No os dije que la modestia no es vuestro fuerte?

-Juzgue usted mismo. Conozco las obras de Beaumarchais, Eglantine, Mercier, Chenier y otros muchos de nuestros con­temporneos. Y por supuesto, he ledo a Moliere, a Racine, a Corneille, amn de otros grandes escritores franceses. Entre los autores extranjeros, estoy familiarizado con las obras de Gozzi, Goldoni, Guarini, Bibbiena, Maquiavelo, Secchi, Tasso, Ariosto y Fedini. De los clsicos de la antigedad, conozco toda la obra de Eurpides, Aristfanes, Terencio, Plauto... -Basta! -rugi Pantalone.

-Pero si esto es slo el principio de mi lista -dijo Andr-Louis.

-Puede guardar el resto para otro da. Por todos los santos del cielo, qu le ha llevado a leer a tantos autores dramticos?

-Aunque soy una persona humilde, estudio a la Humani­dad, y hace algunos aos descubr que el hombre est ntima­mente retratado en las obras de teatro.

-Es un descubrimiento original y profundo -dijo Pantalone muy serio-. A m nunca se me hubiera ocurrido. Sin embar­go, es cierto. Es una verdad que dignifica nuestro arte. Para m est claro que usted es un hombre de talento. Lo supe desde el primer momento. Puedo leer en el alma de un hombre, y lo supe desde que dijo: Buenos das. Y ahora, dgame una cosa: cree que podra ayudarme a redactar un argumento? Mi ca­beza, atareada con los mil detalles de la organizacin, no siempre est despejada para ese tipo de trabajo. Cree que podra ayudarme en eso?

-Estoy seguro.

-Claro que s. Yo tambin estaba seguro. Los otros trabajos de Flicien los aprender en un periquete. Bien, bien, si as lo desea, puede venir con nosotros. Supongo que querr que fije un salario...

-Es lo habitual -dijo Andr-Louis.

-Qu le parece diez libras al mes?

-Me parece que no es precisamente un Potos.

-Puedo llegar hasta quince -dijo Binet de mala gana-. Los tiempos que corren son malos.

-Yo har que sean mejores para usted.

-No lo pongo en duda. Entonces, estamos de acuerdo?

-De acuerdo -dijo Andr-Louis. Y as entr al servicio de Tespis.

CAPTULO III

La musa cmica

La entrada de los cmicos de la legua en el pueblo de Guichen no fue tan triunfal como deseaba Bi­net, pero s lo bastante solemne como para dejar boquiabiertos a aquellos aldeanos que vean en aquellas fantsticas criaturas a seres venidos de otro mundo. En primer lugar iba la silla de posta, traqueteando y rechi­nando, tirada por dos caballos flamencos. La guiaba el obeso y macizo Pantalone con un traje escarlata y una enorme nariz de cartn. Detrs, en la caja del coche, iba sentado Pierrot, con un camisn blanco cuyas mangas eran tan largas que le colga­ban, unos anchos calzones del mismo color y tocado con una especie de solideo negro. Tena la cara enharinada y soplaba una estridente trompeta.

Sobre el techo del coche, iban juntos Polichinela, Scaramou­che, Arlequn y Pasquariel. Polichinela vesta de blanco y negro; con su jubn a la moda del siglo anterior, tena sendas joro­bas, una por delante y otra por detrs; adems de una blanca gorguera y un antifaz negro. Iba de pie, haciendo equilibrios para sostenerse en medio del vaivn del carruaje, y tocando un tambor. Los otros tres estaban sentados en el techo, con las piernas colgando hacia fuera. Scaramouche, todo vestido de negro a la usanza espaola del siglo XVII, luca grandes mos­tachos y rasgueaba una guitarra desafinada. Arlequn, con un remendado traje de cuadros con los colores del arco iris, lle­vaba una espada de madera, una mascarilla negra, y entrecho­caba unos platillos. Pasquariel, disfrazado de boticario, con gorro puntiagudo y delantal blanco, haca rer a los curiosos accionando una enorme jeringa de hojalata que emita un do­loroso chirrido.

Asomadas a las ventanillas de la silla de posta, e intercam­biando frases con la gente, iban las tres mujeres de la compa­a. Climne, la dama enamorada, bellamente ataviada de sa­tn floreado, ocultaba sus rizos naturales bajo una peluca en forma de calabaza que le daba aspecto de dama a los ojos de la chusma. Madame, en su papel de madre de la joven ena­morada, vesta con un esplendor tan exagerado que era ri­dculo. Su peinado era una monstruosa estructura adornada con flores y plumas de avestruz. Colombina estaba sentada frente a ellas, de espalda a los caballos, en actitud de falsa mo­destia, con su gorro de blanca muselina y su vestido a rayas verdes y azules.

Lo increble era que aquella vieja silla de posta, que en sus buenos tiempos haba servido de coche a alguna dignidad eclesistica, no se desfondara y se limitara a chirriar bajo aquella carga excesiva e irreverente.

Detrs vena la casa con ruedas conducida por el delgado Rhodomont, con la cara embadurnada de rojo y un enorme bigote que le daba un aire an ms terrible. Llevaba botas altas y ceidas, tahal de cuero, un sombrero de fieltro de ala an­cha con pluma, y a medida que avanzaba, alzaba la voz ame­nazando y maldiciendo. En el techo del carro, estaba sentado el galn solitario. Landre vesta traje de satn azul, con gorguera de encaje, espada pequea, el cabello empolvado, luna­res postizos, impertinentes y zapatos de tacn rojo. Encarnaba al perfecto cortesano, y las mujeres de Guichen se lo coman con los ojos. l consideraba natural todo aquello, y devolva sus miradas con coquetera. Al igual que Climne, pareca es­tar aparte del resto de los miembros de la compaa.

Al final vena Andr-Louis, conduciendo los dos asnos que arrastraban el carro cargado con la utilera. Haba insistido en ponerse una mscara con larga nariz postiza para hacerse el gracioso, pero en realidad era para disfrazar su verdadera identidad. Como no llevaba ningn disfraz, nadie le prestaba atencin a aquel hombre que caminaba junto a los asnos, pues lo consideraban un ser del todo insignificante, de lo cual l se alegraba en el alma.

As le dieron la vuelta a la ciudad, cuya animacin ya empe­zaba a notarse, vindose aqu y all los preparativos para la fe­ria de la semana siguiente. De vez en cuando la cabalgata se detena, cesaban los trompetazos y el redoble del tambor, y Polichinela pregonaba a voz en cuello que a las cinco en pun­to de aquella tarde, en la plaza del viejo mercado, la famosa compaa de improvisadores del seor Binet estrenara una comedia en cuatro actos titulada El padre cruel.

As llegaron frente al ayuntamiento, que dominaba el mer­cado abierto a los cuatro vientos a travs de sus soportales abovedados donde se haban colocado gradas para el pblico. Desde la plaza, los picaros y los rcanos reacios a pagar la en­trada podran ver fugazmente algunos momentos de la obra.

Poco acostumbrado al trabajo manual, para Andr-Louis aquella fue la tarde ms activa de su vida. Levantaron el tabla­do en un extremo del mercado, y l comenz a comprender cuan duro era ganarse quince libras mensuales. Al principio fueron cuatro dedicados a esa tarea, ms bien tres, pues Pantalone slo imparta rdenes. Despojados de sus galas, Rhodomont y Pierrot ayudaban a Andr-Louis en la carpintera. Mientras tanto, los otros cuatro coman en compaa de las seoras. Media hora despus, cuando llegaron los que estaban comiendo para relevarlos, Andr-Louis y sus compaeros fue­ron a comer, dejando a Polichinela al frente del trabajo.

Cruzaron la plaza en direccin a la pequea posada donde se haban alojado. En el estrecho pasillo, Andr-Louis coinci­di con Climne, que ya se haba quitado su aristocrtico ves­tido, mostrndose ahora en apariencia normal.

-Le gusta este trabajo? -le pregunt ella.

-Tiene sus compensaciones -dijo l medio en broma y medio en serio, sin que pudiera saberse qu pensaba a ciencia cierta.

-Nada ms empezar ya necesita compensaciones?

-De hecho las necesit desde el principio -replic l-. Y como las intu, me sent atrado.

Estaban absolutamente solos, pues los dems ya estaban en otra habitacin comiendo.

Andr-Louis, que conoca mejor a los hombres que a las mujeres, no comprendi que la femineidad de la joven, sutil e imperceptiblemente, se le ofreca.

-Cules son esas compensaciones? -pregunt ella con afec­tado candor. Casi al borde del precipicio, Andr-Louis dijo abruptamente:

-Quince libras al mes.

Por un momento ella le mir intrigada. Aquel hombre era desconcertante. Pero enseguida recobr su presencia de nimo.

-Y adems -dijo ella-, tambin hay cama y comida. No ol­vide esto ltimo, pues ya su comida debe de estarse enfriando.

No viene?

-No ha comido an? -pregunt l.

-No -replic ella con un movimiento de su cabeza-. Estaba esperando...

-A quin? -pregunt l inocentemente esperanzado.

-A cambiarme de vestido, tonto -respondi ella brusca­mente.

Habindole arrastrado hasta el tajo, como ella crea, ahora po­dra degollarle. Pero Andr-Louis no tena pelos en la lengua.

-Y, por lo visto, dej los modales colgados en la percha jun­to con su vestido de gran dama, seorita.

El rostro de la joven enrojeci.

-Es usted un insolente -se quej.

-Eso me han dicho varias veces. Pero no lo creo. Primero las damas -dijo abriendo la puerta para cederle el paso, y se in­clin, con una gracia que la confundi, aunque no era ms que una copia del garbo de Fleury, de la Comedia Francesa, tan admirado por Andr-Louis cuando estudiaba en el Liceo Louis Le Grand.

-Muchas gracias, seor -contest ella en tono de desdn.

Mientras coman, Climne no volvi a dirigirle la palabra. En cambio, se dedic con inusual amabilidad al anhelante Landre, aquel pobre diablo que en la escena no lograba actuar como su enamorado porque en la vida real s lo estaba.

Andr-Louis devor sus arenques y su pan moreno. Era una comida humilde, pero en aquel invierno de escasez, era lo nico a que podan aspirar los pobres, y como los negocios de la compaa no iban nada bien, Andr-Louis estaba obligado a aceptar filosficamente los sinsabores de la situacin.

-Supongo que tiene usted un nombre -le dijo Binet en el transcurso de la comida y durante una pausa de la conver­sacin.

-Claro que s, creo que me llamo Parvissimus.

-Parvissimus? Acaso es un apellido? -pregunt Binet.

-En una compaa donde slo el jefe goza del privilegio de tener un apellido, no sera correcto que lo imitara quien no es ms que el ltimo mono. Por eso tomo el nombre que mejor me cuadra y creo que es Parvissimus, lo ms pequeo.

A Binet le diverta aquello. Era curioso que aquel advenedi­zo tuviera tanta imaginacin.

-Oh, estoy seguro de que podremos trabajar juntos en los argumentos!

-Lo preferira a hacer de carpintero -confes Andr-Louis.

A pesar de todo, aquella tarde tuvo que volver a su tarea, y trabajar sin parar un momento hasta las cuatro, hora en que el exigente Binet dio por terminados los preparativos y le or­den a Andr-Louis que dispusiera la iluminacin, que en parte eran velas de sebo, y en parte, lmparas en las que arda aceite de pescado.

A las cinco en punto de la tarde sonaron los tres golpes de bastn y se levant el teln, dando inicio a la obra titulada El padre cruel.

Entre las funciones que Andr-Louis hered del desapareci­do Flicien, estaba la de portero, para lo cual tena que disfra­zarse de Polichinela con una larga nariz de cartn. As lo acor­daron de buen grado, pues de este modo el seor Binet estaba ms seguro de que el recin reclutado no se largara con los in­gresos, y, al mismo tiempo, Andr-Louis -que no era ajeno a la desconfianza de Pantalone- evitaba que nadie lo reconocie­ra en Guichen.

La puesta en escena result floja en todos los sentidos; el au­ditorio fue escaso y poco entusiasta. En los primeros bancos del mercado apenas haba unas veintisiete personas; once de las cuales haban pagado veinte perras chicas por cabeza, y doce las otras diecisiete. En los bancos del fondo, haba otras treinta personas a seis perras chicas por cabeza. En total se re­caudaron dos luises, diez libras y dos perras chicas. Cuando el domingo el seor Binet hubiera pagado el alquiler del mer­cado, la luz y los gastos de la posada, no quedara gran cosa para pagarles a los actores. As que no era extrao que el buen humor del seor Binet se hubiera amargado aquella noche.

-Qu le pareci? -le pregunt a Andr-Louis cuando ter­min la funcin.

-Poda haber sido peor, pero es difcil imaginarlo. Sorprendido, el seor Binet lo mir:

-Dios mo! -exclam-. Es usted franco!

-Una impopular virtud entre los necios, no cree?

-Pero yo no soy necio -dijo Binet.

-Por eso soy franco con usted. Lo hago en honor a la inte­ligencia que supongo en usted.

-Seguro? -pregunt Binet-. Y quin diablos es usted para suponer nada? Sus suposiciones son presuntuosas, seor.

Y dicho esto, se sumi en el ms profundo silencio, entre­gndose a calcular mentalmente sus escasas ganancias.

Pero en la mesa, media hora despus, reanud el tema.

-Nuestra ltima adquisicin, el excelente seor Parvissimus -anunci-, ha tenido el descaro de decirme que nuestra co­media hubiera podido ser peor, pero que difcilmente alguien pudiera imaginar algo as.

Y diciendo esto hinch sus carrillos invitando a los dems a rerse de la necedad del crtico.

-Es muy malo -dijo irnicamente Polichinela, quien se mos­traba tan serio como Rhodomont-. Pero es mucho peor que el pblico haya tenido la desfachatez de pensar lo mismo que l.

-Son una partida de ignorantes y maleducados -dijo Landre sacudiendo desdeosamente su bella cabeza.

-Te equivocas -dijo Arlequn-. Has nacido para el amor, querido amigo, pero no para la crtica.

Landre que, como sabemos, era escaso de entendederas, mir despreciativamente a su interlocutor y le pregunt:

-Y t para qu has nacido?

-Nadie lo sabe -admiti con candidez-. Ni tampoco se sabe por qu nac. Tal es el caso de muchos de nosotros, querido amigo, puedes creerme.

-Pero por qu dices que Landre se equivoca? -pregunt Binet frustrando el principio de una bonita discusin.

-Porque, por regla general, siempre se equivoca. Y tambin porque considero al pblico de Guichen demasiado refinado para apreciar El padre cruel.

-Sera ms exacto decir -intervino Andr-Louis, que era el verdadero causante del debate- que El padre cruel es demasia­do poco refinado para el pblico de Guichen.

-Cul es la diferencia? -pregunt Landre.

-Ninguna. Simplemente he sugerido que es una manera ms feliz de decir lo mismo.

-Nuestro amigo es muy sutil -se burl Binet.

-Y por qu es un manera ms feliz? -pregunt Arlequn.

-Porque es ms fcil acercar El padre cruel al refinamiento del pblico de Guichen que aproximar al pblico de Guichen al poco refinamiento de El padre cruel.

-A ver, a ver, dejadme pensar -gimi Polichinela llevndose las manos a la cabeza.

Pero desde la otra punta de la mesa, sentada entre Colombi­na y Madame, Climne se dirigi a Andr-Louis:

-Le gustara modificar la comedia, no es verdad, seor Par­vissimus?

-Yo lo aconsejara -dijo l inclinando la cabeza.

-Y cmo lo hara?

-Yo?, pues mejorndola.

-Por supuesto! -ironiz ella-. Pero cmo?

-S, eso, que nos diga cmo lo hara -rugi Binet, aadien­do-: Silencio, damas y caballeros, que va a hablar el seor Par­vissimus.

Andr-Louis mir primero al padre, luego a la hija y sonri:

-Dios mo! -exclam-. Estoy entre la espada y la pared. Si escapo con vida de sta, puedo considerarme afortunado. Pero ya que insists, os dir lo que hara. Volvera a leer el texto ori­ginal de la obra, y lo escribira de nuevo ms libremente.

-El original? Qu original? -pregunt Binet, que supues­tamente era el autor de la obra.

-Pues el original, que creo que se titula El seor de Pourceaugnac y que escribi Moliere.

Alguien ri disimuladamente, pero no fue el seor Binet. Su orgullo estaba herido, y en sus ojos apareci algo muy distin­to a su habitual bondad.

-Me est acusando de plagiario? -dijo finalmente-. Cree que le robo las ideas a Moliere?

-Siempre existe -dijo Andr-Louis imperturbable- la posi­bilidad de que dos grandes artistas coincidan en su trabajo.

El seor Binet estudi al joven atentamente. Le hall impe­netrable y decidi arremeter de nuevo.

-Entonces no ha querido decir que yo he plagiado a Moliere?

-Lo que he querido decir es que lo haga -fue la desconcer­tante rplica de Andr-Louis.

El seor Binet se qued pasmado.

-Me aconseja el plagio! Me aconseja a m, Antoine Binet, que a mis aos me vuelva un ladrn!

-Es un ultraje! -clam indignada la damisela.

-Un ultraje! sa es la palabra! Te agradezco que la hayas dicho, querida hija. O sea, seor mo, que confo en usted, le siento a mi mesa, disfruta el honor de entrar en mi compa­a, y encima tiene el atrevimiento de aconsejarme que me convierta en un ladrn, que perpetre el peor robo que pue­de concebirse, el robo de las cosas espirituales, el robo de las ideas. Esto es intolerable. Temo haberme equivocado profun­damente acerca de usted, del mismo modo que usted parece haberse equivocado conmigo. No soy un bribn, como usted supone, y no quiero en mi compaa a un hombre que se atre­ve a aconsejarme que lo sea. Es un ultraje!

Estaba colrico. Su voz retumbaba en la pequea habitacin y todos estaban amedrentados, con los ojos clavados en Andr-Louis, que era el nico absolutamente tranquilo en medio de aquel huracn de virtuosa indignacin.

-Se da cuenta, seor -dijo Andr-Louis con toda su san­ta calma- de que est insultando la memoria de un ilustre muerto?

-Eh? -exclam Binet. Andr-Louis argument:

-Est insultando la memoria de Moliere, la gloria de nues­tro teatro, y una de las ms grandes de nuestro pas, cuando sugiere que haya vileza en intentar lo que ni l ni ningn otro gran autor vacilaron en hacer. Est en un error si supone que Moliere se preocup en ser original en materia de ideas. Est en un error si cree que las historias que nos relata en sus obras nunca antes haban sido relatadas. Como supongo que sabe, aunque parece que lo ha olvidado momentneamente y por eso tengo que recordrselo, la mayora de sus temas salieron de las obras de autores italianos, quienes a su vez los sacaron de sabe Dios dnde. Moliere tom esas viejas historias y las volvi a contar adaptndolas a su lenguaje. Y esto es, precisa­mente, lo que le he aconsejado que haga. Su compaa es una compaa de improvisadores. Ustedes hilvanan el dilogo mientras actan, lo cual es mucho ms de lo que se propuso Moliere. Puede, si lo prefiere, aunque me parece que sera ce­der a un exceso de escrpulo, ir directamente a Boccaccio o a Sacchetti. Pero ni siquiera entonces podra estar seguro de ha­ber llegado a las fuentes originales.

Despus de esta explicacin, Andr-Louis quedaba airoso. Era un gran polemista, capaz de hacer que lo negro pareciera blanco, y viceversa. La compaa qued impresionada, sobre todo Binet, quien en lo sucesivo dispona de un argumento demoledor contra aquellos que en el futuro pudieran acusar­le de plagiario, lo cual -dicho sea de paso- era en verdad. Di­simuladamente, baj la guardia y adopt un tono ms conci­liador:

-Cree entonces -dijo tras la larga ovacin que todos dedi­caron a Andr-Louis- que nuestra comedia El padre cruel po­dra enriquecerse con una relectura de El seor de Pourceaugnac, obra que, tras pensarlo mejor, efectivamente presenta algunas similitudes superficiales con la ma?

-Eso pienso, siempre y cuando lo haga con prudencia. Las cosas han cambiado de Moliere ac.

De resultas, el seor Binet se retir temprano, llevndose consigo a Andr-Louis. Toda la noche permanecieron juntos, y el domingo por la maana volvieron a reunirse.

Despus de comer, Binet ley ante la compaa reunida la nueva versin de El padre cruel, corregida y aumentada bajo la supervisin de Parvissimus. Nadie dudaba acerca de quin era el verdadero autor de aquel nuevo argumento. El lenguaje, la garra que tena la historia, haca que aquellos que conocan la obra de Moliere enseguida captaran que, lejos de aproximarse al original, el nuevo argumento se alejaba de l. El protagonis­ta de Moliere, cuyo nombre daba ttulo a la obra, haba deve­nido un papel insignificante, para gran disgusto de Polichine­la, que era quien lo encarnaba. Pero los otros personajes haban crecido en importancia, salvo el de Landre, que segua siendo igual que antes. Dos grandes papeles eran ahora el de Scaramouche, que interpretaba a Sbrigandini, y el de Pantalone, que haca de padre. Haba tambin un papel cmico para Rhodomont, quien personificaba al matn contratado por Polichinela para aniquilar a Landre. Y en vista de la impor­tancia que ahora tena Scaramouche, la obra fue rebautizada con el ttulo de Fgaro Scaramouche. Lo cual no se consigui sin una tenaz oposicin por parte del seor Binet. Pero su ine­xorable colaborador, que en realidad era el autor de la nueva versin, al fin logr convencerlo.

-Tenemos que estar a tono con nuestro tiempo, seor. Beaumarchais est arrasando en Pars. Su Fgaro es conocido hoy en todo el mundo. Tomemos un poco de su gloria. Eso atrae­r a la gente. Todos preferirn ver un Fgaro a medias antes que ver una docena de Padres crueles. En consecuencia, eche­mos la capa de Fgaro sobre algn personaje, y proclamemos esto en nuestro nuevo ttulo.

-Pero... yo estoy a la cabeza de la compaa -empez a de­cir Binet sin mucha conviccin.

-Si es tan ciego a sus intereses, pronto ser una cabeza sin cuerpo. Y de qu le servira eso? Acaso pueden los hombros de Pantalone lucir la capa de Fgaro? Veo que re, porque la idea le resulta absurda. El personaje ms indicado para lucir la capa de Fgaro es Scaramouche, su hermano gemelo por naturaleza.

As tiranizado, el tirano Binet cedi, consolado por la refle­xin de que si no entenda una palabra de teatro, por lo me­nos haba adquirido por quince libras al mes algo que le hara sanar despus muchos luises.

El entusiasmo con que la compaa acogi el nuevo argu­mento le dio la razn. La excepcin fue Polichinela, pues con las transformaciones haba perdido protagonismo, y declar que la nueva versin era una fatuidad.

-Ah! Te atreves a decir que mi obra es fatua? -le pregunt Binet.

-Tu obra? -dijo Polichinela sacndole la lengua-. Perdn. No me haba dado cuenta de que eras el autor.

-Pues ya va siendo hora de que te enteres.

-Me parece que como autor ests demasiado unido al joven Parvissimus -insinu Polichinela descaradamente.

-Y si as fuera, qu? Qu quieres dar a entender con eso?

-Oh, nada, supongo que lo tienes cerca para que te corte bien las plumas!

-A ti s que te cortar las orejas si no te muestras un poco ms respetuoso -dijo el enfurecido Binet.

Polichinela se levant lentamente.

-Por Dios! -dijo-. Si Pantalone quiere hacer el papel de Rhodomont, lo mejor ser que me vaya. No resulta nada di­vertido interpretando a ese personaje.

Y as, fanfarroneando, se fue antes de que el seor Binet, mudo de rabia, pudiera recobrar el habla.

CAPTULO IV

Sale el seor Parvissimus

A las cuatro de la tarde del lunes, se levant el teln para estrenar la obra Fgaro Scaramouche ante un auditorio que llenaba las tres cuartas partes de la plaza del mercado. El seor Binet atribuy el xito a la afluencia de gente que haba llegado para la feria de Guichen y al magnfico desfile que su com­paa haba hecho por las calles del pueblo a la hora en que estaban ms concurridas. Andr-Louis, en cambio, lo atribu­y al ttulo de la obra. Fue el nombre de Fgaro el que atra­jo a lo ms escogido de la burguesa, que llenaba ms de la mitad de las localidades de veinte perras chicas y tres cuartas partes de los asientos de doce. El anzuelo haba funcionado. Que continuara o no hacindolo, dependa del modo en que el argumento concebido por l fuera interpretado por la Compaa Binet. Del mrito de su argumento no tena duda. Los autores cuyos elementos haba conjugado, estaban entre los mejores, de modo que en honor a la verdad el xito les corresponda a ellos.

La compaa estuvo a la altura del desafo. El pblico sigui con gusto las intrigas de Scaramouche, se deleit con la belle­za y lozana de Climne, se conmovi hasta llorar ante el duro destino que, durante cuatro largos actos, la mantuvo alejada de los amantes brazos del bello Landre, chill de placer ante la ignominia de Pantalone, y se ri de las bufonadas de Arle­qun y de la cobarda de Rhodomont.

El xito de la Compaa Binet en Guichen estaba garantiza­do. Aquella noche los actores bebieron vino de Borgoa a ex­pensas del director. La recaudacin lleg a la suma de ocho luises, es decir, el mejor negocio que Binet haba hecho en toda su carrera, y estaba tan satisfecho que no caba en s. In­cluso lleg a admitir que parte del xito se deba al seor Par­vissimus.

-Sus indicaciones -dijo definiendo exactamente su partici­pacin en la obra- me fueron de gran ayuda, como advert desde el primer momento.

-Y tambin su pericia cortando las plumas -gru Poli­chinela-. No olvide eso. Es muy importante tener al lado un hombre que sepa cortar bien las plumas, y lo tendr en cuen­ta cuando decida meterme a autor.

Pero ni siquiera esta burla pudo malograr la alegra del se­or Binet.

El martes se repiti el xito artstico y aument el econmi­co. Diez luises y siete libras fue la enorme suma que despus de la funcin Andr-Louis, el portero, le entreg a Binet, quien nunca haba visto tanto dinero junto. Y menos en una misera­ble aldea como Guichen, que sin duda era el ltimo lugar del mundo donde hubiera podido esperarse semejante caudal.

-Ah, es que hay feria en Guichen! -le dijo Andr-Louis-. Hay aqu gente de Nantes y de Rennes que viene a comprar y a vender. Maana, ltimo da de la feria, el pblico ser ms numeroso an. Los ingresos aumentarn.

-Aumentarn? Me conformara con que siguieran como hasta ahora, amigo mo.

-De eso puede estar seguro -afirm Andr-Louis-. Bebe­mos otra copa de Borgoa?

Y entonces ocurri la tragedia. Se anunci con una sucesin de golpes y trastazos que culminaron en un estrpito al otro lado de la puerta que hizo que todos se pusieran en pie alar­mados.

De un salto, Pierrot corri a abrir la puerta, y vio en el suelo, al pie de la escalera, a un hombre tendido boca abajo. Se quejaba, por tanto, an viva. Pierrot se acerc para darle la vuelta al cuerpo y descubri que era Scaramouche, haciendo muecas y quejndose amargamente.

Todos los comediantes apretujados detrs de Pierrot se echaron a rer.

-Siempre te dije que cambiaras tu personaje por el mo -grit Arlequn dirigindose al cado-. Eres excelente cayn­dote. Cuntas veces lo has ensayado?

-Desalmado! -grit Scaramouche-. He estado a punto de descalabrarme, y an te res de m?

-Es verdad. Deberamos llorar porque no te has descalabrado del todo. Levntate -contest Arlequn tendindole una mano.

Scaramouche cogi aquella mano, aferrndose a ella para incorporarse, pero lanz otro grito y volvi a desplomarse.

-Mi pie, mi pie! -se quej.

Asustado, Binet se abri paso a travs del grupo de actores. No era la primera vez que el destino le jugaba una mala pasa­da de ese tipo. A eso se deba su aprensin.

-Qu te pasa en el pie?

-Creo que me lo he roto -contest Scaramouche.

-Roto? Bah! Levntate ahora mismo -dijo cogindolo para ponerlo en pie.

Scaramouche se incorpor sobre un solo pie dando alaridos, y cuando quiso apoyar el otro, se le dobl y hubiera vuelto a caerse de no ser porque Binet lo sostena. El saln se llen con los aullidos del accidentado mientras Binet echaba por la boca sapos y culebras.

-Tienes que balar como un ternero, estpido? Estte quie­to. Pronto, traed una silla.

Lleg la silla y Scaramouche se derrumb en ella.

-Djame echarle un vistazo a ese pie.

Sin hacer caso de sus gritos, Binet le quit el zapato y la media.

-Qu tiene este pie? -pregunt examinndolo minuciosa­mente-. Nada que yo pueda ver.

Volvi a cogerlo, sosteniendo el taln en una mano y la pun­ta del pie en la otra, y entonces le dio una vuelta al tobillo. Sca­ramouche chill de agona hasta que Climne detuvo la ma­niobra de su padre agarrndolo por el brazo.

-Dios mo! Es que no tienes sentimientos? -le reproch a su padre- Se ha hecho dao en el pie. Por qu le torturas? Crees que as lo vas a curar?

-Es que no veo nada en ese pie, nada que justifique esos gri­tos. Tal vez slo se lo ha rozado...

-Si slo se lo hubiera rozado no gritara tanto -dijo Mada­me, asomndose por el hombro de Climne-. Tal vez se ha dislocado el tobillo.

-Eso me temo -gimi Scaramouche.

Binet se apart muy disgustado.

-Llevadlo a la cama -dijo- y que venga a verlo un mdico.

As lo hicieron. Despus de ver al enfermo, el mdico infor­m que no era nada grave, que evidentemente al caerse se ha­ba torcido un poco el pie, y que bastaran unos das de repo­so para que se recuperara.

-Unos das! -grit Binet-. Redis! Significa eso que no puede caminar?

-Es imposible, lo ms que podra hacer sera dar un par de pasos.

El seor Binet le pag al mdico y se sent a reflexionar. Be­bi un vaso de Borgoa de un solo trago y se qued sentado mirando fijamente el vaso vaco.

-Por qu tendrn que pasarme siempre estas cosas? -mas­cull sin dirigirse a nadie en particular. Los miembros de su compaa le miraban en silencio compartiendo su conster­nacin-. Tena que haber previsto que algo as iba a sucederme desde el momento en que la suerte empezaba a sonrerme en muchos aos. Ahora todo ha acabado. Maana nos vamos. El mejor da de la feria, en la cumbre del xito, con cerca de quince luises al alcance de la mano! Oh, Dios mo!

-Va a suspender la funcin de maana? -pregunt Andr-Louis, y Binet y los dems se volvieron a l.

-Acaso podemos representar el Fgaro Scaramouche sin Scaramouche? -exclam Binet con sorna.

-Por supuesto que no -dijo Andr-Louis acercndose-. Pero s podramos reorganizar el reparto. Por ejemplo, tene­mos un excelente actor en Polichinela.

El aludido hizo una profunda reverencia.

-Esa alabanza me abruma! -dijo irnicamente.

-Pero ya tiene un papel! -objet Binet.

-Un papel insignificante que Pasquariel podra interpretar.

-Y quin hace el de Pasquariel?

-Nadie. Se suprime. La obra no se resentir por eso.

-ste piensa en todo -dijo burln Polichinela-. Qu hom­bre!

Pero Binet no estaba del todo convencido.

-Sugieres que Polichinela podra hacer el papel de Scara­mouche? -pregunt incrdulo.

-Por qu no? Tiene bastante oficio.

-Otra vez estoy abrumado! -coment Polichinela.

-Un Scaramouche con ese aspecto? -dijo Binet sealando con el dedo la facha de Polichinela.

-A falta de algo mejor! -dijo Andr-Louis.

-Primero me abruma y ahora me aplasta! -esta vez la reve­rencia de Polichinela fue magistral-. De hecho, tendr que sa­lir a tomar el aire antes de que me ruborice.

-Vete al diablo! -ladr Binet.

-Tanto mejor -Polichinela abri la puerta, en cuyo umbral se detuvo para declarar en forma terminante-: Escchame bien, Binet, ahora no pienso hacer el papel de Scaramouche bajo ninguna circunstancia.

Y muy dignamente hizo mutis. Andr-Louis alz los brazos y los dej caer:

-Lo has echado a perder todo -le dijo a Binet-. Esto hubie­ra podido arreglarse fcilmente. Pero en fin, t eres el jefe, y si as lo quieres, nos marcharemos.

Y tambin sali. El seor Binet se qued un rato pensando. Despus se levant apresuradamente y alcanz al joven en la puerta de la calle.

-Vamos a dar una vuelta, amigo Parvissimus -le dijo afa­blemente.

Cogi por el brazo a Andr-Louis y se lo llev a pasear por las calles ms concurridas del pueblo. Despus de atravesar la plaza del mercado, se dirigieron al puente.

-No creo que tengamos que irnos maana -le anunci Bi­net-. De hecho, maana por la noche actuaremos aqu.

-Hablas como si no conocieras a Polichinela. Est muy...

-No estoy pensando en Polichinela.

-Y entonces en quin?

-En ti.

-Me halagas. Y en qu sentido has pensado en m? -pre­gunt Andr-Louis, que haba notado algo demasiado lisonje­ro para su gusto en la voz del seor Binet.

-Pues para que hagas el papel de Scaramouche.

-Sueas! -dijo Andr-Louis-. O me ests tomando el pelo?

-Nada de eso. Estoy hablando muy en serio.

-Pero yo no soy actor.

-Pero has dicho que podras serlo.

-En ciertas ocasiones... Y si acaso, en papeles menores...

-Pues aqu tienes un gran papel. sta es tu ocasin de llegar a la cspide. Cuntos hombres han tenido una suerte as?

-Es una suerte que no ambiciono, seor Binet. Ser mejor que cambiemos de tema.

Andr-Louis mostraba indiferencia, entre otras razones, porque intua en la actitud de Binet algo vagamente amena­zador.

-Cambiaremos de tema cuando a m me plazca -dijo Binet dejando traslucir en sus untuosas palabras un destello de du­reza-. Maana por la noche actuars en el papel de Scaramou­che. Tienes la figura ideal, la sagacidad y la mordacidad reque­ridas para interpretar a ese personaje. Tendrs un gran xito.

-Lo ms probable es que tenga un rotundo fracaso.

-Eso no importa -dijo Binet cnicamente y enseguida se explic-: El fracaso sera tuyo, pero los ingresos ya estaran en mi bolsillo.

-Muy amable de tu parte-dijo Andr-Louis.

-Maana por la noche haremos quince luises.

-Es una gran desgracia que te hayas quedado sin Scaramou­che -dijo Andr-Louis.

-Pero es una suerte que haya encontrado otro, seor Parvissimus.

Andr-Louis se solt del brazo de Pantalone.

-Empieza a cansarme tu insistencia -dijo-, regreso a la po­sada.

-Un momento, seor Parvissimus. Si he de perder esos quince luises, comprenders que busque una compensacin por otra va...

-Eso no me concierne, seor Binet.

-Perdn, seor Parvissimus. Me parece que s te concierne -y diciendo esto Binet volvi a cogerlo del brazo-. Por favor, te ruego que cruces la calle conmigo. Vamos slo hasta la ofi­cina de Correos. All quiero ensearte algo.

Andr-Louis lleg con l hasta la puerta de Correos. Antes de leer la hoja de papel clavada en la puerta de la estafeta, ya haba adivinado su contenido: pagaban veinte luises a quien ayudara a capturar a un tal Andr-Louis Moreau, abogado de Gavrillac, un acusado de sedicin al que se buscaba por orden del procurador del rey.

Binet le observ mientras lea. Todava estaban cogidos del brazo y Pantalone no lo soltaba.

-Y ahora, amigo mo -dijo-, escoge entre ser el cmico Par­vissimus y actuar maana como Scaramouche o ser Andr-Louis Moreau, de Gavrillac, e ir a Rennes a vrtelas con el pro­curador del rey.

-Y si estuvieras en un error? -dijo Andr-Louis ocultndo­se tras una mscara imperturbable.

-Me arriesgar a equivocarme -dijo Binet-. Delante de m dijiste que eres abogado. Eso fue una indiscrecin, querido amigo.

Es demasiada coincidencia que dos abogados, en una misma regin, tengan que ocultarse al mismo tiempo. Como ves, no hay que ser muy ingenioso para llegar a descubrirte. En fin, Andr-Louis Moreau, abogado de Gavrillac, qu vas a hacer?

-Hablaremos de eso mientras regresamos -dijo Andr-Louis.

-De qu hablaremos?

-De un par de cosas. Debo saber cul es el terreno que estoy pisando. Caminemos, por favor.

-Muy bien -dijo Binet mientras regresaban, sin soltarle el brazo por temor a que fuera a escaparse. Pero era una precau­cin intil. Andr-Louis no era hombre que gastase su energa en vano, y saba que su fuerza fsica no era nada comparada con la del corpulento Pantalone.

-Si yo cediera ante tu persuasiva elocuencia -dijo Andr-Louis suavemente-, qu garanta me dars de no ir a vender­me por veinte luises despus de que me hayas utilizado como actor?

-Te doy mi palabra de honor -dijo enfticamente el seor Binet.

Andr-Louis se ech a rer.

-Oh, ahora me hablas de honor! Realmente, seor Binet, crees que soy un imbcil?

-Tal vez tengas razn -gru Binet, furioso, aunque rojo de vergenza-. Pero qu garanta puedo darte?

-No lo s.

-Ya dije que ser fiel a mi palabra.

-Hasta que te resulte ms rentable venderme.

-En tus manos est hacer que sea ms rentable para m no perderte. A ti debemos el xito que hemos tenido en Guichen. Como ves, lo confieso con franqueza.

-En privado -agreg Andr-Louis.

El seor Binet pas por alto el sarcasmo.

-Lo que aqu has hecho por nosotros con Fgaro Scaramouche puedes hacerlo en otras partes con otros argumentos. Como es lgico, a m no me conviene perderte. sa es tu garanta.

-Sin embargo, esta noche estabas dispuesto a venderme por veinte luises.

-Porque... redis!... Me sacaste de quicio negndome un servicio que puedes prestarme! Si yo fuera tan canalla como supones, te hubiera podido vender el sbado pasado. Me gus­tara que nos comprendiramos mejor, querido Parvissimus.

-Por favor, no te disculpes. Sera una lata!

-Es lgico que te burles de m. Nunca pierdes ocasin de burlarte. Eso te traer muchos problemas en la vida. Bueno, ya hemos llegado a la posada y todava no me has dicho cul es tu decisin.

Andr-Louis le mir.

-Tengo que ceder, por supuesto. No tengo eleccin.

El seor Binet solt al fin su brazo y le dio una cariosa pal­mada en la espalda.

-Bien dicho, muchacho. No lo lamentars. Si yo s algo de teatro, puedes estar seguro de haber tomado la gran decisin de tu vida. Maana por la noche me lo agradecers.

Andr-Louis se encogi de hombros y avanz hacia el hotel. Binet le llam:

-Parvissimus!

Andr-Louis se volvi para ver cmo aquel enorme hombre le tenda la mano a la luz de la luna.

-Sin rencor? Es algo que no me gusta acumular en la vida. Nos damos las manos y olvidamos todo esto.

Andr-Louis le contempl disgustado. Estaba a punto de es­tallar. Pero comprendi que sera ridculo, casi tan ridculo como astuto y vil era Pantalone. Sonri y estrech la mano que el otro le ofreca.

-Sin rencor? -insisti Binet.

-Sin rencor -repiti Andr-Louis.

CAPTULO V

Entra Scaramouche

Vestido con el ajustado traje de otros tiempos, todo de negro desde la gorra de terciopelo hasta los zapatos, con la cara embadurnada de blanco y un bigotillo rizado; con su sable corto y una gui­tarra a la espalda, Scaramouche se contempl en el espejo, dis­ponindose a mostrarse mordaz.

Pens que su vida, que hasta haca poco haba sido esencial­mente pacfica y contemplativa, de pronto era mucho ms ac­tiva. En slo una semana, haba sido abogado, orador popular, forajido, tramoyista, carpintero, portero, y por ltimo estaba a punto de convertirse en bufn. El mircoles de la semana an­terior haba despertado la clera en el pueblo de Rennes, y este mircoles deba despertar la hilaridad en el de Guichen. Antes haba arrancado lgrimas, y ahora su misin era arrancar car­cajadas. A pesar de que haba una diferencia, haba una seme­janza. En ambos casos haba sido comediante, y el papel que en Rennes haba interpretado se pareca en algo al que ahora tena que representar en Guichen. Al fin y al cabo, qu haba sido en Rennes sino una especie de Scaramouche, un astuto intrigante que sembraba la semilla del malestar ingeniosa­mente? La nica diferencia consista en que ahora sala al es­cenario con el nombre que mejor encajaba con su talante y su carcter, mientras que la vez anterior se haba disfrazado de respetable abogado de provincias.

Tras hacer una profunda reverencia ante la imagen que le devolva el espejo, se insult:

-Bufn! Al fin has encontrado tu verdadera personalidad. Por fin ests en posesin de tu herencia. Seguramente tendrs un gran xito.

Al or que el seor Binet le llamaba por su nuevo nombre, baj, y se encontr a toda la compaa aguardndole en el ves­tbulo de la posada. El director le examin con ojos inquisito­riales, y su hija, la damisela, tambin lo hizo mirndolo de arriba abajo.

-No est mal -dijo Binet comentando la caracterizacin del nuevo actor-. Al menos tiene la apariencia del personaje.

-Desgraciadamente los hombres no siempre son lo que apa­rentan -dijo Climne irnicamente.

-sa es una verdad que a m no me aplica -dijo Andr-Louis-. Porque por primera vez en mi vida, parezco lo que soy.

La seorita hizo un mohn y le dio la espalda. Pero los de­ms consideraron su frase muy ingeniosa, seguramente por­que no la haban entendido bien. Colombina le anim con una sonrisa, y el seor Binet asegur que Andr-Louis conse­guira un gran xito, pues entraba en su papel con mucha vi­vacidad. Despus, con voz que pareca haber pedido prestada al ruidoso capitn, el seor Binet orden que todos desfilaran solemnemente hasta la plaza del mercado.

El nuevo Scaramouche iba al lado de Rhodomont. El anti­guo, cojeando y con muleta, haba salido una hora antes para ocupar el sitio del portero ahora vacante por el cambio de funciones de Andr-Louis.

Con Polichinela a la cabeza, tocando su gran tambor, y Pie­rrot soplando la trompeta, todos pasaron entre dos hileras de galopines que gozaban de aquel espectculo sin pagar nada.

Poco despus sonaban los tres consabidos golpes de bastn, alzndose el teln para mostrar una lamentable escenografa -mezcla de jardn con bosque- donde Climne miraba febril­mente a lo lejos, aguardando impaciente la llegada de Landre. Entre bastidores, el melanclico galn, esperaba su turno para entrar en escena. Casi inmediatamente despus deba se­guirle Scaramouche.

En ese momento, Andr-Louis experiment una especie de vrtigo. Trat de repasar mentalmente el primer acto de aquella comedia de la que era autor, pero tena la mente en blanco. Confuso y sudoroso, retrocedi, hasta llegar a la pared donde, bajo la dbil luz de un lmpara, estaba pegada una hoja de pa­pel con un resumen del argumento de la obra. Estaba releyn­dola cuando lo cogieron por un brazo y le arrastraron violen­tamente hacia los bastidores. Vio vagamente el rostro grotesco de Pantalone, y escuch su voz ronca:

-Climne ha pronunciado ya tres veces la palabra que apun­ta tu entrada.

Antes de que pudiera darse cuenta de lo que le decan, fue empujado a la escena, donde permaneci unos instantes alela­do, sbitamente deslumbrado por las candilejas. Estaba tan aturdido que una risotada tras otra fue el saludo que le dedi­c el pblico desde la plaza. Temblando un poco, cada vez ms asustado y confundido, se qued all, inmvil, recibiendo el ruidoso tributo a su estupidez. Climne le miraba burlona, sa­boreando de antemano su humillacin. Landre le contem­plaba consternado, y entre bastidores, el seor Binet, daba sal­tos de rabia.

-Maldita sea! -farfull dirigindose a los miembros de la compaa que estaban a su alrededor, tan preocupados como l-. Qu va a pasar cuando el pblico descubra que este des­graciado no es un actor?

Pero el pblico no descubri nada. El miedo escnico que paralizaba a Scaramouche slo dur un momento. Compren­di que se estaban riendo de l, y record que Scaramouche debe hacer rer, pero no ser motivo de risa. Tena que salvar la situacin volvindola a su favor lo mejor que pudiera. Enton­ces convirti su confusin, su autntico terror, en un terror deliberado, en una confusin fingida, mucho ms exagerada y, por lo tanto, ms divertida. Mirando en la distancia, dio a en­tender al pblico que su espanto se deba a alguien que estaba fuera del escenario. Se escondi detrs de unos arbustos de cartn pintados y, cuando las risas disminuyeron, se dirigi a Climne y a Landre:

-Perdonadme, bella dama -dijo-, si mi brusca aparicin os ha podido asustar. Desde mi ltimo problema con Almaviva, ya no soy el mismo. Tampoco lo es mi corazn. Cuando vena hacia ac, all en el prado, me encontr con un viejo que lle­vaba un garrote, y tuve el horrible pensamiento de que pudie­ra ser vuestro padre y de que nuestra inocente estratagema para casaros haba sido descubierta. Creo que fue el garrote lo que me inspir esa idea tan descabellada. Y no es que tenga miedo. En realidad, no tengo miedo a nada. Pero no pude me­nos que reflexionar que de haber sido vuestro padre, me hu­biera roto la cabeza con su garrote, y todas vuestras esperan­zas habran desaparecido conmigo. Qu sera de vosotros sin m, pobres chiquillos?

Las carcajadas del pblico animaron gradualmente al recin estrenado actor hasta hacer que recobrara su presencia de ni­mo. Evidentemente le crean un cmico consumado, mucho ms cmico de lo que l haba imaginado. Aquel histrionismo se deba en cierto modo a una circunstancia ajena a su nuevo oficio de actor. El temor a ser reconocido por alguien de Gavrillac o de Rennes, le haba obligado a maquillarse y disfrazarse exageradamente. Tambin haba distorsionado su voz, aprove­chando el hecho de que Fgaro era espaol. En el Liceo Louis Le Grand haba conocido a un espaol que hablaba un fran­cs chapurreado, prdigo en grotescos sonidos sibilantes. Mu­chas veces l haba imitado aquel dejo para hacer rer a sus condiscpulos. Oportunamente se haba acordado de aquel es­tudiante espaol, y pronunci todo su parlamento con aquel acento. El pblico de Guichen lo hall tan cmico en sus la­bios, como antes sus compaeros de estudios lo haban halla­do en labios del ridiculizado espaol.

Cuando Binet, entre bastidores, escuch aquella graciosa improvisacin que no figuraba en el argumento, sinti que to­dos sus temores se disipaban.

-Redis! -murmur, riendo entre dientes-. Todo su terror era intencionado!

De todas maneras, no le caba en la cabeza que un hombre tan dominado por la confusin, como en un principio le ha­ba parecido Andr-Louis, hubiese podido recobrar su inge­nio tan rpida y eficazmente. Por eso an le quedaban algunas dudas.

Cuando el teln cay, al finalizar el primer acto, que trans­curri con un xito nunca antes conocido en los anales de la compaa -gracias al nuevo Scaramouche sobre quien recaa el peso de aquella primera parte-, el seor Binet acudi al pe­queo espacio que haca las veces de camerino para hacerle al­gunas preguntas a Andr-Louis y as salir de dudas.

All estaba toda la compaa reunida, felicitando al debu­tante. Scaramouche, un poco excitado por el xito -y aunque ms tarde lo consider una tontera-, aprovech las preguntas de Binet para vengarse de Climne por haber disfrutado tan­to con su pasajero miedo escnico:

-No me extraan tus preguntas -le dijo a Binet-. Es verdad que deb avisarte de mi intencin de hacer desde el primer momento lo que se me ocurriera para predisponer al pblico a mi favor. Pero la seorita Climne estuvo casi a punto de arruinarlo todo al negarse a corresponder al terror que yo fin­ga. Ni siquiera se mostr ligeramente asustada. La prxima vez, seorita, avisar por anticipado todas y cada una de mis intenciones.

La joven se ruboriz a pesar del maquillaje que embadurna­ba su rostro. Pero cuando se dispona a contestarle, tuvo que aguantar la regaina de su padre, que la culpaba con tanta ms energa cuanto que l mismo se haba dejado engaar por la que ahora se juzgaba como suprema actuacin de Scara­mouche.

El xito de Scaramouche en el primer acto, se repiti a lo lar­go de toda la funcin. Completamente dueo de s mismo, y con el estmulo que slo da el xito, se super a s mismo. Im­prudente, astuto, gracioso, encarnaba el autntico arquetipo de Scaramouche sin dejar de poner en el personaje mucho de lo que recordaba de Beaumarchais. De este modo, los ms ente­rados del pblico notaban algo del verdadero Fgaro, lo cual les haca sentirse en contacto con el gran mundo de la capital.

Cuando el teln cay definitivamente, Scaramouche y Climne participaron de los honores del xito de aquella no­che saliendo a saludar a escena ms de una vez, pues los es­pectadores coreaban pidiendo que salieran de detrs de las cortinas.

Ms tarde, cuando ya el pblico se retiraba, el seor Binet se acerc a Andr-Louis frotndose las gruesas manos. Con aquel joven abogado haba llegado la suerte. El inesperado xito de Guichen, sin parangn en la historia de aquella compaa de la legua, se repetira y aumentara en otros lugares. Ya se haba acabado eso de acampar y dormir a la sombra de los rboles y en los graneros. La adversidad haba quedado atrs. Binet le puso una mano en el hombro a Scaramouche, y lo contempl con una sonrisa aduladora que ni la pintura roja de sus meji­llas, ni la colosal nariz postiza, pudieron disimular.

-Y ahora, qu me dices? -le pregunt-. Me equivoqu al asegurarte que tendras xito? Crees que llevo toda una vida en el teatro para no saber descubrir a un actor nato? Te he des­cubierto, Scaramouche. Te he descubierto incluso ante ti mis­mo, te he puesto en el camino de la fama y la fortuna. Y espe­ro que me lo agradezcas.

Scaramouche se ri, pero no era una risa del todo agradable.

-Siempre sers Pantalone! -dijo.

El gran rostro de Binet se nubl.

-Veo que an no has olvidado mi pequea estratagema que al fin y al cabo ha servido para hacerte justicia a ti mismo. Pe­rro ingrato! El nico propsito que me anim era conseguir tu triunfo. Si sigues hacindolo as de bien, llegars hasta Pa­rs. Podrs entrar en la Comedia Francesa, y rivalizar con Tai­ma, con Fleury y con Dugazon. Cuando eso ocurra, tal vez sentirs la gratitud que le debes al viejo Binet. Porque todo se lo debes a este viejo tonto, pero de buen corazn.

-Si fueras tan buen actor en la escena como lo eres en la ida privada -dijo Scaramouche-, hace tiempo que hubieras en­trado por la puerta grande en la Comedia Francesa. Pero no te guardo rencor, Binet.

Y se ech a rer, tendindole una mano que Binet estrech efusivamente.

-Me alegro -declar el director de la compaa-. Tengo grandes planes para ti, muchacho. Maana iremos a Maure, donde hay feria este fin de semana. El lunes nos presentare­mos en Pipriac. Y despus, ya veremos. Es posible que est a punto de realizarse el sueo de mi vida. Creo que esta noche hemos tenido una recaudacin de unos quince luises. Pero... dnde diablos est ese pillo de Cordemais?

Cordemais era el nombre verdadero del antiguo Scaramou­che, que tan inoportunamente se haba torcido el pie. El he­cho de que Binet le llamara por su nombre real indicaba a las claras que en la compaa haba dejado de ser para siempre el intrprete de Scaramouche.

-Vamos a buscarle y luego brindaremos en la posada con una botella de Borgoa. O tal vez con dos botellas...

Pero no encontraron a Cordemais. Ninguno de los miem­bros de la compaa le haba visto desde el final de la funcin. El seor Binet se dirigi a la entrada. All tampoco estaba. Al principio, Binet se disgust, y despus, mientras gritaba en vano su nombre, empez a inquietarse. Por ltimo, cuando Polichinela, descubri la muleta de Cordemais, abandonada detrs de la puerta de la taquilla, el seor Binet se alarm en serio. La terrible sospecha que le asalt le hizo palidecer in­cluso bajo la capa de maquillaje rojo.

-Pero si esta noche no poda caminar sin muleta -grit-. Cmo la ha dejado aqu y se ha marchado?

-Tal vez ha ido a la posada -sugiri alguien.

-Pero si no poda andar sin la muleta -insisti Binet.

Como era evidente que no estaba en el teatro improvisado en la plaza, ni en todo el espacio que abarcaba el mercado, todos decidieron ir a la hospedera donde ensordecieron a la po­sadera con sus preguntas.

-S -contest ella-. El seor Cordemais estuvo por aqu hace ya bastante rato.

-Dnde est ahora?

-Volvi a irse enseguida. Slo vino por su maleta.

-Por su maleta? -Binet estaba a punto de sufrir un ataque de apopleja-. Cunto tiempo hace de eso?

La posadera mir el reloj que estaba encima de la chimenea.

-Har una media hora. Poco antes de que pasara la diligen­cia de Rennes.

-La diligencia de Rennes! -el seor Binet apenas poda ha­blar-. Poda... poda caminar? -pregunt con ansiedad.

-Caminar? Cuando sali de aqu corra como una liebre, cosa que me pareci un poco rara, pues ayer cojeaba mucho. Sucede algo?

El seor Binet se derrumb en una silla. Ocult el rostro en­tre las manos y empez a llorar.

-El muy granuja ha estado actuando todo el tiempo -excla­m Climne-. Su cada fue un treta. Todo lo plane para ro­barnos!

-Quince luises, por lo menos, tal vez diecisis! Oh, maldi­to traidor! Robarme a m, que he sido como un padre para l!... Y, sobre todo, robarme en este momento!

Del atribulado y silencioso grupo de miembros de la com­paa, todos pensando que sus salarios se veran reducidos, brot una carcajada.

El seor Binet mir al grupo con los ojos inyectados en sangre.

-Quin se re? -rugi-. Quin tiene el atrevimiento de rerse de mi desgracia?

Andr-Louis, an aureolado por el reciente xito de su Sca­ramouche, dio un paso al frente sin dejar de rer:

-Eres t? No te reiras tanto si se me ocurriera resarcirme de esta prdida como yo s.

-Imbcil! -dijo Scaramouche con desdn-. Elefante con ce­rebro de mosquito! Qu importa que Cordemais se haya ido con quince luises, si nos ha dejado algo que vale veinte veces ms?

El seor Binet le mir sin comprender.

-Creo que has bebido ms de la cuenta.

-S, he bebido en la fuente de Tala. Es que no te das cuen­ta? No ves el tesoro que Cordemais nos ha dejado tras de s?

-Qu rayos nos ha dejado?

-Una idea genial para un nuevo argumento. Lo veo todo clarsimo. La nueva comedia se titular Las picardas de Scara­mouche, y si el pblico de Maure y de Pipriac no se desternilla de la risa, ser yo quien en el futuro haga el papel del lerdo Pantalone.

Polichinela se dio una palmada en la frente.

-Genial! -exclam-. Sacar fortuna del infortunio, conver­tir la prdida en ganancia, a eso le llamo yo autntico talento!

Scaramouche inclin la cabeza cortsmente.

-Polichinela -dijo-, te llevo en el alma. Me gusta la gente que sabe reconocer mis mritos. Si Pantalone tuviera la mitad de tu inteligencia, beberamos Borgoa esta noche, a pesar de la fuga de Cordemais.

-Borgoa? -bram el seor Binet. Pero antes de que pu­diera continuar, Arlequn dio un par de palmadas:

-Eso es tener valor, seor Binet! Ha odo, posadera? El se­or Binet ha pedido vino de Borgoa para todos.

-Yo no he pedido nada.

-Pero la posadera s lo ha odo.

-Todos lo hemos odo -dijeron a coro los dems mientras Scaramouche sonrea dndole palmaditas en la espalda al des­consolado Pantalone.

-Vamos, hombre, nimo. No decas que la fortuna nos abra sus puertas? Venga, hagamos un brindis por el xito de Las picardas de Scaramouche.

Y el seor Binet, aunque a regaadientes, recuper un poco el nimo y empez a beber como los dems.

CAPTULO VI

Climne

Las ms exhaustivas investigaciones llevadas a cabo entre los muchos argumentos para los acto­res que improvisaban en la poca, no han podido sacar a la luz el original de Las picardas de Scaramouche que, segn se afirma, consolid la fortuna de la Com­paa Binet. La comedia se estren en el pueblo de Maure, una semana despus de los sucesos antes narrados. La represent Andr-Louis, quien ahora era conocido, tanto por la compa­a como por el pblico, con el nombre de su personaje: Scaramouche. Si en el Fgaro Scaramouche se haba lucido, en la nueva obra, cuyo argumento era superior, hizo un derroche de destreza histrinica.

Despus de Maure, dieron cuatro funciones en Pipriac: dos de cada una de las farsas que ahora formaban lo ms selecto del repertorio de Binet. En ambas Scaramouche despleg toda habilidad. Tan bien marchaba todo, que Andr-Louis le sugiri a Binet la idea de ir -despus de las representaciones de la semana prxima en Fougeray- a probar fortuna en el Teatro Real de la importante ciudad de Rdon. En un prin­cipio, esa perspectiva asust a Binet, pero tras pensarlo me­jor, y halagado en su ambicin por Andr-Louis, cedi a la tentacin.

Andr-Louis crea haber encontrado su verdadera vocacin, y no slo empez a cogerle el gusto, sino que lleg a pensar que en su doble carrera de actor y autor podra llegar a ser miembro de la Comedia Francesa, donde tendra ms posibi­lidades de desarrollar su nuevo oficio. De bosquejar argumen­tos para los actores que improvisaban en la escena, podra llegar a escribir dilogos, verdaderas obras dramticas, en el sentido exacto de la palabra, magnficas e inolvidables come­dias al estilo de Chenier, Eglantine y Beaumarchais.

Estos sueos revelaban la aficin que el sedicioso de Rennes senta ahora por aquella profesin en la que la madre Azar y el seor Binet le haban iniciado. Su talento como autor y como actor era indudable. Y no haba que descartar que pu­diera conquistar un puesto preeminente entre los dramatur­gos franceses, realizando as su sueo. Pero a pesar de estas ilusiones, Andr-Louis no descuidaba el lado prctico de las cosas.

-Te has dado cuenta -le dijo un da a Binet- de que tu for­tuna est en mis manos?

Ambos estaban sentados frente a frente, en la sala de la po­sada de Pipriac, bebiendo una botella de Volnay. Acababa de terminar la cuarta y ltima representacin de Las picardas de Scaramouche en aquel pueblo, donde el negocio haba sido tan bueno como en Maure y en Guichen, cosa que el lector sin duda habr deducido ya por el detalle de que estuvieran be­biendo un excelente vino de Volnay.

-Me dar cuenta, mi querido Scaramouche, cuando sepa lo que te traes entre manos.

-Considero que los incentivos que recibo son insuficientes. Por quince libras al mes ningn hombre vende dones tan ex­cepcionales como los mos.

-Hay una alternativa -dijo Binet siniestramente.

-No la hay. No seas tonto, Binet.

Binet se irgui como si le hubieran pinchado. Ningn miembro de su compaa se atreva a enfrentarse con l tan directamente.

-De todos modos, puedes apelar a esa alternativa si quieres -prosigui Scaramouche con indiferencia- Sal y notifcale a la polica que puede echarle el guante a un tal Andr-Louis Moreau. Pero eso ser el fin de tu sueo de ir a Rdon y de actuar por primera vez en tu vida, en un verdadero teatro. Sin m no podrs hacerlo, y yo no voy a Rdon ni a ninguna otra parte ms, ni siquiera a Fougeray, hasta que hagamos un con­trato ms justo.

-Diablos! -se lament Binet-. Crees que tengo alma de usurero? Cundo hicimos nuestro anterior contrato yo no te­na idea de que fueras tan valioso, cmo poda tenerla? Pero basta que me lo recuerdes, querido Scaramouche. Soy un hombre justo. A partir de hoy te dar treinta libras al mes. Te doblo el sueldo en el acto. Como ves, soy un hombre gene­roso.

-Pero no ambicioso. Ahora escchame un momento.

Y procedi a exponer un plan que dej mudo de terror a Binet.

-Despus de Rdon, iremos a Nantes -dijo-, a Nantes y al Teatro Feydau.

El seor Binet iba a coger una copa y el brazo se le paraliz en el aire. El Teatro Feydau era una especie de Comedia Fran­cesa a escala provincial, y el gran Fleury haba actuado all ante uno de los pblicos ms exigentes y crticos de Francia. Slo la idea de ir a Rdon le pareca al gordo Pantalone una te­meridad. Y el teatro de Rdon era un guiol comparado con el de Nantes. Y a pesar de todo, aquel atrevido muchacho a quien l haba recogido por casualidad tres semanas atrs y que, de abogado de provincia, haba pasado a convertirse en autor y actor, se atreva a hablar de Nantes y del Teatro Feydau sin mudar de color.

-Pero por qu no me propones ir a Pars y a la Comedia Francesa? -dijo Binet irnicamente, cuando al fin pudo reco­brar el aliento.

-A su debido tiempo -respondi Scaramouche con desen­fado.

-Eh? T ests borracho, amigo mo.

Pero Andr-Louis detall el plan que tena en mente. Fou­geray sera una especie de ensayo general para saltar a Rdon, y a su vez, Rdon sera lo mismo para luego lanzarse a Nantes. Permaneceran en Rdon mientras el pblico pagara por ir a verlos, trabajando con ahnco para perfeccionarse y pulir hasta los ms mnimos detalles. Aadiran a su elenco tres o cua­tro actores talentosos. l escribira tres o cuatro nuevos argu­mentos, que seran ensayados y mejorados, hasta que la compaa contara con un repertorio de por lo menos media docena de obras de indiscutible calidad. Una parte de los be­neficios se destinara a comprar mejores decorados y ves­tuario, y finalmente, si todo sala bien, en un par de meses la Compaa Binet estara preparada para probar fortuna en la ciudad de Nantes. Ciertamente a las compaas que iban al Tea­tro Feydau sola exigrseles cierto prestigio. Pero, por otra par­te, desde haca muchas generaciones en Nantes no se haba visto una compaa que hiciera teatro improvisado. Eso sera una gran novedad. Y Scaramouche se comprometa, si todo quedaba en sus manos, a resucitar la Comedia del Arte con to­das sus viejas glorias que excederan las expectativas del p­blico de Nantes.

-Despus de Nantes, hablaremos de Pars -concluy-. Del mismo modo que decidiremos lo de Nantes a partir de lo que pase en Rdon.

El poder de persuasin de Andr-Louis, que haba sido ca­paz de arrastrar a las multitudes, acab arrastrando tambin al seor Binet. La perspectiva que Scaramouche le presentaba, aunque audaz, era tambin tentadora, y como Scaramouche tena respuestas para todos sus reparos, Binet acab prome­tiendo que pensara en el asunto.

-Redon nos marcar el rumbo -dijo Andr-Louis-, y no tengo la menor duda acerca de cul ser ese rumbo.

As, la gran aventura de Rdon acab por parecer insignifi­cante, al ser considerada como un ensayo general para hazaas artsticas de mayor envergadura. En su momentnea exaltacin, Binet pidi otra botella de Volnay. Scaramouche esper a que la descorcharan para proseguir:

-La cosa parece posible -dijo con indiferencia y mirando el vaso al trasluz-, mientras yo est a tu lado.

-De acuerdo, mi querido Scaramouche, fue una suerte para ambos que nos conociramos.

-Para ambos -repiti Scaramouche con nfasis-. Eso mis­mo quera yo decir. As que no creo que vayas a entregarme a la polica.

-Cmo puedes creerme capaz de semejante cosa? Me to­mas el pelo, querido Scaramouche. Te pido que nunca volva­mos a aludir a esa broma.

-Ya est olvidada -dijo Andr-Louis-. Y ahora volvamos a mi propuesta. Si me voy a convertir en el arquitecto de tu for­tuna, si realizo todo lo que he planeado, en esa misma medi­da, debo ser tambin mi propio arquitecto.

-En la misma medida? -Binet frunci el ceo.

-Exactamente. A partir de hoy los negocios de esta compa­a se harn en su debida forma, y llevaremos un libro de caja donde se anote la entrada y salida del dinero.

-Yo soy un artista -dijo el seor Binet con orgullo-. No soy un tendero.

-Hay un aspecto comercial en tu arte, y hay que llevarlo de forma comercial. He pensado en todo, as que no te molesta­r con detalles que podran perturbar el ejercicio de tu arte. Lo nico que tienes que decir es s o no a mi proposicin.

-Y en qu consiste?

-En que yo sea tu socio a partes iguales en los beneficios de la compaa.

El mofletudo rostro de Pantalone palideci, sus ojillos se abrieron desmesuradamente escudriando el rostro de su in­terlocutor. Entonces estall:

-Tienes que estar loco para hacerme una proposicin tan monstruosa!

-Admito que hay en ella cierta injusticia. Pero ya he pensa­do en eso. Por ejemplo, no sera justo que adems de todo lo que me propongo hacer, tambin haga el papel de Scaramou­che y escriba nuestros argumentos sin ninguna recompensa, aparte de las ganancias que recibira como socio. Por ello, antes de que haya beneficios que repartir, debes pagarme un sa­lario como actor, y una pequea suma por cada argumento que escriba para la compaa. Esta medida nos conviene a los dos. Del mismo modo, recibirs un sueldo por tu interpreta­cin de Pantalone. Despus de abonados estos gastos, as como el salario de los dems actores y otros gastos de viaje, alojamiento, etc., el resto ser el beneficio que dividiremos a partes iguales entre los dos.

Lgicamente el seor Binet se resisti a aceptar aquella pro­posicin y contest con un no rotundo.

-En ese caso, amigo mo -dijo Scaramouche-, abandono la compaa maana mismo.

Binet mont en clera. Habl de ingratitud en trminos sentimentales, y volvi a aludir veladamente a aquella broma que haca referencia a la polica y que haba prometido no vol­ver a mencionar.

-Puedes hacer lo que quieras, incluso el papel de sopln, si te gusta. Pero entonces te vers definitivamente privado de mis servicios, y sin m no eres nada, del mismo modo que no eras nada antes de que yo me uniera a tu compaa.

El seor Binet dijo que le importaban un comino las conse­cuencias. l le enseara a aquel descarado abogado de pro­vincia que al seor Binet nadie le impona nada. Scaramouche se puso en pie.

-Muy bien -dijo entre indiferente y resignado-. Como quieras. Pero antes de actuar, consltalo con la almohada. A la clara luz de la maana, podrs ver nuestros proyectos en su justa dimensin. El mo promete fortuna para los dos. El tuyo anuncia ruina tambin para los dos. Buenas noches, seor Bi­net. Que el cielo te ayude a tomar la decisin acertada.

Finalmente, al seor Binet no le qued ms remedio que rendirse ante la firme resolucin demostrada por Andr-Louis. Desde luego, hubo ms discusiones y el obeso Pantalo­ne no se dej convencer sino despus de mucho regatear, cosa que no dejaba de sorprender en alguien que se consideraba un artista y no un tendero. Por su parte, Andr-Louis hizo un par de concesiones: renunciar a los honorarios de sus argumentos y acceder a que el seor Binet percibiera un salario exagerada­mente superior a sus mritos.

Pero finalmente la cuestin qued zanjada. El arreglo se anunci a la compaa y, como era de esperar, eso provoc en­vidias y resentimientos. Pero nada grave, pues todo se disip como por ensalmo cuando se supo que bajo la nueva admi­nistracin aumentaran los salarios de todos los miembros de la compaa. A esto se haba opuesto tenazmente el seor Binet. Pero no haba quien pudiera con el invencible Scara­mouche.

-Si hemos de actuar en el Teatro Feydau, necesitamos una compaa decorosa y no una cuadrilla de aduladores rastre­ros. Cuanto mejor les paguemos, mejor trabajarn para noso­tros.

As se desvaneci el resentimiento en la compaa. Todos, desde los primeros actores hasta los ms insignificantes, acep­taron el dominio de Scaramouche, un dominio tan slido que hasta el propio Binet deba someterse a l.

Todos lo aceptaron menos Climne, pues su fracasado in­tento de subyugar a aquel advenedizo que apareci cierta ma­ana en las afueras de Guichen, haba aumentado su aparente desdn hacia l. Ella protest por la formacin de la nueva so­ciedad, se encoleriz con su padre hasta llegar a llamarle es­tpido, de resultas de lo cual el seor Binet perdi los estri­bos y le dio un cachete. Climne anot tambin este disgusto entre los agravios infligidos por Scaramouche, y aguardaba la ocasin para ajustarle cuentas. Pero las ocasiones no se pre­sentaban con frecuencia. Scaramouche estaba cada vez ms ocupado. Durante la semana que permanecieron en Fougeray, apenas se le vea salvo en las representaciones, y una vez llega­dos a Rdon, iba y vena, raudo como el viento, del teatro a la posada y viceversa.

El experimento de Rdon sali a pedir de boca. Estimulado por ese xito, Andr-Louis trabaj da y noche durante el mes que pasaron en aquella industriosa y pequea ciudad. Era una buena temporada, ya que el comercio de castaas, cuyo centro est en Rdon, se hallaba a la sazn en todo su apogeo. Cada tarde el pequeo teatro se llenaba, pues los castaeros divul­gaban la fama de la compaa por toda la comarca, y el pbli­co se renovaba con gente de las cercanas y de pueblos ms lejanos. Para evitar que las ganancias disminuyeran, Andr-Louis escriba una nueva comedia cada semana. Adems de las dos que ya haba estrenado, escribi tres cuyos ttulos eran El matrimonio de Pantalone, El amante tmido y El terrible capitn. Sobre todo, esta ltima auguraba un xito rotundo. Inspirada en el Miles gloriosus de Plauto, permita que Rhodomont y Scaramouche se lucieran, aqul como capitn y ste como su ayudante. Parte de este logro se debi a la habilidad de Andr-Louis al ampliar los argumentos indicando minuciosamente las lneas que seguiran el dilogo y repartiendo algunos tro­zos de estos parlamentos, aunque sin exigir que los actores los siguieran al pie de la letra.

Simultneamente, mientras el negocio iba viento en popa, tambin se ocupaba de los sastres y decoradores, mejorando el vestuario de la compaa, que tanto lo necesitaba. Encontr una pareja de actores en apuros econmicos, y los contrat para papeles secundarios, como los de boticarios o notarios, haciendo que en sus ratos de ocio pintaran el nuevo decorado, que deba estar listo para la conquista de Nantes, a principios de ao. Andr-Louis nunca haba trabajado tanto. Su impe­tuoso entusiasmo era tan inagotable como su buen humor. Iba y vena, actuaba, escriba, creaba, diriga, planeaba y eje­cutaba mientras Binet se ocupaba de descansar, beber Borgoa todas las noches, comer pan blanco y otros manjares exquisitos, sin dejar de felicitarse por su astucia al asociarse con aquel joven infatigable. Tras descubrir cuan vanos eran sus te­mores a actuar en Rdon, ahora empezaba a perderle el mie­do a entrar con su compaa en Nantes.

Ese optimismo se reflejaba en todos los miembros de la compaa, menos en Climne. La joven ya no miraba con des­dn a Scaramouche, pues comprenda que sus desaires no lo­graban zaherirlo. Pero a medida que se reprima, aumentaba su resentimiento, y buscaba a toda costa algn desahogo.

Un buen da, despus de terminada la funcin, Climne busc la manera de encontrarse con Andr-Louis cuando ste saliera del teatro. Los dems se haban ido ya y ella volvi con el pretexto de haber dejado olvidada alguna cosa.

-Puede saberse qu te he hecho yo? -le pregunt ella sin ambages.

-Hacerme t a m? -se sorprendi Andr-Louis.

La joven gesticul impaciente.

-Por qu me odias?

-Odiarte, yo? No odio a nadie. Es la ms estpida de las emociones. Nunca he odiado a nadie... ni siquiera a mis ene­migos.

-Qu cristiano tan resignado!

-Por qu iba a odiarte?... Si te considero adorable! No me canso de envidiar a Landre. Hasta he pensado seriamente en ponerle a hacer el papel de Scaramouche y pasar yo al de galn.

-No creo que tuvieras xito -dijo ella.

-Eso es lo nico que me detiene. Y sin embargo, conside­rando la inspiracin de Landre en su papel, no parece difcil triunfar...

-A qu inspiracin te refieres?

-A la de actuar con una Climne tan adorable.

Los ojos de la actriz escudriaron el rostro de Andr-Louis.

-Me ests tomando el pelo! -dijo y entr en el teatro en busca del objeto supuestamente olvidado. No haba nada que hacer con aquel joven. No tena sentimientos. No era como los dems.

Cinco minutos despus, cuando la muchacha sali del teatro, lo encontr donde mismo lo haba dejado, junto a la puerta.

-Todava ests aqu? -pregunt con aire de suficiencia.

-Te estaba esperando. Supongo que vas a la posada. Si me permites que te acompae...

-Cunta galantera! Cunta condescendencia!

-Acaso prefieres que no te acompae?

-Cmo voy a preferir eso, seor Scaramouche? Sabes muy bien que ambos seguimos el mismo camino y la calle es li­bre para todos. Lo que me confunde es el raro honor que me haces.

l mir atentamente el rostro de la damisela, y advirti una sombra de dignidad ofendida. Se ech a rer.

-Tal vez tema que ese honor no fuera de tu agrado.

-Ah! Ahora lo entiendo -exclam ella-. Quiz pensaste que yo deba pedrtelo. Que soy yo quien debera cortejar a un hombre, y no al revs como yo crea. Te pido excusas por mi ignorancia.

-Te diviertes siendo cruel conmigo -dijo Scaramouche-. Pero no importa. Caminamos?

Salieron juntos y anduvieron deprisa para protegerse contra el aire fro de la noche. Caminaron un rato en silencio, aun­que mirndose mutuamente a hurtadillas.

-Decas que soy cruel? -dijo ella al fin, pues la acusacin le haba dolido. l la mir sonriendo.

-Puedes negarlo?

-Eres el primer hombre que me acusa de eso.

-Pero supongo que no soy el primero con el que eres cruel. Sera un halago demasiado grande para m. Prefiero pensar que los otros han sufrido en silencio.

-Dios mo! Ahora resulta que tambin sufres -dijo ella me­dio en broma y medio en serio.

-Coloco esa confesin en el altar de tu vanidad.

-Jams lo hubiera sospechado.

-Cmo podas hacerlo? No soy lo que tu padre llama un actor nato? He estado actuando desde mucho antes de convertirme en Scaramouche. Por eso he redo y sigo hacindolo cuando algo me hiere. Cuando me tratabas con desdn, yo tambin finga desdn.

-Tu actuacin era muy buena -dijo ella sin reflexionar.

-Por supuesto, soy un excelente actor.

-Y por qu ahora este sbito cambio?

-Es la respuesta al cambio que he notado en ti. Te has can­sado de interpretar el papel de damisela cruel, en mi opinin un papel demasiado aburrido e indigno de tu talento. Si yo fuera una mujer con tu gracia y tu belleza, no necesitara re­currir a esas armas.

-Mi gracia y mi belleza! -dijo como un eco afectando sor­presa. Pero su vanidad halagada la haba apaciguado-. Y cundo descubriste esa gracia y esa belleza en m?

l la mir un momento, contemplando sus encantos, la ado­rable femineidad que desde el primer da le haba atrado irre­sistiblemente.

-Cierta maana, mientras ensayabas una escena amorosa con Landre.

El joven sorprendi el asombro que destell en los ojos de la muchacha.

-Eso fue la primera vez que me viste -dijo ella.

-Antes no tuve ocasin de reparar en tus encantos.

-Me pides que crea demasiado -dijo poniendo en sus pala­bras una tersura que l nunca haba sentido en ella.

-Entonces, te niegas a creerme si te confieso que fueron esa gracia y esa belleza las que decidieron mi destino aquel mis­mo da, obligndome a unirme a la compaa de la legua de tu padre?

Ella se qued sin aliento. Ya no quera desahogar su rencor. Eso estaba definitivamente olvidado.

-Pero por qu? Con qu propsito?

-Con el propsito de pedirte un da que fueras mi esposa.

La joven se volvi y mir con osada a Scaramouche. En sus pupilas haba un brillo metlico, y un leve rubor encenda sus mejillas. Climne crey barruntar una broma de mal gusto.

-Vas demasiado deprisa -dijo.

-Siempre voy deprisa. Fjate en lo que he hecho con la compaa en menos de dos meses. Otra persona, trabajando todo un ao, no hubiera conseguido ni la mitad. Por qu voy a ser ms lento en el amor que en el trabajo? Bastante me he repri­mido para no asustarte con mi precipitacin. Bastante me he refrenado para imitar tu fra tctica. He esperado paciente­mente hasta que te cansaras de mostrarte cruel.

-Eres un hombre desconcertante -dijo ella completamente plida.

-Es verdad -admiti l-. Slo la conviccin de que no soy como los dems me ha permitido esperar lo que he esperado.

Maquinalmente, como de comn acuerdo, los dos siguieron andando.

-Ya que segn t voy tan rpido -dijo l-, piensa que, des­pus de todo, hasta ahora no te he pedido nada.

-Cmo? -dijo ella mirndole asombrada.

-Me he limitado a contarte mis esperanzas. No soy tan au­daz como para preguntarte si he de verlas realizadas ense­guida.

-As es como tiene que ser.

-Por supuesto.

A ella le exasperaba el aplomo que demostraba Andr-Louis. Por eso anduvo el resto del camino sin hablar y, de mo­mento, no volvieron a tocar el tema.

Pero aquella noche, despus de cenar, cuando ya Climne estaba a punto de retirarse a su alcoba, coincidieron solos en la habitacin que Binet haba alquilado como saln de reu­niones de la compaa.

Cuando ella se levant para irse, Scaramouche tambin se puso en pie, se acerc a Climne y encendi la vela de su pal­matoria. La joven le tendi una mano blanca y de finos dedos, alargando un brazo deliciosamente torneado y desnudo hasta el codo.

-Buenas noches, Scaramouche -dijo con tanta ternura que Andr-Louis se qued sin respiracin, mirndola con ardor.

Pero su turbacin slo dur un instante. Tom las puntas de los dedos que ella le ofreca, e inclinndose, los bes. Despus volvi a mirarla. La intensa femineidad de aquella mujer le se­duca hasta dejarlo desarmado. Tena el rostro muy plido, los ojos brillantes, los labios entreabiertos en una sensual sonrisa y, bajo el chal, palpitaban unos pechos que completaban el cuadro de sus encantos.

Tirando suavemente de su mano, Andr-Louis la atrajo ha­cia s, y ella le dej hacer. Entonces Scaramouche le quit la palmatoria y la puso sobre el mueble ms cercano. Acto se­guido la estrech entre sus brazos, y el leve cuerpo de Climne se estremeci mientras l la besaba murmurando su nom­bre como una plegaria.

-Ahora soy cruel? -suspir ella. Por toda respuesta, l vol­vi a besarla-. Me creas cruel porque no eras capaz de ver -murmur Climne.

En eso se abri la puerta y entr el seor Binet, quien no pudo dar crdito a sus ojos. Se qued estupefacto mientras los dos jvenes, lentamente y con demasiado aplomo para ser na­tural, se separaban.

-Qu sucede aqu? -pregunt el seor Binet alterado.

-No es evidente? -respondi Scaramouche-. Climne y yo hemos decidido casarnos.

-Y mi opinin no os importa?

-Claro que s. Pero no puedes ser tan desalmado ni tener tan mal gusto para negarnos tu consentimiento.

-Ah! Es decir, que ya lo das por hecho, como es costumbre en ti. Pero no creas que voy a entregarte mi hija as como as. Tengo planes para ella. Esto es una fechora, Scaramouche. Has traicionado mi confianza y estoy muy disgustado.

Avanz unos pasos, lenta y silenciosamente. Scaramouche se volvi a Climne sonriendo, y le devolvi la palmatoria.

-Si nos dejas solos, querida Climne, pedir tu mano al se­or Binet como es debido.

La muchacha hizo mutis, algo confundida, pero ms encantada que nunca. Scaramouche cerr la puerta y se enfrent al enfurecido Binet, que se haba hundido en un silln al lado de la mesa. En pie, delante de l, el joven dijo:

-Mi querido padre poltico. Te felicito. Esto significa un puesto en la Comedia Francesa para Climne dentro de poco. T tambin brillars en el firmamento de su gloria. Como pa­dre de madame Scaramouche, llegars a ser famoso.

El semblante de Binet, que miraba a Andr-Louis boquia­bierto, se puso rojo como un tomate. Su rabia aumentaba a medida que comprenda que, por ms que quisiera impedirlo, aquel joven acabara por convencerle. Al fin pudo recobrar el habla.

-Eres un maldito bandido! -grit dando un puetazo en la mesa-. Un bandido! Primero te mezclas en mis asuntos y me despojas de la mitad de mis ganancias, y no contento con eso, ahora quieres robarme a mi hija. Pero mal rayo me parta si se la entrego a un don nadie como t, sin oficio ni beneficio, a quien slo aguarda la horca!

Scaramouche tir del cordn de la campanilla. Se mostraba sereno. Sonriente. Sus ojos resplandecan. Aquella noche esta­ba contento del mundo y de la vida. Realmente deba estarle agradecido al seor de Lesdiguires.

-Binet -dijo-, olvdate aunque sea por una vez de que eres Pantalone, y comprtate como un amable suegro que acaba de obtener un yerno de relevantes mritos. Vamos a beber por mi cuenta una botella del mejor Borgoa que se encuentre en Rdon. nimo, hombre! Corta la bilis con el vino, pues nada estropea tanto el paladar como los malos hgados.

CAPTULO VII

La conquista de Nantes

La Compaa Binet debut en Nantes -como puede an leerse en algunos ejemplares del Courrier Nantais- en la celebracin de la Purificacin con Las picardas de Scaramouche. Pero esta vez los comediantes no entraron en la ciudad como solan hacer en las aldeas, desfilando y anuncindose por las calles. Andr-Louis imit la forma de anunciarse de las compaas de la Co­media Francesa. As pues, en Rdon orden la impresin de carteles, y cuatro das antes de la llegada de la compaa a Nantes, los fijaron en la puerta del Teatro Feydau y en otros lugares concurridos de la ciudad. En aquel entonces los anun­cios y los carteles no eran tan usuales, y llamaron bastante la atencin del pblico de Nantes. El encargado de pegarlos fue uno de los actores recin llegados a la compaa, un joven lla­mado Basque, quien fue enviado por delante con este pro­psito.

An pueden verse esos carteles en el Museo Carnavalet. En ellos aparecen los actores slo con sus nombres artsticos, a excepcin del seor Binet y de su hija, sin contar que el que haca de Trivelino en una obra apareca como Tabarino en otra, lo cual haca aparecer al elenco cuando menos la mitad de grande de lo que en realidad era. En esos afiches se anun­ciaba el estreno de Las picardas de Scaramouche, a la que se­guiran otras cinco comedias, cuyos ttulos se mencionan, y otras no mencionadas, que se estrenaran si el favor del pbli­co de la culta ciudad de Nantes animaba a la Compaa Binet a prolongar sus representaciones en el Teatro Feydau. Los car­teles tambin decan que la compaa se especializaba en el g­nero teatral de la improvisacin, al antiguo estilo italiano, cosa que no se vea en Francia desde haca medio siglo, y se exhor­taba al pblico de Nantes a no perder la ocasin de ver cmo aquellos farsantes resucitaban las viejas glorias de la Comedia del Arte. Siempre segn los carteles, la presencia de la compa­a en Nantes no era ms que el preludio de una visita a Pars, donde rivalizaran con la Comedia Francesa, mostrando al mundo cuan superior es el arte de los que improvisan com­parado con los actores que depende, palabra por palabra y gesto por gesto, del texto de un autor y que repiten lo mismo cada vez que salen a escena.

Era un cartel audaz, y eso asust al seor Binet, a pesar de la poca lucidez que le quedaba con tanto Borgoa a su disposi­cin. En su momento, protest vehementemente, pero Andr-Louis no le hizo el menor caso.

-Ya s que es una osada -fue la respuesta de Scaramouche-. Pero a tu edad ya deberas saber que en este mundo no se triunfa sin audacia.

-Te prohbo terminantemente que distribuyas esos carteles -insisti el seor Binet.

-Eso ya me lo esperaba. Del mismo modo que s que des­pus me agradecers que te desobedezca.

-Nos llevas a una catstrofe.

-Te llevo a la fortuna. La peor catstrofe que pudiera ocu­rrimos sera tener que volver a actuar en los mercados de las aldeas. Os llevar a Pars, aunque no quieras. Djame hacer las cosas a mi manera.

Despus de los carteles, Andr-Louis escribi un artculo acerca de la Comedia del Arte italiana, anunciando su resu­rreccin gracias al gran mimo Florimond Binet. El nombre de Binet no era Florimond, sino Pierre. Pero Andr-Louis tena una gran intuicin teatral. Aquel artculo era una ampliacin del texto contenido en los carteles. Y persuadi a Basque, que tena relaciones en Nantes, para que usara su influencia con el fin de que aquel artculo se publicase en el Courrier Nantais, dos das antes de la llegada de la Compaa Binet. Basque lo consigui, y no es de extraar tomando en consideracin el mrito literario y el inters intrnseco del artculo.

As las cosas, en la primera semana de febrero, cuando lleg la Compaa Binet, ya la estaban esperando con curiosidad. De haber sido por Binet, hubieran entrado en Nantes como de costumbre, en una cabalgata carnavalesca, a golpe de bombo y platillo. Pero Andr-Louis se opuso tajantemente.

-Pondramos en evidencia nuestra pobreza -dijo-. En vez de eso, entraremos sin ser vistos para que el pblico ponga su imaginacin a trabajar.

Como de costumbre, Scaramouche se sali con la suya. Binet ya estaba cansado de pelear contra el joven, sobre todo ahora que la lucha era desigual, pues Climne, obviamente apoyaba a su amado Scaramouche, reprobando los procedimientos an­ticuados de su padre. Metafricamente hablando, el seor Bi­net rindi la guardia, y maldijo el da en que haba dejado en­trar en su compaa a aquel joven tan atrevido que haca con l lo que le daba la real gana. Estaba seguro de que tarde o tem­prano su intrepidez acabara hundindole. Mientras tanto, tra­taba de olvidar con el Borgoa que ahora tena en abundancia. Nunca haba bebido tanto en su vida. Y tal vez las cosas no iban tan mal como imaginaba. Al fin y al cabo tena que agradecer­le a Scaramouche todo aquel Borgoa. Y aunque se tema lo peor, albergaba la esperanza de que todo fuera bien.

Y as, temiendo siempre lo peor, aguard entre bastidores a que el teln se levantara en aquella primera representacin de su compaa en el Teatro Feydau, que estaba lleno de un p­blico curioso, excitado por lo que haba ledo en los carteles.

Aunque el argumento de Las picardas de Scaramouche no ha sobrevivido a su autor, segn cuenta Andr-Louis en sus Con­fesiones, comienza con un parlamento de Polichinela en el papel de celoso enamorado que trata de conquistar a Colom­bina, la doncella de Climne, para que acceda a espiar a su ama. Empieza con piropos y zalemas, pero se equivoca, pues la alegre Colombina slo se deja cortejar por los galanes apuestos, y el jorobado tiene que pasar a las amenazas, anunciando que se vengar si no le obedece incondicionalmente o si le traiciona. Tampoco as consigue su objetivo, y tiene que recurrir a las ddivas, con lo cual consigue vencer al fin la re­sistencia de Colombina, quien promete a Polichinela que es­piar a Climne y le dar a l toda la informacin acerca de la conducta de su ama.

La pareja actu a las mil maravillas, y sin duda a esto con­tribuy considerablemente el hecho de que estuvieran tan nerviosos ante un pblico tan numeroso. Polichinela se mos­tr orgulloso e insistente; Colombina, indiferente, desfachata­da y zumbona, actu con gran astucia para sacar el mayor partido al soborno que se le ofreca. Las risas en el teatro se reiteraron augurando un xito total. Pero el seor Binet, tem­blando entre bastidores, aoraba las estruendosas carcajadas de los campesinos, que eran su pblico habitual, y sus miedos no hacan sino aumentar.

Apenas Polichinela sali por la puerta, entr Scaramouche por la ventana. Era una entrada tan sensacional, que por lo ge­neral entusiasmaba a los espectadores por su inesperada co­micidad. Pero no fue as en aquella ocasin. Pensando en eso al otro da, Scaramouche decidi presentarse bajo un aspecto totalmente diferente. Suprimira todas las payasadas y chistes groseros con que haba deleitado a espectadores ms rsticos, y tratara de ser gracioso pero con sutileza. Presentara al pblico el arquetipo de un gran bribn cmico, reservado, con cierta dignidad, que mostrara un rostro solemne y expresara un humor atractivo pero sin chocarreras. Probablemente el pblico tardara ms en comprenderlo y descubrirlo, pero al final les gustara ms.

Coherente con este plan, actu haciendo de amigo y aliado de Landre, el enfermo de amor, a quien daba noticias de Climne siempre buscando la ocasin de conquistar a Colombina, y su otro designio, nada honrado: la bolsa de dinero de Pantalone. Tambin cambi el traje de Scaramouche. Acuchill de rojo el jubn negro, un poco a lo Enrique III. El tra­dicional gorro de terciopelo negro se transform en un som­brero cnico, con el ala vuelta hacia arriba y una pluma a la iz­quierda. Y su inseparable guitarra desapareci.

Tras asistir a todas estas transformaciones, el seor Binet es­peraba desesperadamente que estallara la risa que siempre sa­ludaba la aparicin en escena de Scaramouche. Pero no hubo risas y su desaliento fue total. Pronto advirti algo inusitada­mente alarmante en la actuacin de Scaramouche. Como de costumbre, el actor chapurreaba aquel francs con acento es­paol, pero ahora no pronunciaba ninguna de las frases gro­seras que hacan las delicias del pblico.

Desesperado, se retorci las manos.

-Nos ha arruinado -se dijo-, y esto me pasa por ser tan im­bcil y cederle el control de todo.

Pero el seor Binet se equivocaba de medio a medio. Cosa que advirti cuando poco despus le toc salir a escena y se encontr con un pblico atento y la satisfaccin reflejada en todos los rostros. No obstante, slo se sinti seguro de que sal­dran de all con vida cuando oy los aplausos atronadores al caer el teln en el primer acto.

Por suerte el papel de Pantalone en Las picardas de Scara­mouche era el del viejo timorato, despistado e idiota, pues de no haber sido as, Binet lo hubiera echado todo a perder con sus temores. Pero como su miedo aumentaba la vacilacin y el estupor tan esenciales en su papel, lejos de perjudicar su ac­tuacin, contribuyeron al xito. Un xito que justific todas las expectativas suscitadas por los carteles y el artculo conce­bidos por Scaramouche.

El xito de Scaramouche no se limit al pblico. Al final de la funcin, sus compaeros le recibieron con una ovacin en el gran vestbulo del teatro. Su talento, sus recursos y energas haban convertido aquella troupe de saltimbanquis vagabun­dos en una respetable compaa de actores de primera clase. As lo reconocieron generosamente todos en un discurso que ley Polichinela, quien expres, como prueba de su confianza Scaramouche, que del mismo modo que haban conquista­do Nantes, tambin conquistaran el mundo bajo su gua.

En su entusiasmo olvidaron mencionar al seor Binet, quien ya estaba bastante enojado por la conciencia de su inferiori­dad con respecto a Scaramouche. Y aunque haba visto que el gradual proceso de usurpacin de su autoridad tena sus com­pensaciones, en el fondo de su corazn, el resentimiento apa­gaba cualquier chispa de la gratitud debida a su socio. Aquella noche estaba nervioso, tenso, y sufra un sinfn de temores. Y de todo ello culpaba a Scaramouche tan amargamente que ni siquiera el reciente xito -casi milagroso- salvaba a su so­cio ante sus ojos.

Y ahora, para colmo de males, los de su compaa lo igno­raban olmpicamente, los mismos actores que con tanto es­fuerzo l haba seleccionado entre los artistas que encontraba aqu y all, en la hez de los pueblos. Esto acab de enfurecer­lo, despertando sus peores instintos que tan slo estaban dor­midos. Pero por profunda que fuera su rabia, no le ceg hasta el punto de traicionarse. Sin embargo, concibi la idea de reaccionar en su momento, antes de convertirse en un cero a la izquierda en su propia compaa, en aquel elenco que l do­minaba hasta que aquel entrometido lleg para destruir su au­toridad.

El seor Binet tom la palabra cuando Polichinela termin su discurso. La mscara de pintura que cubra su rostro le ayu­do a disimular sus verdaderos sentimientos, y fingi sumarse a los elogios en honor de Scaramouche. Desde luego, dio a entender que todo lo que Scaramouche haba logrado, era gra­cias a l, pues era su mano la que lo guiaba. Segn expres, quera dar las gracias a Scaramouche, pero lo hizo ms bien en forma en que un seor agradece a su lacayo el escrupuloso cumplimiento de las rdenes recibidas.

A pesar de sus palabras, no pudo embaucar a la compaa, tampoco desahogarse. Consciente del gesto burln con que todos le miraban, slo consigui incrementar su amargura. Pero al menos haba salvado su dignidad dejando claro que l era el jefe de todos.

Tal vez sera exagerado decir que no consigui engaarlos. Pues en lo que a sus verdaderos sentimientos se refera, s lo consigui. Descontando las insinuaciones en las que se atri­bua el mrito, todos creyeron que su corazn estaba lleno de gratitud como el de ellos. Tambin lo crey Andr-Louis, quien en su breve respuesta fue muy generoso con Binet, ms de lo que ste haba sido con l.

Acto seguido, Scaramouche anunci que el xito en Nantes era an ms dulce, pues haca posible la casi inmediata rea­lizacin de su deseo ms ardiente: convertir a Climne en su esposa. Una felicidad de la que era indigno, como fue el pri­mero en reconocer. Esta dicha estrechara ms su relacin con su buen amigo Binet, a quien deba cuanto haba logrado para s y los dems. El anuncio nupcial caus gran alegra, pues en el mundo del teatro no hay nada tan importante como el amor. Todos aclamaron a la feliz pareja, a excepcin del pobre Landre, cuyos ojos expresaban ms melancola que nunca.

Aquella noche, en la habitacin del primer piso de la posa­da del muelle La Fosse -la misma de la que Andr-Louis ha­ba salido algunos meses antes para representar un papel muy diferente ante el pueblo de Nantes-, la compaa fue una gran familia feliz. En realidad, era tan diferente?, se preguntaba Andr-Louis. Acaso no se haba comportado como una espe­cie de Scaramouche, un intrigante, elocuente pero insincero, cnicamente disfrazado, que haba expuesto opiniones que realmente no eran suyas? Qu tena de sorprendente su xito tan fulgurante como actor? No era realmente algo para lo cual desde siempre la Naturaleza lo haba designado?

La noche siguiente, representaron El enamorado tmido con el teatro lleno, pues el eco de su exitoso debut de la primera noche se haba divulgado y el lunes la cosecha de aplausos fue mayor. El mircoles pusieron en escena Fgaro Scaramouche, y el jueves por la maana el Courrier Nantais public un artcu­lo elogiando a los brillantes improvisadores, cuyo talento em­pequeeca al de los meros recitadores de libretos memorizados.

Cuando Andr-Louis ley el peridico durante el desayuno, se ri para s, pues no se engaaba acerca de la falsedad de aquella afirmacin. La novedad de su anterior artculo, y la presuntuosidad que entraaba, haba conseguido engaarlos lindamente. Se volvi para saludar a Binet y a Climne que entraban en aquel momento, y les agit el peridico por enci­ma de su cabeza.

-La cosa marcha bien -anunci-. Permaneceremos en Nantes hasta Pascua Florida.

-De veras? -dijo Binet secamente-. Para ti todo marcha siempre muy bien.

-Puedes leerlo t mismo -dijo Scaramouche tendindole el peridico.

El seor Binet ley el artculo con el ceo fruncido y lo dej en silencio para dedicarse a su desayuno.

-Tena razn, s o no? -pregunt Andr-Louis, quien sos­pech algo extrao en la conducta de Binet.

-En qu?

-En querer venir a Nantes.

-Si no lo hubiera credo as, no estaramos aqu -dijo Binet.

Atnito, Andr-Louis dej el tema.

Despus del desayuno, Scaramouche y Climne salieron a tomar el aire por los muelles. Era un da soleado, menos fro que los anteriores. Colombina se uni a ellos, aunque su indis­crecin qued atenuada por la presencia de Arlequn, quien corri hasta alcanzarla.

Andr-Louis iba delante con Climne, hablando de algo que empezaba a preocuparle.

-ltimamente tu padre se comporta conmigo de un modo muy raro -dijo-. Casi como si sbitamente me odiara.

-Son imaginaciones tuyas -repuso ella-. Mi padre, al igual que todos, te est muy agradecido.

-Lo que demuestra es cualquier cosa menos agradecimien­to. Est furioso conmigo, y creo que s cul es el motivo. T no? Puedes adivinarlo?

-No puedo.

-Si fueras mi hija, Climne, y gracias a Dios que no lo eres, detestara al hombre que te separase de m. Pobre Pantalone! Cuando le dije que quera casarme contigo, me llam ban­dido.

-Y tena razn. Scaramouche siempre ha sido un mentiroso y un bandido.

-Forma parte de la naturaleza de mi personaje -dijo l-. Tu padre siempre ha querido que actuemos segn nuestro propio temperamento.

-S. Por eso t, al igual que Scaramouche, tomas cuanto de­seas -dijo ella con una expresin a medias cariosa y a medias tmida.

-Es posible -dijo l-. Es verdad que le arranqu a la fuerza el consentimiento para nuestro matrimonio. No quise esperar a que me lo diera. De hecho, cuando se neg, se lo arrebat, y si ahora quiere quitrmelo, lo desafiar. Me parece que esto es lo que ms le duele.

Climne se ech a rer y empez a responderle animada­mente. Pero l no pudo or ni una sola palabra de lo que de­ca. A travs de los coches que iban y venan por los muelles, un carruaje, cuyo techo era casi todo de cristal, se acercaba a ellos. Dos magnficos caballos tiraban de l y el cochero iba elegantemente vestido.

En el coche iba sola una joven esbelta con un abrigo de pie­les, y su rostro era de una delicada belleza. La joven se asom a la ventanilla, boquiabierta y con los ojos clavados en Scara­mouche, quien se qued mudo, inmvil.

Climne, a mitad de su frase, tambin se detuvo tirando de la manga de su prometido.

-Qu sucede, Scaramouche?

Pero l no contest. Y en ese momento, el cochero, a quien la joven haba avisado, detuvo el carruaje junto a ellos. Al ver el esplndido coche, las blasonadas portezuelas, el majestuoso cochero y el lacayo de blancas medias de seda que inmedia­tamente salt al detenerse el vehculo, su refinada ocupante le pareci a Climne una princesa de cuento de hadas. Ahora aquella princesa, inclinndose, con los ojos resplandecientes y las mejillas ruborizadas, le tenda a Scaramouche una mano exquisitamente enguantada.

-Andr-Louis! -le llam.

Scaramouche tom la mano de aquella egregia criatura del mismo modo que hubiera tomado la de Climne, con unos ojos radiantes que reflejaban la alegra de la dama del coche y una voz que haca eco a la alborozada sorpresa que tintineaba en la de aquella joven, l la llam familiarmente por su nom­bre, como ella haba hecho con l:

-Aline!

CAPTULO VIII

El sueo

-Abrid la puerta! -orden Aline a su lacayo. Y des­pus, a Andr-Louis-: Sube, sintate a mi lado! -Un momento, Aline.

Scaramouche se volvi a su novia, que no sala de su estupor, lo mismo que Arlequn y Colombina, que ve­nan atrs y en ese momento llegaban junto al carruaje.

-Me permites, Climne? -dijo l ms como orden que como ruego-. Afortunadamente no ests sola, Arlequn y Co­lombina te harn compaa. Hasta la vista, esprame para comer! Y sin esperar respuesta, subi al coche. El lacayo cerr la portezuela, el cochero hizo restallar el ltigo, y el carruaje par­ti a lo largo del muelle, dejando atrs a los tres cmicos bo­quiabiertos. Entonces, Arlequn solt una carcajada. -Nuestro Scaramouche es un prncipe disfrazado -dijo. Colombina aplaudi mientras deca risueamente: -Esto es como una novela para ti, Climne! Qu maravi­lloso!

Climne depuso el ceo y su resentimiento devino turbacin.

-Pero quin es ella?

-Por supuesto, su hermana -dijo Arlequn de lo ms seguro.

-Su hermana? Y t cmo lo sabes?

-Yo s lo que l te dir cuando vuelva.

-Pero por qu?

-Porque no le creeras si te dijera que esa dama es su madre.

Mientras vean alejarse el lujoso carruaje, caminaron en la misma direccin. Dentro del coche Aline miraba a Andr-Louis muy seria, con la boca ligeramente crispada y fruncien­do las cejas.

-Te codeas con gente muy excntrica -fue lo primero que dijo-. Si no me equivoco, la que te acompaaba era la seori­ta Binet del Teatro Feydau.

-No te equivocas. Pero no saba que la seorita Binet fuera ya tan famosa.

-Oh! Y eso qu importa?... -Aline se encogi de hombros, y con tono desdeoso, explic-: Lo que pasa es que anoche es­tuve en la funcin. Por eso la he reconocido. -Estuviste anoche en el Teatro Feydau? No te vi!

-T tambin estabas all?

-Que si estaba? -grit l para luego cambiar abruptamen­te de tono-: S, estaba all.

En cierto modo le repugnaba confesar que haba descendi­do a lo que ella considerara poco menos que los bajos fondos, pero al mismo tiempo estaba satisfecho de comprobar que su disfraz y su voz le hacan irreconocible incluso para alguien como Aline, que lo conoca desde nio.

-Comprendo -dijo ella ponindose ms seria.

-Qu es lo que comprendes?

-La extraa fascinacin que ejerce la seorita Binet. Es na­tural que estuvieras anoche en el teatro. Tu tono de voz te ha delatado. Me decepcionas, Andr. Tal vez sea estpido de mi parte, pues revela el poco conocimiento que tengo de los hombres. Sin embargo, no ignoro que la mayora de los jve­nes modernos encuentran un irresistible atractivo en ese tipo de mujer. Pero no lo esperaba de ti. Fui lo bastante tonta para imaginar que eras distinto, que estabas por encima de esos amoros triviales. Crea que eras un idealista.

-Pura lisonja.

-Ya lo veo. Pero eso me hiciste creer. Hablabas tanto de mo­ral, siempre filosofando con tanta naturalidad, que me enga­aste. Tu hipocresa era tan perfecta que jams sospech de ti. Y eres tan buen actor que me sorprende que no te hayas uni­do a la compaa de la seorita Binet.

-En realidad, formo parte de ella.

Eligiendo de dos males el menor, Andr-Louis sinti la ne­cesidad de confesar. Al principio, Aline se mostr incrdula, luego consternada, y por ltimo, disgustada.

-Por supuesto -dijo Aline al cabo de una pausa-. As tienes la ventaja de estar siempre cerca de ella.

-sa fue slo una de las razones. Hubo otra. Obligado a ele­gir entre el teatro y la horca, comet la increble debilidad de preferir el tablado del teatro antes que el del cadalso. Te pare­cer indigno de un hombre de mis altos ideales. Pero qu queras que hiciera? Al igual que otros idelogos, me he con­vencido de que es ms fcil predicar que dar ejemplo. Quie­res que me baje del carruaje para que no te contamines con mi abyecta persona? O quieres que te cuente todo lo que ocurri?

-Cuntamelo todo primero. Despus decidiremos.

l le cont cmo haba encontrado la Compaa Binet y cmo la aparicin de los soldados le haba impulsado a ver en ella un refugio donde ocultarse hasta que la situacin se cal­mara. Esta explicacin deshizo la actitud glacial de la joven.

-Pobre Andr-Louis! Por qu no me lo dijiste antes?

-Porque no me diste tiempo y, adems, porque tem moles­tarte con el espectculo de mi denigracin.

-Pero por qu no nos mandaste aviso de tu paradero? -protest ella en tono severo.

-Ayer fue que pens en hacerlo. Antes vacil por varios e im­portantes motivos.

-Creste que tu nueva profesin podra ofendernos?

-Cre que sera mejor sorprenderos con la magnitud de mi xito final.

-Eso quiere decir que piensas convertirte en un gran actor? -pregunt Aline casi con desprecio.

-Es muy posible. Pero me interesa ms llegar a ser un gran autor. No hagas esa mueca de asco. Es un oficio muy honrado. Todo el mundo se enorgullece de conocer a hombres como Beaumarchais y Chnier.

-Piensas igualarlos?

-Pienso superarlos, aunque reconozco que fueron ellos quienes me trazaron el camino. Qu te pareci la funcin de anoche?

-Muy divertida y muy bien concebida.

-Pues te presento al autor.

-T? Pero no es una compaa de improvisadores?

-Hasta los que improvisan necesitan un autor que trace el argumento, un resumen de las situaciones, de los dilogos, las entradas y salidas de actores. Eso es lo que hasta ahora me li­mito a escribir. Pero no tardar en crear obras de un estilo ms moderno.

-Te engaas, mi pobre Andr. La obra de anoche no hubie­ra sido nada sin los actores. Tenis la suerte de contar con vuestro Scaramouche.

-Confidencialmente, te lo presento.

-T? Tambin eres Scaramouche?

La joven se volvi para mirarlo de frente. l sonri leve­mente y asinti con un gesto.

-Y cmo no fui capaz de reconocerte!

-Te agradezco el elogio. Supongo que imaginaste que mi empleo en la compaa sera de tramoyista. Y, ahora que lo sa­bes todo, qu pasa en Gavrillac? Cmo est mi padrino?

Estaba bien, segn ella le cont, y aunque profundamente indignado por su fuga, en el fondo, lo que ms le preocupaba era su suerte.

-Hoy le escribir que te he visto -agreg Aline.

-Dile que estoy bien y que prospero. Pero no le digas nada ms. Ni tampoco en qu me gano la vida. Tambin l tiene sus prejuicios y hay que ser prudente. Y ahora, una pregunta que quiero hacerte desde que sub a tu carruaje. Por qu ests en Nantes, Aline?

-Estoy de visita en casa de mi ta, la seora de Sautron. Con ella fui anoche al teatro. Nos aburramos en el castillo, pero ahora todo ser diferente. Mi ta recibir hoy, entre otras, la vi­sita de La Tour d'Azyr.

Andr-Louis suspir fastidiado.

-Aline, te han contado alguna vez cmo mataron a Philip­pe de Vilmorin?

-S. Primero me lo cont mi to, y luego el propio marqus.

-Y eso no te decidi a poner en duda el proyecto matri­monial?

-Qu poda hacer yo? Olvidas que no soy ms que una mu­jer. Esperabas que juzgara asuntos de esa naturaleza que son propios de los hombres?

-Por qu no? Puedes hacerlo perfectamente, sobre todo porque has odo a las dos partes. Lo que te cont mi padrino es la verdad. Si no juzgas es porque no quieres -su tono se vol­vi duro-. Cierras los ojos a la justicia, que sera lo nico que podra detenerte en tu enfermiza y artificial ambicin.

-Excelente! -exclam ella mirndolo burlonamente-. Sa­bes que eres pattico? No te avergenza que te encuentre entre la vulgar farndula, y del brazo de una fulana de teatro, y ahora me echas un sermn.

-Aunque mis compaeros fueran vulgares, aun as podra aconsejarte desde el respeto y la devocin que te tengo -dijo Andr-Louis con austeridad-. Pero no estoy entre personas vulgares. Una actriz puede ser honrada y virtuosa, cosa impo­sible en una dama que se ofrece en matrimonio por ambicin, para alcanzar posicin, riqueza y ttulos nobiliarios.

Ella se puso plida de clera, y se dispuso a tirar del cordn de la campanilla.

-Creo que lo mejor ser que bajes del coche y vayas a practi­car la virtud en la alegre compaa de esa mujerzuela de teatro.

-No permitir que hables de ella en esos trminos.

-Vaya, ahora resulta que vamos a enfadarnos por su culpa. Te he parecido poco delicada al hablar de ella? Cmo debo nombrarla, como una...?

-Si quieres nombrarla de algn modo -interrumpi l con osada-, hazlo con el respeto que deberas a mi esposa.

El asombro suaviz la clera de la joven, pero su palidez au­ment.

-Oh, Dios mo! -dijo mirndole horrorizada-. Te has ca­sado con... con esa...?

-Todava no, pero lo har muy pronto. Y djame decirte que esa joven a quien, en tu ignorante desdn, insultas, es tan bue­na y tan pura como t, Aline. Su talento la ha colocado en el lugar que ocupa y la llevar mucho ms lejos. Y es una per­fecta mujer que se gua nicamente por su instinto natural a la hora de elegir a su cnyuge.

Temblando de ira, Aline tir del cordn.

-Baja ahora mismo del coche! -dijo enrgica-. Cmo te atreves a compararme con esa...?

-... con esa mujer que muy pronto ser mi esposa -com­plet l antes de que ella pudiera rematar su insulto. Acto se­guido abri la portezuela, sin esperar al lacayo, y salt a la ca­lle, desde donde le dijo:

-Saluda de mi parte al asesino con el que te vas a casar. Hala, hala! -le grit al cochero tras cerrar de golpe la porte­zuela.

Y el carruaje se alej por el Faubourg Gigan dejando atrs a Andr-Louis temblando de rabia. Gradualmente, a medida que se acercaba a la posada, su furor fue aplacndose. Y as hasta que acab perdonando a su amiga. Ella no tena la cul­pa de pensar como pensaba. Su educacin haca que viera a todas las actrices como mujerzuelas, del mismo modo que vea como un acto honrado el monstruoso matrimonio de conveniencia al que la inducan.

Cuando lleg a la posada encontr a toda la compaa sen­tada a la mesa. No ms entrar se hizo un repentino silencio, as que sospech que haban estado hablando de l. Arlequn y Colombina haban hecho correr de boca en boca el cuento de un prncipe disfrazado, recogido por el carruaje de una prin­cesa, y la fantstica historia no haca ms que crecer a medida que la contaban una y otra vez.

Climne haba permanecido callada y pensativa, cavilando acerca de lo que Colombina llamaba su novela romntica. Evi­dentemente su Scaramouche no era lo que pareca, pues de otro modo no hubiera tratado con tanta familiaridad a aque­lla gran seora, ni ella a l. Ella lo haba amado tal como crea que era, y ahora iba a recibir la recompensa por su desintere­sado afecto.

Hasta la secreta hostilidad del viejo Binet contra Andr-Louis se haba extinguido ante aquella revelacin y le pellizc cariosamente el lbulo de la oreja a su hija, dicindole:

-Aja! As que fuiste capaz de descubrirlo a pesar de su dis­fraz.

El comentario la ofendi.

-De ninguna manera -dijo-. Siempre cre que era lo que aparentaba ser.

Su padre le gui un ojo con picarda y se ech a rer.

-S, por supuesto. Pero siendo hija de tu padre, que es tambin un caballero y conoce sus modales, descubriste una sutil diferencia entre ese joven y los que hasta ahora, por desgracia, te haban rodeado. T sabes tan bien como yo que ese aire al­tanero, esa capacidad de mandar que l posee, no se adquie­ren en un mohoso bufete de abogados, y que su forma de ha­blar y sus ideas no son las del burgus que l pretende ser. Eres muy sagaz, Climne. Estoy orgulloso de ti.

Ella le volvi la espalda dndole la callada por respuesta. Las palabras de su padre la ofendan. Obviamente Scaramouche era un gran caballero, un poco excntrico si se quiere, pero de ilustre cuna. Y cuando ella fuera su esposa, su padre tendra que tratarla de otro modo.

Cuando Andr-Louis entr en el comedor del hotel, por pri­mera vez ella le mir tmidamente. Slo entonces advirti el garbo que desplegaba al andar y esa gentileza en los ademanes que slo poseen los que en su adolescencia tuvieron profeso­res de baile y maestros de esgrima.

Y casi le irrit verle tratar a Arlequn como a un igual, y mu­cho ms ver cmo Arlequn trataba con la misma confianza de siempre a aquel caballero, mxime ahora que saba quin era.

CAPTULO IX

El despertar

-Todava estoy esperando la explicacin que me debes -le dijo Climne cuando se quedaron solos en la sobremesa de aquella comida a la que Andr-Louis haba llegado tan tarde. l llenaba su pipa, pues desde que era actor se haba acos­tumbrado a fumar. Los dems cmicos haban salido, unos para tomar el aire, otros, como Binet y Madame, para que Andr-Louis pudiera explicarle a solas a Climne algo que a l no le pareca tan importante. Con toda su santa paciencia, en­cendi la pipa y frunci el ceo:

-Explicar qu?

-Explicar el secreto que ocultas a todos, incluyndome a m.

-Qu secreto?

-Acaso no es un secreto ocultar a tu futura esposa tu ver­dadera identidad? No lo es hacerte pasar por un abogaducho de provincia, cosa que se ve a la legua que no eres? Me parece muy romntico, pero... en fin, te quieres explicar?

-Entiendo -dijo l soltando la pipa-. Si hay algn secreto en mi vida que no te haya contado ya, es porque no lo consi­dero importante. Pero ests equivocada, jams he pretendido ser lo que no soy. Y no soy ni ms ni menos que lo que parez­co ser.

Esta persistencia empez a enojar a Climne, alterndole la voz y enrojecindole el rostro.

-Y esa fina dama de la nobleza a la que tratas con tanta con­fianza y que te ha llevado en su coche, mostrando por cierto muy poca consideracin para conmigo, quin es?

-Es como una hermana para m -dijo l.

-Como una hermana! -Climne estaba indignada-. Arle­qun nos dijo que diras eso, y le diverta mucho, pero yo no le veo la gracia! Supongo que esa especie de hermana tendr al­gn nombre...

-Claro. Es la seorita Aline de Kercadiou, sobrina de Quin­tn de Kercadiou, seor de Gavrillac.

-Oh! Un nombre de mucha alcurnia y abolengo para ser una especie de hermana tuya.

Por primera vez desde que se conocan, Andr-Louis not en la joven actriz un matiz de vulgaridad que no le gust nada.

-Para ser ms exactos, tal vez deb decir que es una supues­ta prima.

-Una supuesta prima! Y me puedes explicar qu clase de parentesco es se?

-Eso exige una explicacin.

-Eso es exactamente lo que te pido, aunque pareces reacio a dar explicaciones.

-Oh, no se trata de eso! Simplemente es que no veo qu im­portancia pueda tener. Pero, en fin, el to de esa dama, el seor de Kercadiou, es padrino mo, por lo cual ella y yo crecimos juntos. En el pueblo aseguran que ese caballero es mi padre. Lo cierto es que l cuid de mi educacin desde nio y a l debo el haber estudiado en Louis Le Grand. Le debo todo cuanto tengo, mejor dicho, cuanto tena, pues por mi propia voluntad me separ de l tras una discrepancia, y hoy slo po­seo lo que puedo ganarme en el teatro, o en cualquier otra parte.

Frustrada en su orgullo, Climne se qued aturdida y pali­deci. Si aquello l se lo hubiera contado un da antes, no le habra impresionado, no le habra dado la menor importan­cia. Pero ahora, despus de haberlo imaginado como un no­ble, despus de las fantasiosas suposiciones de Arlequn y Co­lombina, que la haban convertido en la envidia de toda la compaa; despus de que todos la creyeran destinada a con­vertirse en una gran seora, aquello era como echarle un jarro de agua fra. Su prncipe de incgnito no era ms que el des­heredado bastardo de un caballero provinciano! Esa revela­cin la convertira en el hazmerrer de toda la compaa, de todos aquellos que hasta haca unos minutos haban envidia­do su suerte de herona de novela romntica.

-Deberas habrmelo dicho antes -le reproch con voz aho­gada en un esfuerzo por aparentar serenidad.

-Tal vez tengas razn. Pero qu importa todo eso?

-Que qu importa? -dijo Climne reprimiendo su furia-. No dices que la gente asegura que ese seor de Kercadiou es tu padre? Y eso qu significa exactamente?

-Exactamente lo que te he dicho. Porque es un rumor al que no doy crdito. Una corazonada me dice que no debo creer en esa hablilla. Adems, una vez se lo pregunt al seor de Kerca­diou, y me dijo que no era l. El seor de Kercadiou es hombre de honor y yo creo en su palabra. Sobre todo cuando coin­cide, como en este caso, con mis intuiciones. Me asegur que no saba quin era mi padre.

-Y tu madre, tampoco saba quin era? -pregunt Climne con un desdn que l no advirti, pues en ese momento ella estaba de espaldas a la luz.

-No quiso decirme su nombre. Pero s me confes que era muy amiga suya.

La muchacha contest a estas palabras con una risita desa­gradable que hiri a Andr-Louis.

-Una amiga muy ntima, puedes estar seguro, bobalicn. Y cul es entonces tu apellido?

Andr-Louis reprimi la indignacin que empezaba a ar­derle en las venas para contestar tranquilamente:

-Moreau. Es el nombre del pueblo donde nac. En verdad no me lo merezco. De hecho, mi nico nombre es Scaramou­che, pues me lo he ganado. De modo que ya ves, querida -concluy-, nunca te ocult ningn secreto.

-Ya lo veo -replic la joven rindose mientras se dispona a levantarse-. Estoy muy cansada...

Al instante l se puso en pie para ayudarla, pero ella le re­chaz con un gesto.

-Voy a descansar hasta que empiece la funcin -dijo.

Y avanz hacia la puerta, que l corri a abrirle. Climne pas por su lado sin dignarse a mirarlo siquiera.

El romntico sueo de Climne haba terminado. El glorio­so mundo que poco antes haba imaginado estaba hecho ai­cos, a sus pies, y lo peor de todo era que aquellos escombros se alzaban como obstculos que le impedan volver a aceptar a Scaramouche tal como en realidad era.

Andr-Louis se qued fumando junto a la ventana, con la mirada perdida en el ro. Estaba intrigado. Era evidente que Climne estaba disgustada con l, pero por qu? Haber con­fesado que no tena padre, ni apellido, no poda perjudicarle a los ojos de una muchacha criada en aquel ambiente de artistas ambulantes. Y sin embargo, era obvio que aquella confe­sin le haba molestado.

Media hora despus la alegre Colombina lo encontr en el mismo sitio, junto a la ventana.

-Aqu solo, mi prncipe? -le pregunt, y aquel saludo tan ingenuo ilumin de pronto las tinieblas que Andr-Louis tra­taba de desentraar en vano. Sbitamente comprendi que Climne estaba decepcionada al desaparecer la esperanza que la loca imaginacin de los cmicos haba engendrado a raz de su encuentro con Aline. Pobre nia!, pens sonriendo triste­mente a Colombina.

-No ser ya prncipe por mucho tiempo, pues pronto todos sabrn que no lo soy.

-No eres un prncipe? Oh, entonces seguramente sers du­que o, como mnimo, marqus!

-Ni marqus ni duque, tan slo soy un caballero andante. No soy ms que Scaramouche, y todos mis castillos estn cons­truidos en el aire.

La decepcin invadi el candoroso rostro de la comedianta. -Yo haba imaginado que eras...

-Ya lo s -interrumpi l-. Y eso es lo malo. Andr-Louis pudo medir el dao que aquella fantasa haba causado en Climne por su conducta de aquella noche, pues durante los entreactos los caballeretes entraban ms que nun­ca en su camerino para manifestarle su admiracin. Hasta en­tonces ella siempre los haba recibido con grave circuns­peccin y sin dejarles pasar de la puerta. Sin embargo, ahora se mostraba cascabelera y casi provocativa.

Mientras regresaban juntos a la posada, Andr-Louis, con mucho tacto, reprendi a Climne aconsejndole mayor pru­dencia en lo sucesivo.

-Todava no nos hemos casado -replic ella con aspereza-. Espera a entonces para criticar mi conducta. -Espero que entonces no me des motivos -dijo l. -Esperas? Pues s que esperas t cosas!

-Climne, sin querer te he ofendido. Lo siento mucho.

-No importa -dijo ella-. T eres as.

Sin embargo, Andr-Louis no estaba preocupado. Com­prenda la causa de su enfado, por bien que la deploraba, y por eso mismo la perdonaba. Muy pronto advirti que tambin su padre se haba contagiado con el mal humor de la actriz, cosa que en el fondo le diverta. Ante el enojo de Pantalone demos­tr un tolerante desdn. En cuanto al resto de los cmicos, eran muy cariosos con Scaramouche. Tal vez porque le ha­ban visto caer del alto pedestal donde su imaginacin lo haba colocado, o porque se daban cuenta del desencanto que aque­lla ficcin pasajera haba provocado en Climne.

La excepcin era Landre. Su habitual melancola pareca por fin haber desaparecido, y ahora sus ojos relucan con ma­liciosa satisfaccin cuando vea a Scaramouche, a quien sola llamar con sorna: mi prncipe.

Durante la maana del da siguiente, Andr-Louis casi no vio a Climne. Lo cual no era extrao, pues estaba muy ocu­pado preparando la puesta en escena del Fgaro Scaramouche, que tendra lugar al siguiente sbado. Por otra parte, adems de sus ocupaciones teatrales, ahora dedicaba todas las maa­nas una hora a asistir a una academia de esgrima. De este modo, no slo procuraba rellenar una laguna en su forma­cin, sino tambin ganar en gracia y desenvoltura para mo­verse por el escenario. Aquella maana su pensamiento no se apartaba de Climne y Aline. Y lo ms curioso es que era Aline quien ms le preocupaba. La actitud de Climne le pareca algo pasajero, nada serio. Pero pensar en la conducta de Aline le desconcertaba, y lo que ms le ensombreca era imaginar su boda con el marqus de La Tour d'Azyr.

Estas meditaciones le recordaron la misin que se haba im­puesto y que casi haba olvidado. Haba jurado que hara es­cuchar en todo el pas la voz que el marqus haba silenciado con la muerte. Y qu era lo que haba cumplido de su jura­mento? Haba incitado al pueblo de Rennes y de Nantes con las mismas palabras que hubiera empleado el pobre Philippe, s, pero luego haba puesto pies en polvorosa para ir a refu­giarse en el primer cubil que encontr, dedicndose a cosas que nada tenan que ver con aquel juramento tan generoso. Qu contraste entre lo prometido y su realizacin!

As hablaba Andr-Louis consigo mismo, reprochndose que mientras pasaba su tiempo haciendo de Scaramouche y aspirando a rivalizar con autores como Chnier y Mercier, el seor de La Tour d'Azyr segua vivo, haciendo su voluntad orgullosamente. Saba que la semilla sembrada por l haba dado sus frutos, pues sus peticiones de Nantes para el Tercer Esta­do haban sido concedidas por Necker, gracias a su annima arenga. Pero esto no tena nada que ver con su misin, su pro­psito no era regenerar al gnero humano, ni siquiera cam­biar la estructura social de Francia. Lo nico que le importaba era que el marqus pagara bien cara la muerte de su amigo Philippe de Vilmorin. Y no le hizo sentirse mucho mejor des­cubrir que era la posibilidad de que Aline se casara con el marqus lo que haba estimulado su rencor recordndole su juramento. Tal vez fuera un poco injusto consigo mismo, y descartaba como un mero sofisma el argumento que hasta en­tonces le haba retenido: la certeza de que si sala de su escon­dite lo arrestaran y lo enviaran a Rennes, donde le esperaba la horca.

Es imposible leer esta parte de sus Confesiones sin sentir cierta lstima por l. Era evidente el estado de confusin de su mente, atormentado por sentimientos encontrados, incapaz de tomar una decisin acerca del primer paso a dar para lle­gar a su verdadera meta.

As las cosas, al salir a escena el jueves por la noche, la pri­mera persona a quien vio fue a Aline, y la segunda, al marqus de La Tour d'Azyr. Ocupaban un palco a la derecha del pros­cenio, casi encima del escenario. Con ellos haba otras perso­nas, entre otras una venerable anciana que Andr-Louis supu­so sera la condesa de Sautron. Pero l slo tena ojos para aquellas dos personas que tanto turbaban su espritu ltima­mente. Ver a cualquiera de los dos hubiera bastado para des­concertarle, pero verlos juntos estuvo a punto de hacerle olvi­dar lo que tena que hacer en escena. Por fin logr reunir fuerzas y actuar. Y lo hizo con inusual maestra, por lo cual fue ms aplaudido que nunca antes en su breve pero sensacional carrera teatral.

sa fue su primera emocin de la noche. La otra vino des­pus del segundo acto. Al entrar en el camerino de Climne se lo encontr ms lleno de admiradores que nunca, y entre ellos estaba el marqus de La Tour d'Azyr. Sentado al fondo, junto a la actriz, intercambiaba sonrisas con ella hablndole en voz baja. Estaban a solas, privilegio que Climne no conceda a ninguno de los que iban a felicitarla. Todos los otros caballe­retes de menor jerarqua se haban retirado al ver al marqus, como hacen los chacales en presencia del len.

Andr-Louis se qued un rato muy confuso. Luego, reco­brndose de su sorpresa, escudri al marqus con ojos in­quisitivos. Tena que reconocer la belleza, la gracia y el esplen­dor de aquel noble, su aire cortesano y su absoluto dominio de s mismo. Ms que nunca se fij en aquellos ojos obscuros que devoraban el encantador rostro de Climne, y tuvo que mor­derse los labios de rabia.

El seor de La Tour d'Azyr no repar en l. Pero de haberlo hecho, tampoco le hubiera reconocido detrs de su mscara de Scaramouche. Y de haberlo reconocido, eso no le hubiera perturbado en lo ms mnimo.

Andr-Louis se sent aparte con la cabeza dndole vueltas. En eso, un caballero le dirigi la palabra, y l se volvi para contestarle. Climne estaba poco menos que secuestrada y a Colombina la asediaba un enjambre de galanteadores. As pues, los visitantes menos importantes deban conformarse con Madame o con los miembros masculinos de la compaa. El seor Binet era el centro de un alegre corro que le rea to­dos sus chistes. Pareca haber emergido sbitamente de la tristeza de los ltimos das, recobrando su buen humor. Scara­mouche advirti que constantemente los ojos de Pantalone, chispeantes de felicidad, contemplaban a su hija y a su espln­dido admirador.

Aquella noche Climne y Andr-Louis discutieron. Cuando de nuevo l le aconsej que no le diera motivos al marqus para que no se propasara, ella le contest con injurias. Andr-Louis qued turbado por el tono violento que por primera vez ella empleaba con l. Trat de mostrarse razonable, y en­tonces ella le contest:

-Si te vas a convertir en un obstculo para mi carrera, cuan­to antes terminemos, mejor.

-Entonces no me amas?

-El amor no tiene nada que ver con esto. No tolerar tus in­cesantes celos. Una actriz para triunfar tiene que aceptar todos los homenajes.

-Estoy de acuerdo, siempre y cuando la actriz no d nada a cambio.

Plida y con los ojos llameantes, se volvi a l:

-Qu ests dando a entender?

-Ms claro ni el agua. Una muchacha en tu situacin puede aceptar todos los homenajes que le ofrezcan con tal que los re­ciba con una digna reserva que implique que no dar en cam­bio otro favor que no sea el de sus sonrisas. Si es prudente, se las arreglar para que esos homenajes sean colectivos y que ninguno de sus admiradores tenga jams el privilegio de estar a solas con ella. Si es juiciosa, no alentar ninguna esperanza que ms tarde no pueda dejar de cumplir.

-Cmo! Qu insinas...?

-Conozco este mundo. Y tambin al seor de La Tour d'Azyr. Es un hombre despiadado, inhumano; que toma cuan­to se le antoja, por las buenas o por las malas; sin importarle la desgracia que va sembrando a su paso; un hombre cuya nica ley es la fuerza. Pinsalo bien, Climne, y dime si no es mi deber advertirte.

Entonces Andr-Louis sali de la posada, pues consider de­nigrante seguir hablando del tema.

Los das que siguieron no slo fueron tristes para l, sino tambin para otro miembro de la compaa, Landre, que es­taba profundamente deprimido al ver que el marqus no ce­saba de hacerle la corte a Climne. El seor de La Tour d'Azyr no se perda una funcin, reservaba siempre el mismo palco, y casi siempre iba solo o acompaado por su primo, el caba­llero de Chabrillanne.

El jueves de la semana siguiente, Andr-Louis sali a pasear solo por la maana. Estaba disgustado, abrumado y humilla­do, y pens que un paseo le aliviara. Al doblar en la esquina de la plaza de Bouffay, tropez con un hombre delgado, vestido de negro y con una peluca bajo un sombrero redondo. El hom­bre dio un paso atrs al verle, levant sus lentes y le salud asombrado: -Moreau! Dnde demonios te habas metido todos estos meses? Era Le Chapelier, el abogado y lder del Casino Literario de Rennes. -Detrs del teln de Tespis -dijo Scaramouche.

-No te entiendo.

-No hace falta. Y t, Isaac, cmo ests? Qu tal andan las cosas de ese mundo que parece haberse parado?

-Parado? -se ech a rer Le Chapelier-. Pero de dnde has salido? El mundo no est parado! -y sealando un caf que haba a la sombra de una siniestra crcel, agreg-: Vamos all a beber algo mientras charlamos un poco. Eres el hombre que todos buscamos, te hemos buscado por todas partes. Qu ca­sualidad que nos hayamos encontrado! Cruzaron la plaza y entraron en el caf. -De verdad crees que el mundo se ha parado? Por Dios! Supongo que no ests al tanto de la Real Orden convocando la Asamblea General, ni de los trminos en que se expresa, segn los cuales vamos a tener lo que pedimos, lo que t pediste por nosotros en Nantes. No has sabido nada de las elecciones pri­marias? Ni del tumulto que hubo en Rennes hace un mes? La Real Orden dispona que los tres Estados celebrasen sesin conjuntamente en la Asamblea General, pero en la baila de Rennes los nobles se mostraron recalcitrantes. Acudieron a las armas, y con seiscientos de sus vasallos bajo el mando de tu viejo amigo, el marqus de La Tour d'Azyr, quisieron ame­drentarnos a los miembros del Tercer Estado, quisieron pulve­rizarnos para poner fin a nuestra insolencia -se ech a rer burlonamente, y prosigui-: Pero te juro por Dios que noso­tros tambin nos enfrentamos a ellos con las armas. Seguimos el consejo que nos diste en Nantes en noviembre. Dimos una batalla campal en las calles, guiados por tu tocayo Moreau, el preboste, y les perseguimos obligndolos a refugiarse en un convento franciscano. Aqul fue el final de su resistencia a la autoridad del rey y a la del pueblo.

Le Chapelier le cont en detalle todo lo acontecido y, final­mente, lleg al asunto que, como le haba dicho, le haba mo­vido a buscarlo desesperadamente por todas partes.

Nantes iba a enviar cincuenta delegados a la Asamblea de Rennes, donde deban elegir a los diputados del Tercer Estado, quienes presentaran su pliego de demandas. Rennes estaba bien representada, pero pueblos como Gavrillac slo enviaban dos delegados por cada doscientos habitantes, o incluso me­nos. Tres regiones haban pedido que Andr-Louis fuera uno de sus delegados. Gavrillac lo quera porque era de all y se sa­ba cuntos sacrificios haba hecho por la causa del pueblo. Rennes lo quera porque haba escuchado su discurso el da que mataron a los dos estudiantes, y Nantes, que ignoraba su verdadera identidad, le reclamaba porque era el hombre que se haba dirigido al pueblo bajo el seudnimo de Omnes Omnibus, exhortndolos con la demanda que luego evidente­mente influy en Necker a la hora de redactar la convocatoria. Como no lo encontraban, las delegaciones se formaron sin l. Pero ahora haba una o dos vacantes en la representacin de Nantes, y por eso Le Chapelier haba acudido a esta ciudad. Andr-Louis rechaz la propuesta de Le Chapelier movien­do la cabeza.

-Te niegas? -exclam su amigo-. Ests loco? Rechazas el deseo de varias regiones? Te das cuenta de que probablemen­te te elegirn como uno de los diputados, que te enviarn como tal a la Asamblea General de Versalles para representar­nos en la hazaa de salvar a Francia?

Pero a Andr-Louis no le importaba salvar a Francia. Lo que le importaba era salvar a las dos mujeres que amaba -aunque de maneras distintas- de un hombre al que haba jurado eli­minar. Por eso se mantuvo firme en su negativa.

-Es extrao -dijo Andr-Louis- que haya estado tan in­merso en frivolidades que no me diera cuenta de que Nantes est polticamente activa.

-Activa! Ms que eso, esto es una caldera al rojo vivo. La gente est a punto de estallar. Slo la creencia de que todo marcha bien mantiene al pueblo acallado. Pero bastara una insinuacin en sentido contrario para que todo salte por los aires.

-De veras? -pregunt Scaramouche pensativo-. Ese dato pudiera resultarme til -y entonces, cambiando de tema-: Sabas que el marqus de La Tour d'Azyr est aqu?

-En Nantes? Y an tiene el descaro de estar aqu! La gente aqu no es dcil y conocen su participacin en lo de Rennes. Parece mentira que no le hayan apedreado todava. Pero ya lo harn, ms tarde o ms temprano. Slo hace falta que alguien lo sugiera.

-Es muy posible que alguien lo haga -dijo Andr-Louis sonriendo-. No aparece mucho en pblico, menos an en las calles. No es tan valiente como dicen. En cierta ocasin le dije que en vez de coraje lo que tena era mucha insolencia.

Al separarse, Le Chapelier exhort de nuevo a su amigo para que aceptara su proposicin.

-Si cambias de idea, estar en la Posada del Ciervo hasta pasado maana. Si tienes alguna ambicin, no dejes pasar esta oportunidad.

-Creo que no tengo ninguna ambicin -dijo Andr-Louis y se alej.

Aquella noche, en el teatro, sinti el maligno impulso de comprobar lo que Le Chapelier haba dicho acerca del estado de nimo popular latente en Nantes. Se representaba El terri­ble capitn, en cuyo ltimo acto Scaramouche pona al descu­bierto la cobarda del fanfarrn Rhodomont.

Despus de las risotadas que la derrota del feroz capitn provocaba invariablemente, le tocaba a Scaramouche despe­dirle con una frase hiriente que variaba cada noche segn la inspiracin del momento. Aquella noche Scaramouche con­virti esa frase en un mensaje poltico.

-As pues, oh, cobarde!, queda demostrada tu fanfarrone­ra. A causa de tu gran estatura, de tu enorme espada y de tu gran sombrero, el pueblo te ha tenido miedo creyendo que eras tan terrible e inexpugnable como insolente. Pero al pri­mer encuentro con un valiente, tiemblas y lloras lastimosa­mente y tu gran espada se queda sin desenvainar. Me recuer­das a las clases privilegiadas cuando huyeron en las calles de Rennes al verse enfrentadas a los hombres del Tercer Estado. Era una morcilla audaz, y Andr-Louis estaba preparado para todo: para la risa, el aplauso, la indignacin, o lo que fuera. Pero no para lo que ocurri, pues un huracn de aplausos furiosos surgi inmediatamente del anfiteatro, y fue tan repentino, tan espontneo que casi se asust, como un nio que de pronto se asusta al encender con una cerilla un montn de paja seca. Los hombres se subieron a los asientos, enarbolando sus sombreros al aire, ensordeciendo a todos con sus atronadoras ovaciones. Y las aclamaciones slo cesaron cuando cay el teln.

Scaramouche qued meditabundo, sonriendo para sus aden­tros. En el ltimo momento haba visto al marqus de La Tour d'Azyr asomando la cabeza entre las sombras de su palco: en su rostro haba clera y despeda fuego por los ojos.

-Dios mo! -exclam Rhodomont recobrando el aplomo despus de su histrinico terror-. Has tenido una maa incre­blemente fabulosa para sacar a relucir un tema tan delicado. Andr-Louis le mir sonriendo.

-Esa maa suele serme muy til algunas veces -dijo y se fue al camerino para cambiarse de ropa.

Asuntos relacionados con el argumento de una nueva obra que deba estrenarse la noche siguiente le retuvieron en el tea­tro, cuando el resto de la compaa ya se haba ido. Ms tar­de, llam a unos hombres que llevaban una silla de mano y en ella lo condujeron a la posada. Era uno de los pequeos lujos que ahora poda permitirse.

Pero en la posada le esperaba una reprimenda. Al entrar en la habitacin del primer piso que haca las veces de saln de reuniones para los artistas, se encontr a Binet discutiendo vehementemente con algunos actores. Nada ms verlo entrar, Binet se encar con Scaramouche.

-Al fin has venido! -saludo al que Scaramouche slo co­rrespondi con un leve gesto de sorpresa-. Espero tus expli­caciones acerca de la infortunada escena que has provocado esta noche.

-Infortunada? Te parece un infortunio que el pblico me aplauda?

-El pblico? La chusma, querrs decir. Quieres privarnos del mecenazgo de las personas de buena familia por culpa de tu apoyo a las ms bajas pasiones del populacho?

Encogindose de hombros, Andr-Louis se dirigi a la mesa. Pantalone estaba a punto de sacarlo de sus casillas.

-Ests exagerando.

-No exagero. Soy el dueo de esta compaa. sta es la Compaa Binet, y aqu todo debe hacerse segn mi criterio.

-Y quines son esas personas de buena familia, cuyo mece­nazgo mencionaste?

-Crees que no hay gente as entre nuestro pblico? Pues te equivocas. Despus de la funcin de esta noche, vino a verme el marqus de La Tour d'Azyr y me habl en los trminos ms severos a propsito de tu escandaloso arranque poltico. Me vi obligado a disculparme, y...

-Porque eres un necio -dijo Andr-Louis-. Un hombre que se respetase a s mismo hubiera puesto a ese caballero de pa­titas en la calle. El seor Binet se puso rojo. Pero Andr-Louis sigui:

-Dices que eres el dueo de la compaa, pero te portas como un lacayo al recibir rdenes del primer insolente que viene a decirte que no le gust un parlamento de uno de tus actores. Te repito que si realmente tuvieras una gota de respe­to por ti mismo, le hubieras echado con cajas destempladas.

Un murmullo de aprobacin se dej or entre varios miem­bros de la compaa que haban sido testigos del tono arro­gante que antes empleara el marqus, por lo cual se sentan ofendidos en su condicin de artistas.

-Es ms -continu Andr-Louis-, un hombre digno, en otro terreno, se hubiera alegrado de poder darle una patada en los cuartos traseros a ese marqus.

-Qu quieres decir? -vocifer Binet y Andr-Louis mir a todos los comediantes sentados en torno a la mesa.

-Dnde est Climne? -pregunt alarmado. Landre se puso en pie de un salto y, casi temblando, dijo:

-Poco despus de acabada la funcin, sali del teatro con el marqus, y se fueron en su carruaje. Yo o cmo el seor de La Tour d'Azyr la invitaba a traerla en coche hasta aqu.

Andr-Louis mir el reloj que estaba en la repisa de la chi­menea y que pareca tardar una eternidad para avanzar un se­gundo.

-Eso fue hace una hora. Tal vez ms. Y an no ha llegado?

Busc la mirada de Binet. Los ojos de Pantalone eludan los suyos. De nuevo fue Landre quien le contest:

-Todava no.

-Ah!

Andr-Louis se sent a la mesa y se sirvi una copa de vino.

Se hizo un silencio embarazoso. Landre miraba a Scaramou­che esperando su reaccin; Colombina le compadeca en si­lencio. Hasta el seor Pantalone pareca esperar que dijera al­go. Pero sus primeras palabras decepcionaron a todos: -Me han dejado algo de comer?

Le acercaron los platos, y Andr-Louis comi tranquilamen­te, en silencio, y al parecer, con apetito. Binet se sent tambin, frente a l, y empez a beber una copa de vino. Al poco rato, trat de iniciar alguna conversacin insustancial. Pero aque­llos a quienes se diriga le contestaban lacnicamente, o con monoslabos. Por lo visto, aquella noche el seor Binet haba cado en desgracia con los de su compaa.

Al fin se oy en la calle el ruido de un carruaje y el piafar de unos caballos, y luego unas voces, y la sonora risa de Climne. Andr-Louis sigui comiendo, como si aquello no tuviera nada que ver con l.

-Qu magnfico actor! -le susurr Arlequn a Polichinela, quien asinti tristemente.

La damisela entr dndose aires de gran actriz, alzando la barbilla, los ojos risueos, el gesto triunfal. Sus mejillas ardan y su negra cabellera estaba un poco desordenada. Llevaba en la mano izquierda un ramo de flores y en su dedo anular lu­ca un diamante cuyo brillo cautiv inmediatamente a todos. Su padre se levant apresuradamente para recibirla con inu­sitadas muestras de afecto: -Al fin llegas, hija ma!

La llev hasta la mesa. Ella se dej caer en una silla, demos­trando estar algo cansada, un poco nerviosa, pero sin que la sonrisa desapareciera de sus labios ni siquiera al ver a Scara­mouche al otro lado de la mesa. Slo Landre, que la obser­vaba anhelante, descubri algo parecido al miedo en sus pu­pilas, algo que el rpido movimiento de sus azulados prpados ocult enseguida.

Andr-Louis sigui comiendo tranquilamente sin mirar si­quiera a Climne. Pronto los miembros de la compaa comprendieron que amenazaba tormenta, pero que no estallara hasta que todos se hubieran retirado. Polichinela dio la seal levantndose, y todos salieron de la habitacin. En menos de dos minutos no quedaba all nadie salvo el seor Binet, su hija y Andr-Louis. Entonces Scaramouche dej cuchillo y tene­dor, bebi una copa de vino de Borgoa y se arrellan en la si­lla para contemplar a Climne.

-Creo -dijo- que vuestro paseo en coche ha sido agradable.

-Muy agradable, seor.

Imprudentemente, ella trataba de remedar la frialdad de Scaramouche, aunque sin conseguirlo.

-Y ha sido un paseo provechoso, a juzgar por la piedra pre­ciosa que desde aqu puedo ver. Debe de valer por lo menos doscientos luises, lo que es mucho dinero incluso para alguien tan rico como el marqus de La Tour d'Azyr. Sera imperti­nente que vuestro futuro esposo os preguntara, seorita, qu es lo que habis dado a cambio de esa sortija?

Pantalone se ech a rer con una mezcla de cinismo y enfado.

-Nada -dijo Climne airada.

-Todo el mundo sabe que una joya es una especie de anti­cipo.

-En nombre de Dios! Lo que dices es indecente -protest Binet.

-Indecente? -Andr-Louis mir a Binet con un desprecio tan fulminante que el muy sinvergenza se removi intran­quilo en su asiento-. Has mencionado la palabra decencia, Binet? No me hagas perder la paciencia, que es lo que ms de­testo en la vida -y volvi a mirar a Climne, que estaba con los codos apoyados en la mesa y la barbilla en la palma de las manos, mirndole entre indiferente y desafiante. Entonces dijo-: Seorita, por vuestro bien os aconsejo que pensis un poco adonde conducen vuestros pasos.

-No necesito vuestros consejos para saberlo.

-Ya tienes la respuesta que te mereces -dijo Binet riendo-. Espero que haya sido de tu agrado.

El rostro de Andr-Louis haba palidecido ligeramente y sus ojos, que no se apartaron un momento de su prometida, re­flejaban una gran incredulidad. Ni siquiera oy el comentario de Binet.

-No quisiera equivocarme pero estis diciendo que, cons­cientemente, queris cambiar el honrado estado de esposa que os he ofrecido por... por lo que un hombre como el marqus de La Tour d'Azyr puede ofreceros?

El seor Binet hizo un gesto de fastidio volvindose a su hija.

-Ya oyes lo que dice este gazmoo. Ahora vers con claridad que casarte con l sera tu ruina. Siempre estara atravesado en tu camino. Sera el peor de los maridos, te quitara todas las oportunidades que se te presenten, hija ma.

Ella asinti sacudiendo su linda cabeza.

-Empiezo a aburrirme de sus estpidos celos -confes mi­rando a su padre-. A decir verdad, me temo que como mari­do Scaramouche es imposible.

A Andr-Louis se le encogi el corazn. Pero, siempre actor, no dej traslucir nada. Se ri un poco forzadamente y se le­vant.

-Es vuestra decisin, seorita. Espero que no tengis que arrepentiros.

-Arrepentirse? -exclam Binet sin dejar de rer, aliviado al ver que su hija al fin rompa con un novio que l nunca haba aprobado, exceptuando las pocas horas en que crey de ver­dad que era un excntrico aristcrata de incgnito-. Y por qu habra de arrepentirse? Porque acepta la proteccin de un noble tan poderoso que puede regalarle una joya tan va­liosa que una actriz consagrada en la Comedia Francesa no podra comprarse con el trabajo de todo un ao? -Binet se ha­ba levantado y avanz hacia Andr-Louis de forma concilia­dora-. Vamos, vamos, amigo mo, no seas rencoroso. Qu diablos! No te interpondrs en el camino de mi hija, verdad? Realmente no puedes reprocharle su eleccin. Sabes lo que significa para ella? No te has parado a pensar que con el me­cenazgo de un caballero as puede llegar muy alto y muy lejos? No ves la suerte maravillosa que ha tenido? Si la quisieras tanto como demuestra tu temperamento celoso, no podras desearle nada mejor.

Andr-Louis le mir en silencio largo rato y luego se tuvo que rer.

-Eres absurdo! -dijo con desprecio-. Eres un ser absoluta­mente irreal -le dio la espalda y se dirigi a la puerta.

La actitud de Andr-Louis, su mirada de asco, su risa y sus palabras, hicieron estallar la ira del seor Binet por encima de su nimo conciliador.

-Absurdo yo? Irreal, eh? -grit siguiendo a Scaramouche y mirndolo con sus pequeos ojos donde ahora brillaba la maldad-. Soy absurdo porque prefiero para mi hija la pode­rosa proteccin de ese noble caballero antes que casarla con un bastardo don nadie como t?

Andr-Louis se volvi, ya con la mano en el picaporte.

-No -dijo-, me equivoqu. No eres absurdo, simplemente eres un canalla, al igual que tu hija, pues ambos estis envile­cidos.

Y sali.

CAPTULO X

Contricin

La seorita de Kercadiou paseaba al sol de un do­mingo de marzo, en compaa de su ta, por la terraza del castillo de Sautron.

A pesar de su dulzura, de un tiempo a esta par­te Aline estaba bastante irritable, rezumando cinismo. Lo cual hizo pensar a la seora de Sautron que su hermano Quintn haba descuidado un poco su educacin. Pareca que estaba muy instruida acerca de todo lo que una muchacha deba ig­norar e ignoraba todo lo que una seorita deba conocer. Al menos eso pensaba la seora Sautron.

-Dgame, seora -le pregunt Aline-, por qu los hombres son tan mujeriegos?

A diferencia de su hermano, la condesa era alta y sus moda­les, majestuosos. Antes de casarse con el caballero de Sautron, las malas lenguas del pueblo la definan como el nico hom­bre en su familia. Desde su elevada estatura, mir azorada a su pequea sobrina.

-Francamente, Aline, haces preguntas que no slo son des­concertantes sino tambin indecentes.

-Quiz se deba a que la vida es desconcertante e indecente.

-La vida? Una seorita nunca debe opinar sobre la vida.

-Por qu no, si una tiene que vivir? A menos que vivir tam­bin sea una indecencia.

-Lo que es indecente es que una jovencita soltera quiera sa­ber demasiado acerca de la vida. En cuanto a tu absurda pre­gunta sobre los hombres, debo recordarte que el hombre es la ms noble creacin de Dios, y supongo que as queda sufi­cientemente contestada.

La seora de Sautron no estaba dispuesta a extenderse sobre el tema. Pero la seorita de Kercadiou era muy testaruda.

-Entonces -dijo Aline-, quiere decirme por qu los hom­bres buscan irresistiblemente lo impdico de nuestro sexo?

La condesa se detuvo alzando las manos al cielo y mir a su sobrina muy enfadada.

-A veces, y ms de la cuenta, mi querida Aline, quieres saber demasiado. Le escribir a Quintn para que te case enseguida, y eso ser lo mejor para todos.

-El to Quintn me ha dado permiso para que yo decida so­bre eso -le record Aline.

-se es el ltimo y ms torpe de sus errores -afirm la se­ora convencida-. Dnde se ha visto que una jovencita deci­da cundo ser su matrimonio? Es hasta... indelicado exponerla a pensar en semejantes cosas. Pero Quintin es un patn. Su conducta es inadmisible. Que el seor de La Tour d'Azyr tenga que esperar a que t decidas! -y de nuevo se enoj-. Eso es una ordinariez... es casi una obscenidad! Dios mo! Cuando yo me cas con tu to, nuestros padres lo arreglaron todo. Le vi por primera vez cuando vino a firmar el contrato. Y de haber sido de otro modo, me hubiera muerto de ver­genza. sa es la nica manera de resolver estos asuntos.

-No dudo que tenga razn, seora. Pero ya que en mi caso no es as, tratar el asunto de otra forma. El seor de La Tour d'Azyr quiere casarse conmigo. Le he permitido que me cor­teje, y me gustara que alguien le informara que no quiero que lo siga haciendo.

La condesa se qued petrificada. Su largo rostro se puso blanco como el papel y respiraba con dificultad.

-Pero... pero qu dices, Aline? -tartamude.

Serenamente, Aline reiter su firme deseo.

-Pero eso es horrible! No puedes jugar as con los senti­mientos de un caballero de la calidad del marqus. Por qu hace menos de una semana me permitiste que le dijera que ac­cederas a ser su esposa?

-Lo hice en un momento de... precipitacin. Pero despus la conducta del marqus me ha convencido de mi error.

-Pero, Dios mo! -exclam la condesa-. Ests ciega para no ver el gran honor que te hace? El marqus har de ti la prime­ra dama de Bretaa, y eres tan tonta, mucho ms incluso que Quintin, que desprecias esa enorme suerte? Djame advertirte -dijo alzando un dedo admonitorio- que si continas portn­dote tan estpidamente, el seor de La Tour d'Azyr romper definitivamente contigo y se alejar indignado, y con razn.

-Es justamente lo que ms deseo, querida ta, y espero que me ayudis a conseguirlo.

-Oh, ests loca, sobrina!

-Es posible que en este momento lo nico sensato sea de­jarme guiar por mi instinto. Mi resentimiento est justificado porque el hombre que aspira a ser mi esposo corteja al mismo tiempo a una vulgar actriz del Teatro Feydau. -Aline!

-Acaso no es verdad? O es que encontris justificable la conducta del marqus?

-Aline, eres muy ambigua. A veces me asombra el atrevi­miento de tus palabras, y otras, lo que me deja pasmada es tu excesiva gazmoera. Te han educado como a una pequea burguesa. La culpa la tiene Quintin, que en el fondo siempre ha tenido alma de tendero.

-No le preguntaba su opinin sobre mi conducta, sino so­bre la del seor de La Tour d'Azyr.

-Pero es una indelicadeza fijarse en esas cosas. Deberas ig­norarlas por completo, y no concibo quin tiene la crueldad de ensertelas. Pero ya que ests informada, al menos debe­ras tener la discrecin de cerrar los ojos ante asuntos que es­tn fuera del... del ambiente apropiado para una seorita educada como Dios manda.

-Estarn tambin fuera de mi mbito cuando est casada? -Si eres juiciosa, s. No tendras por qu enterarte. Son cosas que... que marchitan tu inocencia. Dios no quiera que el se­or de La Tour d'Azyr sepa que lo sabes. Si te hubieran edu­cado correctamente en un convento, nada de esto sucedera. -Pero sigue sin contestar a mi pregunta -exclam desespe­rada Aline-. No es mi castidad la que est en tela de juicio, sino la del seor de La Tour d'Azyr.

-Castidad! -los labios de la seora de Sautron temblaron de horror, un horror que se extendi a todo su rostro-. Dnde aprendiste tan espantosa e indebida palabra?

Entonces la seora de Sautron control sus emociones, pues se dio cuenta de que lo mejor era actuar con calma y pru­dencia.

-Puesto que sabes tanto, querida nia, sobre lo que deberas ignorar, te dir que no hay nada malo en que un caballero ten­ga esas pequeas distracciones.

-Pero por qu, seora? Por qu tiene que ser as?

-Oh, Dios mo! Me haces preguntas que son un misterio de la Naturaleza. Es as porque es as. Porque los hombres son as.

-Porque son unos mujeriegos, querr decir, o sea, lo que yo deca al principio.

-Eres estpidamente incorregible, Aline...

-Usted piensa eso porque no vemos las cosas de la misma manera. Sin embargo, tengo derecho a exigir que mientras el marqus me haga la corte, no se la haga al mismo tiempo a una gris actriz. Siento que me est comparando con esa inca­lificable criatura y, por tanto, me insulta. El marqus es un zo­quete, cuyos cumplidos son tan imbciles como poco origina­les. Adems, todo lo que salga de sus labios me contamina, porque estn manchados por los besos de esa pelandusca.

Tan escandalizada estaba la seora que por un momento en­mudeci, y luego exclam:

-Dios mo! Nunca hubiera credo que tenas una imagina­cin tan poco delicada!

-No puedo soportarlo, seora. Cada vez que sus labios to­can mis dedos, pienso en el ltimo objeto que han tocado y corro a lavarme las manos. La prxima vez, a no ser que sea tan buena que le transmita antes mi mensaje, pedir un agua­manil y me las lavar en su presencia.

-Pero cmo voy a decrselo? Cmo?... Con qu palabras? -la dama estaba realmente demudada.

-Con franqueza. Es lo ms sencillo. Dgale que si su vida ha sido impura en el pasado, y si ha de ser impura en el porvenir, por lo menos debe prepararse con pureza para casarse con una muchacha pura, virgen e inmaculada.

La condesa retrocedi espantada, llevndose las manos a la cabeza y haciendo una mueca de horror:

-Cmo puedes? -jade-. Cmo puedes decir cosas tan te­rribles? Dnde las aprendiste?

-En la Iglesia.

-Ah! Pero en la Iglesia se dicen muchas cosas con... con las que no se debe soar en este mundo. Mi querida nia, cmo quieres que le diga al marqus todo eso?

-Entonces se lo dir yo.

-Aline!

-Tengo que salvarme de su insulto. Estoy profundamente disgustada con el marqus, y por muy distinguido que sea convertirme en marquesa de La Tour d'Azyr, prefiero casarme con un zapatero que sea decente.

Era tal su vehemencia y tan firme su determinacin que la seora de Sautron decidi una vez ms recurrir a la persua­sin. Aline era su sobrina, y un matrimonio as era un honor para toda la familia. Tena que evitar que se frustrara a cual­quier precio.

-Escchame, querida -le dijo-, razonemos un poco. El se­or marqus est de viaje y no volver hasta maana.

-Es cierto. Y yo s adonde ha ido o, por lo menos, con quin ha ido. Dios mo! Y esa ramera tiene un padre, y hasta un no­vio que se va a casar con ella, y ninguno de los dos hace nada. Supongo que comparten su opinin, querida ta, ya que un gran caballero debe tener sus distracciones -dijo mordazmen­te, y aadi-: Perdn, pero qu estaba diciendo, seora?

-Que pasado maana regresars a Gavrillac. El marqus te seguir en cuanto pueda.

-Es decir, cuando se haya consumido su lujuria.

-Llmalo como quieras -la condesa estaba angustiada con la irreverencia verbal de su sobrina-. En Gavrillac no estar la seorita Binet. Ser cosa del pasado. Es muy desagradable que la haya conocido en este momento. Pero no me negars que es muy atractiva. Razn de ms para disculpar a tu prometido. -El seor marqus pidi formalmente mi mano hace una semana. En parte para satisfacer los deseos de la familia y, en parte... -se interrumpi titubeando un momento, para pro­seguir con tono quejumbroso-... en parte porque no tena gran inters en casarme, di mi consentimiento. Por las razones que le he explicado, ahora deseo retirar definitivamente ese consentimiento.

La seora estaba fuera de s.

-Aline, jams te lo perdonara. Tu to Quintin se quedara desolado. No sabes lo que dices, ni la cosa tan maravillosa que rechazas. Acaso no te importa tu posicin ni el comporta­miento debido a una dama de tu clase?

-Si no fuera consciente de eso, seora, hace mucho que hu­biera terminado con todo esto. Si he tolerado seguir con el marqus, es porque comprendo la importancia que ese matri­monio tiene a vuestros ojos. Pero yo exijo algo ms del ma­trimonio, y el to Quintin ha dejado la decisin en mis manos.

-Que Dios le perdone! -dijo la condesa-. Djame guiarte. Oh, s! Djame guiarte -su tono era de splica-. Le pedir consejo al to Charles. Pero no hagas nada definitivo hasta que este infortunado asunto haya terminado. Charles sabr cmo arreglarlo todo. El marqus har penitencia, ya que tu tirana as lo exige, pero no se pondr cilicio ni ceniza en la cabeza. No le pedirs ms, verdad?

Aline se encogi de hombros, y dijo indiferente:

-No pido nada.

As las cosas, la condesa consult el caso con su esposo, un caballero de mediana edad, aristocrtico porte y con mucha mano izquierda. La dama adopt con l el mismo tono que Aline haba empleado con ella y que ella haba calificado de desconcertante e indecente. Incluso hizo suyas algunas frases de su sobrina.

De resultas, el lunes por la tarde, cuando al fin el carruaje del marqus de La Tour d'Azyr se detuvo ante el castillo, fue reci­bido por el seor de Sautron, quien le dijo que quera hablar con l un momento antes de que se cambiara de ropa.

-Gervais, ests loco -fueron las primeras palabras del seor conde.

-Querido Charles, eso no es ninguna novedad -respondi el marqus-. De qu particular locura me acusan ahora? -respondi el marqus echndose cuan largo era en un sof y mirando a su amigo con una sonrisa que pareca desafiar el paso de los aos sobre su rostro.

-De la ltima. La que has cometido con esa actriz de la Compaa Binet.

-Eso? Bah! Es slo un pequeo incidente. No es ninguna locura.

-S lo es en estos momentos -insisti el conde. El marqus le interrog con la mirada, y el otro le explic-: Aline lo sabe todo. Cmo se enter, no lo s. Pero lo sabe y est profunda­mente ofendida.

La sonrisa desapareci del rostro del marqus y se incorpo­r ansioso.

-Ofendida?

-S. Ya sabes cmo es. Sabes los ideales que se ha formado. Le ofende que mientras vienes aqu por ella, al mismo tiempo busques el amor de esa Binet.

-Cmo sabes eso? -pregunt el seor de La Tour d'Azyr.

-Aline se lo cont a su ta. Y la pobre nia parece tener algo de razn. Dice que no tolerar que beses su mano con los la­bios manchados an de... vamos, ya sabes a qu me refiero. Piensa en la impresin que esas cosas causan en un alma pura y sensible como la de Aline. Dice cosas horribles. Por ejemplo, que la prxima vez que beses su mano, pedir un aguamanil para lavrsela en tu presencia.

El rostro del marqus se puso de color escarlata. Se levant. Conociendo su mal genio, el conde de Sautron estaba prepa­rado para cualquier exabrupto. Pero no fue as. El marqus se dirigi lentamente a la ventana, cabizbajo y con las manos cruzadas a la espalda. Y desde all, sin volverse, habl con cier­to tono de tristeza.

-Llevas razn, Charles -dijo-, soy un loco. Un loco malva­do. Todava me queda sentido comn para admitirlo. Supon­go que esto se debe a mi estilo de vida. Nunca me he privado de ningn capricho.

Sbitamente dio media vuelta, y exclam:

-Dios mo, pero yo quiero a Aline como nunca he querido a nadie! Me morira de rabia si supiera que por mi locura la he perdido -se dio una palmada en la frente y aadi-: Soy un libertino, deb suponer que si ella se enteraba de mis diablu­ras, me detestara; y te juro, Charles, que soy capaz de atrave­sar el fuego del Infierno para reconquistar su respeto y su aprecio.

-Espero que no sea para tanto -dijo Charles, y para atenuar la tensa situacin que empezaba a aburrirle con su solemni­dad, brome-: Lo nico que se te pide es que no juegues con fuego, un fuego que, en opinin de mi sobrina, no es precisa­mente purificador.

-Todo ha terminado con esa actriz. Todo! -asegur el mar­qus.

-Te felicito. Cundo tomaste esa decisin?

-Ahora mismo. Ojal la hubiese tomado hace veinticuatro horas! -se encogi de hombros-. Al fin y al cabo, veinticua­tro horas han bastado para cansarme de esa mujercilla egos­ta. Bah! -y un estremecimiento de disgusto le recorri de la cabeza a los pies.

-As todo ser ms fcil -dijo cnicamente el seor de Sautron.

-No digas eso, Charles. No es tan fcil. Debas haberme avi­sado a tiempo.

-Lo he hecho a tiempo, si aprovechas mi advertencia.

-Har cualquier penitencia. Me postrar a sus pies. Me hu­millar. Har acto de contricin y el cielo me ayudar a enmendarme -dijo trgicamente.

Para el seor de Sautron, que siempre haba visto al marqus tan arrogante y burln, aquella conducta era asombrosa. Hu­biera querido desaparecer de all para ver la escena a travs del ojo de una cerradura. Le dio unas palmadas en el hombro a su amigo.

-Querido Gervais, te veo en un estado de exaltacin romntica. Basta ya. Sigue as y te prometo que todo ir bien. Yo ser tu embajador, y no te quejars de m.

-Pero por qu no puedo ir a hablarle personalmente?

-Si eres inteligente, desaparecers por un tiempo. Escrbele si quieres. Canta la palinodia epistolarmente. Yo le explicar que no has ido a verla siguiendo mi consejo, y emplear todo mi tacto. Soy un buen diplomtico, Gervais, puedes confiar en m.

El marqus levant la cabeza y mostr un rostro entristeci­do. Le tendi la mano al conde.

-Muy bien, Charles. Prstame este servicio y contars con mi amistad para todo.

CAPTULO XI

Ria tumultuaria en el Teatro Feydau

Dejando en manos de su amigo el asunto de la se­orita de Kercadiou, el marqus de La Tour d'Azyr abandon el castillo de los Sautron profundamente apesadumbrado. Veinticuatro horas con la Binet eran suficientes para un hombre de gustos tan versalles­cos. Ahora recordaba ese episodio con repugnancia -inevita­ble reaccin psicolgica- admirndose de que hasta la vspera la hubiera encontrado tan deseable y reprochndose aquel an­tojo que haba puesto en peligro su relacin con la seorita de Kercadiou. Pero nada extraordinario haba en su estado de nimo, de modo que no necesit extenderse ms sobre el te­ma. Era simplemente el resultado del conflicto entre la bestia y el ngel que habitan en todo hombre.

El caballero de Chabrillanne -que siempre estaba a su servi­cio- se sentaba frente a l en la enorme berlina. Entre ellos ha­ba una mesita plegable y el caballero sugiri jugar una parti­da de piquet, pero el marqus no tena humor para eso. Estaba ensimismado. Y cuando el coche empez a rodar por las calles de Nantes, el seor de La Tour d'Azyr record su reciente pro­mesa de asistir a ver actuar a la seorita Binet aquella noche en La amante infiel. Y ahora no quera verla ni en pintura. Esto le resultaba desagradable por dos motivos. Por una parte, era faltar a su palabra y, por otra, actuaba como un cobarde. Y lo que era peor: aquella maana le haba dado esperanzas a la ac­triz de ofrecerle en el futuro ms favores de los concedidos hasta ahora. Aquella mujer vulgar -como ahora la juzgaba-haba tratado de arrancarle promesas con garantas para el porvenir. Haban hablado de llevarla a Pars, de alojarla en una casa amueblada y, a la sombra de su poderosa proteccin, hacer que las puertas de los grandes teatros de la capital se abrieran de par en par ante su talento. No era que l se hubie­ra comprometido exactamente, de lo que se alegraba. Pero tampoco se haba negado categricamente. Ahora se impona aclararlo todo con ella, pues estaba obligado a escoger entre su efmera pasin por la comedianta -ya casi apagada- y la ado­racin casi mstica que senta por Aline.

Su honor le exiga salir de aquella falsa posicin. Por su­puesto, la Binet le hara una escena, pero l conoca el reme­dio para curar esos ataques de histeria. Al fin y al cabo, el di­nero todo lo puede. Tir del cordn y se detuvo el coche. Un lacayo apareci en la ventanilla de la portezuela.

-Al Teatro Feydau -orden el marqus. El lacayo desapare­ci y la berlina sigui rodando. El seor de Chabrillanne se ri cnicamente.

-Ser mejor que no te ras -le dijo el marqus-. No puedes comprenderlo. -Y acto seguido explic lo que le suceda. Era una rara concesin en l, pero se senta obligado a aclararlo todo. Reflejando la misma seriedad del marqus, su primo dijo:

-Por qu no le escribes? Yo en tu lugar no complicara ms las cosas.

-Las cartas pueden extraviarse, tergiversarse -respondi el marqus- Dos riesgos a los que no quiero exponerme. Si ella no me contestara, me dejara en la incertidumbre. Y yo no es­tara en paz hasta saber que esa relacin ha terminado. El co­che puede esperarnos mientras estemos en el teatro. Despus seguiremos viaje toda la noche si fuera necesario.

-Maldita sea! -hizo una mueca el seor de Chabrillanne.

El gran carruaje se detuvo ante el iluminado prtico del Tea­tro Feydau y los dos caballeros descendieron. Sin saberlo, el marqus de La Tour d'Azyr acababa de caer en manos de Andr-Louis.

Aquel mismo da, pero por la maana, Andr-Louis estaba exasperado porque Climne se haba ausentado de Nantes en compaa del marqus, aunque lo que ms le indignaba era ver la muda complacencia con que el seor Binet haca la vis­ta gorda.

Por ms que Andr-Louis se las diera de estoico, y por mu­cho hierro que quisiera quitarle al asunto, estaba atormenta­do. No culpaba a Climne, pero saba que se haba equivocado respecto a ella. Segn la vea ahora, no era ms que una frgil barca a la deriva, a merced del primer viento que le prometie­ra avanzar. Estaba enferma de ambicin, y Andr-Louis se fe­licitaba de haberlo descubierto a tiempo. Ahora slo senta por ella una gran lstima. La compasin era lo que quedaba del amor que ella le haba inspirado, eran las heces del amor, el desperdicio depositado en el fondo despus de vaciada la cuba del potente vino. Todo el odio de Andr-Louis se con­centraba en su padre y en su seductor.

Las ideas que cruzaban su mente el lunes por la maana, cuando se descubri que Climne no haba regresado an de su excursin del da anterior en el coche del marqus, eran bastante siniestras sin necesidad de que el turbado Landre las atizara. Hasta ahora ambos hombres se haban tratado con mutuo desdn. Pero de pronto, compartir aquella desgracia, los una en una especie de alianza. Al menos eso pensaba Landre cuando aquella maana buscaba a Andr-Louis en el muelle que estaba frente a la posada. All lo encontr, aparen­temente despreocupado, fumando su pipa.

-Redis! -dijo-. Cmo puedes estar ah tan tranquilo y fumando a estas horas?...

Scaramouche mir al cielo y dijo:

-No hace fro, y hay buen sol. Aqu se est muy bien.

-No estoy hablando del tiempo -replic Landre de lo ms excitado.

-Y entonces de qu ests hablando?

-De Climne, por supuesto!

-Oh! Esa seorita ya no me interesa -minti Andr-Louis.

Landre se plant frente a l. Era apuesto, sus cabellos esta­ban empolvados y llevaba medias de seda. Su rostro estaba p­lido y sus ojos parecan ms grandes que de costumbre.

-Ya no te interesa? No vas a casarte con ella?

Andr-Louis contempl la nube de humo que sala de su pipa.

-No me ofendas. No me conformo con un plato de segun­da mano.

-Dios mo! -exclam Landre abriendo los ojos-. Es que no tienes corazn? Sigues siendo el mismo Scaramouche de siempre?

-Qu esperas que haga? -pregunt Andr-Louis ligera­mente sorprendido.

-No esperaba que la perdieras sin luchar.

-Pero en vista de que ya se ha ido -dijo dando una chupa­da a su pipa al tiempo que Landre apretaba los puos con ra­bia impotente-, cmo voy a luchar contra lo ineluctable? Luchaste t cuando yo te la quit?

-No era ma, as que no me la quitaste. Yo slo era un pre­tendiente, en cambio t la conquistaste. Pero aunque hubiera sido de otro modo, no se puede establecer una comparacin. Lo nuestro con ella era honrado, pero esto es el Infierno!

Su emocin conmovi a Andr-Louis, que le cogi por un brazo.

-Eres un buen muchacho, Landre. Me alegra haberte salva­do del destino que te esperaba.

-Entonces no la amas -exclam apasionadamente-. Nunca la amaste. Si lo hubieras hecho, no hablaras as. Dios mo! De haber sido mi novia, y si hubiera ocurrido esto, yo mata­ra a ese hombre! Me oyes? Pero t, oh!, ests ah fumando y tomando el fresco, y hablando de ella como si no la conocie­ras. Debera partirte la cara por tus palabras.

Se quit la mano de Andr-Louis del brazo y lo mir desa­fiante.

-Si lo hicieras -dijo Andr-Louis- estaras dentro de tu papel. Soltando una imprecacin, Landre dio media vuelta para irse. Pero Andr-Louis le detuvo.

-Un momento, amigo, dime una cosa: te casaras ahora con ella?

-Que si me casara? -los ojos del joven chisporroteaban de pasin- Si ella me lo pidiera, sera su esclavo.

-Esclavo es la palabra exacta. Un esclavo en el Infierno.

-Para m no hay Infierno donde ella est, haga lo que haga. Yo no soy como t, yo la amo de verdad. Me oyes?

-Hace mucho que lo s -dijo Andr-Louis-, aunque no sos­pechaba que tu enfermedad fuera tan violenta. Dios sabe que yo la amaba tambin, lo suficiente para compartir contigo el deseo de matar. Aunque en mi caso, la sangre azul del marqus de La Tour d'Azyr apenas mitigara ese deseo. Me gustara aadirle el viscoso fluido que corre por las venas del abyecto Binet.

Por un momento se dej arrebatar, y Landre descubri la sed de venganza que haba detrs de su fra apariencia. El jo­ven que haca los papeles de galn le estrech la mano.

-Saba que estabas actuando -le dijo-; t sientes lo mismo que yo.

-Mira a lo que conduce el rencor. Me has descubierto. Y ahora, qu? Quieres ver al precioso marqus despedazado? Yo puedo ofrecerte ese hermoso espectculo.

-Cmo? -se asombr Landre, preguntndose si no sera otra de las bromas de Scaramouche.

-Ser fcil si alguien me ayuda. Quieres ayudarme?

-Har todo lo que me pidas -dijo Landre impetuosamen­te-. Dara mi vida, si fuera necesario.

Andr-Louis le tom otra vez por el brazo.

-Vamos a pasear un poco -dijo- y te dir lo que vamos a hacer.

Cuando los dos regresaron, los miembros de la compaa ya se disponan a comer. Climne an no haba vuelto. El males­tar presida la mesa. Colombina y Madame estaban angustia­das. La relacin entre Binet y su compaa se haca cada vez ms tirante.

Andr-Louis y Landre se sentaron donde siempre. Los oji­llos de Binet no dejaban de espiarlos con un brillo maligno, mientras sus gruesos labios esbozaban una grotesca sonrisa.

-Por lo visto ahora sois muy buenos amigos -dijo zumbn.

-Eres muy perspicaz, Binet -dijo Scaramouche en tal tono que ms que un elogio aquello era un insulto-. Tal vez puedas adivinar tambin el por qu.

-Es fcil de adivinar.

-Si es as por qu no se lo dices a la compaa? -le sugiri Scaramouche y, al cabo de un rato, aadi-: Por qu titubeas? No creo que tu desvergenza tenga lmites.

Binet ech hacia atrs su gran cabeza.

-Ests buscando pelea, Scaramouche?

-Pelea? Ests de guasa. Un hombre de verdad no se rebaja a pelear con gente como t. Todos sabemos el lugar que ocu­pan en la estimacin pblica los esposos complacientes. Pero, por todos los santos, puedes decirnos qu lugar ocupan los padres complacientes?

Binet se levant en toda su enorme corpulencia. De un ma­notazo apart la mano con que Pierrot trataba de contenerle.

-Maldita sea! -rugi-. Si usas ese tono insolente conmigo, te romper la crisma.

-Si me rozas aunque sea con el ptalo de una rosa, me dars el pretexto que estoy deseando para matarte.

Scaramouche estaba tan tranquilo como de costumbre, lo que haca que su actitud fuera mucho ms temible. Los miem­bros de la compaa se alarmaron cuando Andr-Louis sac de su bolsillo una pistola que nadie saba que tena.

-Estoy armado, Binet -dijo-, esto es slo una advertencia. Vulveme a provocar y te matar como si fueras una asquero­sa babosa, que es a lo que ms te pareces, una babosa sin alma ni cerebro. Cada vez que lo pienso, me da asco tener que com­partir esta mesa contigo. Se me revuelve el estmago.

Rechaz su plato y se levant, aadiendo:

-Voy a comer al piso de abajo con los criados.

-Yo tambin voy contigo -dijo Colombina.

Aquello fue como una seal. De haber sido un plan precon­cebido, no hubiera funcionado tan bien. Binet estaba conven­cido de que era una conspiracin, pues detrs de Colombina se march Landre, y detrs de ste, Polichinela, y luego se fueron todos hasta dejarlo solo, sentado a la cabecera de una mesa va­ca, en una habitacin vaca, rodo por la rabia y por el miedo.

Se qued pensativo y as lo encontr media hora despus su hija, cuando regres de su excursin y entr en la sala.

Estaba algo plida, y un poco acoquinada ante la perspecti­va de enfrentarse con las miradas de toda la compaa. Al ver que all slo estaba su padre, se detuvo en la puerta.

-Dnde estn todos? -pregunt haciendo un esfuerzo por fingir naturalidad.

El seor Binet alz la barbilla y la mir con los ojos inyecta­dos en sangre. Frunci el ceo, apret los labios y carraspe. Contempl a su hija contento de verla tan bonita, tan elegan­te con su largo abrigo de pieles, su manguito y el sombrero donde rutilaba una hebilla de diamantes de imitacin. Con una hija as, no tena que temerle al futuro ni a las tretas que pudiera urdir Scaramouche.

Pero al hablar su tono de voz no denotaba aquel optimismo.

-Al fin has vuelto, cabeza loca! -refunfu-. Ya empezaba a preguntarme si ibas a actuar esta noche. No me hubiera sor­prendido que no llegaras a tiempo para la funcin. Desde que has escogido interpretar tu nuevo y elegante papel haciendo caso omiso de mis consejos, nada puede sorprenderme.

La joven cruz la habitacin y se apoy en la mesa, mirn­dolo con aburrimiento.

-No tengo nada de que arrepentirme -dijo.

-Todos los necios dicen lo mismo. Si fuera verdad, no lo di­ran. Y t haces lo mismo que ellos. T vas a lo tuyo, a tu aire, a pesar de los consejos de la experiencia. Acabars con mi vida, hija, qu sabes t de los hombres?

-De momento, no puedo quejarme -dijo ella.

-Pero tal vez despus descubras que habras hecho mejor es­cuchando los consejos de tu viejo padre. Mientras tu marqus te anhelaba, no haba nada que no pudieras obtener de l. Mien­tras slo le permitieras que te besara la punta de los dedos... maldita sea!... era entonces cuando tenas que haber construi­do tu porvenir. Aunque vivas mil aos nunca volvers a tener otra ocasin como sta, y la has desperdiciado... por qu?

La muchacha se sent.

-Eres srdido -dijo enojada.

-Srdido, yo? Conozco muy bien este asco de mundo y cre que t tambin lo conocas. Tenas la carta de triunfo, y hu­biera sido para siempre tuya si hubieses jugado bien tus car­tas, como yo te orden. Bueno, pues ya has jugado tu carta, y dnde est el triunfo? El viento se lo llev. Y habr que dar gracias a Dios si no se lleva otras cosas, por ejemplo, la com­paa si seguimos como vamos. Ese granuja de Scaramouche los ha confabulado a todos contra m. Siguiendo su ejemplo, todos se han vuelto puritanos. No volvern a sentarse a la mesa conmigo. -Pantalone balbuceaba entre rabioso y sarcstico-. Fue tu amiguito Scaramouche quien les dio el ejemplo a seguir. No contento con eso, amenaz con matarme y me lla­m ... Pero qu mas da? Lo que importa es el peligro que entraa que la Compaa Binet descubra que puede abrirse paso sin el seor Binet y sin su hija. Ese canalla bastardo me lo ha ido robando todo poco a poco. Ahora tiene en su poder a la compaa, y es lo bastante ingrato, lo bastante vil, para hacer uso de ese poder.

-Djalo que haga lo que quiera -dijo ella sin darle impor­tancia.

-Dejarle? -se asust Pantalone-. Y qu ser de nosotros?

-En cualquier caso, la Compaa Binet ya no es importante -dijo ella-. Muy pronto ir a Pars, donde hay mejores teatros que el Feydau. All est el Palais Royal, el Ambig Comique, la Comedia Francesa. Incluso es posible que tenga mi propio teatro.

Los ojos de Binet casi se salan de sus rbitas, y puso su gor­da mano sobre las de Climne. Ella not que su padre tem­blaba.

-Te ha prometido eso? Te lo ha prometido?

Ella le mir inclinando la cabeza en gesto afirmativo, mirn­dolo pcaramente y con una sonrisita en sus labios perfectos.

-Por lo menos no me lo neg cuando se lo ped -contest absolutamente convencida de que todo saldra a pedir de boca.

-Bah! -exclam Binet con una mueca de disgusto y reti­rando su mano-. No te lo neg! -se burl de ella y aadi en­colerizado-: Si hubieras seguido mis consejos, el marqus hu­biera accedido a todo, te hubiese dado cualquier cosa que le pidieras, pues l tiene poder para hacerlo. Pero has cambiado la certeza por la probabilidad, y yo odio las probabilidades. Dios mo! Me he pasado la vida viviendo de probabilida­des, y murindome de hambre, pues las probabilidades no se comen.

Si Climne hubiera sospechado la conversacin que en aquel momento tena lugar en el castillo de Sautron, no se hu­biese redo tan irnicamente de los funestos vaticinios de su padre. Pero estaba destinada a no saber nunca nada de aquella entrevista, lo cual fue su ms cruel castigo. Ella culpara de todo -tanto el fin de sus esperanzas con el marqus como la sbita disgregacin de la Compaa Binet- al vengativo y ruin Scaramouche.

De todas maneras, aunque el seor de Sautron no hubiera advertido al marqus, los sucesos de aquella noche en el Tea­tro Feydau le hubieran dado suficientes motivos para suspen­der una aventura llena de emociones demasiado desagrada­bles. En cuanto a la disolucin de la compaa, evidentemente sera obra de Andr-Louis, aunque no era algo que hubiera buscado deliberadamente.

Prueba de ello es que en el intermedio del segundo acto, Scaramouche entr en el camerino donde estaban Polichinela y Rhodomont. Polichinela estaba cambindose de traje.

-No hace falta que os disfracis -advirti-. No creo que la obra siga despus de mi entrada con Landre en el prximo acto.

-Qu quieres decir?

-Ya lo veris -dijo poniendo un papel sobre la mesa de Po­lichinela, que estaba repleta de cosmticos para maquillaje-. Leed esto. Es una especie de testamento en favor de la compa­a. He sido abogado, y os garantizo que el documento est en orden. Todos vosotros seris los beneficiarios de los derechos correspondientes a mi parte como socio de la compaa.

-Pero quieres decir que vas a dejarnos? -exclam Polichi­nela alarmado, mientras la mirada sorprendida de Rhodo­mont haca la misma pregunta.

Scaramouche se encogi de hombros elocuentemente. Poli­chinela dijo melanclico:

-Por supuesto, esto estaba previsto. Pero por qu tienes que ser el nico que se vaya? Eres t quien ha hecho de nosotros lo que somos, eres la verdadera cabeza de la troupe; nos has convertido en una autntica compaa de teatro. Si alguien tiene que irse, que sea Binet, Binet y su infernal hija. Oh, si te vas, todos nos iremos contigo!

-Ay! -aadi Rhodomont-. Bastante hemos sufrido con ese bribn.

-Ya haba pensado en esa posibilidad -dijo Andr-Louis- y no por vanidad, sino por confianza en vuestra amistad. Si sigo vivo despus de sta, os prometo que considerar esa posibi­lidad.

-Seguir vivo? -preguntaron los dos actores al unsono.

Polichinela se puso en pie. -Qu locura tienes en mente?

-Por una parte, voy a darle una satisfaccin a Landre, y por otra, tengo una pelea pendiente con alguien...

En ese momento sonaron los tres golpes de bastn en el es­cenario.

-Me llaman a escena! -dijo Scaramouche-. Guarda ese pa­pel, Polichinela. Aunque despus de todo, quiz no sea nece­sario.

Y sali. Rhodomont y Polichinela se miraron atnitos.

-Qu demonios se traer entre manos? -pregunt Rho­domont.

-Lo mejor ser ir a verlo -contest el otro.

A pesar de lo que le dijo Scaramouche, Polichinela termin de vestirse apresuradamente y sigui a Rhodomont.

Al acercarse a los bastidores una salva de aplausos los reci­bi. Eran algo ms que aplausos, se trataba de aplausos bas­tante inslitos. Cuando cesaron, se oy la voz de Scaramouche vibrando como una campana:

-Ya ves, amigo Landre, que cuando hablas del Tercer Esta­do hay que explicarse mejor. Qu es, exactamente, el Tercer Estado?

-Nada -respondi Landre.

Desde los bastidores se oy el sofocado murmullo de asom­bro del pblico, pero enseguida vino otra pregunta de Scara­mouche:

-Desgraciadamente es cierto. Pero qu tendra que ser?

-Todo -dijo Landre.

Los espectadores redoblaron su ovacin, ahora ms enrgi­ca por lo inesperado de la rplica.

-Cierto es tambin -dijo Scaramouche-, es ms, eso es lo que ser, lo que ya es. Acaso lo dudas?

-No, lo espero -dijo Landre, que todo lo haba ensayado en secreto con su compaero.

-Puedes estar seguro -dijo Scaramouche, otra vez en medio de estruendosas aclamaciones.

Polichinela y Rhodomont volvieron a mirarse, y ste gui un ojo no sin alegra.

-Maldita sea! -rebuzn alguien detrs de ellos-. Otra vez empieza el granuja con sus mensajes polticos?

Los dos actores se volvieron para encontrarse frente a frente con Binet. A paso de lobo haba llegado hasta ellos, y ahora es­taba all con su traje escarlata de Pantalone y los ojillos cente­lleando de ira a ambos lados de su narizota de cartn. Pero de nuevo la voz de Scaramouche capt toda su atencin. El actor haba avanzado hasta el borde del proscenio.

-Landre -dijo al pblico- duda a veces, porque es de los que todava adoran al carcomido dolo del Privilegio. Por eso teme creer en una verdad que empieza a resplandecer para todo el mundo. Podr convencerle? Tendr que decirle cmo una turba de nobles, escoltados por criados armados, unos seiscientos hombres en total, trataron de doblegar al Tercer Estado de Rennes hace pocas semanas? Tendr que recordar­le la conducta marcial demostrada en esa ocasin por el Ter­cer Estado, y cmo limpiaron las calles de esa chusma de no­bles encanallados... de cette canaille noble1?

Un delirante aplauso lo oblig a hacer una pausa. La ltima frase del parlamento de Scaramouche haba puesto el dedo en la llaga. A los del pblico que haban sufrido aquella infame denominacin de canallas, les encant la ocurrencia de que ahora se volviera contra los nobles que la haban acuado.

-Pero quiero hablaros de su jefe -prosigui Scaramouche di­rigindose al pblico-, que es le plus noble de cette canaille ou bien le plus canaille de ces nobles11. Vosotros le conocis. Le teme a muchas cosas, pero sobre todo, a la voz de la verdad. Cuan­do la verdad es dicha con elocuencia, los de su clase tratan de silenciarla al instante. Por eso acaudill a sus pares y a sus ser­vidumbres, y les llev para que asesinaran a infortunados bur­gueses slo por el delito de haber levantado la voz. Pero esos infortunados burgueses se negaron a ser asesinados en las ca­lles de Rennes. Se les ocurri que ya que los nobles haban de­cretado que corriera la sangre, poda muy bien ser la sangre de los nobles la que corriera. Y formaron en orden de batalla -la noble chusma contra la chusma de los nobles-, y lo hicieron tan bien, que los aristcratas, con el seor de La Tour d'Azyr a la cabeza, huyeron en tropel hasta refugiarse en el convento de los franciscanos. Gracias a ese sagrado santuario, algunos sobrevivieron y entre ellos, el arrogante jefe de todos, el mar­qus de La Tour d'Azyr. Todos conocis a ese esforzado mar­qus, a ese gran seor de horca y cuchillo.

La sala estall con el ruido de una tempestad que slo ces un poco cuando se oy de nuevo la voz de Scaramouche:

-Oh, qu espectculo tan maravilloso fue ver a ese gran ca­zador corriendo como una liebre para esconderse en el con­vento de los franciscanos! Desde entonces nadie le ha vuelto a ver por Rennes. Y sin embargo, desde entonces Rennes no an­sia otra cosa que volverlo a ver. Pero es curioso que siendo tan valiente, sea tan discreto. Y dnde creis que se ha refugiado ese gran noble que quera lavar las calles de Rennes con la san­gre de sus ciudadanos, ese hombre que hubiera hecho una carnicera con jvenes y viejos, con cualquiera de los que l llama la canaille, con tal de silenciar la voz de la razn y la li­bertad que hoy ya empieza a orse en toda Francia? Dnde creis que se esconde? Pues aqu, en Nantes.

Se oy otro vocero, pero Scaramouche prosigui:

-Qu decs? Que no puede ser? Pues yo os garantizo, ami­gos mos, que en este momento est aqu, en este teatro, ace­chando sin ser visto desde aquel palco. Pero es demasiado t­mido para mostrarse en pblico. Oh, es un caballero tan modesto! Pero est all, detrs de esas cortinas. No os mos­traris ante vuestros amigos, marqus de La Tour d'Azyr, y ya que consideris que la elocuencia es un don tan peligroso, no les dirigiris ni una sola palabra? Si no lo hacis; creern que estoy mintiendo cuando les digo que estis aqu...

A pesar de lo que Andr-Louis pensara de l, el seor de La Tour d'Azyr no era un cobarde. Decir que se esconda en Nantes no era cierto. El marqus iba y vena pblica y descarada­mente. Lo que pasaba era que los habitantes de Nantes hasta ese momento ignoraban su presencia entre ellos, slo porque l haba desdeado notificarles su llegada, del mismo modo que hubiera desdeado ocultrsela.

Al verse as desafiado, y a pesar del peligroso ambiente que se respiraba en el teatro, donde el pblico era mayoritariamente burgus, el marqus de La Tour d'Azyr se opuso a la re­sistencia de Chabrillanne y descorri las cortinas del palco mostrndose sbitamente, plido, pero ecunime y desdeo­so. Primero mir al osado Scaramouche y luego a los que des­de abajo le manifestaban su hostilidad. Crispando los puos y enarbolando amenazadores bastones en el aire, la gente mul­tiplicaba sus alaridos:

-Asesino! Canalla! Cobarde! Traidor!

Pero el hombre se mantena firme frente a la tormenta, siempre sonriendo con inefable desprecio. Esperaba un poco de silencio para hablar. Pero esper en vano, como muy pron­to comprendi. Su mueca de desprecio, que no se tom el tra­bajo de disimular, slo serva para acicatear el odio hacia l.

La platea se convirti en un pandemnium. Aqu y all los hombres se liaban a puetazos, y ya se vean brillar algunas espa­das, aunque por suerte estaban todos tan apretujados, que apenas si podan desenvainarlas. Los que iban acompaados de damas, y los tmidos por naturaleza, abandonaron precipitadamente el teatro convertido en campo de batalla, mientras los ms iracun­dos rompan las sillas para usarlas a guisa de garrotes y arran­caban los candelabros de las paredes usndolos como armas arrojadizas. Uno de esos candeleros de aplique, arrojado por un aristcrata desde un palco, estuvo a punto de romperle la cabeza a Scaramouche, quien segua en medio del escenario, contem­plando triunfal las consecuencias de su morcilla convertida en arenga. Conociendo la inflamable sustancia de que estaba hecho aquel pblico, haba arrojado con acierto la tea de la discordia. All estaban los representantes de uno y otro bando enzar­zados en aquella reyerta que ya era el preludio de la gran con­mocin que agitara a toda Francia. Los llamamientos resona­ban en el teatro:

-Abajo la canaille! -vociferaban unos. -Abajo los privilegiados! -aullaban otros. Y por encima de la gritera, se oa, tenazmente, el grito de: -Al palco! Muerte al carnicero de Rennes! Muerte al mar­qus de La Tour d'Azyr que le ha declarado la guerra al pueblo! Una avalancha de gente se abalanz a una de las puertas de la platea que daba a la escalera que conduca a los palcos.

Entonces, mientras la lucha y el caos se esparcan a la velo­cidad de un rayo ms all del teatro, llegando incluso a la ca­lle, el palco del seor de La Tour d'Azyr se convirti en el cen­tro de los ataques de los burgueses y en el bastin no slo de los aristcratas, sino tambin de los que en cierta forma esta­ban ligados a la nobleza.

El marqus de La Tour d'Azyr haba dejado su palco para encontrarse con los que se le unan. Y ahora, en la platea, un grupo de furibundos caballeros trataba de abrirse paso hasta el escenario, a travs del foso de la orquesta, para castigar al audaz comediante responsable de aquella revuelta. Pero otro grupo de hombres, que apoyaba a Andr-Louis, les opuso re­sistencia obligndolos a retroceder.

En vista de esto, y acordndose del candelera que le haban arrojado, Scaramouche se volvi a Landre, que permaneca a su lado, y le dijo:

-Ha llegado la hora de irnos.

Landre, lvido bajo el maquillaje, sobrecogido por aquel es­tallido multitudinario que nunca hubiera podido imaginar, tartaje una frase de asentimiento. Pero era demasiado tarde, pues en ese momento los atacaban por la espalda.

El seor Binet haba conseguido avanzar dejando atrs a Po­lichinela y a Rhodomont, quienes lo haban contenido hasta el ltimo momento. Seis nobles, asiduos visitantes del cameri­no de Climne, irrumpieron en el escenario, dispuestos a des­cuartizar al canalla que haba provocado aquella ria tumul­tuaria, y fueron ellos quienes apartaron a los dos actores que aguantaban a Binet. Seguan a Pantalone, con las espadas de­senvainadas, pero detrs de ellos tambin venan Polichinela, Rhodomont, Arlequn, Pierrot, Pasquariel y Basque, armados con todo lo que pudieron coger apresuradamente para de­fender al hombre con quien tanto simpatizaban y en quien ahora depositaban todas sus esperanzas.

A la cabeza de los aristcratas avanzaba Binet, corriendo como nunca nadie hubiera podido imaginarlo, y esgrimiendo el largo bastn inseparable de Pantalone.

-Infame sinvergenza! -ladraba-. Me has arruinado, pero juro por Dios que me las pagars.

Andr-Louis se volvi a l.

-Confundes la causa con el efecto -le grit.

Pero no dijo ms. De un certero golpe, el bastn de Binet se astill sobre su hombro. De no ser porque se apart rpida­mente, el palo le hubiera roto la cabeza. Entonces Scaramou­che se meti la mano en el bolsillo y se oy una detonacin. Era el pistoletazo con que Andr-Louis replicaba al bastonazo.

-Ya te haba avisado, inmundo alcahuete! -grit sin dejar de apuntarle.

Binet se desplom gritando, mientras que el feroz Polichinela, ahora fiero de verdad, se acerc a Andr-Louis para su­surrarle rpidamente al odo:

-Ests loco! No era para tanto! Tienes que irte inmedia­tamente o dejars aqu el pellejo. Vete ahora mismo!

Era un consejo sensato y Scaramouche lo acept enseguida. Los caballeros que seguan a Binet, en parte paralizados por las improvisadas armas de los actores y, en parte, por la pisto­la de Scaramouche, le dejaron escapar. Andr-Louis lleg a los bastidores, donde se top de manos a boca con dos de los po­licas que ya invadan el teatro para restablecer el orden. Ten­dra problemas con ellos por su osada de aquella noche y por el balazo que le haba incrustado a Binet en alguna parte de su obeso cuerpo. As que blandi su pistola, dicindoles:

-Dejadme pasar o juro que os levantar la tapa de los sesos!

Cogidos por sorpresa, asustados, pues no tenan armas de fuego, los gendarmes retrocedieron dejndolo escapar. Scara­mouche pas velozmente por delante del camerino donde las mujeres de la compaa se haban atrancado hasta que pasara la tormenta, y gan la callejuela que estaba detrs del teatro. La calle estaba desierta. Corri tratando de llegar a la posada para recoger su dinero y alguna ropa, pues ahora no poda permanecer en la calle vestido con el traje de Scaramouche.

LIBRO TERCERO

La espada

CAPTULO PRIMERO

Transicin

Es lamentable -escriba Andr-Louis desde Pars a Le Chapelier, en una carta que an se conserva- que me haya despojado definitivamente del ropaje de Scaramouche, puesto que no hay otro ms adecuado para m. Todo parece indicar que mi papel es provocar siempre la conflagracin y luego escapar antes de que me alcance el fuego. Es algo humillante. Y trato de consolarme con Epicteto -lo has le­do?-, quien deca que no somos ms que actores de una obra de teatro donde desempeamos el papel que nos ha asignado el di­rector. Sin embargo, no me consuela haber sido escogido para un papel tan despreciable que casi siempre consiste en el arte de es­currir el bulto. Pero si no soy valiente, al menos soy prudente, de modo que si me falta alguna virtud, puedo reivindicar otra con creces. En una ocasin fui condenado a la horca por sedicin. Iba a quedarme de brazos cruzados para que me ahorcaran? Esta vez me ahorcaran por varios motivos, incluyendo un asesinato, aun­que en realidad no s si el ignominioso Binet est vivo o muerto a causa del plomo que le aloj en su asquerosa panza. Me gustara que estuviera muerto. Y en el Infierno. Pero en realidad me da lo mismo. En el terreno personal, tengo problemas. He gastado lo poco que pude llevarme cuando hu de Nantes aquella terrible no­che, y las dos nicas profesiones que conozco -las leyes y el esce­nario- estn cerradas para m, ya que no puedo buscar empleo en ninguna de las dos sin delatarme y ponerme en manos del verdu­go. As las cosas, es posible que me muera de hambre, sobre todo tomando en cuenta el precio de los vveres en esta famlica ciu­dad. Y otra vez busco consuelo en Epicteto: Es mejor -deca-morir de hambre tras haber vivido sin afliccin ni miedo, que vi­vir en la abundancia pero con el espritu turbado. Lo ms probable es que muera en la forma que l considera tan envidiable. Que no me parezca tan envidiable no hace ms que probar que como estoico no doy la talla.

Existe otra carta suya, fechada en la misma poca y dirigida al marqus de La Tour d'Azyr, que public el seor mile Quersac en su libro Corrientes subterrneas en la revolucin de Bretaa, exhumada por l de los archivos de Rennes, donde deposit esa carta el seor de Lesdiguires, quien a su vez la haba recibido de manos del marqus como parte de la docu­mentacin judicial.

Los peridicos de Pars -dice la carta-, que han reflejado con lujo de detalles la reyerta en el Teatro Feydau y descubierto la ver­dadera identidad de su autor, Scaramouche, me informan tam­bin que habis escapado al destino que os preparaba cuando sus­cit aquel huracn de indignacin pblica. No creis que lamento vuestra salvacin. Al contrario, me alegro. Matar justicieramente tiene la desventaja de que el ajusticiado no se entera de que se ha hecho justicia. De haber muerto aquella noche, de haber sido des­cuartizado en el teatro, ahora estarais durmiendo un eterno sue­o imperturbable. Y eso me atormentara. Es mejor que el culpa­ble expe sus delitos en el tormento que en la muerte sbita. No estoy seguro de que exista un Infierno en la otra vida, pero s s que lo hay en sta. Y deseo que continuis viviendo un poco, pa­ra que probis algo de su amargura.

Asesinasteis a Philippe de Vilmorin porque temais lo que lla­masteis su peligroso don de la elocuencia. Aquel da jur que vuestra diablica accin no dara frutos, pues la voz que habais asesinado resonara como un clarn por todo el pas. ste es mi concepto de venganza. Habis comprobado cmo he empezado a ejecutarla y cmo seguir hacindolo cada vez que se presente la ocasin? Al otro da de vuestro crimen, durante mi arenga al pue­blo de Rennes, no osteis la voz de Philippe de Vilmorin procla­mando sus ideas con ardor y pasin superiores a las suyas, gracias a que el espritu de la justicia me inflam con su ayuda? En Nantes, en la voz de Omnes Omnibus -de nuevo mi voz- pidiendo el dominio del Tercer Estado, no osteis otra vez la voz de Philippe de Vilmorin? Habis pensado que fueron sus ideas y no un hom­bre lo que asesinasteis, ideas resucitadas en m, su amigo supervi­viente? Comprendis que fueron esas mismas ideas las que in­validaron vuestro recurso a las armas, cuando fuisteis derrotado en Rennes y obligado a esconderos en el convento de los francis­canos? Y aquella noche, cuando desde el escenario del Teatro Fey­dau fuisteis desenmascarado, no escuchasteis otra vez la voz de Philippe de Vilmorin, aquel peligroso don de la elocuencia que tan neciamente cresteis silenciar con una estocada? As pues, esa voz que resuena desde la tumba, os perseguir incansablemente hasta que seis arrojado al Infierno. Ahora lamentaris no haber­me matado tambin como os invit a hacer en aquella ocasin. Disfruto imaginando la amargura de vuestro arrepentimiento. Sentir la frustracin de haber perdido una oportunidad como aqulla es el peor infierno para el alma, sobre todo para la vues­tra. stas son las razones por las que me alegro de que os salvarais de la batalla campal en el Teatro Feydau, aunque confieso que no era sa mi intencin cuando la provoqu. Por eso estoy contento de que sigis con vida, rabiando y sufriendo en la sombra, sabien­do al fin -puesto que no tuvisteis la lucidez de comprenderlo antes- que la voz de Philippe de Vilmorin no dejar de denuncia­ros, cada vez con mayor insistencia, hasta que, despus de vivir te­meroso, caigis ensangrentado a manos del justo castigo que el peligroso don de la elocuencia de vuestra vctima ha levantado contra vos.

Curiosamente en esta carta no se menciona a la seorita Binet. Pudiera tratarse de una falta de sinceridad de su autor, acaso un gesto vanidoso, pues no quiere dar a entender que estaba herido por el desaire de Climne, y de este modo la ac­cin que protagoniz en el Teatro Feydau aparece solamente como parte de la misin que l mismo se impuso.

Estas dos cartas, ambas fechadas en abril de aquel ano de 1789, trajeron como resultado que Andr-Louis Moreau fuera bus­cado con ms intensidad.

Le Chapelier lo buscaba para ayudarlo, insistiendo en que se metiera de lleno en la poltica. Cada vez que haba una vacan­te, los electores de Nantes tambin lo buscaban, o sea, busca­ban a Omnes Omnibus, cuya identidad real an desconocan. Y, por otra parte, tanto el marqus de La Tour d'Azyr como el procurador del rey, el seor de Lesdiguires, lo buscaban para mandarlo al cadalso.

Con afn no menos vengativo, tambin le buscaba Binet, quien por desgracia se haba restablecido de su herida para enfrentarse a la ruina total. Los miembros de su compaa le haban abandonado durante su convalecencia. Ahora, recons­tituida bajo la direccin de Polichinela, la troupe trataba con algn xito de seguir el camino sealado por Andr-Louis. De resultas del motn en el teatro, el seor marqus no pudo ex­presarle personalmente a la seorita Binet su propsito de po­ner fin a sus relaciones, y se vio obligado a escribirle desde su castillo unos das ms tarde. Para que la muchacha no queda­ra demasiado atribulada, tambin le envi un billete por valor de cien luises. A pesar de lo cual, la carta casi fulmin a la in­fortunada Climne y, para colmo, su padre volvi a repro­charle que se hubiera entregado tan prematuramente hacien­do caso omiso de sus sabios consejos. Padre e hija atribuan la decisin del marqus a la reyerta del Teatro Feydau. Por lo dems, hacan responsable de todo a Scaramouche, y pensa­ban con rencor que el muy sinvergenza se haba vengado de manera desproporcionada. Sin embargo, Climne lleg a con­siderar que hubiera sido mejor seguir con Scaramouche, ca­sarse con l, y dejar en sus manos la misin de llevarla a la cspide de su estrellato, cosa ahora del todo imposible. Esas reflexiones eran suficiente castigo para ella, pues como tan acertadamente escribi Andr-Louis, no hay peor infierno que la frustracin de haber perdido una oportunidad.

Mientras todos lo buscaban con tanto ahnco, Andr-Louis Moreau viva prcticamente en la clandestinidad. Mientras la polica de Pars, espoleada por el procurador del rey desde Rennes, le buscaba en vano, l viva en una casa a dos pasos del Palais Royal, en la rue du Hasard, adonde precisamente el azar quiso llevarlo.

Lo que en su carta a Le Chapelier apareca como una posi­bilidad, finalmente ocurri. Estaba en la miseria. Se haba quedado sin dinero, incluyendo el que obtuvo por la venta de las prendas y otros artculos personales de los que haba podi­do prescindir.

Tan desesperado estaba que una maana de abril, mientras andaba curioseando por la rue du Hasard, se detuvo a leer un anuncio clavado en la puerta de una casa que caa a la iz­quierda, casi llegando a la rue de Richelieu. Tal vez el nom­bre de su calle, tan ligado a la casualidad, estaba a punto de obrar un milagro. El aviso estaba escrito a mano, con letra ro­tunda, y anunciaba que el seor Bertrand des Amis, que viva en el segundo piso de aquella casa, precisaba un joven con apostura que supiera algo de esgrima. Cuatro flores de lis y dos espadas cruzadas blasonaban el anuncio, debajo del cual se lea en letras de oro:

BERTRAND DES AMIS

Maestro de Esgrima de la Academia del Rey

Andr-Louis se qued un rato pensando. l reuna las cua­lidades all descritas. Era joven, apuesto, y en Nantes haba ad­quirido las nociones elementales de aquel arte. Por su aspecto, el aviso pareca recin colocado, por lo tanto, an no deban de haberse presentado muchos candidatos, y tal vez por esa razn el seor Bertrand des Amis no se mostrara tan exigen­te. En cualquier caso, Andr-Louis llevaba todo un da sin co­mer, y aunque aquel empleo -cuya naturaleza a ciencia cierta an no conoca- no encajaba con sus vocaciones, ahora no es­taba para pequeeces.

Adems, le gust ese nombre de Bertrand des Amis. Era una feliz combinacin que sugera una mezcla de amistad1 y caba­llerosidad. Por otra parte, ya que la profesin de maestro de esgrima era tan caballeresca, lo ms probable era que Ber­trand des Amis no le hiciera demasiadas preguntas.

As pues subi hasta el segundo piso, en cuyo rellano vio una puerta con el rtulo Academia del Seor Bertrand des Amis. La empuj y entr en una antesala poco amueblada. Desde una habitacin cercana, llegaba un ruido de pisadas y de aceros entrechocando, dominados por una voz vibrante, que hablaba ciertamente francs, pero una clase de francs que slo se oye en una escuela de esgrima:

-Coulez! Mais, coulez done! As! Ahora el ataque de cuarta al flanco! En guardia! sta es la respuesta! Empecemos de nuevo. Eso es! Guardia en tercera. Ahora viene el corte y lue­go la quinta sacando la espada de debajo... Oh, mais allongez! Allongez! Allez au fond! -la voz gritaba en tono de reconven­cin-. Vamos, eso est mejor.

Las espadas dejaron de chocar. Y de nuevo la misma voz:

-Recordad: la mano inclinada y sin sacar el codo demasia­do. Es todo por hoy. El mircoles practicaremos el tirer au mur. Es un aprendizaje ms lento, pero cuando le cojis el tranquillo a los movimientos, aprenderis ms rpido.

Otra voz murmur una respuesta. Despus, un ruido de pa­sos. La clase haba terminado. Andr-Louis llam a la puerta.

Le abri un hombre alto, esbelto, garboso, de unos cuarenta aos. Llevaba calzn de seda negro y zapatos de un tono cla­ro. Estaba enfundado en un peto de cuero. Su nariz era aqui­lina y el rostro atezado; los ojos grandes y obscuros, y una boca que expresaba firmeza. Su coleta era azabache con alguna he­bra de plata aqu y all.

Llevaba debajo del brazo una careta de red metlica para guardarse la cara de los golpes del contrario. Su mirada pe­netrante examin a Andr-Louis de la cabeza a los pies.

-Seor? -pregunt cortsmente.

Evidentemente se equivocaba con la calidad de Andr-Louis, lo que era natural, pues a pesar de su pobreza, su aspecto exte­rior era irreprochable, y el seor Bertrand no poda adivinar que slo posea lo que llevaba puesto.

-Vengo por el letrero que habis puesto abajo, seor -dijo Andr-Louis y, a juzgar por el sbito brillo de los ojos del maes­tro de esgrima, pens que tal y como sospechaba apenas se ha­ba presentado ningn aspirante. El brillo de satisfaccin en los ojos de Bertrand se transform en una mirada de sorpresa:

-Vens por eso?

Andr-Louis se encogi de hombros y sonri a medias.

-De algo hay que vivir -dijo.

-Pero entrad. Sentaos all. Estar a vuestra... estar libre para atenderos en un periquete.

Andr-Louis se sent en un banco arrimado a una pared pintada de blanco. La sala era larga y de techo bajo, sin alfom­bra. Haba otros bancos de madera, como el que ahora l ocu­paba, situados a lo largo de las paredes decoradas con panoplias. Tambin haba repisas con trofeos de esgrima y mscaras de esgrima. Aqu y all colgaban floretes y espadas cruzadas, petos de paja y una gran variedad de sables, dagas y escudos pertene­cientes a diversas pocas y naciones. Haba tambin un retrato de un obeso caballero con una gran nariz, peluca complicada­mente rizada y el pecho cruzado por el cordn azul de la Orden del Espritu Santo, en quien Andr-Louis reconoci al rey de Francia. Se vea tambin un pergamino enmarcado que certifi­caba que el seor Bertrand perteneca a la Academia del Rey. En un rincn, haba una estantera con libros y cerca de ella, frente a la ltima de las cuatro ventanas que iluminaban la habitacin, un silln y un pequeo escritorio. Un joven elegantemente vesti­do estaba junto a la mesa ponindose la casaca y la peluca. El seor Bertrand se le acerc -con extraordinaria elasticidad pen­s Andr-Louis- y charl con l mientras le ayudaba a vestirse.

Finalmente el joven se fue, no sin antes pasarse por la cara un fino pauelo que dej un rastro perfumado en el aire. El seor Bertrand cerr la puerta y se volvi al candidato, que en el acto se levant.

-Dnde habis estudiado? -le pregunt bruscamente.

-Estudiado? -se extra Andr-Louis-. Oh, s! En el Liceo Louis Le Grand.

El seor Bertrand frunci el ceo, interrogndolo con la mi­rada como si el aspirante le estuviera tomando el pelo.

-Por Dios! No os pregunto dnde cursasteis Humanidades, sino en qu academia aprendisteis esgrima.

-Ah, la esgrima! -no se le haba ocurrido que la esgrima fuera algo tan serio que pudiera considerarse como un estu­dio-. No he estudiado mucho, slo recib algunas lecciones... en mi pueblo... hace tiempo.

El maestro enarc las cejas.

-Pero entonces -exclam impaciente-, para qu subi los dos pisos hasta aqu?

-El anuncio no exige un alto grado de destreza. Si no soy un profesional, al menos conozco los rudimentos, y eso es sufi­ciente para empezar a prosperar. Aprendo muy rpido. Ade­ms, poseo las otras cualidades que pide el anuncio. Como es obvio, soy joven, y en cuanto a apreciar que mi presencia no es desagradable, lo dejo a vuestra consideracin. Mi profe­sin es la de abogado, soy un hombre de toga, aunque advier­to que aqu la divisa es Cedat toga armis.

El seor Bertrand sonri con un gesto de aprobacin. Indis­cutiblemente el joven tena buena presencia y, al parecer, era inteligente. Volvi a mirarlo de la cabeza a los pies, examinan­do sus condiciones fsicas:

-Cul es vuestro nombre?

Andr-Louis titube y dijo:

-Andr-Louis.

Los negros ojos del maestro le observaron con insistencia.

-Andr-Louis, y qu ms?

-Slo Andr-Louis. Louis es mi apellido.

-Qu extrao apellido! A juzgar por vuestro acento vens de Bretaa. Por qu salisteis de all?

-Para salvar el pellejo -contest sin pensarlo. Y entonces, para no complicar las cosas, agreg-: tengo all un enemigo.

El seor Bertrand le mir intrigado mientras se acariciaba el mentn.

-Habis huido?

-Puede decirse as.

-Un cobarde, eh?

-De ninguna manera -y entonces se invent una novela. Se­guramente un hombre que viviera de la espada tendra debi­lidad por lo novelesco- Mi enemigo es un gran espadachn -dijo-. El mejor de la provincia, por no decir de toda Francia. Por lo menos tiene esa fama. Pens que sera conveniente ve­nir a Pars para aprender el arte de la esgrima y luego volver all para matarle. Para hablar con franqueza, eso fue lo que me atrajo en vuestro anuncio. Tambin tengo que confesar que no puedo pagarme las lecciones. Pens encontrar aqu al­gn empleo en mi profesin, pero no he tenido suerte. En Pa­rs hay demasiados abogados, y mientras buscaba trabajo he gastado el poco dinero que tena. Y en fin... vuestro anuncio me pareci algo providencial, como cado del cielo.

El seor Bertrand le cogi por los hombros y le mir a la cara.

-Todo eso es verdad, amigo mo?

-Ni una sola palabra -contest Andr-Louis cediendo al irresistible impulso de decir lo ms inesperado.

Pero le sali bien, porque el seor Bertrand solt una carca­jada, y despus de desternillarse se declar encantado de la honradez del aspirante.

-Quitaos la casaca -dijo- y veamos de lo que sois capaz. Por lo menos la naturaleza os ha designado para espadachn. Sois ligero, activo, flexible, tenis el brazo largo y parecis inteli­gente. Har algo de vos y os ensear lo necesario para mi propsito, que consiste en que impartis a mis nuevos disc­pulos los rudimentos de este arte antes de que yo me encargue de ellos. Pero hagamos una prueba. Tomad aquella careta y ese florete, y venid aqu.

Lo llev al fondo de la sala, donde el suelo estaba marcado con lneas de tiza para que los principiantes supieran cmo haba que colocar los pies.

Al cabo de diez minutos, el seor Bertrand aceptaba a Andr-Louis y le explicaba en detalle cul sera su trabajo. Ade­ms de iniciar en los rudimentos de la esgrima a los princi­piantes, tena que barrer la sala cada maana, acicalar los floretes, ayudar a los discpulos a desvestirse y a vestirse, y en general, trabajar en todo lo que se presentara. El salario, de momento, sera de cuarenta libras al mes y, si no tena otro lu­gar donde alojarse, podra dormir en una alcoba que estaba detrs de la sala de esgrima.

Como se ve, las condiciones eran un poco humillantes. Pero si Andr-Louis quera comer, deba empezar por tragarse su orgullo poco a poco, como si fueran entremeses.

-Por lo visto -dijo reprimiendo una mueca- aqu la toga no slo cede ante la espada, sino tambin ante la escoba. Muy bien. Estoy de acuerdo.

Una de las caractersticas de Andr-Louis era que cuando haca una eleccin, se pona a trabajar con entusiasmo, po­niendo en ello todos los recursos de su mente y las energas de su cuerpo. As que cuando no instrua a los novatos en los ru­dimentos del arte, ensendoles las ocho guardias y el elabo­rado e intrincado saludo -que en pocos das de prctica ya dominaba a la perfeccin-, trabajaba muy duro en esas mis­mas posturas, ejercitando la vista, la mueca y las rodillas.

Al advertir su entusiasmo y viendo las evidentes posibilida­des que tena de llegar a ser un ayudante eficaz, el seor Ber­trand le tom ms en serio.

-Vuestra aplicacin y celo, amigo mo, merecen ms de cuarenta libras al mes -le inform al final de la primera se­mana-. Sin embargo, de momento, os compensar inicin­doos en los secretos de este noble arte. Vuestro futuro depen­de de cmo aprovechis la suerte de recibir instruccin direc­ta de m.

A partir de ese momento, cada maana, antes de abrir la academia, el maestro le dedicaba media hora a su nuevo ayu­dante. Gracias a aquel magisterio, Andr-Louis avanzaba a pa­sos agigantados, lo cual halagaba mucho al seor Bertrand. El maestro se hubiera mostrado menos orgulloso y ms asom­brado si supiera que la mitad del secreto de los sorprenden­tes progresos de Andr-Louis se deba a que estaba devorando la biblioteca de su amo, donde haba una docena de tratados de esgrima firmados por maestros tan grandes como La Bossire, Danet, y el sndico de la Academia del Rey, Augustin Rousseau. Para el seor Bertrand, cuya destreza con la espada se basaba nicamente en la prctica y no en la teora, y que por lo tanto no era terico ni estudioso en ningn sentido, aquella pequea biblioteca no era ms que parte del tradicio­nal decorado de una academia de esgrima, poco menos que un detalle ornamental. Los libros en s no tenan para l nin­gn valor. No haba sacado ningn provecho de su lectura, ni siquiera lo haba intentado en serio. Por el contrario, Andr-Louis estaba acostumbrado al estudio. Y su facultad de apren­derlo todo en los libros hizo que aquellas obras fueran de gran provecho, pues memorizaba sus preceptos, comparaba las re­glas de un maestro con las de otro, y luego sacaba sus propias conclusiones cuando las pona en prctica.

Al cabo de un mes el seor Bertrand des Amis tuvo la sbi­ta revelacin de que su ayudante se haba convertido en un es­padachn considerablemente diestro, tanto que l mismo tena que andarse con cuidado para que no lo derrotara.

-Desde un principio os dije -confes un da- que la natu­raleza os haba designado para ser espadachn. El tiempo me ha dado la razn, y fijaos tambin con cunta destreza he mol­deado la materia con que la naturaleza os ha dotado.

-Al maestro corresponde la gloria -dijo Andr-Louis.

Sus relaciones con el seor Bertrand llegaron a ser muy amistosas, y ahora el ayudante adiestraba a discpulos ms aventajados que los novatos. De hecho, Andr-Louis, era ya un asistente en el sentido ms amplio de la palabra. El seor Ber­trand, que era todo un caballero, en vez de aprovecharse de las dificultades econmicas por las que atravesaba el joven, supo recompensar su celo aumentndole el salario a cuatro luises al mes.

Gracias al profundo estudio de las teoras de los grandes maestros, sucedi lo que siempre suele ocurrir, que Andr de­sarroll sus propias teoras. Una maana de junio estaba en su alcoba, detrs de la sala de esgrima, pensando en un pasaje de Danet que haba ledo la noche anterior sobre la doble y la tri­ple finta. Le pareci que el gran maestro se haba quedado en el umbral de un gran descubrimiento para el arte de la esgri­ma. Siendo esencialmente un terico, Andr-Louis percibi en la teora de Danet ciertos indicios que al mismo maestro se le haban escapado. Estaba tumbado en la cama, contemplando las grietas del techo mientras reflexionaba sobre el tema con esa lucidez que suele asaltarnos a primeras horas de la maa­na. Durante dos meses consecutivos la espada haba sido el ejercicio diario de Andr-Louis y casi su nica idea fija. Su concentracin en aquel asunto le daba una extraordinaria capacidad de visin. El arte de la esgrima, tal como entonces se aprenda y como Andr-Louis la practicaba diariamente, consista en una serie de ataques y quites, una serie de movi­mientos defensivos de una lnea a otra. Pero siempre una serie limitada. En rigor, se trataba de una media docena de cada lado, por regla general lo ms lejos posible de donde viniera el ataque. Y vuelta a comenzar. Pero incluso as, esos quites eran fortuitos. Qu sucedera si fueran calculados?

A partir de esta reflexin desarrollara una de sus teoras.

Por otra parte, qu sucedera si combinaba las ideas de Danet sobre la triple finta con una serie de quites ahora calculados para culminar en el cuarto o quinto, en una sucesin de ata­ques, invitando a la respuesta y parando siempre, no con el in­tento de tocar al contrincante, sino simplemente para jugue­tear con su hoja de modo que ste, a la larga, se viera obligado a abrir la guardia, predestinado a recibir una estocada? Cada quite de los oponentes podra calcularse para conseguir ese ensanchamiento en la postura de guardia, un ensanchamien­to tan gradual que no seran conscientes de ello, y como todo el tiempo estaran atentos a dar en el blanco, resultaran toca­dos en uno de esos movimientos defensivos.

En tiempos Andr-Louis haba sido un buen jugador de aje­drez gracias a su facultad de ver varios movimientos por ade­lantado. Esa capacidad de previsin, aplicada al arte de la es­grima, causara una autntica revolucin. Por supuesto, ya se aplicaba, pero slo de manera elemental y muy limitada, en simples fintas, dobles o triples. Pero incluso la triple finta sera un recurso chapucero comparado con el mtodo que l estaba creando.

Mientras ms pensaba en ello, mayor era su conviccin de que tena la clave de un descubrimiento. Y estaba impaciente por probar su teora. Cierta maana, mientras practicaba con un discpulo muy diestro con la espada, decidi ponerla en prctica. Despus de ponerse en guardia, puso en marcha la combinacin de movimientos prevista, cuatro fintas calcula­das. Se engancharon en tercera y Andr-Louis atac con una estocada a fondo. Tras la reaccin que esperaba de su rival, r­pidamente contrarrest en quinta, y de nuevo empez con su serie calculada, hasta tocar el pecho de su oponente. Le sor­prendi lo fcil que resultaba.

Comenzaron de nuevo, y obtuvo el mismo resultado en el quinto quite, y con la misma facilidad. Entonces, queriendo ir ms lejos, decidi hacerlo en el sexto, y tuvo el mismo xito de antes.

Su contrincante se ech a rer, pero en su voz haba un tim­bre de mortificacin:

-Hoy no estoy en forma! -dijo.

-Eso parece -admiti cortsmente Andr-Louis. Y aadi, siempre para probar su teora al mximo-: Hasta tal punto es as que casi puedo asegurar que sera capaz de tocaros como y cuando quiera.

El experimentado discpulo mir a Andr-Louis casi mo­fndose de l.

-Ah, no! Eso s que no! -dijo.

-Lo probamos? Os tocar en el cuarto quite. Allons! En garde!

Tal como haba anunciado, sucedi.

El joven caballero, que hasta ese momento no estimaba mu­cho a Andr-Louis, pues para l no era ms que un buen su­plente en ausencia del maestro, abri desmesuradamente los ojos. Embriagado por el xito, llevado por su generosidad, Andr-Louis estuvo a punto de descubrir su mtodo. Un mtodo que poco despus llegara a ser algo trivial en las salas de es­grima. Pero se contuvo a tiempo. Revelar su secreto hubiera podido destruir ese poder que deba perfeccionar ejercitn­dolo.

Al medioda, cuando la academia qued vaca, el seor Bertrand llam a Andr-Louis para darle una de las ocasionales lecciones que an sola darle, y por primera vez recibi una estocada en el transcurso del primer asalto. Como era genero­so, sonri satisfecho:

-Aja! Cuan deprisa aprendis, amiguito!

Tambin sonri, aunque ya no tan satisfecho, cuando lo to­caron en el segundo asalto. Despus puso todo su empeo, y toc tres veces seguidas a Andr-Louis. La rapidez y la destre­za del maestro hicieron que la teora de Andr-Louis se tam­baleara, pues por falta de prctica an exiga una mayor ma­durez.

De todas maneras, estaba seguro de la eficacia de su teora y, de momento, se contentaba con eso. Slo le faltaba perfeccio­nar su estrategia a fuerza de prctica, a lo cual se consagr en cuerpo y alma, con esa pasin que suscita todo descubrimien­to. Para empezar, se limit a media docena de combinaciones que practic asiduamente hasta que cada una lleg a ser casi automtica. A continuacin, prob su infalibilidad con los mejores discpulos del seor Bertrand.

Por ltimo, una semana despus de su ltimo asalto con el maestro, ste le llam para practicar con l. Pero esta vez no pudo hacer nada contra los impetuosos ataques de Andr-Louis.

Despus de la tercera estocada, el seor Bertrand retrocedi y se quit la mscara.

-Qu es esto? -pregunt. Estaba muy plido y enarcaba las obscuras cejas. En toda su vida nunca haba sido herido en su amor propio-. Os ha enseado alguien algn truco mgico?

Bertrand des Amis siempre se haba jactado de conocer tan a fondo el arte de la esgrima, que no crea en secretos mgi­cos, pero la habilidad de Andr-Louis le haca dudar de sus convicciones.

-No -dijo Andr-Louis-. Simplemente he trabajado mucho y manejo la espada no slo con la mueca, sino tambin con la mente.

-Ya lo veo. Muy bien, muy bien, creo que ya os he enseado bastante. No es mi intencin tener un ayudante superior a m.

-No os preocupis por eso -sonri Andr-Louis-. Habis trabajado mucho toda la maana y estis cansado, mientras que yo estoy fresco. se es todo el secreto de mi xito mo­mentneo.

Su tacto y el buen temperamento del seor Bertrand evita­ron que la relacin entre ambos se estropeara. A partir de aquel da, cuando practicaban, Andr-Louis, que segua per­feccionando diariamente su teora para formar un sistema casi infalible, procuraba que el seor Bertrand le diera por lo me­nos dos estocadas por cada una de las suyas. Era lo que le aconsejaba la prudencia, pero nada ms. Deseaba que su maestro fuera consciente de su fuerza, pero sin llegar a descu­brir su verdadera magnitud para evitar una innecesaria y per­judicial rivalidad.

Aparte de eso, ayud cada da ms y mejor a su maestro, lle­gando a ser su mejor ayudante, y una fuente de orgullo, pues nunca haba tenido un discpulo tan aventajado como aqul. Andr-Louis nunca le desilusion revelndole el hecho de que su destreza se deba ms a la biblioteca, y a su propio talento natural, que a las lecciones que haba recibido de l.

CAPTULO II

Quos deus vult perder

Al igual que hizo en la Compaa Binet, Andr-Louis desempe a las mil maravillas la nueva profesin, que abraz por necesidad y que ade­ms era un buen escondrijo para escapar de quie­nes queran ahorcarlo.

Gracias a esta profesin podra haberse considerado -aun­que de hecho no lo hizo- como un hombre de accin. Segua siendo un intelectual, y los sucesos acaecidos en la primavera y el verano de 1789 le proporcionaron abundantes motivos de reflexin. Lo que vio y vivi en aquellos das, que acaso confi­gura la pgina ms sorprendente de la historia de la evolucin humana, le llev a pensar que sus anteriores ideas eran err­neas, pues los que tenan razn eran los idealistas vehementes como Philippe de Vilmorin. En el fondo se enorgulleca de ha­berse equivocado, pues era su excesiva lgica y cordura lo que le haba impedido calibrar con exactitud la magnitud de la lo­cura humana que ahora se desplegaba ante sus ojos. En aquella primavera, fue testigo del hambre y de la pobreza cada vez mayores y del creciente malestar que el pue­blo de Pars soportaba con paciencia. Toda Francia estaba como a la espera, en una inerte expectacin. La Asamblea Ge­neral estaba a punto de reunirse para sanear las finanzas, abo­lir los abusos, reparar las injusticias, y liberar a la gran nacin de la esclavitud en la que la tena sumida una minora que apenas llegaba al cuatro por ciento de la poblacin. A causa de esta expectacin, la industria estaba paralizada y la impe­tuosa corriente del comercio haba menguado hasta conver­tirse en un miserable goteo. Nadie quera comprar ni vender hasta que no estuviera claro cmo Necker, el banquero suizo, pensaba sacarlos de aquel atolladero. De resultas de la parali­zacin de los negocios, los hombres del pueblo no tenan tra­bajo, y sus familias estaban expuestas a morir de hambre jun­to con ellos.

Contemplando aquel panorama, Andr-Louis sonrea en­tristecido. Hasta ah, no se haba equivocado. El que sufra era siempre el proletariado. Los hombres que trataban de hacer aquella revolucin, los electores -en Pars y en todas partes-, eran burgueses notables, ricos comerciantes. Y mientras stos, despreciando a la canalla y envidiando a los privilegiados, no dejaban de hablar de igualdad -lo que para ellos significaba equiparar su situacin con la de nobleza-, los trabajadores del pueblo se moran de hambre en sus covachas.

A fines de mayo, llegaron los diputados para inaugurar en Versalles la Asamblea General. Entre ellos, uno de los ms des­tacados era Le Chapelier, el amigo de Andr-Louis. Los deba­tes empezaron a ser interesantes y fue entonces cuando Andr-Louis empez a dudar seriamente de las opiniones que hasta entonces haba sustentado.

Cuando el rey proclam que los diputados del Tercer Estado deban igualar en nmero a los de los otros dos estados jun­tos, Andr-Louis crey que esa mayora de votos a favor del Tercer Estado hara inevitables las reformas que todos an­siaban.

Pero no haba tenido en cuenta el poder de las clases privi­legiadas sobre la arrogante reina austraca, ni el poder de ella sobre el obeso, flemtico y vacilante monarca. Que los arist­cratas librasen batalla en defensa de sus privilegios, eso Andr-Louis lo comprenda perfectamente. Nadie entrega jams vo­luntariamente lo que tiene, lo mismo si ha sido adquirido justa como injustamente. Pero lo que sorprendi a Andr-Louis fueron los mtodos que emplearon los privilegiados en su batalla. Oponan la fuerza bruta a la razn y a la filosofa, y los batallones de mercenarios extranjeros a las ideas. Como si las ideas pudieran derrotarse a punta de bayonetas!

Est claro -escriba Andr-Louis en aquellos das- que todos son como el seor de La Tour d'Azyr. Nunca me haba percatado de hasta qu punto los de su ralea pululan en Francia. Casi podra simbolizarse a la nobleza en ese tipo de matasiete dispuesto a atra­vesar con su espada a cualquiera que se le oponga. Pues tal es el mtodo empleado. Despus de la farsa de la primera Asamblea, los del Tercer Estado se reunieron diariamente en el saln de los Me­nus Plaisirs, en Versalles, pero nada podan hacer, ya que los pri­vilegiados se negaban a reunirse con ellos para la comn y pbli­ca verificacin de poderes indispensable como paso preliminar para crear una Constitucin. En su fantasa, los privilegiados pen­saron que as el Tercer Estado ira a menos hasta desintegrarse. El absurdo espectculo de aquel Tercer Estado, impotente e intil desde un principio, provocaba muchas risas en el Comit Polignac dominado por la necia reina.

As empez la guerra entre los privilegiados y la corte con­tra la Asamblea y el pueblo.

Los miembros del Tercer Estado se contenan y esperaban con su tradicional paciencia. Esperaron un mes, mientras la paralizacin comercial, ahora completa, haca que el esquele­to del hambre golpeara con su guadaa a las puertas de Pars. Esperaron un mes, mientras los privilegiados reunan en Versalles un ejrcito -formado por quince regimientos, nueve de los cuales eran suizos y alemanes- y emplazaban sus piezas de artillera frente al edificio donde estaban los diputados del Tercer Estado para intimidarlos. Pero stos no se dejaron inti­midar, se negaron a ver los caones ni los uniformes extranje­ros, no quisieron ver otra cosa que no fuera el propsito que los haba reunido all por real decreto.

Y as hasta que lleg el diez de junio, cuando el gran pensa­dor y metafsico, el abate Siys, dio la seal: Ha llegado la hora -dijo- de cortar las amarras.

Entonces se procedi a llamar formalmente a las dos clases ausentes a reunirse en Asamblea comn con el Tercer Estado.

Pero los privilegiados, que en su necia tozudez, en su absur­da codicia, no vean adonde los arrastraban los acontecimien­tos, creyendo en la fuerza como ley suprema, y confiando en el poder de los regimientos extranjeros, siguieron negndose a acceder a la justa demanda de la Asamblea General.

Dicen -escribi entonces Siys- que el Tercer Estado no puede formar l solo una Asamblea General. Tanto mejor: for­mar una Asamblea Nacional.

Esa aspiracin se cumpli, y el Tercer Estado, que repre­sentaba el noventa y seis por ciento de los habitantes del pas, comenz por declarar que la nobleza y el clero eran dos esta­mentos que de ninguna manera eran representativos.

En el saln del CEil de Boeuf esta noticia suscit ms risas: qu gracioso resultaba el Tercer Estado en sus fantsticas con­torsiones! La respuesta fue muy sencilla. Consisti en cerrar la Salle des Menus Plaisirs donde se reuna la Asamblea. Cmo debieron de rerse los dioses ante tanto orgullo y tan temerarias risotadas! Andr-Louis tambin sonrea cuando escribi:

Es otra vez la fuerza bruta contra las ideas. Otra vez el esti­lo de La Tour d'Azyr. Evidentemente la Asamblea tiene un don de la elocuencia demasiado peligroso. Pero en qu cabeza cabe que basta con cerrar un saln para suspender las deliberaciones de una Asamblea? Acaso no hay otros salones, y si no los hubiera, no pueden reunirse al aire libre?

Evidentemente los diputados del Tercer Estado llegaron a la misma conclusin, pues al ver el saln cerrado y custodiado por soldados que les negaban la entrada, se trasladaron bajo la lluvia a la sala del juego de pelota1, desprovista de muebles, donde proclamaron que -para demostrar a la corte la futili­dad de las medidas tomadas contra ellos- donde quiera que ellos estuvieran, estara la Asamblea Nacional. Entonces hicie­ron su magnfico juramento de no separarse hasta haber cum­plido el propsito para el que haban sido convocados, o sea, hasta darle a Francia una Constitucin, y esa promesa termi­n entre gritos de Vive le roil.

De esta forma combinaron su declaracin de luchar contra aquel viciado y corrompido sistema con una declaracin de lealtad hacia la el rey.

Le Chapelier fue quien mejor resumi el espritu de aquel da, armonizando su lealtad al trono con su deber de ciudada­no, al decir: ... que se informe a Su Majestad que los enemi­gos del pas estaban obsesionados con el trono y que sus con­sejos tendan a colocar a la monarqua a la cabeza de un partido.

Pero los privilegiados, tan faltos de imaginacin como de previsin, seguan repitiendo sus viejas tcticas. De repente, al seor conde de Artois se le antoj jugar a la pelota, as que aquel lunes 22 de junio los miembros del Tercer Estado fueron excluidos del juego de pelota, igual que antes haban sido ex­pulsados de la Salle des Menus Plaisirs. As pues, la errante y sufrida Asamblea, cuya tarea ms urgente era dar pan a la Francia hambrienta, tuvo que retrasar sus medidas para que el conde de Artois pudiera jugar. Enfermo de la misma miopa de los de su clase, el conde no vea el siniestro aspecto de su frvola accin. Quos Deus vult perder... Pacientemente, la Asamblea volvi a trasladarse, y en esta ocasin encontr alo­jamiento en la iglesia de Saint Louis.

Los humoristas del saln del CEil de Boeuf, llevados por su arrogante insolencia, se preparaban para hacer correr la san­gre. Si aquella Asamblea Nacional no quera darse por entera­da, habra que hacerlo de un modo ms claro y enrgico, para que lo entendieran de una vez por todas. En vano trat Necker de tender puentes sobre el abismo; el rey -infortunado cautivo de los privilegiados-, se desentendi de todo. E insis­ti -seguramente instigado por otros- en que los tres Estados se mantuvieran separados. Si queran reunirse, l lo permiti­ra, pero slo para tratar asuntos generales que no incluyeran nada concerniente a los respectivos derechos de los tres Esta­dos, ni a la constitucin de la futura Asamblea General, ni a los privilegios pecuniarios, ni a las propiedades feudales y seo­riales. En otras palabras, que no se poda hablar de nada que pudiera alterar el rgimen existente, de ninguno de los prop­sitos que eran la razn de ser del Tercer Estado.

La convocato­ria real de esa Asamblea General era una burla insolente, una engaifa y una mistificacin.

Los diputados del Tercer Estado acudieron a la Salle des Me­nus Plaisirs para reunirse con los miembros de los dems Es­tados y escuchar la real declaracin.

Necker estaba ausente, in­cluso corra el rumor de que estaba a punto de tomar las de Villadiego. Puesto que los privilegiados no queran utilizar el puente que l tenda, no quera quedarse ni respaldar con su presencia la declaracin que all iba a formularse.

Cmo iba a apoyarla si aquella declaracin no cambiaba nada?

Segn la declaracin, el rey aprobara la igualdad en el sistema tribu­tario si la nobleza y el clero renunciaban a sus privilegios pe­cuniarios; tambin deca que se respetaran las propiedades, particularmente los derechos feudales; que en el asunto de la libertad individual los Estados quedaban invitados a buscar y proponer medios para reconciliar la abolicin de las lettres de cachet1 con las precauciones necesarias a fin de no herir el ho­nor de las familias y reprimir los brotes de sedicin; que en la cuestin del empleo pblico para todos, el rey deba oponer­se, particularmente en la medida en que afectaba al ejrcito, una institucin en la cual no deseaba hacer ni la ms mnima modificacin, lo cual significa que la carrera militar deba se­guir siendo un privilegio de la nobleza, como hasta ahora, y que nadie que no hubiera nacido noble poda aspirar a nin­gn rango superior al de oficial subalterno.

Y para que no quedara ni la ms leve sombra de duda en la mente de los ya bastante desilusionados representantes del noventa y seis por ciento de los habitantes de la nacin, el fle­mtico y perezoso rey lanz su reto:

Si me abandonis ante una empresa tan maravillosa, me ocupar personalmente del bienestar de mi pueblo; y slo yo me considerar su verdadero representante.

Y despidindolos, dijo:

Yo os ordeno, seores, que os separis enseguida. Maana por la maana iris a las cmaras asignadas a los respectivos Estados para reanudar vuestras sesiones.

Tras lo cual, Su Majestad se retir, seguido por la nobleza y el clero. Regres a su palacio para recibir las aclamaciones de la realeza. Y la reina, radiante, triunfante, anunci que confia­ba la suerte de su hijo, el Delfn, a los nobles. Pero el rey no comparta el entusiasmo que se extenda por el palacio, estaba malhumorado y silencioso. El glido silencio del pueblo cuan­do su coche pas entre sus filas -un silencio al que no estaba acostumbrado- le haba impresionado desfavorablemente. Sus nefastos consejeros tuvieron que discutir mucho con l para que consistiera en seguir avanzando por el nefasto cami­no que haba emprendido.

El guante arrojado a la Asamblea fue recogido por el Tercer Estado. Cuando el maestro de ceremonias fue a recordarle a Bailly, el presidente, que el rey haba ordenado que el Tercer Estado tena que irse de all, ste le contest: A m me parece que la Asamblea Nacional no puede recibir rdenes de nadie.

Y entonces un gran hombre, Mirabeau -grande en cuerpo y en espritu-, despidi al maestro de ceremonias con voz de trueno:

-Ya hemos odo lo que otros le han sugerido al rey, y no os corresponde a vos, seor, que aqu no tenis ni voz ni voto, re­cordarnos lo que dijo. Idos y decid a los que os han enviado que estamos aqu por voluntad del pueblo, y que de aqu slo nos sacarn por la fuerza de las bayonetas.

Aquello s fue recoger el guante. Y la historia cuenta que el seor de Brz, el joven maestro de ceremonias, qued tan perplejo ante ese rapapolvo, y ante la majestad de aquel hom­bre, y ante la de los mil doscientos diputados que lo miraban silenciosamente, que sali de all de espaldas, como si estuvie­ra en presencia de la realeza.

Al enterarse de lo ocurrido, la multitud que estaba afuera march furiosa hacia palacio. Seis mil hombres invadieron los patios, los jardines y las terrazas. La alegra de la reina se trans­form en pavor. Era la primera vez que le suceda algo as, pero no sera la ltima, pues hizo odos sordos a esta primera advertencia. Despus recibira varios avisos como aqul, cada vez ms terribles, pero careca de sabidura. Sin embargo, aho­ra, fue tanto su pnico que le suplic al rey que rpidamente anulara todo lo que ella y sus amigos haban hecho, y que lla­mara de nuevo al mago Necker, que era el nico que poda sal­var la situacin.

Afortunadamente, el banquero suizo an no se haba mar­chado. Y como estaba cerca, baj al patio para apaciguar a la multitud:

-S, s, hijos mos! Tranquilizaos. Me quedar! Me quedar!

Mientras se paseaba entre la muchedumbre, le besaban la mano, y llor conmovido ante esa manifestacin de fe popu­lar. De este modo, cubriendo con su reputacin de hombre honrado la brutal estupidez de la camarilla, obtuvo para ellos una tregua.

Eso ocurri el 23 de junio. La noticia lleg rpidamente a Pars. Andr-Louis se pregunt si eso significaba que la Asam­blea Nacional haba ganado y que tendran lugar las reformas cada vez ms necesarias. Ojal fuera as, pues en Pars cada da haba ms hambre, inquietud y desesperacin. Las colas cre­can ante las panaderas a medida que se incrementaba la escasez de pan, y las acusaciones de que se especulaba con el trigo cada vez eran ms peligrosas, pues amenazaban con de­sencadenar graves disturbios.

Durante dos das no pas nada. La reconciliacin no se con­firm, ni la real declaracin fue revocada. Pareca como si la corte no pudiera cumplir su palabra. Entonces los electores de Pars tomaron cartas en el asunto. Siguieron reunidos des­pus de las elecciones, y propusieron la formacin de una guardia cvica, la organizacin de una Comuna electiva anual, y formular una peticin para que el rey retirara las tropas acantonadas en Versalles y revocara el real decreto del da 23. Aquel mismo da los soldados de la Guardia francesa deserta­ron de los cuarteles para confraternizar con el pueblo en el Pa­lais Royal y se negaron a obedecer cualquier orden contra la Asamblea Nacional. De resultas, once soldados fueron arresta­dos por su coronel, el seor de Chtelet.

Mientras tanto, la peticin de los electores llegaba a manos del rey. Y adems, una minora de la nobleza, con el duque de Orleans a la cabeza, se una espontneamente a la Asamblea Nacional para gran alegra de todos en Pars.

El rey, prudentemente aconsejado por Necker, decidi que se reuniesen los Estados Generales tal como lo peda la Asam­blea Nacional. Hubo gran jbilo en Versalles, y as, aparente­mente, se restableci la paz entre los privilegiados y el pueblo. Si hubiera sido as realmente, todo hubiera ido bien. Pero los aristcratas no haban aprendido la leccin, ni la aprenderan hasta que fuese demasiado tarde. La reunin no fue ms que otra burla, concebida por los contemporizadores nobles, quie­nes, como empezaba a ser obvio, estaban al acecho, aguardan­do el primer pretexto para emplear la fuerza, que era lo nico en lo que crean.

Y la oportunidad se present en los primeros das de julio. El coronel de Chtelet, hombre autoritario y altanero, propu­so trasladar a los once soldados arrestados desde la crcel mi­litar de la Abada a la inmunda prisin de Bictre, reservada para los delincuentes comunes de la peor calaa. Cuando el pueblo lo supo decidi oponer la violencia a la violencia. Unas cuatro mil personas entraron en la Abada y liberaron no slo a los once guardias, sino tambin al resto de los prisioneros, excepto a uno, que devolvieron a su celda, pues descubrieron que era un vulgar ladrn.

Ahora s haba tenido lugar una abierta rebelin, y los privi­legiados saban cmo tratar adecuadamente a los rebeldes. La garra de hierro de las tropas extranjeras estrangulara al amo­tinado Pars. Enseguida se tomaron medidas. El viejo mariscal de Broglie, veterano de la guerra de los Siete Aos, impregna­do de desprecio por los civiles, consider que cuando vieran los uniformes sera suficiente para restaurar la paz y el orden, y nombr a Besenval como su segundo comandante. Los regi­mientos extranjeros se acantonaron en los alrededores de Pa­rs. Unos regimientos cuyos nombres ya eran una ofensa para el pueblo de Francia: el regimiento de Reisbach, el de Diesbach, el de Nassau, el Esterhazy y el Roehmer. A la Bastilla se mandaron refuerzos de soldados suizos y en sus almenas ya se vean el 13 de junio las amenazadoras bocas de los caones.

El 10 de julio los electores de Pars se dirigieron una vez ms al rey pidindole que retirara las tropas. Al otro da les con­testaron que aquellas tropas servan al propsito de defender la libertad de la Asamblea! Y al siguiente da, que era domingo, el filntropo doctor Guillotin -cuya filantrpica mquina de matar sin dolor tendra despus tanto trabajo- sali de la Asamblea, de la que era miembro, para asegurar a los electores de Pars que todo iba bien, a pesar de las apariencias, ya que Necker estaba ms firme que nunca en su puesto. No saba que, en aquel mismo momento, el tantas veces despedido y tantas veces solicitado Necker, acababa de ser destituido otra vez por la hostil camarilla de la reina. Los privilegiados queran medidas tajantes, y las tendran, pero contra ellos mismos.

Al mismo tiempo, otro filntropo, tambin doctor, un tal Jean Paul Mara, oriundo de Italia y ms conocido por Marat -su nombre de adopcin afrancesado-, como hombre de le­tras que era tambin, pues haba publicado en Inglaterra va­rios libros de sociologa, escriba-: Cuidado! Considerad cul sera el fatal desenlace de un movimiento sedicioso. Si tu­vierais la desgracia de ceder a ese impulso, se os tratara como a un pueblo rebelde y la sangre correra a raudales.

Aquel domingo por la maana, cuando la noticia de la nue­va destitucin de Necker se difundi llevando consigo el desa­liento y la rabia, Andr-Louis estaba en los jardines del Palais Royal, en cuya plaza todo el mundo se daba cita, pues estaba llena de pequeas tiendas, teatros de tteres, circos, cafs, casas de juego y prostbulos.

Andr-Louis vio cmo un joven delgado, con una cara mar­cada por la viruela donde lo nico que no era feo eran sus ojos, se suba a una mesa en la terraza del Caf de Foy y, empuan­do la espada, gritaba: A las armas!. Y al hacerse el silencio que su grito impuso, el joven solt un verdadero torrente de inflamada elocuencia, aunque por momentos tartamudeaba. Dijo a la gente que los regimientos alemanes del Champ de Mars entraran aquella noche en Pars para hacer una carnice­ra con sus habitantes. Hagamos una escarapela!, grit arrancando la hoja de un rbol que serva a su propsito: la es­carapela verde de la esperanza.

El entusiasmo se adue de la multitud, compuesta por hombres y mujeres de todas las clases, desde vagabundos hasta nobles, desde rameras hasta seoras encopetadas, y sbita­mente el rbol se qued sin hojas, y la verde escarapela se vio en casi todos los sombreros.

-Estamos entre la espada y la pared! -continu la voz in­cendiaria-. Estamos entre los alemanes del Champ de Mars y los suizos de la Bastilla. A las armas, ahora, a las armas!

La multitud herva excitada. De una cerera sacaron un bus­to de Necker y otro de ese comediante del duque de Orleans, uno de tantos oportunistas en ciernes dispuesto a pescar en el ro revuelto de aquellos das turbulentos. El busto de Necker qued cubierto de crespones.

Andr-Louis sinti miedo al ver todo esto. El panfleto de Marat le haba impresionado. Expresaba lo que l mismo ha­ba dicho haca medio ao ante el populacho de Rennes. Haba que parar a aquella multitud. Algo haba que hacer o aquel irresponsable incendiara la ciudad antes del anochecer. El jo­ven, un abogado sin pleitos llamado Camille Desmoulins, que luego sera muy famoso, baj de la mesa blandiendo la espada y gritando: A las armas! Seguidme!. Andr-Louis avanz para subirse a la mesa y tratar de contrarrestar el discurso in­cendiario de Desmoulins. Al abrirse paso a travs del gento, sbitamente se top con un hombre alto, elegantemente ves­tido, de cuyo bello rostro emanaba la ms glacial firmeza y en cuyos ojos, profundamente sombreados, arda una furia repri­mida.

As, cara a cara, mirndose a los ojos, se quedaron un rato, mientras la multitud excitada pasaba por su lado. Entonces Andr-Louis se ech a rer:

-Ese joven tambin tiene un peligroso don de elocuencia, seor marqus -dijo-. Y para desgracia de algunos parece que en la Francia de hoy hay muchos como l. Cualquiera dira que brotan como hongos del suelo que vos y los vuestros ha­bis regado con la sangre de los mrtires de la libertad. Quiz sea vuestra sangre la que muy pronto la riegue. La tierra est seca y sedienta de ella.

-Maldito pjaro de mal agero! -contest el marqus de La Tour d'Azyr-. La polica se ocupar de ti. Le dir al procura­dor general que ests en Pars.

-Por Dios, seor! -grit Andr-Louis-. Es que nunca aprenderis? A quin se le ocurre hablar ahora de procura­dores generales cuando Pars est a punto de arder? Delatad­me ante esta gente, seor marqus; hacedlo y en un instan­te me convertiris en un hroe. O prefers que sea yo quien os denuncie? S, eso es lo mejor. Ya va siendo hora de que recibis vuestro merecido. Eh, pueblo de Pars! Escuchad! Voy a presentaros a...

Una oleada de gente lo empuj, arrastrndole y separndo­le a la fuerza del marqus, con quien se haba encontrado de modo tan azaroso. En vano trat de volver adonde estaba el marqus, quien pudo permanecer en el mismo sitio, y lo lti­mo que Andr-Louis vio de l fue una sonrisa siniestra en su boca crispada.

Mientras tanto, los jardines se fueron quedando vacos, pues la gente segua al revoltoso tartamudo de la escarapela vegetal. El torrente humano, todos con sus escarapelas, fluy por la rue de Richelieu, y Andr-Louis tuvo que seguirlo hasta la rue du Hasard. All logr separarse, pues no quera morir en me­dio de aquel tropel de locos. Se desvi calle abajo y pudo en­trar en la academia de esgrima. Aquel da no haba clases, ni siquiera estaba el maestro que, al igual que Andr-Louis, ha­ba salido para enterarse de lo que suceda en Versalles.

Eso no era normal en la academia de Bertrand des Amis. Pa­sara lo que pasase en Pars, en la sala de esgrima siempre ha­ba alumnos. Generalmente, el maestro y su ayudante traba­jaban desde la maana hasta la noche, y Andr-Louis cobraba por las lecciones que imparta, pues el maestro le haba con­fiado la mitad de sus discpulos. Los domingos la academia ce­rraba al medioda, pero por la maana solan asistir algunos alumnos. Sin embargo, aquel domingo, la ciudad estaba en tal estado de efervescencia que al ver que a las once de la maana no apareca nadie, Bertrand y Andr-Louis decidieron salir. Poco podan imaginar cuando se despidieron amigablemente aquella maana, pues haban llegado a ser muy buenos ami­gos, que nunca volveran a verse en este mundo.

Aquel da, la sangre corri en Pars. En la plaza Vendme un destacamento de dragones aguardaba a la muchedumbre de la que Andr-Louis haba logrado apartarse. Los jinetes cargaron contra el populacho, dispersndolo. Rompieron la efigie de cera de Necker y mataron a un hombre, un desventurado guardia francs que no quiso retroceder. Esto fue el comienzo. De resultas, Besenval acudi con sus suizos del Champ de Mars y marcharon en formacin de batalla hasta los Champs Elyses, donde emplazaron cuatro piezas de artillera. Los dra­gones se apostaron en la plaza Louis XV.

Por la noche, la enorme multitud que flua a lo largo de los Champs Elyses y los jardines de las Tulleras, contemplaba alarmada aquellos preparativos de guerra. Hubo algunos in­sultos a los mercenarios extranjeros y se arrojaron algunas piedras.

Enloquecido o cumpliendo instrucciones, Besenval orden a sus dragones que dispersaran a la gente. Pero aque­lla masa era demasiado compacta para dispersarla tan fcil­mente y los dragones slo podan moverse atropellando a la gente. Varias personas murieron aplastadas, y en consecuen­cia, cuando los dragones, capitaneados por el prncipe de Lmbese, penetraron en los jardines de las Tulleras, el popu­lacho ultrajado los recibi con un diluvio de piedras y bote­llas.

Lmbese orden abrir fuego.

El pueblo retrocedi impe­tuosamente, en una estampida que se extendi desde las Tulleras a travs de toda la ciudad divulgando la noticia de cmo la caballera alemana arremeta contra mujeres y nios, y ahora todos coreaban la consigna A las armas! lanzada al medioda por Desmoulins en el Palais Royal.

Cuando recogieron las vctimas, entre ellas estaba Bertrand des Amis que -como todos los que vivan de la espada- haba sido un ardiente defensor de la nobleza y muri bajo los cascos de los caballos de los soldados extranjeros, capitaneados por un noble, y lanzados contra el pueblo por la aristocracia.

As pues, Andr-Louis, que aguardaba en la academia el regre­so de su amigo y maestro, recibi de manos de cuatro hombres del pueblo el cuerpo sin vida de una de las primeras vcti­mas de la Revolucin, que ahora haba empezado en serio.

CAPTULO III

El presidente Le Chapelier

Las convulsiones que agitaban Pars y que duran­te los dos das siguientes convirtieron la ciudad en un campo de batalla retrasaron el entierro de Ber­trand des Amis hasta el mircoles de aquella se­mana. En medio de acontecimientos que estaban sacudiendo los cimientos de la nacin, la muerte de un maestro de esgri­ma pas casi inadvertida, incluso para sus discpulos, la ma­yora de los cuales no acudieron a la academia durante los dos das que el cuerpo del maestro permaneci all. Sin embargo, unos pocos se presentaron y stos llevaron la noticia a los de­ms, de manera que el fretro del maestro fue llevado al ce­menterio de Pre La Chaise por una veintena de jvenes, a la cabeza de los cuales iba Andr-Louis.

l no saba a qu familiares tena que avisar, pero una sema­na despus de la muerte de Bertrand, lleg de Passy una her­mana suya reclamando la herencia. El patrimonio era consi­derable, pues el maestro haba ahorrado bastante, invirtiendo la mayor parte del dinero en la Compaa del Agua y en la deuda pblica. Andr-Louis le indic a la hermana de Ber­trand que fuera a ver a los abogados del finado y no la vio nunca ms.

La muerte de Bertrand lo dej tan desolado que no cay en la cuenta de la sbita fortuna que automticamente haba de­jado en sus manos. La hermana del maestro heredaba la ri­queza que el difunto haba reunido, pero a Andr-Louis le co­rresponda la mina de donde haba salido aquella riqueza: la escuela de esgrima, pues ahora su prestigio era tal que los dis­cpulos le consideraban capaz de continuar con el trabajo de Bertrand des Amis. Para mayor fortuna, en aquellos tiempos tan convulsos las academias de esgrima experimentaron una enorme prosperidad, pues todos los hombres afilaban sus es­padas y se adiestraban en su manejo.

Tuvieron que transcurrir quince das para que Andr-Louis comprendiera lo que realmente le haba sucedido, pues su agotamiento era tan grande que advirti que llevaba dos se­manas haciendo el trabajo de dos hombres. Afortunadamente se le ocurri poner a sus discpulos ms aventajados a practi­car entre ellos, pues de otro modo, no hubiera podido seguir adelante con su tarea. De todas maneras, tena que esgrimir durante seis horas diarias, y era tal el cansancio que arrastra­ba, que a punto estuvo de caer enfermo. Al final, tuvo que contratar a un ayudante para que instruyera a los novatos, que eran los que ms trabajo daban. Por suerte lo hall ense­guida en Le Due, uno de sus discpulos. Como el verano avan­zaba y el nmero de alumnos segua aumentando, tuvo que contratar otro ayudante -un joven muy hbil llamado Galoche- y alquil otra habitacin en el piso de arriba.

Nunca en su vida Andr-Louis haba trabajado tanto, ni si­quiera en los tiempos en que organizaba la Compaa Binet, as que tambin eran das de extraordinaria prosperidad. En sus Confesiones, lamenta el hecho de que su amigo Bertrand des Amis tuviera la mala suerte de morir la vspera de poner­se de moda la esgrima.

El escudo de armas de la Academia del Rey, al que Andr-Louis no tena derecho, segua en la puerta de la escuela.

A la manera de Scaramouche, Andr-Louis resolvi ese problema.

Dej el escudo y el rtulo Academia de Bertrand des Amis, maestro de esgrima de la Academia del rey, pero le aadi esta leyenda: Dirigida por Andr-Louis.

Ya no tena tiempo para pasear, as que se enteraba por sus discpulos y por los peridicos -que ahora se multiplicaban en Pars gracias al establecimiento de la libertad de prensa- de los procesos revolucionarios que siguieron a la toma de la Bas­tilla.

Este suceso haba tenido lugar cuando el cadver de Bertrand des Amis yaca de cuerpo presente, la vspera de su se­pelio, y fue precisamente lo que motiv su retraso.

En parte, aquel acontecimiento haba sido el resultado de la temeraria carga del prncipe de Lmbese, en la cual haba muerto el maestro de esgrima.

El pueblo ultrajado haba acudido al Hotel de Ville1 para pe­dirles a los electores armas con que defenderse de los asesinos extranjeros pagados por el despotismo. Al fin los electores consintieron en darles armas, o mejor dicho -pues no las ha­ba-, en permitirles que se armaran ellos mismos como pu­dieran. Tambin les dieron una nueva escarapela, roja y azul, los colores de Pars. Pero como stos eran tambin los colores de la librea del duque de Orleans, se aadi el blanco -el del antiguo estandarte de Francia- y as naci la bandera tricolor. Ms tarde, formaron un Comit Permanente de Electores para velar por el orden pblico.

Ahora que estaba autorizado, el pueblo trabaj tanto que en treinta y seis horas se haban forjado sesenta mil picas, y a las nueve de la maana del martes haba treinta mil hombres ante Les Invalides. A las once, haban saqueado el depsito de ar­mas, sacando de all unos treinta mil mosquetes, mientras otros se apoderaban del arsenal y del polvorn.

Ahora estaban preparados para resistir el ataque que aque­lla misma tarde sufrira la ciudad en siete puntos distintos. Pero Pars no esper a que la atacaran. Tom la iniciativa. En su arrebato, los parisienses concibieron el loco propsito de apoderarse de la imponente y amenazadora fortaleza de la Bastilla, y, como es sabido, la tomaron antes de las cinco de aquella tarde, ayudados por los caones de la misma guardia francesa.

La noticia lleg a Versalles gracias a Lmbese, que huy con sus dragones ante aquella vasta fuerza armada que pareca ha­ber brotado del adoquinado de Pars. El hecho aterroriz a la corte. El pueblo estaba en posesin del armamento captura­do en la Bastilla, estaban levantando barricadas en las calles y emplazando su artillera. El ataque se haba retrasado dema­siado. Ahora haba que desistir de l, pues sera infructuoso y perjudicara el ya deteriorado prestigio de la realeza.

As las cosas, la corte, acicateada por un miedo que aconse­jaba prudencia, prefiri contemporizar. Llamaran otra vez a Necker y los tres Estados se sentaran juntos, como demanda­ba la Asamblea Nacional. Era la ms completa rendicin de la fuerza ante la fuerza, el nico argumento posible. El rey fue solo a informar a la Asamblea Nacional de aquella resolucin de ltima hora para gran alivio de sus diputados, que vean alarmados el lamentable giro que estaban tomando los acon­tecimientos en Pars. No habr ms fuerza que la razn y los argumentos, era su lema. Y as sera durante los dos aos si­guientes, durante los que respondieron con paciencia y firme­za a las incesantes provocaciones de los que an no haban re­cibido su justo castigo.

Cuando el rey sali de la Asamblea, una mujer se ech a sus pies y, abrazndole las rodillas, resumi con estas palabras la pregunta que toda Francia se haca:

-Oh, seor! Sois realmente sincero? Estis seguro de que no cambiaris de opinin?

Pero esa pregunta no se formul cuando un par de das des­pus el rey fue sin escolta a Pars a ultimar el arreglo de la paz, la capitulacin de los privilegiados. La corte estaba aterrori­zada. Acaso no eran los enemigos aquellos amotinados pa­risienses? Era prudente dejar que el rey se metiera en la boca del lobo? Si el rey senta aquel miedo -y su pesimismo daba a entender que s- pudo comprobar que era infundado. Aque­llos doscientos mil hombres insuficientemente armados -sin uniforme y con la ms extraordinaria mezcla de armas nunca vista- lo esperaban, pero para ser su guardia de honor.

El alcalde Bailly, en las barricadas, le recibi con las llaves de la ciudad y le dijo:

-stas son las llaves que fueron presentadas a Enrique IV. l haba reconquistado a su pueblo. Ahora el pueblo ha recon­quistado a su rey.

En el Hotel de Ville, el alcalde Bailly le ofreci la nueva es­carapela, el smbolo tricolor de la Francia constitucional, y cuando el monarca hubo dado su conformidad a la formacin de la Garde Bourgeoise y a los acuerdos de Bailly y Lafayette, parti de nuevo hacia Versalles entre aclamaciones de Viva el rey! de su pueblo leal.

Y por fin los privilegiados se sometieron ante las bocas de los caones, esos caones que evitaron un bao de sangre, sangre sobre todo azul. El clero y la nobleza se unieron a la Asamblea Nacional para colaborar en la creacin de una Constitucin que regenerara a Francia. Pero esa reunin fue otra burla, igual que el Te Deum que cant el arzobispo de Pa­rs por la cada de la Bastilla, que fue el ms grotesco e incre­ble de todos aquellos acontecimientos. Lo que realmente sucedi fue que en la Asamblea Nacional se infiltraron qui­nientos o seiscientos enemigos para estorbar e impedir sus de­liberaciones.

Pero sta es una historia harto conocida cuyos detalles pue­den leerse en otros libros. Aqu slo aparecen los episodios re­gistrados en los escritos de Andr-Louis, expresados casi con sus mismas palabras y que reflejan la evolucin de sus convic­ciones. Ahora crea en todas las cosas en las que no crea cuan­do las predicaba.

Entretanto, junto con su prosperidad econmica, tambin disfrutaba de un cambio en su situacin respecto a la ley, y que era consecuencia de lo que ocurra a su alrededor. Ya no tena que esconderse. Quin iba a acusarlo ahora de sedicio­so por sus discursos de Bretaa? Qu tribunal iba a enviarle a la horca por haber dicho antes que nadie lo que ahora toda Francia deca? En cuanto a la otra posible acusacin, por el asesinato del miserable Binet, si realmente lo haba asesinado como l esperaba, quin podra arrestarlo si haba sido en de­fensa propia?

As las cosas, un esplndido da de principios de agosto, Andr-Louis no trabaj en la academia, que ahora marchaba viento en popa gracias a sus ayudantes, alquil un coche y parti hacia Versalles, detenindose en el Caf de Amaury, que era donde se daban cita los bretones, semillero de donde sur­gi aquella Sociedad de Amigos de la Constitucin, ms co­nocidos como jacobinos. Andr-Louis buscaba a Le Chapelier, que haba sido uno de los fundadores del club y se haba con­vertido ahora en un hombre prominente. Era presidente de la Asamblea, y en aquella poca deliberaban precisamente sobre la Declaracin de los Derechos del Hombre.

La importancia de Le Chapelier se reflej en lo servicial que se mostr el camarero cuando Andr-Louis pregunt por l. El seor Le Chapelier estaba arriba con unos amigos. El cama­rero se desviva por servir al caballero, pero tema interrumpir la reunin en la que el seor diputado se encontraba.

Andr-Louis le dio una moneda de plata para animarlo y se sent a una mesa de mrmol, junto a la ventana, para admirar la amplia plaza bordeada de rboles. All, en aquella sala de­sierta a media tarde, fue a verle el insigne hombre. Haca un ao que Andr-Louis se le haba adelantado para la realiza­cin de una misin delicada, y ahora era el otro quien estaba en la cumbre, entre los grandes lderes de la nacin, mientras Andr-Louis se mantena abajo, en la sombra, confundido con la masa.

Este pensamiento rondaba la mente de ambos mientras exa­minaban la transformacin que unos meses haban operado en sus respectivas fisonomas. Andr-Louis observ en Le Chapelier cierto refinamiento en el vestir y en la apostura. Es­taba ms delgado, tena el rostro ms plido y miraba a su amigo con ojos cansados a travs de sus lentes con montura de oro. Por su parte, el diputado bretn not en Andr-Louis cambios an ms pronunciados. El manejo casi constante de la espada le haba dado a su amigo una gracia, una elasticidad de movimientos, un porte, y un no s qu de dignidad y de mando. Eso le haca parecer ms alto y, aunque con sencillez, iba elegantemente vestido. Llevaba, como era de rigor, una pe­quea espada con puo de plata, y sus cabellos negros, cuyos mechones Le Chapelier recordaba siempre cados sobre su frente, estaban ahora lustrosos y bien peinados.

Sin embargo, en ambos las transformaciones eran slo su­perficiales, como enseguida advirtieron. Le Chapelier segua siendo el bretn sincero y algo brusco de siempre. Al verlo, se qued un rato sonriendo con una mezcla de sorpresa y alegra, y luego abri los brazos. Los dos amigos se abrazaron, bajo la atnita mirada del camarero, que desapareci en el acto.

-Andr-Louis, amigo mo! Cmo es que te has dejado caer por aqu?

-Se suele caer de arriba. En cambio, yo vengo de abajo para contemplar de cerca a quien est en las alturas.

-En las alturas! T lo quisiste as, pues muy bien podras es­tar ocupando ahora mi lugar.

-Las alturas me dan vrtigo, y me parece que all arriba la atmsfera est demasiado enrarecida. T mismo no pareces muy a gusto, Isaac, te noto muy plido.

-La Asamblea celebr sesin hasta altas horas de la noche. Por eso me ves tan plido. Esos condenados privilegiados multiplican nuestras dificultades. Evidentemente lo seguirn haciendo hasta que decretemos su abolicin.

Los dos amigos se sentaron frente a frente.

-Abolicin! A tanto aspiras? No es que me sorprenda. Siempre fuiste un extremista.

-Es la nica forma de salvarles. Prefiero abolirlos oficial­mente para salvarlos de otra abolicin ms peligrosa a manos de un pueblo que est exasperado.

-Entiendo. Pero y el rey?

-El rey encarna a la nacin. Junto con ella, lo liberaremos de la esclavitud del Privilegio. Nuestra Constitucin lo consegui­r. Ests de acuerdo?

-Y eso qu importa? -exclam Andr-Louis encogindose de hombros-. En poltica soy un soador, no un hombre de accin. En los ltimos tiempos he sido un moderado, ms de lo que piensas. Pero ahora casi soy republicano. Lo he pensa­do detenidamente y he comprendido que este rey no es nada, un ttere que baila al son que tocan.

-Este rey, dices? Y en qu otro rey ests pensando? No se­rs de los que suean con el duque de Orleans? Tiene una especie de partido, y numerosos seguidores gracias al odio po­pular hacia la reina, pues todos saben que ella le detesta. Al­gunos incluso quisieran hacerle Regente, otros van ms lejos; Robespierre, por ejemplo.

-Quin? -pregunt Andr-Louis, quien nunca haba odo aquel nombre.

-Robespierre, un ridculo abogado que representa a Arras, un tipo tmido y zafio, desarrapado, tonto y con voz nasal, que pronuncia arengas que nadie escucha; un ultra monrquico que los realistas y los orleanistas manejan a su antojo para sus propios fines. Es muy tenaz e insiste en ser escuchado. Puede que algn da lo escuchen. Pero de ah a que l o los dems ha­gan algo de Orleans?... Bah!... Eso es algo que Orleans puede desear... pero que no conseguir. La frase es de Mirabeau.

Cambi de tema para preguntarle a Andr-Louis por su vida.

-No me trataste como a un verdadero amigo cuando me es­cribiste -se quej-. No me indicaste tu paradero ni, por tan­to, la manera de ayudarte. Me tenas muy preocupado, Andr-Louis. Sin embargo, a juzgar por tu apariencia, creo que me preocup en vano. Parece que gozas de prosperidad. Cmo lo has conseguido?

Andr-Louis le cont con toda sinceridad lo que le haba ocurrido.

-Lo que me has contado me deja pasmado -dijo el diputa­do-. De la toga al coturno, y del coturno a la espada. Cul ser tu final?

-Probablemente la horca.

-Bah! Seamos serios. Por qu no la toga de senador en la Francia senatorial? Podras serlo ahora si hubieras querido.

-Lo que yo deca, se es el camino seguro para llegar a la horca -dijo Andr-Louis soltando una carcajada.

Le Chapelier hizo un gesto de impaciencia. Acaso cruz por su cabeza esa frase cuando, cuatro aos despus, iba en el ca­rro de la muerte a la plaza de Grve donde tenan lugar las eje­cuciones?

-Somos sesenta y seis diputados bretones en la Asamblea. Si hubiera una vacante, aceptaras ser suplente? Una palabra ma, unida al prestigio de tu nombre en Rennes y en Nantes, bastara.

Andr-Louis volvi a rer.

-Cada vez que te veo tratas de meterme en poltica.

-Porque tienes dotes. Naciste para poltico.

-Ah, s? Ya tuve bastante haciendo el papel de Scaramouche en el teatro para hacerlo ahora en la vida real. Dime, Isaac, qu sabes de mi antiguo e ntimo enemigo, el seor de La Tour d'Azyr?

-Mal rayo lo parta! Est aqu, en Versalles. Es uno de los quebraderos de cabeza de la Asamblea. Le quemaron su casti­llo. Desgraciadamente l no estaba all. Pero ni siquiera las lla­mas han conseguido chamuscar su insolencia. Se imagina que cuando acabe esta filosfica aberracin, volver a haber sier­vos que le reconstruyan la mansin.

-Eso significa que ha habido disturbios tambin en Breta­a? -Andr-Louis se puso sbitamente serio y sus pensamien­tos volaron a Gavrillac.

-Claro, como en todas partes! No te das cuenta? La gente ha pasado mucha hambre en la comarca, y varios castillos han sido pasto de las llamas recientemente. Los campesinos copia­ron el ejemplo de los parisienses, y vieron una Bastilla en cada castillo. Pero al igual que aqu, ahora reina de nuevo la calma.

-Y de Gavrillac? Sabes algo?

-Creo que todo va bien. El seor de Kercadiou no es el mar­qus de La Tour d'Azyr. Sus vasallos no le odian. No creo que lo ataquen. Pero no mantienes correspondencia con tu pa­drino?

-Actualmente, no. Y lo que me cuentas complica ms mi re­lacin con l, pues debe considerarme como uno de los que encendieron la tea que ha reducido a cenizas tantos castillos de los de su clase. Trata de averiguar cmo est, y hazme lle­gar noticias suyas.

-As lo har.

Cuando Andr-Louis estaba a punto de subir al cabriol para volver a Pars, quiso saber un poco ms:

-Por casualidad sabes si el marqus de La Tour d'Azyr se ha casado?

-No lo s. Y eso quiere decir que no, porque, tratndose de un personaje tan encumbrado, ya hubiramos odo algo.

-Es lgico -dijo Andr-Louis con indiferencia-. Hasta la vista, Isaac! Ven a verme. Rue du Hasard, nmero 13. Ven pronto.

-Tan pronto como me lo permitan mis obligaciones, que por el momento me tienen encadenado!

-Pobre esclavo del deber para con tu evangelio de la li­bertad!

-Es cierto. Y precisamente por eso ir a verte. Tengo un de­ber que cumplir con Bretaa: convertir a Omnes Omnibus en su representante en la Asamblea Nacional.

-Te agradecer que no cumplas con ese deber -sonri Andr-Louis, y se fue.

CAPTULO IV

Intermedio

A los pocos das Le Chapelier le devolvi a Andr-Louis la visita. Apareci con noticias frescas de Gavrillac. Todo estaba en calma y los sbditos de Kercadiou no haban tomado parte en los recientes disturbios de la regin, que por suerte ya haban terminado.

Ahora, aunque el aguijn de la escasez segua ensandose con los pobres, a pesar de que las colas ante las puertas de las panaderas aumentaban a medida que avanzaba el otoo, la vida reanudaba su curso. Naturalmente, haba en Pars explo­siones de descontento, pero los parisienses empezaban a acos­tumbrarse a vivir en esa atmsfera explosiva y no consentan que afectara seriamente sus asuntos ni amargara sus diversio­nes. Por supuesto, aquellos estallidos podan haberse evitado, pero los privilegiados estaban decididos a luchar hasta que­mar el ltimo cartucho, y as, mientras de un lado oponan la ms firme resistencia, del otro hacan los mayores sacrificios en aras de la patria. En septiembre, cuando el pueblo vio lle­gar el regimiento de Flandes a Versalles, se sinti de nuevo amenazado. Fue una seal de que los privilegiados alzaban de nuevo su orgullosa cabeza. Estaban conspirando para obligar­los a la sumisin, hacindolos morir de hambre si era preciso. De ah la llamada expedicin de Maenads, la marcha de las vendedoras del mercado de Pars sobre Versalles, dirigidas por Maillard y, como resultado, a principios de octubre, el desalo­jo de toda la chusma que infestaba el Palacio de las Tulleras para alojar all al rey. El rey deba vivir entre su pueblo. Aquel pueblo que lo amaba, quera tenerle en Pars, quera tenerlo como rehn para mayor seguridad de todos. Si tenan que mo­rir de hambre, l tambin morira con ellos.

Andr-Louis observaba estos acontecimientos preguntn­dose adonde ira a parar todo aquello. Los nicos nobles sen­satos eran los que cruzaban la frontera antes de que los fan­ticos, que constituan el grueso de los de su clase, acarrearan sobre ellos la destruccin total. Mientras tanto, Andr-Louis continuaba tan atareado con su floreciente academia que pen­s en adquirir los bajos del edificio y contratar los servicios de un tercer ayudante. Pero el inquilino de los bajos, que era mercero, pona demasiadas condiciones para marcharse. Salvo ese caso, ya la casa era toda suya. Acababa de adquirir el pri­mer piso, convirtindolo en cmoda vivienda para l y sus dos ayudantes. Tena un ama de llaves y un muchachito como paje.

Ahora que la sede de la Asamblea Nacional estaba en Pars, vea con ms frecuencia a Le Chapelier, y la intimidad entre ambos aument. Solan comer juntos en el Palais Royal o en otros sitios. Por medio de Le Chapelier, Andr-Louis empez a relacionarse, aunque procuraba declinar las frecuentes invi­taciones a los salones donde reinaba el espritu de los nuevos republicanos y los filsofos.

Sin embargo, una noche de la siguiente primavera asisti a una funcin de la Comedia Francesa. Representaban la tragedia Charles IX, de Chnier, en medio de no pocas protestas. Fue una velada tempestuosa: las alusiones que salan del escenario eran cazadas al vuelo por el pblico para convertirse en con­signas que se lanzaban entre s los partidos polticos hostiles, los del antiguo y el nuevo rgimen. El momento lgido lleg cuando algunos hombres de la platea insistieron en no descu­brir sus cabezas. La Comedia Francesa tena un palco regio, y una ley no escrita que deca que por respeto a la realeza all to­dos deban descubrirse, aunque el palco destinado a los reyes estuviera vaco.

Los hombres que se negaron a descubrirse eran republica­nos, y lo hicieron como protesta contra una ley que conside­raban absurda. Pero al ver el rugido de indignacin que causaba aquel gesto simblico, un rugido que no dejaba or lo que decan los actores, se apresuraron a quitarse los sombreros. Sin embargo, hubo un hombre que se obstin en permanecer con el sombrero puesto, mientras volva su gran cabeza leoni­na a derecha y a izquierda, rindose de quienes le pedan que se descubriera. De pronto, se oy el trueno de su voz:

-Vamos a ver, quin es el valiente que me va a quitar el sombrero?

Era el colmo de la provocacin. Las amenazas brotaron por doquier. El hombre se levant impasible, exhibiendo una enorme complexin atltica, el cuello hercleo, la solapa abierta mostrando el ancho pecho, y un rostro indeciblemen­te horrible. Se ri en la cara de sus detractores y de un mano­tazo se hundi ms an el sombrero en la frente.

-Firme como el sombrero de Servandony! -se burl enarbolando un puo desafiante.

Andr-Louis tuvo que rerse. Haba algo grotesco y tambin heroico en aquella gran figura, burlona e impvida en medio del creciente revuelo. De no haber intervenido a tiempo la po­lica para llevrselo, all se hubiera armado la gorda. Estaba claro que aquel hombre no era de los que ceden.

-Quin es? -le pregunt Andr-Louis al espectador que estaba a su lado cuando ya todo estuvo en orden.

-No lo s -respondi el otro-. Dicen que se llama Danton y que es el fundador del Club de los Cordeliers. Es un loco, un energmeno. Y acabar mal.

Al otro da aquel episodio fue la comidilla de todo Pars que, por un momento, flot sobre la superficie de asuntos ms gra­ves. En la academia de esgrima no se habl de otra cosa que de la Comedia Francesa y la rivalidad entre Taima y Naudet, que estaba a la sazn en su apogeo. Pero pronto Andr-Louis tuvo que concentrarse en algo ms importante. Hacia el me­dioda recibi la visita de Le Chapelier.

-Te traigo noticias. Tu padrino est en Meudon. Lleg hace dos das. Lo sabas?

-Claro que no. Cmo iba a saberlo? Y qu hace en Meu­don? -pregunt experimentando una vaga inquietud que ape­nas consegua explicar.

-No lo s. Ha habido nuevos disturbios en Bretaa. Puede que se deba a eso.

-Ha venido a refugiarse en casa de su hermano? -pregun­t Andr-Louis.

-A casa de su hermano, s, pero no con l. En qu mundo vi­ves, Andr? No ests al tanto de las noticias? tienne de Gavrillac emigr hace meses. Era de la casa de Artois y cruz con l la frontera. Sabemos que ambos estn en Alemania, conspirando contra Francia, que es lo que hacen los emigrados. La austraca de las Tulleras acabar hundiendo la monarqua francesa.

-S, s -dijo Andr-Louis impaciente, pues aquella maana la poltica le tena sin cuidado-. Pero y mi padrino?

-Ya te dije que est en Meudon, instalado en la casa que le dej su hermano. O es que no hablo bien el francs? Creo que Rabouillet, su administrador, ha quedado a cargo de Gavrillac. Tan pronto lo supe todo, quise venir a decrtelo. Pens que querras ir a Meudon.

-Por supuesto, ir enseguida. Mejor dicho, cuando pueda. Ni hoy ni maana podr ir. Tengo demasiado trabajo aqu.

Seal la sala, de donde llegaba el ruido del choque de espa­das, de las pisadas y la voz del instructor Le Due.

-Bien, bien. se es tu problema. Y como ests tan ocupado, ahora te dejo. Esta noche cenaremos en el Caf de Foy. Kersain estar en la tertulia.

-Un momento! -grit Andr-Louis cuando su amigo ya se iba-: Est la seorita de Kercadiou con su to?

-Cmo rayos quieres que lo sepa? Ve all y avergualo.

Le Chapelier sali y Andr-Louis permaneci un momento absorto en sus pensamientos. Luego dio media vuelta y rea­nud la explicacin que le estaba dando a su discpulo, el viz­conde Villeniort, sobre la contra de Danet, demostrndole con una pequea espada las ventajas de utilizarla.

Despus practic con el vizconde que, en aquel entonces, era quizs el ms hbil de sus discpulos. Pero en realidad sus pen­samientos volaban a Meudon, y mientras repasaba de memo­ria las lecciones que tena que impartir aquel da y al siguien­te, trataba de encontrar la forma de aplazarlas sin afectar el ritmo de trabajo de la academia. Cuando hubo tocado al viz­conde tres veces seguidas, hizo una pausa y, de vuelta a la rea­lidad, se admir de la precisin con que le haba derrotado, pues haba sido de un modo totalmente automtico. Sin dedi­carle ninguna atencin al juego de su mueca, del brazo y de las rodillas, haba ejecutado todos los movimientos perfecta­mente gracias a ms de un ao de prctica.

Hasta el domingo no pudo hacer Andr-Louis lo que haba acabado por convertirse en su mayor anhelo. Ms acicalado que de costumbre, exquisitamente peinado por uno de los pe­luqueros de la nobleza -uno de los muchos que haban perdi­do su empleo por el continuo flujo de emigrantes-, Andr-Louis subi a un elegante carruaje de alquiler y fue a Meudon.

La casa del hermano menor de los Kercadiou se pareca tan poco a la del cabeza de familia como ambos hermanos entre s. Mientras que el padrino de Andr-Louis era esencialmen­te un hombre del campo, su hermano menor era un cortesa­no, un oficial de la casa del conde de Artois, que haba edifi­cado para l y su familia una imponente mansin en el cerro de Meudon, en un parque en miniatura, convenientemente si­tuado a mitad de camino entre Versalles y Pars, y fcilmente accesible desde ambos lugares. El seor de Artois -el regio ju­gador de pelota- haba sido uno de los primeros en emigrar, junto con los Conde, los Contis, los Polignacs y otros conseje­ros privados de la reina, as como el viejo mariscal de Broglie y el prncipe de Lmbese, quienes comprendiendo hasta qu punto sus nombres se haban hecho odiosos para el pueblo, abandonaron Francia a raz de la toma de la Bastilla. El conde de Artois no slo se haba ido a jugar a pelota al otro lado de la frontera, sino tambin a conspirar para destruir la monarqua francesa, como ya haban hecho l y los otros cuando vi­van en Francia. Junto con l, entre varios de sus allegados, se fue tienne de Kercadiou, y con ste, su esposa y sus cuatro hi­jos. De esta forma, y en ausencia de su hermano, el seor de Gavrillac ocup la villa del cortesano en Meudon.

A pesar de alegrarse de haber escapado de una provincia tan convulsa como Bretaa -cuyos nobles eran los ms intransi­gentes de Francia-, el padrino de Andr-Louis no se senta fe­liz en Meudon. Un hombre como l, de costumbres casi espar­tanas, habituado a un estilo de vida sencilla, se senta algo incmodo en aquel ambiente sibartico, entre tantas alfombras y tantos dorados, rodeado por el batalln de silenciosos sir­vientes que su hermano haba dejado atrs. En Gavrillac siem­pre estaba entretenido en cuestiones agrcolas, y ahora se abu­rra soberanamente. A modo de defensa, dorma muchas horas y, de no ser por Aline, que no disimulaba el placer de estar tan cerca de Pars, ya se hubiera largado de all. Quiz con el tiem­po acabara resignndose a aquel lujo tan ocioso. Pero de mo­mento, estaba irritado con el cambio. As que cuando Andr-Louis visit a su padrino aquella tarde del mes de junio, se encontr a un seor de Kercadiou malhumorado y sooliento.

CAPTULO V

En Meudon

A Andr-Louis e hicieron pasar sin anunciarlo, como era costumbre en Gavrillac, pues Bnoit, el viejo ayuda de cmara de Kercadiou, haba acom­paado a su seor en aquella aventura, y viva all soportando las burlas de los criados que el otro Kercadiou ha­ba dejado al emigrar. Cuando Bnoit vio a Andr-Louis se puso tan contento que casi brinc a su alrededor como un perro fiel mientras le con­duca al saln donde estaba el seor de Gavrillac quien, segn asegur el sirviente, tambin se alegrara de verlo.

-Seor! Seor! -grit nerviosamente mientras entraba adelantndose un par de pasos al visitante-. Aqu est el se­orito Andr... Vuestro ahijado, que viene a besaros la mano. Aqu est!... Y tan elegante que no lo vais a conocer. Aqu est, seor! No est guapo?

Y mientras deca esto, el viejo sirviente se frotaba las ma­nos de alegra, convencido de que su amo compartira su emocin.

Andr-Louis cruz aquella gran habitacin alfombrada cu­yos dorados deslumbraban. Las ventanas que daban al jardn eran tan altas que casi llegaban al techo de la habitacin. Los adornos dorados abundaban en el mobiliario, como se estila­ba en las casas de los nobles. En ninguna otra poca se us tanto oro en la decoracin interior, a pesar de que acuado era tan difcil de encontrar que pusieron en circulacin el papel moneda para suplir su escasez. Andr-Louis sola decir que si los aristcratas se hubieran decidido a empapelar sus paredes con los billetes dejando el oro en sus bolsillos, las finanzas del reino se hubieran saneado rpidamente.

El seor de Kercadiou, de lo ms emperifollado para armo­nizar con el entorno, se levant sobresaltado al ver irrumpir a Bnoit, quien estaba casi tan alicado como su amo desde que haba llegado a Meudon.

-Qu sucede? Eh? -sus ojos miopes descubrieron al fin al visitante-. Andr! -dijo con tono entre sorprendido y severo. Y su cara, de suyo enrojecida, se puso ms colorada an.

Bnoit, de espaldas a su amo, le haca muecas y guios a Andr-Louis para que no se desanimara ante la aparente hostili­dad de su padrino. Cuando termin sus gesticulaciones, el inteligente criado se retir discretamente.

-Qu vienes a buscar aqu? -refunfu el seor de Kerca­diou.

-Como dijo Bnoit, slo vengo a besar vuestra mano, pa­drino -sumiso, Andr-Louis, inclin la cabeza.

-Te las has ingeniado para pasar dos aos sin besarla.

-Seor, no me reprochis ahora mi infortunio.

El seor de Kercadiou estaba muy envarado. Echaba hacia atrs la cabeza y su clara mirada se mostraba adusta.

-Ya olvidaste que me ofendiste escapando de un modo tan desconsiderado y sin darnos la menor noticia de si estabas vivo o muerto?

-Al principio era muy peligroso descubrir mi paradero. Luego, durante un tiempo, padec necesidad, estaba casi en la miseria, pero, despus de lo que haba hecho y de la opinin que debais tener de m, mi orgullo me impeda apelar a vues­tra ayuda. Despus...

-En la miseria? -le interrumpi el seor de Kercadiou.

Por un momento, sus labios temblaron. Despus recobr su presencia de nimo y frunci las cejas mientras observaba el esplendor del vestido de Andr-Louis, las hebillas y los taco­nes rojos de su calzado, la espada con puo de plata incrusta­do de perlas, y el cabello -que l siempre haba visto despei­nado- ahora cuidadosamente cortado y peinado.

-Pues ahora no pareces estar en la miseria -dijo mofndose de l.

-No lo estoy. He prosperado bastante desde entonces ac. En eso me distingo del hijo prdigo que vuelve slo para pe­dir ayuda. Yo he vuelto nicamente porque os amo, y para de­croslo. He venido a veros en cuanto supe de vuestra presen­cia aqu. Querido padrino! -exclam avanzando con la mano tendida.

Pero el seor de Kercadiou permaneci inflexible, encastilla­do en su rencor, en su fra dignidad.

-Cualesquiera que hayan sido tus tribulaciones, no son nada comparadas con lo que mereca tu conducta, y advierto que no han disminuido tu descaro. Crees que basta con llegar aqu y exclamar querido padrino! para que todo sea perdonado y olvidado? Ests equivocado. Has hecho demasiado dao, has atacado todo cuanto yo creo y sostengo, incluyn­dome a m, pues traicionaste la confianza que haba deposita­do en ti. T eres uno de los malditos granujas responsables de esta revolucin.

-Ay, ya veo que incurrs en el error ms comn! Esos mal­ditos granujas slo piden una Constitucin, como les prome­ti la Corona. Ellos no podan saber que la promesa era falsa o que su realizacin sera obstaculizada por las clases privile­giadas. Si alguien ha radicalizado esta revolucin son los no­bles y los curas.

-A estas alturas todava te atreves a decir delante de m tan abominables mentiras? Te atreves a decir que los nobles han hecho la revolucin cuando muchos de ellos, siguiendo el ejemplo del duque de Aiguillon, han dejado sus privilegios y hasta sus ttulos en manos del pueblo? Acaso puedes negarlo?

-Oh, no! Despus de incendiar su casa, ahora tratan de apagar las llamas echndole agua, y cuando fracasan le echan toda la culpa al fuego.

-Veo que has venido aqu a hablar de poltica.

-Nada ms lejos de mi intencin. He venido, si es posible, a explicarme. Comprender es siempre perdonar. Eso dijo Mon­taigne. Si yo pudiera haceros comprender...

-No puedes. Jams comprender cmo te convertiste en algo tan odioso para Bretaa.

-Odioso? Eso no.

-Digo odioso para los que importan. Dicen que eres Omnes Omnibus, cosa que no puedo ni quiero creer.

-Pues es cierto.

El seor de Kercadiou se atragant.

-Confiesas que eres t?

-Lo que un hombre se ha atrevido a hacer, debe atreverse a confesarlo, a menos que sea un cobarde.

-Oh! Seguramente fuiste muy valiente cada vez que escapa­bas despus de actuar, cuando te convertiste en cmico de la legua para esconderte mejor y para seguir haciendo ms dao, cuando provocaste una revuelta en Nantes y volviste a escapar para convertirte en Dios sabe qu cosa... En algo deshonesto a juzgar por la ropa que llevas! Dios mo! Te aseguro que en es­tos dos aos pasados he deseado muchas veces que estuvieras muerto y me desilusiona profundamente saber que no lo ests.

Entonces dio una palmada y grit con voz chillona:

-Bnoit!

Luego se dirigi a la chimenea con el rostro prpura y tem­bloroso.

-Muerto -prosigui-, podra perdonarte como a quien ha pagado sus maldades y su locura. Pero estando vivo, jams po­dr perdonarte. Has ido demasiado lejos, y slo Dios sabe cmo acabars. Bnoit -aadi cuando vio entrar al criado-, acompaa al seor Andr-Louis Moreau a la puerta.

El tono del anciano era enrgico. Ante aquel rapapolvo a guisa de despedida, Andr-Louis se qued plido, contenien­do a medias su dolor, pero con el corazn en un puo. Vio al pobre Bnoit, alzando sus brazos temblorosos en un amago de reproche a su amo. Y entonces se oy otra voz, fresca, cantar­na, pero tambin algo indignada:

-To! -y luego exclam-: Andr! -Era una voz calurosa, que denotaba alegra, aunque mezclada con un timbre de sor­presa.

Los tres hombres se volvieron para ver a Aline entrando por una de las grandes puertas ventanas del jardn. Llevaba una de esas cofias de lechera que eran el ltimo grito de la moda, aunque sin la escarapela tricolor que generalmente sola ador­nar ese tocado. Andr-Louis sonri al verla. A su mente acu­di el recuerdo de su ltimo encuentro con ella. Se vio en las calles de Nantes, ardiendo de indignacin mientras la carroza de Aline se alejaba por la avenida de Gigan.

Ahora ella vena hacia l con las manos tendidas, con las me­jillas ligeramente ruborizadas y una sonrisa de bienvenida. l hizo una profunda reverencia y bes su mano en silencio.

Entonces, con una mirada y un gesto, Aline le indic a Bnoit que poda retirarse, y con voz imperiosa se convirti en abogada de Andr ante la spera despedida que haba escu­chado al asomarse a la ventana que daba al jardn.

-Querido to -dijo dejando a Andr-Louis y acercndose al seor de Kercadiou-, me asombra vuestra actitud. Cmo permits que un mal humor pasajero sea superior a todo el ca­rio que sents por Andr?

-Yo no le tengo ningn cario. Eso era antes. l quiso pres­cindir de mi cario. Que se vaya al diablo! Y no permitir que te inmiscuyas en este asunto.

-Pero si l mismo ha confesado que ha hecho mal...

-l no confiesa absolutamente nada. Viene aqu a discutir conmigo sobre esos infernales Derechos del Hombre. Lejos de arrepentirse, se enorgullece de haber sido, como aseguran to­dos los bretones, el canalla que se ocult bajo el seudnimo de Omnes Omnibus. Puedo perdonarle eso?

Ella se volvi a Andr-Louis:

-Es eso verdad? No te arrepientes, Andr, ni siquiera aho­ra que puedes ver todo el dao que nos han hecho?

Era una clara invitacin, una splica para que se arrepintie­ra e hiciera las paces con su padrino. Por un momento, casi se conmovi. Pero luego, considerando que era un subterfugio indigno, contest con el dolor vibrando en su voz:

-Confesar arrepentimiento sera como confesar un crimen monstruoso. No os dais cuenta? Oh, seor, un poco de pa­ciencia, por favor, y os lo explicar todo! Decs que soy en par­te al menos responsable de cuanto os ha sucedido. Mis exhor­taciones al pueblo, primero en Rennes y luego en Nantes, decs que influyeron en lo que luego all tuvo lugar. Es posible. No puedo negarlo categricamente. Despus vino la revolucin y el derramamiento de sangre. Y puede que an no haya ocu­rrido lo peor. Pero arrepentirse significa reconocer que se ha obrado mal. Cmo voy a admitir que he obrado mal y cargar sobre mi conciencia con toda esa sangre derramada? Voy a hablaros con el corazn en la mano, para que veis cuan lejos es­toy del arrepentimiento. Lo que hice, lo hice contra mis con­vicciones de aquella poca. Como no haba justicia en Francia para castigar al asesino de Philippe de Vilmorin, no me qued ms remedio que seguir mi propio camino para conseguir ese propsito. Entonces descubr que yo estaba en un error, y que Philippe de Vilmorin y los que pensaban como l tenan ra­zn. Cuando en un gobierno no hay justicia, la emancipacin del hombre es imposible. Pero yo pensaba que fuera cual fue­ra la clase que llegara al gobierno, abusara del poder. Despus comprend que la nica garanta contra el abuso del poder es que el gobierno est en manos del pueblo. Si no hubiera com­prendido esto, cul sera ahora mi situacin? Me remordera la conciencia pensando incesantemente que, por una insensa­ta tentativa de venganza, haba perpetrado un mal mucho ms atroz que el que trataba de vengar. As pues, debis compren­der que no tengo nada de qu arrepentirme, sino ms bien al contrario, pues cuando a Francia le sea otorgado el inestima­ble beneficio de una Constitucin, como pronto suceder, po­dr enorgullecerme del papel que he desempeado para que eso sea posible.

Hizo una pausa. El rostro del seor de Kercadiou estaba al rojo vivo.

-Has terminado ya? -pregunt speramente.

-Si me habis comprendido, s.

-Oh, s! Te he comprendido... y te repito que te vayas.

Andr-Louis se encogi de hombros y agach la cabeza. Despus del anhelo y la alegra que le haba impulsado a acu­dir all, lo despedan con cajas destempladas. Mir a Aline. Su rostro estaba plido y turbado. Esta vez no se le ocurra nada para ayudarlo. En su excesiva honestidad, Andr-Louis haba quemado todas sus naves.

-Muy bien, seor. Quiero que recordis, cuando me haya ido, que no he venido en busca de ayuda ni obligado por la ne­cesidad. Como ya dije, no soy el hijo prdigo. Nada necesito, nada pido, soy dueo de mi destino, y slo vine estimulado por el cario y la gratitud que continuar profesndoos.

-Oh, s! -exclam Aline volvindose a su to. Al fin encon­traba un argumento a favor de Andr, o al menos eso pensa­ba-. sa es la pura verdad. Seguro que...

Exasperado, su to le orden que se callara.

-Quizs a partir de ahora -prosigui Andr-Louis- lo que os he dicho sirva para que pensis en m ms bondadosa­mente.

-A partir de ahora no tendr ocasin de pensar en ti. Te re­pito que te marches.

Andr-Louis mir un instante a Aline, como si an vacilara.

Ella le contest mirando a su furioso to, encogindose leve­mente de hombros y frunciendo el ceo, profundamente de­salentada. Era como si dijera: Ya ves el humor que tiene. No hay nada que hacer.

Con la gracia que la prctica de la esgrima le haba dado, Andr-Louis salud y sali.

-Oh, esto es cruel, muy cruel! -grit Aline con voz ahoga­da, retorcindose las manos y dirigindose a la puerta ventana por la que antes haba entrado.

-Aline! Adonde vas? -grit su to.

-No sabemos dnde encontrarle...

-Ni falta que hace...

-Puede que nunca volvamos a verle.

-Es lo que fervientemente deseo.

-Uf! -exclam Aline y sali al jardn.

Su to la llam ordenndole que volviera. Pero Aline, que era una chica obediente, se tap los odos para poder desobedecer y corri hacia el camino para alcanzar a Andr-Louis.

Cuando l sala, con el corazn encogido, ella apareci entre los rboles que bordeaban el camino.

-Aline! -exclam l alegremente.

-No quiero que te vayas as. No puedo permitirlo -explic la joven-. Le conozco mejor que t y s que se arrepentir despus. Seguramente querr volver a verte, y entonces no sabre­mos dnde encontrarte.

-Realmente lo crees?

-Estoy segura. Llegaste en mal momento. El pobre est de muy mal humor desde que vino aqu. No est acostumbrado a todo este lujo. Se aburre lejos de su entraable Gavrillac, de sus tierras y de sus caceras, y la verdad es que en el fondo te culpa de todo lo que ha sucedido. Bretaa, como debes saber, se ha vuelto un lugar muy inseguro. Hace unos meses incendiaron el castillo del marqus de La Tour d'Azyr, al igual que otros muchos. De un momento a otro, las pasiones pueden volver a estallar en Gavrillac. Por eso ha tenido que venir aqu, y por eso te culpa a ti y a tus compaeros. Pero pronto cambiar de parecer. Lamentar haberte dejado partir as, pues yo s que te adora, a pesar de todo. A su debido tiempo, se lo har comprender. Y entonces querr saber dnde podemos encon­trarte.

-En el nmero trece de la rue du Hasard. El nmero es acia­go, pero el nombre de la calle trae suerte. As que ambas cosas son fciles de recordar.

-Te acompaar hasta la puerta -dijo la joven. Y juntos ba­jaron lentamente por el largo camino, a la sombra de los r­boles, que atenuaba el sol de junio-. Tienes muy buen aspec­to. Has cambiado mucho desde la ltima vez que te vi, y me alegro de tu prosperidad. -Y entonces, sin darle tiempo a con­testar, cambi bruscamente de tema-. He deseado tanto ver­te durante estos meses, Andr! Eras el nico que poda ayu­darme, el nico que poda decirme la verdad, y me disgustaba que no escribieras dicindome dnde poda encontrarte!

-No me animaste mucho que digamos cuando nos vimos en Nantes por ltima vez.

-Cmo? Todava me guardas rencor?

-Nunca he sido rencoroso. Deberas saberlo -se enorgulle­ci l, pues se preciaba de ser un estoico-. Pero tengo una he­rida en el alma que se restaara con tu retractacin.

-Pues me retracto de lo que dije enseguida, Andr. Y ahora dime...

-Tu retractacin es interesada -sonri Andr-. Es un toma y daca. Muy bien, qu me ibas a preguntar?

-S, Andr, dime... -se call titubeante y prosigui bajando los ojos- Dime la verdad sobre lo que sucedi en el Teatro Feydau.

Aquella alusin le hizo arrugar la frente. Enseguida sospe­ch la idea que la animaba a hacer aquella pregunta, y breve­mente le cont su versin.

Ella le escuch atentamente. Cuando hubo acabado, Aline suspir pensativa.

-Eso fue lo que me contaron -afirm-. Pero aadieron que el seor de La Tour d'Azyr haba ido al teatro con el propsi­to de romper definitivamente con la hija de Binet. Sabes si eso es verdad?

-No lo s, ni veo ninguna razn para que as fuera. La hija de Binet le proporcionaba los favores a los que l y sus iguales estn acostumbrados...

-Haba una razn -le interrumpi Aline-. Y era yo. Yo ha­bl con la seora de Sautron y le dije que no estaba dispuesta a continuar mi relacin con un hombre que me manchaba de esa manera.

La joven hablaba con cierta dificultad y su rostro gradual­mente se arrebolaba.

-Si me hubieras escuchado... -comenz a decir l, pero ella volvi a interrumpirlo.

-El seor de Sautron llev mi mensaje al marqus y despus me dijo que estaba desesperado, arrepentido, dispuesto a pro­bar su sinceridad y su amor por m. Me dijo que el seor de La Tour d'Azyr le haba jurado que nunca ms vera a esa se­orita. Al da siguiente, o decir que haba estado a punto de perder la vida en aquella trifulca. Despus de los juramentos que le hizo al seor de Sautron, despus de decir que rompe­ra para siempre con la hija de Binet, fue directamente al teatro. Yo estaba indignada y declar que nunca volvera a ver al seor de La Tour d'Azyr. Claro que l insisti en darme expli­caciones, diciendo que haba ido al teatro para romper con ella, pero yo nunca le cre.

-Quieres decir que ahora lo crees? -pregunt Andr-Louis-. Por qu?

-No he dicho que ahora lo crea. Pero... pero... tampoco tengo motivos para dejar de creerle. Estando ya en Meudon, el marqus ha venido a verme para jurarme que todo sucedi como l lo cuenta.

-Oh, si el seor marqus de La Tour d'Azyr lo ha jurado...! -empez a decir Andr-Louis sonriendo sarcsticamente.

-Le has odo mentir alguna vez? -le interrumpi ella-. Despus de todo, el seor de La Tour d'Azyr es un hombre de honor, y los hombres de honor no mienten. Puedes probar que alguna vez haya mentido?

-No -admiti Andr-Louis. La ms elemental justicia le ha­ca confesar, al menos, esa virtud de su enemigo-. No le he odo nunca mentir. Es demasiado arrogante para recurrir a la mentira. Pero le he visto hacer otras vilezas.

-Nada es ms vil que la mentira -afirm ella en consonan­cia con los valores que le haban inculcado-. Para los nicos que no hay esperanza es para los mentirosos, primos herma­nos de los ladrones. Slo en la falsedad est la verdadera pr­dida del honor.

-Cualquiera dira que ests defendiendo a ese fauno -dijo Andr-Louis framente.

-Quiero ser justa.

-La justicia te parecer distinta cuando te hayas decidido a ser la marquesa de La Tour d'Azyr -concluy el joven amar­gamente.

-No creo que llegue ese da.

-Pero, a pesar de todo, sigues sin estar segura?

-Hay algo seguro en este mundo?

-S. La necedad.

Ella, o no le oy, o no le hizo caso, y pregunt:

-Acaso puedes decirme que las cosas no ocurrieron como el seor de La Tour d'Azyr me las ha contado? A qu fue aque­lla noche al Teatro Feydau?

-No, no puedo. Es posible que su versin sea correcta. Pero qu importa todo eso?

-S que puede ser importante. Y dime otra cosa: qu fue de esa mujer?

-No lo s.

-No lo sabes? -ella se volvi para mirarle a los ojos-. Y lo dices con esa indiferencia? Yo pensaba que... que la amabas...

-As fue durante poco tiempo. Confieso que me equivoqu. Gracias al marqus de La Tour d'Azyr descubr la verdad. Al­gunas veces esos caballeros resultan tiles. Ayudan a los est­pidos como yo a descubrir la verdad. Tuve suerte de que la re­velacin, en mi caso, precediera al matrimonio. Ahora puedo mirar atrs y ver aquel episodio con ecuanimidad, agradecido por haber escapado a las consecuencias de lo que no era ms que una aberracin de los sentidos. Es algo que frecuente­mente suele confundirse con el amor. El experimento, como puedes ver, fue muy aleccionador.

Ella le mir sorprendida.

-A veces pienso que no tienes corazn, Andr.

-Probablemente se deba a que a veces soy inteligente. Y t, Aline? Tu actitud en la cuestin del marqus de La Tour d'Azyr, acaso demuestra que tienes corazn? Si te dijera lo que en realidad demuestra, acabaramos riendo como la l­tima vez, y Dios sabe que no quiero enojarme contigo... As que lo mejor ser que cambiemos de tema.

-Qu quieres decir?

-De momento, nada, puesto que no ests en peligro de ca­sarte con esa bestia.

-Y si lo estuviera?

-Ah! En ese caso, el cario que te tengo me hara descubrir algn medio para impedirlo, a no ser que...

Y se call.

-A no ser que qu...? -pregunt ella desafiante, irguindose en su pequea estatura, con mirada imperiosa.

-A no ser que tambin pudieras decirme que le amas! -dijo l sencillamente y con entera serenidad. Y luego aadi, sacu­diendo la cabeza-: Pero eso, por supuesto, es imposible.

-Por qu? -pregunt ella ahora en un tono ms amable.

-Porque s cmo eres, Aline. Y s que eres buena, pura y adorable. Y los ngeles no se llevan bien con los demonios. Po­dras llegar a ser su esposa, pero nunca su compaera. Nunca.

Haban llegado a la verja que cerraba el final del camino. A travs de la puerta de hierro, vieron el coche amarillo en que haba llegado Andr-Louis. Muy cerca se oa el chirriar de otras ruedas, el ruido de otros cascos, y apareci otro vehcu­lo que se detuvo ante el sencillo coche de alquiler. Era un mag­nfico carruaje con portezuelas de caoba blasonadas con escu­dos nobiliarios cuyos dorados y azules rutilaban a la luz del sol. Un lacayo se ape para abrir la portezuela. La dama que viajaba en el coche, al ver a Aline, la salud con un gesto afec­tuoso y dio una orden al lacayo.

CAPTULO VI

La seora de Plougastel

Tras abrir la portezuela, el lacayo baj la escaleri­lla y extendi un brazo para ayudar a apearse a su seora. La dama era una mujer de algo ms de cuarenta aos, que debi de haber sido muy bella y que an resultaba de buen ver gracias a ese refinamiento que con la edad aumenta en algunas mujeres. Tanto su vestido como su coche denotaban una elevada alcurnia. -Me despido, pues veo que tienes visita -dijo Andr-Louis.

-Pero si es una antigua conocida tuya! No te acuerdas de la condesa de Plougastel?

l mir a la seora que se acercaba y hacia la cual ya corra Aline. Hubiera debido reconocerla al momento, aunque haca diecisis aos que no la vea. Ahora acuda a su recuerdo la preciosa imagen, un tesoro de su memoria que nunca debi permitir que ulteriores sucesos borraran.

Cuando l tena diez aos, poco antes de que lo enviaran a la escuela de Rennes, aquella dama haba visitado al seor de Kercadiou, que era su primo. Fue cuando l viva en la casa de Rabouillet, y all le presentaron a la seora de Plougastel. La gran dama, en todo el esplendor de su belleza, con su voz tan dulce y con aquella manera de hablar tan refinada -tan culta que pareca hablar una lengua desconocida en Bretaa-, desplegando esa majestuosidad del gran mundo, al principio asust un poco al nio que entonces l era. Pero pronto ella disip gentilmente aquellos temores y, con cierto misterioso encanto, se gan la admiracin del chiquillo. Ahora Andr-Louis recordaba el terror que le sobrecogi cuando le ordena­ron que la abrazara y cmo despus se separ a regaadientes de aquellos brazos suaves y bien contorneados. Recordaba tambin que ella ola como a perfume de lilas, pues nada es ms tenaz que la reminiscencia olfativa.

Durante los tres das que la dama permaneci en Gavrillac, l fue diariamente a su casa, y pas varias horas en su compa­a. Como ella no tena hijos y su instinto maternal era muy fuerte, pronto se encari con aquel nio de ojos precozmen­te inteligentes.

-Dmelo, primo Quintin -record que ella le dijo el ltimo da a su padrino-. Djame llevarlo a Versalles como hijo adop­tivo.

Pero el seor de Kercadiou dijo que no con la cabeza, muy serio y en silencio, y no se habl ms del asunto. Y entonces, cuando se despidi de l -slo ahora lo recordaba- la dama tena lgrimas en los ojos.

-Piensa en m alguna vez, Andr-Louis -fueron sus ltimas palabras.

Ahora tambin evocaba cunto le haba halagado ganarse en tan poco tiempo el afecto de la gran dama. Esta sensacin de regocijo le dur varios meses, hasta que finalmente cay en el olvido.

Pero ahora, al cabo de diecisis aos, lo recordaba todo nti­damente. Cmo no reconoci enseguida a aquella joven de entonces transformada en una dama madura, mundana, con ese aire digno y sosegado de los que se saben dueos de s mis­mos? Andr-Louis no dejaba de reprochrselo en silencio.

Aline la abraz cariosamente, y luego, contestando a la in­terrogadora mirada que la dama dirigi a su acompaante, le explic:

-Es Andr-Louis. No os acordis de l, seora?

La dama se qued en vilo, casi sin aliento. Y entonces aque­lla voz que Andr-Louis recordaba tan musical, ahora ms profunda, repiti su nombre:

-Andr-Louis!

Por el tono de su voz, Andr-Louis intuy que tal vez su nom­bre despertaba en la condesa recuerdos asociados con la juven­tud perdida. La dama se detuvo a observarlo durante largo rato con los ojos muy abiertos, mientras l se inclinaba ante ella.

-Por supuesto que me acuerdo de l -dijo acercndose y tendindole la mano que l bes sumisa e instintivamente-. Cmo ha podido crecer tanto? -se asombr contemplndole atentamente. -Y Andr-Louis se sonroj al or la satisfaccin que delataba la voz de la seora. Ahora le pareca que sbita­mente remontaba aquellos diecisis aos transcurridos, para volver a ser el chiquillo bretn de entonces. La dama se volvi a Aline-: Supongo que el seor de Kercadiou estar encanta­do de haberle vuelto a ver, verdad?

-Tan encantado, seora, que enseguida me ha puesto de pa­titas en la calle -dijo Andr-Louis.

-Ah! -exclam la dama frunciendo las cejas y sin dejar de mirarlo con sus ojos negros-. Tenemos que arreglar eso, Aline. Debe de estar muy enfadado con vos. Pero sos no son modos. Yo defender vuestra causa, Andr-Louis. Soy una buena abogada.

l le dio las gracias y se despidi:

-Muy agradecido, dejo mi causa en vuestras manos. Y os presento mis respetos, seora.

Y as, a pesar de la mala acogida de su padrino, Andr-Louis tarareaba una cancin mientras el coche amarillo lo llevaba de vuelta a su casa en Pars. Aquel encuentro con la seora de Plougastel le haba animado, y su promesa de defender su cau­sa junto con Aline le daba la seguridad de que todo acabara bien.

Esa confianza se confirm cuando el siguiente jueves, a me­dioda, el seor de Kercadiou apareci en la academia de es­grima. Gilles, el paje, le anunci la visita, y Andr-Louis, inte­rrumpiendo enseguida la leccin que estaba impartiendo, se quit la careta y ech a correr -con su chaleco de gamuza abotonado hasta el cuello y el florete bajo el brazo- hasta el modesto saln de la planta baja donde le esperaba su padrino. El seor de Gavrillac se levant para recibirle como si estuvie­ra retndolo.

-Me han convencido de que debo perdonarte -anunci hu­rao, como dando a entender que haba aceptado slo para que no le importunaran ms.

Andr-Louis no se dej engaar. Saba que no era ms que una pose adoptada por su padrino para quedar en posicin ai­rosa.

-Benditas sean las personas que os convencieron. Soy tan fe­liz que me vuelve el alma al cuerpo, padrino.

Tom la mano que el seor de Gavrillac le ofreca, y la bes, cediendo al impulso de la costumbre de sus das infantiles. Era un acto de total sumisin, que restableca entre ellos el lazo de protegido y protector, con todos los mutuos deberes y derechos que eso implicaba. Ms que las palabras, aquel gesto simbolizaba la paz con aquel hombre que tanto lo quera. El rostro del seor de Kercadiou se puso ms rojizo que de costumbre. Sus labios temblaron cuando, con la voz ronca de emocin, murmur:

-Hijo querido! -y entonces se anim, irguiendo su gran ca­beza y frunciendo el ceo. Su voz se haba aclarado-. Supon­go que admitirs que te has portado terriblemente... terrible­mente... e ingratamente.

-Eso depende del punto de vista, no? -dijo Andr-Louis con su tono de voz ms amable y conciliador.

-Depende de los hechos y no de los puntos de vista. Y ya que me han convencido para que olvide lo pasado, confo en que, de hoy en adelante, tendrs intencin de enmendarte.

-Tengo la intencin de... de no participar en cuestiones po­lticas -asinti Andr-Louis, pues esto era lo ms que poda decir sin faltar a la verdad.

-Algo es algo.

El padrino cedi al ver que por lo menos haca una conce­sin a su justo resentimiento.

-No queris sentaros, padrino?

-No, no. Vengo a buscarte para que me acompaes a hacer una visita. Mi perdn se lo debes a la seora de Plougastel. Quiero que vengas conmigo a darle las gracias.

-Es que tengo aqu compromisos... -empez a decir Andr-Louis, pero cambi de idea-: No importa! Arreglar el asunto. Es slo un momento...

Y cuando se dispona a volver a la academia, su padrino se fij en el florete que llevaba bajo el brazo y le pregunt:

-Qu compromisos? Por casualidad eres profesor de esgri­ma?

-Profesor y dueo de esta academia, que era del difunto Bertrand des Amis, la ms floreciente que hay actualmente en todo Pars.

Su padrino qued estupefacto.

-Eres dueo de todo esto?

-S, hered la academia cuando muri Bertrand des Amis.

Dejando que su padrino siguiera pensando en aquella nove­dad, Andr-Louis subi a arreglar el asunto con sus ayudantes y a vestirse.

-De modo que por eso ahora cies espada? -dijo el seor de Kercadiou ms tarde, cuando suba al coche con su ahijado.

-Por eso, y porque en los tiempos que corren todos tenemos que ir armados.

-Y cmo se explica que un hombre que vive de una pro­fesin honrada, vinculada sobre todo a la nobleza, pueda al mismo tiempo mezclarse con esos picapleitos, filsofos y pan­fletistas, que esparcen por doquier la difamacin y la rebelda?

-Olvidis que tambin soy picapleitos, y que lo soy por de­seo vuestro, caballero.

El seor de Kercadiou refunfu, tom un poco de rap, y le pregunt:

-Dices que la academia es floreciente?

-As es. He tenido que tomar dos ayudantes. Y ya necesito un tercero. Tenemos mucho trabajo.

-Eso significa que ests en una posicin holgada.

-No me puedo quejar. Gano ms de lo que necesito.

-Entonces podrs contribuir a pagar la Deuda Nacional -gru el noble, contento de que el mal que Andr-Louis ha­ba fomentado recayera sobre l mismo.

Y entonces la conversacin se desvi hacia la seora de Plougastel. Aunque no adivinaba la razn, Andr-Louis pudo darse cuenta de que al seor de Kercadiou no le gustaba hacer aquella visita. Pero la seora condesa era una mujer muy tes­taruda a la que no se poda negar nada, y a la que todo el mundo obedeca. El seor de Plougastel estaba ausente, en Alemania, pero regresara pronto. Era una indiscrecin de su padrino, pues esa informacin permita inferir fcilmente que el seor de Plougastel era uno de los intrigantes emisarios que iban y venan entre la reina de Francia y su hermano, el em­perador de Austria.

El carruaje se detuvo ante una hermosa residencia del Fau­bourg St. Denis que haca esquina con la rue Paradis. Un sir­viente condujo a los visitantes a un saln donde relumbraban los dorados y los brocados, con vista a una terraza que daba a un jardn que era ms bien un parque en miniatura. All les es­peraba la condesa. Se levant, despidi a una joven que sola leerle, y avanzando con las manos tendidas fue a saludar a su primo Kercadiou.

-Casi tema que no cumplirais vuestra palabra -dijo-. Pero fui injusta, pues veo que habis logrado traerle -y su mirada risuea le dio la bienvenida a Andr-Louis.

El joven respondi con una galantera:

-Vuestro recuerdo, seora, est tan grabado en mi corazn que no era preciso convencerme para que viniera.

-Ah, pero si es todo un perfecto cortesano! -exclam la condesa, tendindole la mano-. Tenemos que hablar un poco, Andr-Louis -aadi con una gravedad que le inquiet vaga­mente.

Se sentaron y durante un rato la conversacin gir en torno a temas generales, como el trabajo que desempeaba Andr-Louis y otras cosas por el estilo. Mientras tanto, ella no dejaba de examinarlo atentamente con ojos vidos, hasta que Andr-Louis se sinti de nuevo asaltado por la inquietud. Intuitiva­mente supo que aqulla no era una simple visita de cortesa, que le haban llevado all por algo mucho menos sencillo.

Al fin, como si estuviera planeado de antemano, el seor de Gavrillac, que era la persona menos indicada para cubrir las apariencias, se levant y con el pretexto de ir a ver el jardn sa­li a la terraza, sobre cuya balaustrada de mrmol se derra­maban los geranios. Despus desapareci entre el follaje.

-Ahora podemos hablar con ms intimidad -dijo la conde­sa-. Sentaos aqu, a mi lado -dijo mostrndole la mitad deso­cupada del sof. Aunque no las tena todas consigo, Andr-Louis obedeci.

-Como sabis -dijo gentilmente, colocando una mano sobre el brazo de su invitado-, os habis portado mal y el resen­timiento de vuestro padrino era fundado.

-Si yo supiera eso, seora, sera el ms desgraciado, el ms angustiado de los hombres.

Y a continuacin argument lo mismo que el domingo an­terior en casa de su padrino.

-Lo que hice se debi a que era el nico medio que tena a mano, en un pas donde la justicia estaba atada de pies y de manos por los privilegiados, para declararle la guerra al cana­lla que asesin a mi mejor amigo. Fue un asesinato brutal e in­justificado, que ningn juez quiso castigar. Y por si fuera poco, y perdonadme si os hablo con entera franqueza, ese mis­mo asesino sedujo despus a la mujer con la que pensaba ca­sarme.

-Oh, Dios mo! -exclam ella.

-Perdonadme. S que es horrible. Pero as comprenderis tal vez lo que sufr, y cmo me vi obligado a hacer lo que hice. El ltimo asunto del que me culpan, el motn en el Teatro Feydau, que despus se extendi a toda la ciudad, lo provoqu por esa razn.

-Y quin era ella?

Como todas las mujeres, pens Andr-Louis, la condesa slo se fijaba en lo que no era esencial.

-Oh! Era una actriz, una pobre ignorante que ahora no la­mento haber perdido. Binet era su apellido. En aquel enton­ces, yo tambin actuaba en la compaa de la legua de su pa­dre. Porque despus del asunto de Rennes, tuve que ocultarme detrs de una mscara, ya que la justicia imperante en Francia me persegua para llevarme a la horca.

-Pobre muchacho! -dijo ella tiernamente-. Slo el corazn de una mujer puede comprender lo que habis sufrido. Por eso es ms fcil perdonaros. Pero ahora...

-Ah, pero veo que no me comprendis del todo, seora. Si yo creyera que slo fueron motivos personales los que me hi­cieron participar en la santa causa de la abolicin de los privilegios, me suicidara. Mi verdadera justificacin radica en la fal­ta de sinceridad de aquellos que quisieron convertir la Asam­blea General en un fraude para engaar a la nacin.

-Y no es prudente la insinceridad en esos asuntos?

l la mir asombrado.

-Acaso puede ser prudente la hipocresa?

-Oh, s! Puede serlo. Creedme, tengo ms aos y experien­cia que vos.

-Yo dira, seora, que no puede ser prudente nada que com­plique la existencia, y nada la complica tanto como la falta de sinceridad.

-Pero seguramente, Andr-Louis, no estaris tan pervertido como para no ver que todos los pases necesitan una clase go­bernante.

-Por supuesto. Pero no necesariamente por derecho heredi­tario.

-Y de qu otra forma sera posible?

-El hombre -sentenci epigramticamente Andr-Louis-es hijo de sus propias obras. Esa herencia es mucho ms im­portante que la prosapia. Un pas donde esa herencia predo­mine ser muy superior.

-Pero ... entonces no le otorgis ninguna importancia a la cuna donde se nace?

-Ninguna, seora. De otro modo, tendra que avergonzar­me de la ma.

La dama se ruboriz, y Andr-Louis crey haberla ofendido con su indelicadeza. Pero, en lugar del reproche que esperaba, ella le pregunt:

-Y no os avergenza? Nunca, Andr?

-Nunca, seora. Estoy contento.

-No habis echado nunca en falta el cuidado de vuestros padres?

l se ech a rer, sin tomar en serio aquella caritativa pre­gunta que juzg tan superflua.

-Al contrario, seora. Tiemblo al pensar lo que hubieran podido hacer de m, y estoy muy orgulloso de haberme hecho a m mismo.

Ella le mir un momento con tristeza, y luego sonri mo­viendo graciosamente la cabeza.

-Desde luego, orgullo no os falta. Sin embargo, deberais ver las cosas desde otro ngulo. ste es un momento de grandes oportunidades para un joven con talento y energa. Yo puedo ayudaros. Quiz podra ayudaros a llegar muy lejos si me per­mitierais hacerlo a mi manera.

S, pens Andr-Louis, le ayudara envindole tambin a Austria con mensajes traidores de la reina, como al seor de Plougastel. Eso sin duda le llevara muy lejos. Pero contest diplomticamente:

-Os lo agradezco, seora. Pero comprenderis que no pue­do servir a ninguna causa que se oponga a mis ideales.

-Os dejis llevar por prejuicios, Andr-Louis; por agravios personales. Vais a permitir que se interpongan en vuestro ca­mino?

-Si lo que yo llamo ideales son realmente prejuicios, sera honesto oponerme a ellos aun cuando son lo que pienso?

-Y si yo pudiera convenceros de que estis equivocado? Yo podra encontraros un empleo digno de vuestro talento. En el servicio del rey prosperarais rpidamente. Queris pensarlo detenidamente y volvemos a hablar del tema en otra ocasin?

Pero Andr-Louis contest con fra cortesa:

-Me temo que es intil, seora. Me halaga vuestro inters y os lo agradezco. Pero es una desgracia que yo sea tan cabeciduro.

-Y ahora, quin es el que peca de hipcrita? -pregunt ella.

-Ah, seora, como veris, es la falta de sinceridad la que nos lleva a conclusiones errneas.

Y entonces apareci el seor de Kercadiou, un poco nervio­so, diciendo que tena que regresar a Meudon, y que se lleva­ra a su ahijado para dejarlo en su casa.

-Quiero que vengis otra vez, Quintn -dijo la condesa al despedirse de los dos.

-Volveremos cualquier da de stos -contest vagamente el seor de Gavrillac mientras empujaba a su ahijado para que entrara en el carruaje. Una vez dentro del vehculo, le pregun­t de qu haba hablado con la condesa.

-Es muy amable, y muy cariosa -dijo Andr-Louis pen­sativo.

-Maldita sea! No te he preguntado tu opinin sobre ella, sino qu te ha dicho...

-Trat de sacarme de mi errneo camino. Habl de las grandes cosas que yo podra hacer, brindndome su generosa ayuda, si es que me decida a sentar la cabeza. Pero como no existen los milagros, no le di muchas esperanzas.

-Ya veo. Te dijo algo ms?

La pregunta era tan apremiante, que Andr-Louis se volvi para mirarle.

-Qu ms esperabais que me dijera, padrino?

-Oh, nada!

-Entonces, la visita ha resultado tan buena como espe­rabais?

-Eh? Diablos! Por qu no hablas claro, de modo que cual­quiera te entienda sin tener que pensar tanto?

Durante el resto del trayecto hasta la rue du Hasard, el seor de Kercadiou permaneci cabizbajo y pensativo. O al menos eso le pareci a Andr-Louis. Al final, su silenciosa meditacin se torn pesimista, a juzgar por su expresin.

-No dejes de venir a vernos a Meudon -le dijo a Andr-Louis al despedirse-. Pero, por favor, a partir de ahora, si quie­res conservar mi amistad, no debes meterte en poltica revo­lucionaria.

CAPTULO VII

Los polticos

Una maana de agosto Le Chapelier lleg a la academia de esgrima acompaado por un hom­bre cuya herclea estatura y desagradable rostro le resultaron familiares a Andr-Louis. Tendra unos treinta aos, y unos ojos muy pequeos hundidos en una cara enorme.

Sus pmulos eran prominentes, su nariz es­taba torcida como si le hubieran dado un puetazo, y su boca casi no tena forma debido a una cicatriz, pues un toro le ha­ba corneado la cara cuando era nio.

Y por si fuera poco, para hacer ms horrible su apariencia, las mejillas estaban marca­das por la viruela. Vesta chabacanamente una casaca escarlata que casi le llegaba a los tobillos y calzaba unas botas salpica­das de barro.

Su camisa, algo empercudida, estaba desabro­chada en el pecho, donde caa una tirilla siempre deshecha, lo cual permita ver un cuello tan musculoso como sus hombros. En su mano izquierda balanceaba sin cesar un bastn, que era casi una cachiporra, y en el sombrero cnico llevaba una es­carapela. Ergua la cabeza, como en constante desafo, y su aire era truculento, imponente.

Le Chapelier, tambin con expresin grave, se lo present a Andr-Louis:

-ste es Danton, de quien ya habrs odo hablar. Es un co­lega, tambin abogado, fundador y presidente del Club de los Cordeliers.

Por supuesto que Andr-Louis haba odo hablar de aquel hombre.

Quin no lo conoca aunque fuera de odas?

Ahora recordaba dnde le haba visto. Era aquel hombre que se haba negado a quitarse el sombrero en la Comedia Francesa la no­che de la tormentosa representacin de la tragedia Charles IX.

Mientras le contemplaba, Andr-Louis se pregunt por qu casi todos los jefes de la revolucin tenan la viruela.

Mirabeau, el periodista Desmoulins, el filntropo Marat, Robes­pierre, el abogadillo de Arras, aquel colosal Danton y otros que Andr-Louis recordaba, mostraban en su rostro las cica­trices de la viruela. Casi estaba por pensar que haba alguna relacin entre ambas cosas.

Produciran las viruelas ciertos resultados morales que conducan a la Revolucin?

El vozarrn de Danton rompi el hilo de sus especulaciones.

-Este*** Chapelier, me ha hablado de ti. Dice que eres un patriota***1.

Ms que por el tono, Andr-Louis se sobresalt por las irre­petibles obscenidades que el gigante prodigaba ante un extra­o. Se ech a rer. No poda hacer otra cosa.

-Si te ha dicho eso, slo ha dicho la verdad. Soy un patrio­ta. El resto, mi modestia me obliga a ignorarlo.

-Segn parece, tambin eres un bromista -vocifer el otro, rindose con tanta estridencia que los cristales de las ventanas temblaron-. No te ofendas por lo que digo. As soy yo.

-Qu pena! -dijo Andr-Louis.

Esta frase desconcert a Danton.

-Eh? Qu significa esto, Chapelier? De qu se las da tu amigo?

El acicalado bretn, que al lado de su acompaante pareca un petimetre, aunque comparta con Danton cierta brutalidad en sus modales, se encogi de hombros.

-Es que simplemente no le gustan tus maneras, lo cual no me sorprende, pues tu educacin es execrable.

-Bah! Todos ustedes los *** bretones son iguales. Hablemos de lo que nos ha trado aqu. No sabes lo que ocurri ayer en la Asamblea? No? Dios mo! En qu mundo vives? No sa­bes tampoco que el otro da ese canalla que se autodenomina rey de Francia permiti pasar por nuestro territorio a las tro­pas austriacas que van a aplastar a los que en Blgica luchan por la libertad? Cmo rayos no sabes nada de esto?

-S -dijo Andr-Louis framente, disimulando su indigna­cin ante los aspavientos de su interlocutor-. He odo decir algo.

-Ah! Y qu piensas?

Con los brazos en jarras, el coloso miraba desde arriba a Andr-Louis, quien se volvi a Le Chapelier, y dijo:

-No entiendo nada. Has trado aqu a este caballero para que examine mi conciencia?

-Maldita sea! Es ms arisco que un puercoespn! -protes­t Danton.

-No, no -dijo Le Chapelier con tono conciliador-. Es que necesitamos tu ayuda, Andr-Louis. Danton piensa que t eres el hombre que necesitamos. Ahora escucha...

-Eso es. Habla t con l -agreg Danton-, Ambos hablan el mismo remilgado francs de***. Seguramente que se enten­dern.

Le Chapelier prosigui sin hacer caso de la interrupcin:

-La violacin que ha cometido el rey, quebrantando los ms elementales derechos de un pas que est elaborando una Constitucin que le har libre, ha destruido las pocas ilusiones que nos quedaban. Algunos han llegado a decir que el rey es el peor enemigo de Francia. Pero esto, por supuesto, es exagerado.

-Quin dice eso? -grit Danton echando horribles maldi­ciones para expresar su discrepancia. Le Chapelier le hizo sea para que se callara, y continu:

-De todas maneras, ese hecho ha sido la gota que colma el vaso, pues sumado a todo lo dems, ha conseguido alterar la Asamblea. La guerra se ha declarado otra vez entre el Tercer Estado y los privilegiados...

-Acaso hubo paz alguna vez?

-Quiz no. Pero ahora todo presenta un nuevo cariz. No has odo hablar del duelo entre Lameth y el duque de Castries?

-Es un asunto sin importancia.

-En sus resultados, s. Pero pudo haber sido peor. En todas las sesiones se insulta y se desafa a Mirabeau. Pero l no se deja provocar y sigue su camino con sangre fra. Otros no son tan circunspectos; a cada insulto responden con otro insulto, golpe por golpe, y todos los das corre la sangre en duelos per­sonales. Los espadachines de la nobleza han reducido el asun­to a eso.

Andr-Louis movi la cabeza en un gesto afirmativo. Estaba pensando en Philippe de Vilmorin.

-S -dijo-, es un viejo ardid. Y es tan sencillo y directo como ellos mismos. Lo que me asombra es que no hayan em­pleado antes ese recurso. En los primeros das de la Asamblea General, en Versalles, poda haberles resultado muy eficaz. Ahora me parece que es un poco tarde.

-Maldita sea, por eso mismo quieren recuperar el tiempo perdido! -estall Danton-. Aqu y all se multiplican los desa­fos entre esos matones, que son espadachines profesionales, y los pobres diablos togados que slo saben esgrimir la pluma. Son verdaderos*** asesinatos. Pero si yo empezara a romper­les las cabezas a los nobles con mi bastn y a retorcerles el pes­cuezo con mis manos, la ley me condenara a la horca. Y eso en un pas que se esfuerza por conquistar su libertad! *** Dios! Ni siquiera me dejan ponerme el sombrero en el teatro. Pero ellos*** esos***.

-Tienes razn -dijo Le Chapelier-. La situacin es insopor­table. Hace dos das, el seor de Ambly amenaz a Mirabeau con su bastn en presencia de toda la Asamblea. Ayer el seor de Faussigny se levant para arengar a los suyos invitndoles a matar. Por qu no matis a esos granujas con vuestras es­padas? Eso grit delante de todos.

-Eso es mucho ms sencillo que hacer leyes -dijo Andr-Louis.

-Lagron, el diputado por Ancenis, en el distrito del Loira, le contest algo que no omos. Al salir del saln del Mange, uno de esos matones diestros en la espada le insult groseramente. Lagron se limit a dar un codazo y seguir de largo; pero aquel tipejo grit que le haba golpeado, y le desafi. Esta maana se batieron en los Champs Elyses, y, por supuesto, Lagron mu­ri con el estmago atravesado por un hombre que esgrima como un maestro, mientras que el pobre Lagron ni siquiera llevaba espada. Tuvieron que prestarle una.

Andr-Louis segua pensando en Philippe de Vilmorin, cuyo caso vea ahora repetido hasta en los ms mnimos detalles, y sinti que le herva la sangre en las venas. Apret los puos y las mandbulas. Los ojillos de Danton lo escudriaban.

-Y bien? Qu piensas de todo eso? Nobleza obliga, eh? Si ellos se sienten obligados a honrar su nombre, nosotros tambin estamos obligados a*** a esos***. Debemos pagarles con la misma moneda; luchar con sus mismas armas, aniqui­larlos y mandarlos al mismsimo infierno.

-S, pero cmo?

-Cmo? Maldita sea! No lo he dicho ya?

-Por eso necesitamos tu ayuda -agreg Le Chapelier-. En­tre tus mejores discpulos debe de haber hombres de senti­mientos patriticos. La idea de Danton es que un grupo de ellos, digamos unos seis contigo a la cabeza, podran escar­mentar a esos matones.

Andr-Louis frunci el ceo.

-Y cmo piensa el seor Danton que eso podra hacerse?

El aludido contest con vehemencia:

-Muy sencillo. Os dejamos apostados en el saln del Mange a la hora en que se suspende la sesin de la Asamblea. Os decimos quines son los seis flebotomianos que nos estn de­sangrando, y dejamos que les insultis, antes de que ellos ten­gan tiempo de insultar a nuestros representantes. Y maana por la maana, esos seis***sangradores sern a su vez desan­grados secundum artem. Esto asustar a los otros. Y si fuera necesario, la dosis podra repetirse para asegurar la curacin. Cuantos ms de esos*** matis, mejor.

Se call y su cetrino semblante enrojeci entusiasmado con la idea. Andr-Louis le contemplaba, con expresin inescru­table.

-Y bien, qu dices?

-Que es muy ingeniosa la idea -dijo Andr-Louis, volvin­dose a mirar por la ventana.

-Y eso es todo?

-No digo todo lo que pienso porque, probablemente no me vais a comprender. Al menos t, Danton, tienes la excusa de que no me conoces; pero t, Isaac, cmo se te ocurre traer aqu a este caballero con semejante proposicin?

Le Chapelier pareca confuso.

-Confieso que vacil -se disculp-. Pero Danton no quiso orme cuando le expliqu que esto no sera de tu agrado.

-No quise creerte -rugi Danton manotendole casi en la cara a Le Chapelier-, porque me dijiste que este hombre era un patriota. El patriotismo no conoce escrpulos. Y t le lla­mas patriota a este melindroso profesor de minu?

-Te convertiras t en asesino por patriotismo?

-Por supuesto. No he dicho ya que contento ira con mi porra y los aplastara como si fueran *** cucarachas?

-Y entonces, por qu no lo haces?

-Por qu? Tambin lo dije antes. Porque me ahorcaran.

-Y qu importa que te ahorquen si es en nombre de la pa­tria? Por qu, como un nuevo Curcio, no saltas al vaco, si es­ts tan seguro de que tu pas se beneficiara con tu muerte?

Danton contest exasperado:

-Porque mi pas se beneficia mucho ms si estoy vivo.

-Pues yo tambin participo de esa vanidad, seor mo.

-T? Qu peligro habra para ti? Eres un experto, lucha­ras en un ***duelo igual que ellos.

-No se te ha ocurrido pensar que la Ley juzgara impla­cablemente a un profesor de esgrima que mate a su adversa­rio, sobre todo si ha sido ese profesor quien ha provocado el duelo?

-Diablos! -grit Danton con un gesto de desprecio-. Aho­ra resulta que tienes miedo.

-Si te gusta pensar eso, puedes hacerlo. Tengo miedo de ha­cer astuta y traidoramente lo que un apasionado patriota como t tiene miedo de hacer franca y abiertamente. Tengo tambin otras razones. Pero con sta basta.

Danton se qued boquiabierto, y acto seguido empez a despotricar echando sapos y culebras por la boca.

-Maldita sea! Tienes razn -admiti para sorpresa de Andr-Louis- Tienes razn y yo estoy equivocado. Soy tan co­barde y tan mal patriota como t.

Entonces invoc a todos los prceres del Panten como tes­tigos de su autocrtica. Y agreg:

-Slo que, ya ves, yo soy alguien importante, y si me cogen y me ahorcan... No! Tenemos que encontrar otra forma de hacerlo. Perdona las molestias. Adis.

Y tendi su manaza a Andr-Louis. Le Chapelier permane­ca vacilante, alicado.

-Andr, lamento mucho lo ocurrido...

-No hace falta que digas nada, por favor. Vuelve pronto por aqu. Me gustara que te quedaras un rato ms, pero ya casi son las nueve y mi primer discpulo est al llegar.

-Yo tampoco permitira que se quedara -dijo Danton mien­tras arrastraba a Le Chapelier hasta la puerta-. Tenemos que encontrar el modo de suprimir al seor de La Tour d'Azyr y a sus amigos.

-A quin?

La pregunta son como un pistoletazo en los odos de Dan­ton, haciendo que se detuviera en seco. Dio media vuelta, y Le Chapelier tambin.

-He dicho que hay que suprimir al seor de La Tour d'Azyr.

-Ese caballero tiene algo que ver con la proposicin que me acaban de hacer?

-Claro que tiene que ver! l es el jefe de los matones.

Y Le Chapelier aadi:

-l fue quien mat a Lagron.

-No ser amigo tuyo, verdad? -pregunt Danton.

-Y es a La Tour d'Azyr a quien tengo que matar? -pregunt Andr-Louis lentamente, como sumido en sus pensamientos.

-En efecto -dijo Danton-. Y no es trabajo para un apren­diz, de eso puedes estar seguro.

-Ah, bueno, eso es harina de otro costal! -dijo Andr-Louis pensando en voz alta-. Eso es una gran tentacin para m.

-Entonces***? -exclam el hombretn dando un paso ha­cia Andr-Louis.

-Espera un momento -dijo Andr-Louis levantando una mano; y entonces, cabizbajo, pase por la habitacin, como si estuviera ausente, extraviado en sus meditaciones. Le Chape­lier y Danton se miraron, luego le miraron a l y esperaron a que lo pensara.

Andr-Louis estaba admirado. Cmo no se le haba ocurrido antes aquella idea para saldar la cuenta pendiente con el seor de La Tour d'Azyr? Para qu haba adquirido tanta destreza en la esgrima si no la usaba para vengar a Vilmorin y para sal­var a Aline de su propia ambicin? Qu fcil sera insultar gravemente al seor de La Tour d'Azyr y concluir el asunto! Eso sera un asesinato, casi tan artero como el que cometi el marqus con Philippe de Vilmorin, pues ahora las posiciones se haban invertido, y era Andr-Louis quien mejor dominaba la esgrima. Era un obstculo moral del que Andr-Louis po­da desentenderse. Pero quedaba an el obstculo legal que l le haba expuesto a Danton. Las leyes seguan existiendo en Francia, las mismas leyes que le impidieron actuar legalmente contra el marqus, pero que en aquel caso caeran sobre l con todo su peso. Y entonces, sbitamente, como en una inspira­cin, Andr-Louis vio el camino. Un camino que probable­mente hara recaer la justicia sobre el seor de La Tour d'Azyr, que hara que fuera l mismo quien, con su insolencia, con su confianza en s mismo, se arrojara sobre la espada de Andr-Louis.

Se volvi a los polticos y le notaron muy plido. Sus ojos obscuros brillaban de un modo enigmtico.

-Probablemente resulte un poco difcil encontrar alguien que sustituya a ese pobre Lagron -dijo-. Nuestros paisanos no tendrn muchas ganas de morir atravesados por las espadas de los privilegiados.

-Es bastante cierto -dijo Le Chapelier, sombro, y entonces, como si de pronto le hubiera ledo el pensamiento a Andr-Louis, grit-: Andr-Louis! Quieres ser su suplente?

-Eso mismo estaba pensando. Eso legitimara mi presencia en la Asamblea. Si el seor de La Tour d'Azyr decide provo­carme, su sangre caer sobre su propia cabeza. No ser yo quien lo impida -sonri de un modo extrao-. Yo no soy ms que un pcaro que busca la manera de ser honrado. De hecho, sigo siendo Scaramouche; un hijo de la sofistera. Creis que Ancenis me querr como su representante?

-Tener a Omnes Omnibus como representante? -exclam Le Chapelier alborozado-. Para Ancenis eso ser el mayor orgullo. No es lo mismo que representar a Nantes o a Rennes, como an­tes te propuse. Pero de todas maneras sers la voz de Bretaa.

-Tendr que ir a Ancenis?

-Eso no ser necesario. Bastar una carta ma a la munici­palidad para que confirmen tu designacin enseguida. No tie­nes que salir de Pars. En un par de semanas todo quedar arreglado. Te parece bien?

Andr-Louis sigui pensando antes de dar una respuesta de­finitiva. Estaba el trabajo en su academia, aunque Le Due y Galoche podran encargarse de las clases mientras l se limita­ba a dirigirlos. Despus de todo, ya Le Due era un maestro consumado y digno de confianza. En cualquier caso, si era ne­cesario, poda emplear a un tercer ayudante.

-Bien, acepto -dijo por fin.

Le Chapelier le estrech la mano dndole las gracias, pero el hombretn de la casaca escarlata, que segua en la puerta, los interrumpi:

-Exactamente qu es lo que se traen entre manos? -pre­gunt-. Si te hacen representante de Bretaa no tendrs es­crpulo en matar de una estocada al marqus?

-Si el seor marqus as lo desea, como sin duda suceder, no tendr ningn inconveniente.

-Advierto la distincin. Eres muy ingenioso -dijo Danton entre burln y despreciativo, y volvindose a Le Chapelier, aadi-: Cmo dices que empez este***, como abogado, verdad?

-S, primero fue abogado y despus saltimbanqui.

-Y he aqu el resultado!

-Como si dijramos. Despus de todo, t y yo nos parece­mos en algo -dijo Andr-Louis.

-Qu?

-Al igual que t, una vez yo incit a otros para que mataran al hombre que yo quera ver muerto. Por supuesto, t diras que eso es una cobarda.

Le Chapelier se prepar para lo peor, dispuesto a separar a los dos hombres, pues un nubarrn apareci en la frente del gigante. Pero enseguida se disip, y una gran carcajada vibr en la habitacin.

-Me has tocado por segunda vez, y en el mismo sitio. Se ve que sabes esgrimir, muchacho. Seremos buenos amigos. Pue­des visitarme en la rue des Cordeliers. Cualquier golfo en el barrio te dir dnde est la casa de Danton. Desmoulins vive en los bajos. Te espero cualquiera de estas tardes. Para un ami­go siempre hay una botella de vino.

CAPTULO VIII

Los espadachines1

Despus de una ausencia de ms de una semana, el seor marqus de La Tour d'Azyr estaba de re­greso en su escao de la Asamblea Nacional. En realidad, en aquel entonces ya se poda hablar de l como el ex marqus de La Tour d'Azyr, pues en septiembre de 1790, ya haca dos meses que se haba aprobado el decreto -puesto en marcha por Le Chapelier, ese bretn que abogaba en pro de la igualdad de derechos- suprimiendo la nobleza hereditaria, pues as como la marca con hierro candente o la horca no ultrajan a los posiblemente honrados descendientes de un malvado presidiario, tampoco el blasn glorifica auto­mticamente al posible indigno descendiente de alguien que ha probado su vala. De modo que aquel decreto envi al ba­surero de la historia los escudos de armas que una ilustrada generacin de filsofos no toleraba. El seor conde de La Fayette, que apoy la mocin, dej la Asamblea convertido sim­plemente en el seor Motier, el gran tribuno conde de Mirabeau pas a ser el seor Riquetti, y el marqus de La Tour d'Azyr se transform en el seor Lesarques. La idea surgi en uno de aquellos momentos de exaltacin motivados por la proximidad del gran Festival Nacional del Champ de Mars, y sin duda los que se prestaron a ello se arrepintieron al da si­guiente. De este modo, a pesar de ser una nueva ley, nadie se preocupaba por hacerla respetar.

En fin, que corra el mes de septiembre, y el tiempo era llu­vioso, y algo de su humedad y de su lobreguez pareca haber penetrado en el gran saln del Mange, donde en ocho hileras de verdes escaos, dispuestos elpticamente en gradas ascen­dentes en el espacio conocido como La Piste, se sentaban unos ochocientos o novecientos representantes de los tres Estados que ahora componan la nacin.

Estaban debatiendo si la Corporacin que iba a suceder a la Asamblea Constituyente trabajara conjuntamente con el rey, si sera peridica o permanente, y si tendra dos Cmaras o una.

El abate Maury -hijo de un zapatero remendn, y, por con­siguiente, en aquellos das de anttesis, orador del partido de la derecha- estaba en la tribuna y hablaba a favor de los privi­legiados. Pareca aconsejar la adopcin de dos Cmaras, siste­ma copiado del modelo ingls. Ms interminables y monto­nos que su hbito, sus argumentos adoptaban cada vez ms la forma de un sermn, y la tribuna de la Asamblea Nacional poco a poco se convirti en un pulpito; pero los diputados, a la inversa, se parecan cada vez menos a una congregacin de feligreses. Aquella pomposa verbosidad empezaba a inquietar­los, cuchicheaban entre ellos, se cambiaban de sitio, y en va­no los cuatro ujieres con calzones de satn negro y pelucas em­polvadas circulaban por la sala dando suaves palmadas y susurrando: Silencio! Vuelvan a sus escaos!.

Tambin en vano sonaba continuamente la campanilla del presidente desde su mesa frente a la tribuna. El abate Maury haba hablado demasiado tiempo y ya nadie le escuchaba. Aparentemente se dio cuenta, ces de hablar, y el zumbido de mil conversaciones a la vez se hizo general. Pero ese murmu­llo de colmena tambin ces bruscamente. Hubo un silencio de expectacin, todas las cabezas se volvieron, los cuellos se estiraron. Hasta los secretarios, sentados alrededor de la mesa redonda que estaba bajo el estrado de la presidencia, salieron de su habitual apata para mirar al joven que por primera vez suba a la tribuna de la Asamblea.

-Andr-Louis Moreau, diputado suplente del difunto Em­manuel Lagron por Ancenis, en el distrito del Loira!

El seor de La Tour d'Azyr sali de su melanclica abstrac­cin. Cualquiera que fuese el sucesor del diputado a quien l haba dado muerte, deba ser objeto de su inters. Pero lgica­mente ese inters aument a or aquel nombre y reconocer en aquel Andr-Louis Moreau al joven sinvergenza que ince­santemente se cruzaba en su camino ejerciendo contra l una siniestra influencia que a cada instante le haca lamentar ha­berle perdonado la vida haca dos aos, en Gavrillac. Que aquel joven pasara a ocupar el puesto del difunto Lagron le pareci al seor de La Tour d'Azyr algo ms que una mera coincidencia, era un desafo directo.

Mir al joven con ms asombro que rabia, y experiment una vaga inquietud, casi una premonicin. Desde el primer momento, el abierto desafo que significaba la presencia de aquel hombre se manifest de modo inequvoco.

-Me presento ante vosotros -comenz a decir Andr-Louis- como diputado suplente para ocupar la plaza de uno de los nuestros que fue asesinado hace tres semanas.

Era una impresionante provocacin que al instante suscit un clamor de indignacin entre los derechistas de la Asamblea. Andr-Louis hizo una pausa y los mir, sonriendo a medias.

-Seor presidente -dijo-, parece que a los caballeros de la derecha no les gustan mis palabras. Pero eso no es de extraar, pues como es sabido no les gusta or la verdad.

Esta vez provoc un alboroto an mayor. Los diputados de la izquierda rugan entre risas e injurias mientras los de la de­recha protestaban y proferan amenazas. Los ujieres circula­ban con ms rapidez que de costumbre, y en vano trataban de imponer silencio. El presidente sacuda su campanilla. Por en­cima de aquella algaraba se oy la voz del seor de La Tour d'Azyr, quien se haba levantado para gritar:

-Saltimbanqui! Esto no es un teatro!

-No, seor; pero se est convirtiendo en el coto de caza de los espadachines asesinos -respondi el orador y el gritero aument.

El diputado suplente mir a su alrededor y esper un mo­mento. Cerca de l estaba Le Chapelier, animndolo con una sonrisa al igual que Kersain, otro diputado bretn amigo suyo. Un poco ms lejos vio la gran cabeza de Mirabeau, echada hacia atrs, mirndole con ojos asombrados. Y ms all, en medio de aquel mar de rostros, la cara cetrina del abogado Robespierre -o de Robespierre, como se haca llamar ltima­mente asumiendo esa aristocrtica partcula como prerrogati­va de un hombre de su distincin en la junta de su comarca. Alzando su cabeza cuidadosamente rizada, el diputado por Arras observaba a Andr-Louis atentamente. Se haba alzado hasta la frente las lentes con montura de concha que usaba para leer, y ahora lo examinaba mientras en sus labios se di­bujaba aquella sonrisa de tigre que despus sera tan famosa como temida.

Gradualmente el escndalo fue disminuyendo hasta que pudo orse la voz del presidente. Inclinndose hacia delante en su asiento, se dirigi con gravedad al orador:

-Seor, si deseis ser escuchado, os ruego que no seis tan provocativo en vuestro lenguaje. -Y acto seguido se volvi a los otros- Seores mos, os ruego que contengis vuestras emociones hasta que el diputado suplente haya concluido su discurso.

-Tratar de obedecer, seor presidente, dejando toda provo­cacin para los caballeros de la derecha. Si las pocas palabras que hasta ahora he pronunciado han sido provocativas, lo la­mento. Pero no poda dejar de aludir al distinguido diputado cuyo puesto no soy digno de ocupar, como tampoco poda de­jar de referirme al acontecimiento que nos ha puesto en la triste necesidad de sustituirlo. El diputado Lagron era un hombre de singular nobleza de espritu, abnegado, disciplina­do, inflamado por el alto propsito de cumplir con su deber representando a sus electores en esta Asamblea. Posea lo que sus enemigos suelen llamar un peligroso don de la elocuencia.

El seor de La Tour d'Azyr se retorci al or aquella frase que tan bien conoca. Era su propia frase, la que haba usado para justificar el asesinato de Philippe de Vilmorin, y que, de vez en cuando, le echaban en cara con un tono tan vengativo como amenazador.

Y entonces la resuelta voz del hbil Czales, excelente espa­da del partido de los privilegiados, intervino aprovechando la momentnea pausa hecha por el orador.

-Seor presidente -pregunt con gran solemnidad-, el di­putado suplente ha subido a la tribuna para tomar parte en el debate de la constitucin de las Asambleas Legislativas o para pronunciar una oracin fnebre por el alma del finado Lagron?

Esta vez fueron los de la derecha quienes estallaron en car­cajadas, jbilo que a su vez interrumpi el diputado suplente:

-Esas risas son obscenas!

Como buen bretn, arrojaba su guante al rostro de los pri­vilegiados, y las sonoras risas cesaron al instante convirtin­dose en gestos de furia reprimida. Andr-Louis continu so­lemnemente:

-Todos sabis cmo muri Lagron. Hablar de su muerte re­quiere valor, rerse de su muerte requiere otra cosa que no voy a calificar. Si he aludido a su fallecimiento es porque mi pre­sencia entre vosotros necesita una explicacin. A m me toca cargar con la responsabilidad que l ha dejado. No pretendo tener la energa, el valor, ni la inteligencia de Lagron; pero por pocas que sean las energas, el coraje y la sabidura que yo ten­ga, sabr llevar esa carga. Y, para aquellos a quienes pueda in­teresar confo en que los medios empleados para silenciar la elocuencia de Lagron, no se adoptarn para acallar mi voz.

Se oy un dbil murmullo de aplausos a la izquierda y risas desdeosas a la derecha.

-Rhodomont! -le grit alguien.

Andr-Louis mir en la direccin de donde proceda aque­lla voz, y vio que vena del grupo de espadachines que hacan las veces de matarifes en el partido de la derecha. En un su­surro, Andr-Louis respondi:

-No, amigo; yo soy Scaramouche: el sutil y peligroso Scara­mouche, que consigue sus propsitos tortuosamente. -Y en­tonces, ya en voz alta, continu-: El seor presidente habr advertido que algunos de los aqu presentes no comprenden el propsito por el que nos hemos reunido, que es el de hacer le­yes para que Francia pueda gobernarse equitativamente, para que pueda salir de la bancarrota, donde corre peligro de hun­dirse para siempre. Pero, segn parece, hay algunos que en vez de leyes quieren sangre, y yo solemnemente les advierto que esa sangre acabar por ahogarles, si no aprenden a tiempo a renunciar a la fuerza para que prevalezca la razn.

De nuevo hubo algo en aquella frase que le result familiar al seor de La Tour d'Azyr. En el guirigay que sigui, el ex marqus se volvi al caballero de Chabrillanne, que estaba sentado a su lado, y le dijo:

-Es un canalla muy osado ese bastardo de Gavrillac.

Chabrillanne le mir con los ojos llameantes y el rostro lvi­do de ira.

-Dejadle que hable. No creo que volvamos a orle nunca ms. Dejdmelo a m.

Despus de or aquellas palabras, y sin saber a ciencia cierta la causa, el seor de La Tour d'Azyr se sinti ms aliviado. An­tes haba pensado que tena que hacer algo, que aqul era un desafo que haba que aceptar. Pero a pesar de su rabia, se sen­ta extraamente desganado. Supona que esa sensacin se de­ba a que Andr-Louis le haca recordar el desagradable episo­dio del joven que haba matado cerca de la posada El Bretn Armado, en Gavrillac. No era que se reprochara haber mata­do a Philippe de Vilmorin, pues el otrora marqus crea plenamente justificada su accin. Era que en su memoria reviva un espectculo desagradable: el de aquel muchacho desconso­lado, arrodillado junto al cadver del amigo a quien tanto ha­ba amado, suplicndole que lo matara tambin a l y gritn­dole, para incitarle, asesino y cobarde.

Mientras tanto, apartndose ahora del tema de la muerte de Lagron, el diputado suplente se haba concentrado en la cues­tin que se debata. Lo que dijo no aport nada nuevo; su dis­curso fue insignificante. No era el verdadero motivo que le ha­ba impulsado a subir a la tribuna, era slo el pretexto.

Ms tarde, cuando Andr-Louis sala del vestbulo, acompa­ado por Le Chapelier, se encontr de pronto rodeado por un grupo de diputados que le serva de guardia de honor. La ma­yora eran bretones que intentaban protegerle de las provoca­ciones que sus audaces palabras en la Asamblea podan aca­rrearle. En eso, el macizo Mirabeau apareci a su lado.

-Le felicito, Moreau -dijo el insigne hombre-. Lo ha hecho muy bien. Evidentemente ahora querrn su sangre. Pero sea discreto y no se deje arrastrar por falsos sentimientos quijo­tescos. Ignore sus provocaciones, como hago yo. Cada vez que un espadachn me desafa, lo anoto en una lista. Ya son alre­dedor de cincuenta, y ah se quedarn. Nigueles ese placer que ellos llaman una satisfaccin, y todo ir bien.

Andr-Louis sonri suspirando.

-Se necesita valor para eso -dijo hipcritamente.

-Por supuesto. Pero, segn parece, a usted le sobra valor.

-No lo suficiente, quizs. Pero har lo que pueda.

Atravesaron el vestbulo, y aunque all estaban los aristcra­tas aguardando enfurecidos al joven que les haba insultado flagrantemente desde la tribuna, la escolta que acompaaba a Andr-Louis evit que se le acercaran.

Sin embargo, cuando salieron al aire libre, bajo la marquesi­na de la puerta cochera, sus improvisados guardaespaldas se dispersaron. Afuera llova a cntaros. El suelo estaba lleno de barro, y por un momento, Andr-Louis, que segua acompa­ado por Le Chapelier, vacil antes de salir bajo aquel diluvio.

El vigilante Chabrillanne crey que haba llegado la ocasin que estaba esperando y, exponindose a mojarse con la lluvia, fue a situarse frente al osado bretn. Ruda, violentamente, empuj a Andr-Louis, como para hacerse sitio bajo la mar­quesina.

Andr-Louis supo al instante cul era el propsito delibera­do de aquel hombre. Todos los que estaban a su alrededor tambin lo comprendieron y trataron de rodearlo en vano. Andr-Louis experiment una profunda desilusin: no era a Chabrillanne a quien l quera. Al reflejarse en su rostro esa frustracin, el otro la interpret equivocadamente. Pero en fin, si Chabrillanne era el designado para luchar con l, pro­curara hacerlo lo mejor posible.

-No me empujis, caballero -dijo cortsmente, apartando al recin llegado y procurando conservar su sitio debajo de la marquesina.

-Tengo que resguardarme de la lluvia! -vocifer el otro. -Para hacerlo, no es necesario que me pisis. No me gusta que me pisen. Tengo los pies muy delicados. Os ruego que no hablemos ms.

-Por qu, si todava no he hablado yo, insolente? -clam el caballero en tono descompuesto. -Ah, no? Yo pensaba que ibais a disculparos. -Disculparme! -grit Chabrillanne y se ech a rer-. Dis­culparme con vos? Sois muy chistoso! -y sin dejar de rerse, intent meterse de nuevo bajo la marquesina, empujando a Andr-Louis ms violentamente.

-Ay! -grit Andr-Louis haciendo una mueca de dolor-. Me habis pisado otra vez. Ya os he dicho que no me empujis. Haba levantado la voz para que todos le oyeran, y de nuevo apart a Chabrillanne envindolo bajo la lluvia. A pesar de su delgadez, el constante ejercicio de la esgrima le haba dado a Andr-Louis un brazo con msculos de hierro. As que el otro sali disparado hacia atrs, trastabill, tropez con una viga de madera dejada all por los trabajadores aquella maana, y cay de nalgas en el lodo.

Un coro de risas salud la espectacular cada del caballero, que se levant todo embarrado y embisti furiosamente a Andr-Louis. Le haba puesto en ridculo, y eso era imperdo­nable.

-sta me la pagaris -balbuce-. Os matar.

Su cara enrojecida estaba casi pegada a la de Andr-Louis, quien se ech a rer. En medio del silencio, todos pudieron or su risa y sus palabras:

-Era eso lo que estabais buscando? Por qu no lo dijisteis antes? Me hubierais ahorrado el trabajo de lanzaros al suelo. Yo crea que los caballeros de vuestra clase siempre se com­portaban en estos lances con decoro y con cierta gracia. De haberlo hecho as, os hubierais ahorrado unos calzones.

-Cundo podremos concertar el duelo? -dijo Chabrillanne, lvido de furor.

-Cuando os plazca, seor. A vos os corresponde decidir cundo os conviene matarme, pues tal es vuestra intencin, como habis anunciado, verdad?

-Maana por la maana en el Bois1. Supongo que traeris a un amigo.

-En efecto. Maana por la maana, pues. Espero que tenga­mos buen tiempo. Detesto la lluvia.

Chabrillanne le mir bastante asombrado. Andr-Louis sonrea serenamente.

-No os robar ms tiempo, seor. Todo ha quedado claro entre nosotros. Maana por la maana estar en el Bois a las nueve en punto.

-Es demasiado tarde para m, seor.

-Otra hora sera para m demasiado temprano -explic Andr-Louis- No me gusta cambiar mis horarios. A las nue­ve en punto, o a ninguna hora.

-Pero yo debo estar en la Asamblea a las nueve para la se­sin de la maana.

-Mucho me temo que antes tendris que matarme, y por una especie de supersticin, no me gusta morir antes de las nueve de la maana.

Aquello trastornaba los procedimientos habituales del seor de Chabrillanne y no poda aguantarlo. All estaba aquel rstico diputado adoptando precisamente el tono de sinies­tra burla con que l y los de su clase solan tratar a sus vc­timas del Tercer Estado. Y para irritarlo ms todava, Andr-Louis, siempre en su papel de Scaramouche, sac su caja de rap y la alarg con pulso firme a Le Chapelier antes de ser­virse l.

Todo pareca indicar que Chabrillanne, despus de lo que haba tenido que sufrir, no iba a tener ni siquiera una salida airosa.

-De acuerdo, seor -dijo-, a las nueve en punto. Ya veremos si luego hablis con tanta petulancia.

Y acto seguido se escabull entre las befas de los diputados bretones. Para colmo, tambin los rapazuelos que se encontr al bajar por la rue Dauphine se burlaron de l, rindose del barro que manchaba sus fondillos de raso y los faldones de su elegante casaca.

Pero, aunque exteriormente se mofaban de Chabrillanne, en el fondo los miembros del Tercer Estado temblaban de miedo e indignacin. Aquello era demasiado. Lagron haba muerto a manos de uno de aquellos espadachines, y ahora su sucesor tambin era desafiado, y morira un da despus de ocupar el puesto del muerto. Varios diputados le pidieron a Andr-Louis que no fuera al Bois al da siguiente, que ignorara el de­safo y todo aquel asunto, pues no era ms que un deliberado intento de asesinarlo. El joven escuch seriamente, sacudi la cabeza y prometi que lo pensara.

En la sesin de la tarde estaba otra vez en su escao de la Asamblea, sereno, como si nada le preocupara.

Pero al otro da por la maana, cuando la Asamblea se reu­ni, su asiento y el del seor de Chabrillanne estaban vacos. El temor y la angustia reinaban entre los miembros del Tercer Estado, y sus debates tenan un tono spero que no era habi­tual. Unos desaprobaban la falta de circunspeccin del recin reclutado diputado, otros criticaban su temeridad, y slo unos pocos -los pertenecientes al grupito de Le Chapelier- tenan esperanzas de volverlo a ver.

De modo que muchos se sorprendieron aliviados cuando, unos minutos despus de las diez, lo vieron entrar, tranquilo y sereno, y dirigirse a su asiento. El orador que ocupaba la tribu­na en aquel momento, un miembro del partido de los privile­giados, se interrumpi y le mir boquiabierto, entre incrdulo y desalentado. Haba algo incomprensible en todo aquello. En­tonces, como queriendo conciliar el asombro de ambos ban­dos de la Asamblea, alguien explic desdeosamente lo que haba pasado:

-No ha habido duelo. ste se acobard en el ltimo mo­mento.

As deba de ser, pensaron todos. Ces la expectacin y to­dos volvieron a arrellanarse en sus asientos. Cuando Andr-Louis oy aquella voz explicando el caso para satisfaccin de todos, se detuvo un momento antes de sentarse. Pens que de­ba esclarecer los hechos, y dijo:

-Seor presidente, presento mis excusas por haber llegado tarde.

Desde luego, Andr-Louis no tena que dar ninguna expli­cacin. Aquello no era ms que un golpe de efecto teatral, tan en consonancia con el temperamento de Scaramouche, que no poda renunciar a l. Por eso continu:

-Me he retrasado un poco debido a un compromiso impos­tergable. Tambin os presento excusas en nombre del caballe­ro de Chabrillanne quien, desgraciadamente, en lo sucesivo estar permanentemente ausente de su puesto de la Asamblea.

Un silencio sepulcral cay sobre los all reunidos. Y Andr-Louis se sent.

CAPTULO IX

El paladn del Tercer Estado

El caballero de Chabrillanne estaba muy relacio­nado con el asesinato de Philippe de Vilmorin. No slo haba secundado al seor de La Tour d'Azyr, sino que incluso le haba incitado. De manera que Andr-Louis se sinti justificado al matarlo durante el duelo. En cierta forma era el acto de justicia que no haba podido ob­tener por otros medios. Por otra parte, Chabrillanne haba provocado aquel duelo confiado en que l era un experto espa­dachn y Andr-Louis, un burgus sin ninguna experiencia con la espada. As pues, moralmente, el caballero de Chabrillanne no era ms que un asesino, y mereca morir. Sin embargo, cuando Andr-Louis comunic aquella muerte a la Asamblea, haba en su timbre de voz un acento cnico. Eso corroboraba no slo la opinin de Aline, sino tambin la de otros conocidos suyos, cuando afirmaban que no tena corazn.

Su crueldad tambin se puso de manifiesto cuando descu­bri la infidelidad de la hija de Binet y prepar su venganza. De all naci su desprecio hacia todas las mujeres, y, si bien no amaba a Climne tanto como haba pensado al principio, su reaccin al sentirse rechazado por ella parece indicar que lle­g a quererla ms de lo que crea. No menos cnico y fingido era su deseo de haber matado a Binet, aunque, convencido de que era mejor librar al mundo de gentes como l, tampoco ex­perimentaba compuncin. Como el lector recordar, tena la rara capacidad de ver las cosas en su justa dimensin, y jams las magnificaba ni las reduca por consideraciones sentimen­tales. Al mismo tiempo, que contemplara el hecho de matar con una ecuanimidad tan cnica, cualquiera que fuera su jus­tificacin, era algo absolutamente increble.

De igual modo, ahora, al regresar del Bois de Boulogne, donde haba matado a un hombre, su falta de seriedad al ha­blar del caso no revelaba su autntico temperamento. No se identificaba con Scaramouche hasta ese punto. Pero s lo sufi­ciente para ocultar siempre sus verdaderos sentimientos tras una mscara, y trocar lo que realmente pensaba en frases ocu­rrentes. Era siempre el actor, el hombre que calcula el efecto que producirn sus palabras, y que nunca deja de ocultar su autntico carcter tras una apariencia ficticia. En todo aquello haba algo diablico.

Esta vez nadie se ri de su ligereza. Tampoco era su inten­cin provocar la risa. Ms bien quera asustar, y saba que mientras ms desenfadado e indiferente fuera su tono, ms impresionara. As que obtuvo exactamente el efecto deseado.

Es fcil adivinar lo que sigui. Cuando se levant la sesin, haba por lo menos seis espadachines aguardndole en el ves­tbulo, y esta vez ya no le escoltaban los hombres de su parti­do. Ahora saban que era capaz de defenderse. Evidentemente poda plantar cara a sus enemigos adoptando sus mismos m­todos, as que sus compaeros no sintieron la necesidad de protegerlo.

Al salir, estudi la hilera de rostros hostiles que le aguarda­ban. Sus actitudes, sus gestos, decan a las claras para qu es­taban all. Sin embargo, se detuvo buscando al hombre a quien ansiaba desafiar. Pero el seor de La Tour d'Azyr no estaba en aquella fila de espadachines. Y eso le extra bastante. Aparte de primos, el seor de La Tour d'Azyr y el caballero de Chabrillanne eran ntimos amigos, y seguramente haba estado aquel da en la Asamblea. Lo cierto era que el seor de La Tour d'Azyr se haba quedado demasiado sorprendido y desolado ante el inesperado desenlace. Y haba refrenado, tambin de un modo extrao, su sed de venganza. Tal vez tambin l re­cordaba el papel que haba desempeado Chabrillanne en el duelo de Gavrillac y comprenda que aquel Andr-Louis Moreau que tan tenazmente le persegua era un astuto vengador.

La repugnancia que senta ante la idea de enfrentarse con l, particularmente despus de esta provocacin, le resultaba ms enigmtica que nunca. Pero exista, y ahora actuaba como un freno en su conciencia.

Puesto que el seor de La Tour d'Azyr no estaba en aquel grupo que le esperaba, a Andr-Louis le daba lo mismo quin fuera el prximo contrincante. Result ser el vizconde de La Motte-Royau, una de las espadas ms diestras de la nobleza.

El mircoles por la maana, al llegar a la Asamblea, una hora ms tarde de lo convenido, Andr-Louis anunci, en trminos similares a los empleados dos das antes para anunciar la muerte de Chabrillanne, que el seor de La Motte-Royau pro­bablemente no alterara la armona de la Asamblea durante las prximas semanas, pues tardara en reponerse de los efectos de un desagradable accidente que inesperadamente haba te­nido aquella maana.

El jueves anunci lo mismo refirindose a Vidame de Blavon. El viernes justific su retraso diciendo que haba tenido una entrevista con el seor de Troiscantins, y luego, volvin­dose a los miembros del ala derecha, y mostrndose grave, aadi:

-Me alegra informaros que el seor de Troiscantins est en manos de un excelente cirujano que sin duda os lo devolver restablecido dentro de algunos das.

Aquello era inaudito, fantstico. Tanto sus amigos como sus enemigos en la Asamblea estaban estupefactos ante aquella sucesin de anuncios serenamente hechos por Andr-Louis. Cuatro de los mejores espadachines estaban fuera de combate por algn tiempo, uno de ellos muerto. Y todo esto lo haba ejecutado y anunciado con absoluta indiferencia y desenfado, un abogaducho de provincia.

A los ojos de todos, Andr-Louis empez a adquirir el as­pecto de un hroe de novela romntica. Hasta el grupo de los filsofos del ala izquierda, que no aceptaban otra fuerza que la de la razn, empezaban a mirarle con un respeto y una consideracin que sus hazaas retricas jams le hubieran propor­cionado a ellos.

Desde la Asamblea, su fama fue extendindose poco a poco a Pars. Desmoulins escribi su panegrico en el peridico Les Revolutions, donde le llam El paladn del Tercer Estado, nombre que hall feliz acogida en el pueblo y por el que le co­nocieron durante algn tiempo. Desdeosamente tambin lo mencionaron en Actes des Apotres, el rgano satrico del parti­do de los privilegiados, que editaba un grupo de caballeros afectados por una grave miopa intelectual.

El viernes de aquella semana tan agitada para el joven, al sa­lir de la Asamblea, descubri que en el vestbulo no haba nin­gn espadachn esperndolo. A su lado estaban Le Chapelier y Kersain. Andr-Louis se sorprendi tanto que se detuvo brus­camente.

-Ya tienen bastante? -le pregunt a Le Chapelier.

-Ya han tenido bastante contigo -le respondi su amigo-. Ahora tratarn de meterse con otro menos diestro en la es­grima.

Andr-Louis se qued desilusionado, pues se haba presta­do a aquel juego con un solo propsito. Por lo menos la muer­te de Chabrillanne, aunque no era lo que buscaba, tena algn sentido, pues era como una suerte de prembulo para llegar al seor de La Tour d'Azyr. Pero los otros tres no le importaban. Se haba enfrentado con ellos un poco a regaadientes y sin poner demasiado empeo en el duelo, preocupndose slo por su seguridad. Y ahora, sin ms ni ms, iba a cesar su mi­sin sin que el hombre al que quera matar se presentara si­quiera? En ese caso, tendra que forzarlo!

Afuera, bajo la marquesina, haba un grupo de caballeros conversando. Andr-Louis vio entre ellos al seor de La Tour d'Azyr. Apret los labios, pues no poda partir de l la provo­cacin. Tena que quedar claro que los pendencieros eran ellos. Ya esa maana Actes des Apotres le haba desenmascara­do revelando que era un maestro de esgrima, el sucesor de Bertrand des Amis. Presentndolo como un hombre peligro­so, al mismo tiempo esa informacin trataba de excusar las sucesivas derrotas de los aristocrticos espadachines.

Pero las cosas no podan quedar como estaban despus de tanto esfuerzo. Apartando la vista del grupo de caballeros, Andr-Louis levant la voz para que todos pudieran orlo:

-Segn parece, mis temores a pasarme el resto de mis das en el Bois eran infundados.

Por el rabillo del ojo pudo advertir la agitacin que esas pa­labras provocaron en el grupo. Los caballeros le miraron, pero eso fue todo. Andr-Louis pens que tendra que decir algo ms atrevido. Pasando lentamente entre sus amigos, coment:

-Lo ms sorprendente es que el asesino de Lagron no haya provocado al sucesor de Lagron. Tal vez tenga sus razones. Quizs el caballero es muy prudente.

Haba pasado de largo por delante del grupo cuando dej caer esta ltima frase, a la que acompa con una insolente y provocadora carcajada. No tuvo que esperar mucho. Sinti unos pasos que le seguan y una mano cay sobre su hombro hacindole girar violentamente sobre sus talones. Ahora esta­ba frente a frente con el seor de La Tour d'Azyr, en cuyo ros­tro sereno haba unos ojos llameantes de ira. Detrs de l, ve­nan lentamente algunos de los caballeros que estaban en el grupo. Los otros, al igual que los compaeros de Andr-Louis, contemplaban la escena a prudencial distancia.

-Si no me equivoco, creo que hablis de m -dijo el mar­qus sin alterarse.

-En efecto, hablaba de un asesino. Pero slo estaba hablan­do con estos amigos mos.

La actitud de Andr-Louis era tan sosegada como la de su interlocutor, o incluso ms, pues de los dos era el que ms ex­periencia tena como actor.

-Hablis lo bastante alto para ser odo por los dems -dijo el marqus contestando a la insinuacin de que l estaba es­cuchando a escondidas.

-Los que quieren or por casualidad, suelen conseguirlo con bastante frecuencia.

-Me parece que tenis la intencin de ofenderme.

-Oh, estis en un error, seor marqus! No deseo ofende­ros. Pero no me gusta que me pongan la mano encima, mu­cho menos tratndose de manos que no puedo considerar limpias. En estas circunstancias, no puedo ser corts.

El seor de La Tour d'Azyr parpade. Casi admiraba la acti­tud de Andr-Louis. Ms bien tema salir perdiendo si la com­paraban con la suya. Y eso lo sac de sus casillas.

-Me habis llamado el asesino de Lagron. Como veis, no soy sordo. Y tambin recuerdo que no es la primera vez.

-Cunto me halaga que os acordis de m, seor!

-En aquella ocasin me llamasteis asesino porque us mi habilidad para eliminar a un fantico que representaba un pe­ligro para m, ni ms ni menos como hacis vos, maestro de esgrima, cuando os enfrentis a otros cuyo dominio de la es­pada es inferior al vuestro.

Los amigos del seor de La Tour d'Azyr estaban serios y des­concertados. Era realmente increble que aquel gran caballero descendiera a discutir con un canalla abogado espadachn. Y, lo que era peor, que en aquella discusin quedara en ri­dculo.

-Me enfrento yo a ellos? -dijo Andr-Louis en tono de bur­la-. Perdonad, seor marqus, pero fueron ellos los que me provocaron estpidamente. Me empujaban, me abofeteaban, me pisaban los pies, me insultaban. Eso no tiene nada que ver con el hecho de que yo sea maestro de esgrima. Acaso por serlo tengo que soportar los malos tratos de vuestros groseros amigos? O es que de haber sabido antes que yo era maestro de esgrima, sus modales hubieran sido ms correctos? Pero yo no tengo la culpa de eso. Qu injusticia!

-Payaso! -le apostrof desdeosamente el marqus-. Nada de lo que decs viene al caso. Esos hombres con los que os ha­bis enfrentado viven de la espada como vos?

-Al contrario, seor marqus. Por lo que he podido com­probar, son hombres que mueren por la espada con asombro­sa facilidad. No creo que sea vuestro deseo ser uno de ellos. -Y por qu no? -dijo el seor de La Tour d'Azyr con el ros­tro enrojecido.

-Oh! -exclam Andr-Louis enarcando las cejas y crispan­do los labios-. Porque vos, seor, prefers las vctimas fciles, los Lagron y los Vilmorin de este mundo, meras ovejas para vuestro matadero.

El marqus de La Tour d'Azyr le dio una bofetada a Andr-Louis, quien retrocedi. Sus ojos brillaron por un momento; despus se ech a rer en la cara de su enemigo.

-Despus de todo, sois como los dems. Muy bien! La his­toria se repite, aunque con ligeras variaciones, pues el pobre Vilmorin no pudo soportar la vil mentira con la que le provo­casteis, y entonces os abofete; y ahora vos no podis soportar una verdad igualmente vil, y por eso me abofeteis. Pero siem­pre la vileza est de vuestra parte. Y ahora, como entonces, para el que abofetea... -se interrumpi y luego dijo-: pero, en fin, no hace falta decirlo. Debis recordarlo, puesto que vos mismo lo escribisteis aquel da con la punta de vuestra espa­da. Y ya que as lo deseis, caballero, nos batiremos. -Y qu otra cosa iba a desear? Hablar? Andr-Louis se volvi a su amigo suspirando. -Como ves, tendr que ir de nuevo al Bois, Isaac. Podras hacerme el favor de hablar con cualquiera de estos amigos del seor marqus y concertar el duelo para maana a las nueve en punto, como de costumbre?

-Maana, no -le dijo el marqus a Le Chapelier-. Tengo que visitar a alguien en el campo y no puedo dejar de ir. Le Chapelier mir a Andr-Louis y ste dijo: -Entonces nos batiremos el domingo a la misma hora. -Tampoco puedo ir el domingo -explic el marqus-. No soy tan pagano como para infringir la fiesta de guardar. -Pero seguramente Dios no condenar a un caballero tan devoto como el seor marqus porque falte a una misa -dijo Andr-Louis-. Muy bien, Isaac, fija el encuentro para el lunes si es que no hay otra solemne festividad ni ningn compro­miso impostergable que se lo impida al seor marqus. Lo dejo en tus manos.

Salud con el aire de alguien a quien aburren esos detalles y, cogiendo del brazo a Kersain, se alej.

-Dios mo! Qu estilo tienes para estos asuntos! -le dijo Kersain, que de estas cosas no saba nada.

-De ellos lo aprend -dijo echndose a rer. Estaba de muy buen humor. Y Kersain se sum a los que crean que Andr-Louis era un inconsciente o un hombre sin corazn.

Pero en sus Confesiones nos dice -y eso nos permite descu­brir al hombre verdadero detrs de su mscara- que aquella noche se arrodill para pedirle al espritu de su difunto ami­go Philippe que fuera testigo de cmo estaba a un paso de cumplir el juramento hecho sobre su cuerpo, haca dos aos, en Gavrillac.

CAPTULO X

Orgullo herido

La persona a la que el seor de La Tour d'Azyr te­na que visitar en el campo era el seor de Kercadiou. Ese da muy temprano se dirigi con su coche a Meudon, llevando consigo el ltimo n­mero de Actes des Apotres, cuyas stiras sobre los innovadores tanto divertan al seor de Gavrillac. El venenoso desprecio destilado contra aquellos golfos le haca olvidar los sinsabores que ellos mismos le haban causado obligndolo a desterrarse de Bretaa.

Durante el ltimo mes, el marqus haba visitado dos veces al seor de Gavrillac, y al ver a Aline, tan dulce y lozana, tan bella e inteligente, las cenizas del pasado, que l crea ya apa­gadas, volvieron a encenderse. La deseaba ms que a nada en el mundo. Crea que era su pasin ms pura, y que, de haber­la experimentado siendo ms joven, le hubiera convertido en otro hombre. Le haba dolido en el alma que, despus del asunto del Teatro Feydau, ella hubiera manifestado que no quera volver a verle. De un golpe, a causa de aquel malhada­do motn, haba perdido una amante que le gustaba y una mujer que idolatraba. El srdido amor de la seorita Binet le hubiera podido consolar al perder el amor de Aline, del mis­mo modo que su exaltado amor por Aline le haba inclinado a sacrificar su relacin con la hija de Binet. Pero aquella ria tumultuaria en el teatro le haba privado de ambas a la vez. Fiel a lo que le haba prometido a Sautron, haba roto defini­tivamente con la actriz para encontrarse con que tambin Aline rompa definitivamente con l. Y cuando ya se haba recu­perado de su pesar, cuando volvi a pensar en la seorita Binet, la comedianta ya haba desaparecido sin dejar rastro.

Se amargaba culpando de todo esto a Andr-Louis. Ese al­deano mal nacido que le persegua implacablemente con su afn justiciero, convirtindose en la pesadilla de su vida. S, eso era aquel joven: la pesadilla de su vida! Y el lance que ten­dra lugar el lunes... No quera pensar en lo que iba a suceder el lunes. No era que le tuviera miedo a la muerte. Como todos los de su clase, era valiente, tal vez ms de la cuenta, y confia­ba demasiado en su destreza para pensar ni remotamente en la posibilidad de morir en un duelo. Pero aquel duelo le pare­ca la culminacin de todo el mal que haba sufrido directa o indirectamente por culpa de ese Andr-Louis Moreau, y pere­cer a manos de l sera innoble. Ya casi le pareca or aquella insolente y burlona voz, en la primera sesin de la Asamblea, el lunes por la maana, proclamando el festivo anuncio de su muerte.

Enojado por estas visiones, el marqus sacudi la cabeza. Aquello era absurdo. Despus de todo, aunque Chabrillanne y La Motte-Royau eran excepcionales espadachines, ninguno de los dos poda igualarse a l. Al ver los campos iluminados por el sol de septiembre, su espritu se reanim y sinti como una premonicin de su victoria. S, el lunes pondra fin a esa persecucin de que era vctima. Aniquilara a aquel imperti­nente que le haca la vida imposible. Y dicindose esto se sin­ti ms optimista, y hasta concibi mayores esperanzas con Aline.

Un mes antes, cuando volvieron a verse, l fue absoluta­mente sincero con ella. Le haba contado toda la verdad acer­ca del motivo de su visita al Teatro Feydau, reprochndole que fuera tan injusta con l. Pero de ah no pas.

Sin embargo, para empezar, con eso era suficiente, como qued demostrado en su ltimo encuentro, dos semanas atrs, cuando ella ya le recibi con franca cordialidad. An se mostraba algo retrada, pero era de esperar que se comporta­ra as hasta que l le confesara sus esperanzas de reconquis­tarla. Haba sido una necedad no haber venido antes y dejar que transcurrieran catorce das sin verla.

De este modo, lleno de renovada confianza -una confianza nacida de las cenizas del pesimismo-, el marqus lleg aque­lla maana a Meudon. Se mostr alegre y jovial mientras ha­blaba con el seor de Kercadiou en el saln, aunque en reali­dad aguardaba a que apareciera la seorita. Hablaba del futuro del pas, en el que tambin confiaba. Ya haba indicios de un cambio en la opinin pblica, o al menos era ms mo­derada. La nacin empezaba a advertir que aquella chusma de abogados la arrastraba al abismo. Sac el ejemplar de Actes des Apotres y ley un prrafo muy divertido. Entonces apareci la seorita y el marqus le dej el peridico al seor de Kerca­diou.

El seor de Gavrillac, preocupado por el futuro de su sobri­na, sali a leer el peridico al jardn, donde ocup un sitio es­tratgico, ni tan lejos que no pudiera vigilarlos discretamente, ni tan cerca que pudiera orlos. El marqus aprovech al mximo aquella breve ocasin de hablar con la joven a solas. Le declar su amor, implorando su perdn, suplicndole que, al menos, le permitiera abrigar alguna esperanza de que un da no muy lejano no se negara a iniciar una relacin con l.

-Seorita -dijo con voz vibrante de emocin-, vos no po­dis albergar dudas acerca de mi sinceridad. La misma cons­tancia de mis sentimientos lo demuestra. Fue un acto de justi­cia verme desterrado de vuestra presencia, ya que me demostr a m mismo cuan indigno era del gran honor al que aspiraba. Pero ese destierro en modo alguno ha disminuido mi devo­cin. Si pudierais imaginar cunto he sufrido, comprenderais que he expiado completamente mi culpa.

Ella le contempl con cierta melancola en su bello rostro.

-Yo no dudo de vos, seor, sino de m misma.

-De vuestros sentimientos hacia m?

-S.

-Eso puedo comprenderlo. Despus de lo sucedido...

-Siempre fue as, seor -interrumpi ella suavemente-. Ha­blis como si hubierais perdido mi cario a causa de vuestros actos. Pero eso sera decir demasiado. Voy a hablaros con el corazn en la mano. No era posible que perdierais mi cario. Soy consciente del gran honor que me hacis. Y os aprecio profundamente...

-Pero entonces -exclam l en tono esperanzado- con eso basta para iniciar...

-Quin me asegura que eso sea el comienzo de algo? Y si ese sentimiento no pasara de ah? De haberos querido, des­pus de lo de aquella noche en el teatro, os hubiera enviado a buscar. Como mnimo, no os hubiera condenado sin antes or vuestra explicacin. Pero ya veis... -y encogindose de hom­bros, sonri amable y tristemente.

Pero en su optimismo, el marqus, lejos de darse por venci­do, se senta estimulado.

-Pero eso es darme esperanzas, seorita. Con lo que ya me dais, puedo esperar ms confiadamente. Os demostrar que soy digno de vos. Os juro que lo har. Quin, teniendo el pri­vilegio de estar tan cerca de vos, no hara cualquier cosa por merecer vuestro amor?

En eso, antes de que ella pudiera contestarle, el seor de Kercadiou entr por la puerta que daba al jardn con el rostro en­rojecido y las lentes en su frente. Agitaba el ejemplar de Actes des Apotres y, al parecer, estaba mudo de estupefaccin.

De haber podido expresar en voz alta su enojo, el marqus hubiera dicho una grosera. Pero se resign a morderse la len­gua ante aquella inoportuna interrupcin. Alarmada por la excitacin de su to, Aline se puso en pie de un salto.

-Qu sucede?

-Que qu sucede? -exclam por fin el seor de Kercadiou-. El muy canalla! Ese perro infiel! Consent en olvidar el pasado con la condicin de que no volvera a meterse en po­ltica para apoyar a los revolucionarios. Acept esa condicin y ahora -le dio un manotazo a una pgina del peridico- ha vuelto a hacer de las suyas. No slo me ha traicionado otra vez metindose en poltica, sino que es miembro de la Asamblea, y, lo que es peor, usa su destreza de maestro de esgrima para convertirse en un espadachn asesino. Oh, Dios mo! Es que tambin las leyes han emigrado de Francia?

De pronto, el seor de La Tour d'Azyr sinti que una duda perturbaba sus esperanzas con respecto a Aline. Una duda ori­ginada en la intimidad de aquel Moreau con el seor de Kercadiou. Saba cul haba sido antes esa relacin y cmo luego se interrumpi a causa de la ingratitud de Moreau al volverse contra la clase a la que perteneca su benefactor. Lo que no sa­ba era que se haban reconciliado. Durante el ltimo mes -puesto que las circunstancias le haban llevado a romper su promesa de evitar cualquier contacto con los polticos-, el jo­ven no se haba aventurado a pasar por Meudon, y su nombre nunca sali a relucir en presencia del marqus en el transcur­so de sus visitas. Por eso, y slo ahora, el marqus se enteraba de aquella reconciliacin, pero al mismo tiempo, se enteraba de que la ruptura entre padrino y ahijado se reiteraba, ha­ciendo que el abismo entre ellos fuera mayor que nunca. As que no vacil en revelar su verdadera situacin.

-Hay una ley. La ley que ese joven imprudente invoca: la ley de la espada -dijo el marqus muy serio, casi triste, pues saba que era un tema delicado-. No se puede permitir que conti­ne indefinidamente su carrera de maldad y asesinatos. Tarde o temprano se encontrar con una espada que vengar a las otras. Como sabris, mi primo Chabrillanne est entre sus vc­timas, pues lo mat el martes pasado.

-Si no os he dado mi psame -dijo el caballero de Kercadiou-, es porque la indignacin ahoga en m cualquier otro sentimiento. El muy canalla! Decs que tarde o temprano en­contrar una espada que vengar las otras! Quiera Dios que sea pronto!

-Creo que vuestra oracin no tardar en ser escuchada -contest el marqus-. Ese maldito joven tiene otro duelo maana, y puede que le ajusten definitivamente las cuentas.

Hablaba con tanta calma y conviccin que sus palabras so­naron a sentencia de muerte. Sbitamente desapareci la ra­bia del seor de Kercadiou. Su rostro purpreo se torn pli­do, y el miedo se reflej en sus ojos desorbitados y en el temblor de sus labios. El marqus comprendi que la furia del seor de Kercadiou contra Andr-Louis no era ms que un enfado irreflexivo, y que su deseo de que alguien castigara pronto a su ahijado haba sido inconscientemente falso. En­frentado ahora a la posibilidad de que tuviera un justo casti­go, la bondad, que era la esencia de su carcter, triunf sobre su enojo convirtindolo en terror. El cario que senta por Andr-Louis surgi a la superficie haciendo que el pecado de su ahijado pareciera poca cosa comparado con el castigo que le amenazaba.

El seor de Kercadiou se humedeci los labios.

-Con quin es el duelo? -pregunt esforzndose por apa­rentar serenidad.

-Conmigo -contest el seor de La Tour d'Azyr bajando los ojos, consciente de que su respuesta causara una pena pro­funda. Enseguida, advirti el dbil grito de Aline y vio que el seor de Kercadiou daba un paso atrs. Entonces procedi a dar la explicacin que consider necesaria:

-En vista de sus relaciones con vos, seor de Kercadiou, y a causa del profundo respeto que os profeso, trat de impedirlo, aunque, como comprenderis, la muerte de mi amigo y primo Chabrillanne exiga una respuesta de mi parte. Eso sin contar que mi circunspeccin ya empezaba a suscitar las crticas de mis amigos. Pero ayer ese temerario joven hizo lo imposible por sacarme de mis casillas. Me provoc deliberadamente y en pblico. Me insult groseramente, y... maana por la maa­na... nos batiremos en el Bois.

Al final vacil un poco, consciente de la atmsfera hostil que de pronto le rodeaba. La hostilidad del seor de Kercadiou ya la esperaba, pues haba visto el cambio repentino que se haba producido en l; pero la hostilidad de Aline le cogi por sor­presa.

El marqus empez a vislumbrar un cmulo de dificulta­des. Un nuevo obstculo surga en su camino. Pero su orgu­llo herido y su sentido de la justicia no admitan ninguna de­bilidad.

Amargamente se daba cuenta, tanto si miraba al to como a la sobrina, de que aunque maana lo matara, incluso despus de muerto Andr-Louis se vengara de l. No haba exagerado al decirse que aquel joven era la pesadilla de su vida. Ahora vea claramente que, hiciera lo que hiciere, jams podra ven­cerlo. Andr-Louis siempre dira la ltima palabra. Su amar­gura, su rabia y su humillacin -algo casi desconocido para l- revelaban su impotencia, y eso mismo hizo que su prop­sito fuera an ms firme.

Por eso ahora se mostraba sosegado e inflexible, dando a en­tender que aceptaba lo ineluctable. No haba en su actitud nada que pudiera reprocharse, nada que hiciera pensar que renunciara al funesto encuentro. As lo advirti el seor de Kercadiou, quien suspir:

-Dios mo!

Como siempre, el seor de La Tour d'Azyr hizo lo que era de rigor. Se despidi, pues permanecer ms tiempo en un sitio donde sus palabras provocaban tal efecto hubiera sido impro­pio. De modo que se fue con una amargura slo comparable a su anterior optimismo; la miel de la esperanza se haba transformado en hiel nada ms llevrsela a los labios. Oh, s, la ltima palabra siempre la tena Andr-Louis Moreau!

To y sobrina se miraron cuando el caballero sali, y en los ojos de ambos se reflejaba el horror. La lividez de Aline era casi cadavrica y no dejaba de retorcerse las manos angus­tiada.

-Por qu no le pediste... por qu no le rogaste...? -ex­clam.

-Para qu? -contest su to-. l tiene razn, y... y... hay cosas que no se pueden pedir, cosas que sera humillante pe­dir -y se sent suspirando-. Oh, pobre muchacho... pobre muchacho descarriado!

Ninguno de los dos tena la ms mnima duda acerca del de­senlace de aquel duelo. El aplomo con que haba hablado el marqus no auguraba nada bueno. El seor de La Tour d'Azyr nunca fanfarroneaba, y ellos saban que era muy diestro con la espada.

-Qu importa humillarse cuando la vida de Andr-Louis est en peligro? -protest Aline.

-Lo s... Dios mo! Y yo mismo me humillara si supiera que as puedo evitar ese duelo. Pero el marqus es un hombre duro, inflexible y...

Ella le dej, y sali bruscamente al jardn. Corri hasta al­canzar al marqus cuando iba a subir al carruaje. Al or su voz, l se volvi y se inclin.

-Seorita?...

Enseguida adivin su propsito, saboreando anticipadamente la amargura de tener que decirle que no. Pero Aline in­sisti tanto que volvi con ella al vestbulo de suelo ajedreza­do en blanco y negro. l se apoy en una mesa de roble y ella se sent en el silln tapizado con seda carmes que estaba al lado.

-Seor, no puedo permitir que partis as. No podis ima­ginar el golpe que sera para mi to si... si maana tiene lugar ese funesto encuentro. Las expresiones que l us al princi­pio...

-Seorita, me he dado cuenta de lo que en realidad signifi­caban esas expresiones. Creedme, me siento profundamente desolado ante lo inesperado de las circunstancias. Es preciso que me creis. Es todo cuanto os puedo decir.

-Eso es realmente todo? Mi to quiere tanto a Andr! -ex­clam ella.

El tono suplicante de Aline hiri al marqus como un cu­chillo, y sbitamente surgi en su alma otra emocin, una emocin absolutamente indigna del orgullo de su linaje, que casi pareca mancharle, pero que no pudo reprimir. Vacil ante la posibilidad de exteriorizar semejante sospecha, vaci­l ante la idea de sugerir ni remotamente que un hombre de tan innoble ascendencia pudiera ser su rival. Pero aquel re­pentino ataque de celos fue ms fuerte que su orgullo.

-Y vos, seorita? Vos tambin queris a ese Andr-Louis Moreau? Os pido perdn por la pregunta, pero necesito sa­berlo con claridad.

Entonces vio que la joven se ruborizaba. Primero vio en su rostro confusin, y luego el brillo de los ojos azules de Aline le anunci que era ms bien enojo. Eso le consol, pues al fin y al cabo la haba insultado. No se le ocurri pensar que aquel enojo pudiera tener otro origen.

-Andr-Louis y yo fuimos compaeros de juegos en la in­fancia. Tambin yo le quiero mucho; casi le considero un her­mano. Si yo necesitara algo y mi to no estuviese a mi lado, Andr-Louis sera el nico hombre a quien ira en busca de ayuda. Basta con esta respuesta, caballero? O queris saber algo ms?

l se mordi los labios. Pens que estaba nervioso aquella maana; de otro modo, no se le hubiera ocurrido hacer aque­lla estpida pregunta con que la haba ofendido. Hizo una profunda reverencia.

-Seorita, perdonad que os haya molestado con mi pregun­ta. Habis dicho ms de lo que yo hubiera podido esperar.

Y no dijo nada ms dndole a ella la posibilidad de seguir hablando. Pero Aline no saba qu palabras emplear. Se qued callada, frunciendo las cejas y tamborileando nerviosamente con los dedos en la mesa, hasta que al fin entr precipitada­mente en el tema que le interesaba.

-Seor, os ruego que suspendis ese duelo.

Vio cmo el marqus arqueaba ligeramente las cejas, vio su efmera sonrisa apenada, y prosigui:

-Qu honor podis satisfacer en semejante encuentro?

Astutamente ella apelaba a su arrogancia, pues saba que era el sentimiento dominante en el marqus, un sentimiento que no le haba sido muy provechoso.

-No busco satisfacer ningn honor, seorita, sino justicia. El encuentro, como ya expliqu antes, no lo he buscado yo. Me ha sido impuesto, y mi honor no me permite retroceder.

-Qu deshonra puede haber en perdonarle? Acaso alguien osara poner en duda vuestro valor? Nadie podra mal inter­pretar vuestros motivos.

-Os equivocis, seorita. Sin duda mis motivos seran mal interpretados. Olvidis que ese joven ha adquirido en la lti­ma semana cierta reputacin capaz de hacer vacilar a cual­quiera que vaya a enfrentarse con l.

Ella contest casi desdeosamente, como si eso fuera algo sin importancia.

-A cualquiera menos a vos, seor marqus.

Se sinti halagado por la dulzura de su confianza. Pero de­trs de aquella dulzura haba un gran amargor.

-A m tambin, seorita, puedo asegurarlo. Y hay algo ms. Ese desafo al cual el seor Moreau me ha forzado no es nin­guna novedad. Es la culminacin de la larga persecucin de que me ha hecho vctima.

-Persecucin que os habis buscado -dijo ella-. sa es la verdad, seor marqus.

-Nada ms lejos de mi intencin, seorita.

-Vos matasteis a su mejor amigo.

-En ese sentido no tengo nada que reprocharme. Mi justifica­cin est en las circunstancias, como ha quedado confirmado tras los disturbios que han estremecido este desdichado pas.

-Y... -Aline titube, apartando por primera vez la mirada-. Y vos... vos le... Y qu hay de la seorita Binet, con la que l pensaba casarse?

l la mir sorprendido.

-Con la que pensaba casarse? -repiti incrdulo, casi cons­ternado.

-No lo sabais?

-Pero y cmo lo sabis vos?

-No os dije que somos casi como hermanos? l me lo dijo antes... antes de que vos lo hicieseis imposible.

l desvi la mirada, pensativo y cabizbajo, casi aturdido.

-Hay -dijo quedamente- una singular fatalidad entre ese hombre y yo que hace que nuestros caminos se crucen cons­tantemente...

Tras suspirar, volvi a mirarla frente a frente, y habl ms enrgicamente.

-Seorita, hasta ahora yo no tena conocimiento... no tena ni la menor sospecha de eso. Pero... -se interrumpi, pens un instante y se encogi de hombros-: Pero si le hice dao fue inconscientemente. Sera injusto acusarme de lo contrario. La intencin es lo que cuenta en nuestros actos.

-Pero el dao sigue siendo el mismo.

-Eso no me obliga a negarme a lo que irrevocablemente he de hacer. Por otra parte, ninguna justificacin podra ser mayor que la pena que esto le ocasiona a mi buen amigo, vuestro to, y tal vez a vos misma, seorita.

Ella se levant de pronto, desesperada, dispuesta a jugar su nica carta.

-Seor -dijo-, hoy me hicisteis el honor de hablarme en ciertos trminos, de... de aludir a ciertas esperanzas con las que me honris.

l la mir casi asustado. En silencio, esper a que ella conti­nuara.

-Yo... yo... Por favor, comprended, seor marqus, que si persists en ese asunto, si... no anulis ese compromiso de maana en el Bois, no debis conservar ninguna esperanza, pues jams podris volver a acercaros a m.

Era lo ltimo que poda hacer. A l corresponda ahora aprovechar la puerta que ella le abra de par en par.

-Seorita, vos no podis...

-S puedo hacerlo, seor, irrevocablemente... Por favor, os ruego que lo comprendis.

l se puso plido y la mir con lstima. La mano que el mar­qus antes haba levantado en seal de protesta empez a tem­blar. La dej caer para que Aline no advirtiese aquel temblor. As permaneci un breve instante, mientras en su interior se libraba una batalla, la lucha entre su deseo y lo que le dictaba su sentido del deber, sin percibir cmo aquel sentido del ho­nor se transformaba en implacable sed de venganza. Suspen­der el duelo, se dijo, equivaldra a caer en la ms abyecta ver­genza, y eso era inconcebible. Aline peda demasiado. No poda saber lo que estaba pidiendo, porque si lo supiera no se­ra tan injusta, tan poco razonable. Al mismo tiempo, saba que era intil tratar de que lo comprendiera.

Era el fin. Aunque a la maana siguiente matara a Andr-Louis Moreau, como esperaba hacer, la victoria siempre sera para aquel intrpido joven. El marqus se inclin profunda­mente, con la pena que inundaba su corazn reflejada en el rostro.

-Seorita, os presento mis respetos -murmur y se volvi para irse.

Azorada, atolondrada, ella se levant llevndose una mano al corazn. Entonces grit aterrada:

-Pero... si an no me habis contestado!

l se detuvo en el umbral y se volvi, y desde la sombra del vestbulo Aline vio su graciosa silueta recortndose contra el resplandor del sol. Esa imagen suya la perseguira obstinada­mente como algo siniestro y amenazador a lo largo de las ho­ras de pavor que seguiran.

-Qu queris que haga, seorita? He querido evitarme y evitaros el dolor de una negativa.

Y se fue, dejndola acongojada y furiosa.

Aline se dej caer de nuevo en el gran silln carmes y all permaneci, acodada en la mesa y cubrindose el rostro con las manos.

Un rostro ardiente de vergenza y de pasin.

Se haba ofrecido y la ha­ban rechazado! Aquello era inconcebible. Le pareca que se­mejante humillacin era una mcula imborrable en su conciencia.

CAPTULO XI

El regreso de la calesa

Aquel da el seor de Kercadiou escribi una carta:

Ahijado -empezaba sin ningn adjetivo que indica­ra afecto-, he sabido, con pena e indignacin, que otra vez has faltado a la palabra que me diste de abstenerte de toda ac­tividad poltica. Con mayor pena e indignacin todava, me he en­terado de que, de un tiempo a esta parte, te has convertido en al­guien que abusa de la destreza adquirida en la esgrima contra los de mi clase, contra los de la clase a la cual debes todo lo que eres. Tambin s que maana tendrs un encuentro con mi buen amigo, el seor de La Tour d'Azyr. Un caballero de su alcurnia y abo­lengo tiene ciertas obligaciones que, por su nacimiento, le impi­den suspender un compromiso de esa naturaleza. Pero t no tie­nes esa desventaja. Un hombre de tu clase puede negarse a cumplir un compromiso de honor, o bien dejar de asistir a l sin que eso entrae un sacrificio. Los partidarios de tus ideas opina­rn que puedes hacer uso de una justificada prudencia. Por consi­guiente, te suplico -y creo que por los favores que has recibido de m, podra ordenrtelo- que te abstengas de asistir a la cita de ma­ana. Si mi autoridad no basta, como se deduce de tu pasada con­ducta en la que ahora has reincidido, si tampoco puedo esperar de ti un justo sentimiento de gratitud hacia m, entonces debes saber que en caso de sobrevivir a ese duelo, no quiero volver a verte, pues para m habrs muerto. Si todava te queda una chispa del afecto que alguna vez me demostraste, o si para ti significa algo mi afecto que, a pesar de los pesares, me hace escribir esta carta, no te negars a hacer lo que te pido.

Ciertamente no era una carta diplomtica. El seor de Ker­cadiou careca de tacto. Cuando Andr-Louis la ley el do­mingo por la tarde, slo vio en aquella carta preocupacin por la posible muerte del seor de La Tour d'Azyr, su buen amigo, como le llamaba, y futuro sobrino poltico.

El mozo que haba trado la carta de su padrino y que aho­ra aguardaba la respuesta, tuvo que esperar una hora mientras Andr-Louis la redactaba. Aunque breve, le cost mucho es­cribirla. Finalmente, la carta deca:

Padrino,

Hacis que me resulte extraordinariamente duro tener que ne­garme a lo que me suplicis en virtud del afecto que os profeso. Si algo he deseado toda mi vida, ha sido tener una oportunidad de demostraros ese afecto. De ah que me sienta tan desolado al ver que no puedo daros la prueba que ahora me peds. Es demasiado grave lo que ocurre entre el seor de La Tour d'Azyr y yo. tambin me ofendis, a m y a los de mi clase -cualquiera que sta sea- al decir injustamente que no estamos obligados por compro­misos de honor. Hasta tal punto me obligan, que, aunque quisie­ra, no puedo retroceder.

Si en el futuro persists en vuestra anunciada intencin, tendr que seguir sufriendo. Y podis estar seguro de que sufrir.

Vuestro afectuoso y agradecido ahijado,

Andr-Louis

Entreg el billete al mozo del seor de Kercadiou y supuso que con esto quedaba zanjado el asunto. Se senta herido en lo ms hondo; pero actuaba con ese externo estoicismo que tan bien saba afectar.

Al otro da por la maana, vino Le Chapelier a desayunar con l. Pero a las ocho y cuarto, cuando se levantaban de la mesa para dirigirse al Bois, su ama de llaves le sobresalt anuncindole la visita de la seorita de Kercadiou.

Andr-Louis consult su reloj; aunque su cabriol ya estaba a la puerta, an dispona de unos minutos. Se excus con Le Chapelier, y sali rpidamente a la antesala. La joven avanz a su encuentro, impaciente, casi febril. -No ignoro a qu has venido -dijo l rpidamente para abreviar-. Pero tengo prisa, y te advierto que slo una razn contundente me hara detenerme un solo instante.

Ella se sorprendi. Aquello era ya una negativa antes de que ella hubiera podido abrir la boca, y era lo ltimo que espera­ba de Andr-Louis. Adems, not en l cierto distanciamiento que no era habitual en su trato con ella. Y el tono de su voz era tajante y fro.

Esto la hiri. Aline no poda adivinar el motivo de aquella reaccin. El motivo era que Andr-Louis cometa con ella el mismo error que la vspera haba cometido con la carta de su padrino. Pensaba que tanto l como ella slo estaban preocu­pados por la suerte del marqus de La Tour d'Azyr en aquel lance. No era capaz de concebir que el motivo de tanta inquietud fuera l. Tan absoluta era su conviccin de que saldra victorioso de aquel encuentro que no se le ocurra pensar que alguien pudiera temer por su vida.

Creyendo que su padrino estaba angustiado por su predes­tinada vctima, se sinti irritado al leer su carta; del mismo modo que ahora la visita de Aline le enfureca. Sospechaba que la joven no haba sido franca con l; que la ambicin la impulsaba a considerar como un honor casarse con el seor de La Tour d'Azyr. Y eso -aparte de vengar el pasado- era lo que ms le acicateaba para batirse con el marqus: salvarla de caer en sus garras.

La joven le contempl boquiabierta, asombrada de su sere­nidad en aquel momento.

-Qu tranquilo ests, Andr! -exclam.

-Yo nunca pierdo la calma, de lo cual me enorgullezco.

-Pero... Oh, Andr! Ese duelo no debe tener lugar -dijo acercndose a l y ponindole las manos en los hombros mientras le sostena la mirada.

-Conoces alguna razn de peso para que no tenga lugar? -dijo l.

-Podras morir -contest ella y sus pupilas se dilataron.

Aquello era tan distinto de lo que l esperaba que, por un momento, slo atin a mirarla asombrado. Entonces crey comprender. Se ech a rer mientras apartaba las manos de la joven de sus hombros y retroceda un paso. Aquello no era ms que una trivial estratagema, una niera indigna de ella.

-Realmente pensis, tanto t como mi padrino, que conse­guiris vuestro propsito tratando de asustarme? -y se ech a rer burlonamente.

-Oh! Ests loco de atar! Todo el mundo sabe que el mar­qus de La Tour d'Azyr es el espadachn ms peligroso de Francia.

-Esa fama, como sucede en la mayora de las ocasiones, es injustificada. Chabrillanne era tambin un espadachn peli­groso, y est bajo tierra. La Motte-Royau era todava ms diestro con la espada, y est en manos de un cirujano. Y as son todos esos espadachines, que no son ms que matarifes que suean con descuartizar a este abogado de provincia como si fuera un carnero. Hoy le toca el turno al jefe de todos ellos, ese matn de capa y espada. Tenemos que arreglar una vieja cuenta pendiente. Y, ahora, si no tienes otra cosa que de­cir...

Era el sarcasmo de Andr-Louis lo que la dejaba perpleja. Cmo poda estar tan seguro de que saldra ileso de aquel duelo? Al desconocer su maestra como espadachn, Aline lle­g a la conclusin de que toda aquella entereza no era ms que otra de sus comedias. Y en cierto modo era verdad que Andr-Louis estaba actuando.

-Recibiste la carta de mi to? -le pregunt ella cambiando de tctica.

-S, y ya la contest.

-Lo s. Y lo que te advierte en su carta, lo cumplir. Si llevas a cabo tu horrible propsito, ni suees con su perdn.

-Ahora s, esa razn es ms poderosa que la otra -dijo l-. Si hay una razn en el mundo que pueda conmoverme, es sa. Pero lo que ocurre entre el seor de La Tour d'Azyr y yo es algo muy grave. Por ejemplo, un juramento que hice sobre el cadver de Philippe de Vilmorin. Jams pens que Dios me ofrecera una oportunidad como sta para cumplir mi pro­mesa.

-An no la has cumplido -coment ella.

l le sonri.

-Es verdad. Pero falta poco para las nueve. Permteme una pregunta -dijo sbitamente-, por qu no has ido con esta peticin al seor de La Tour d'Azyr?

-Ya lo hice -contest ella ruborizndose al recordar su ne­gativa del da anterior. Y l interpret aquella seal de su ros­tro errneamente.

-Y l? -pregunt Andr-Louis.

-El sentido del honor del seor de La Tour d'Azyr... -empez a decir la joven, pero se detuvo para aadir brevemente-: El marqus se neg.

-Muy bien, muy bien. Era su deber, costara lo que costara. Y, sin embargo, en su lugar, a m no me costara nada. Pero, ya ves, los hombres somos distintos -suspir-. Del mismo modo, en tu lugar, yo no hubiera insistido ms. Pero en fin...

-No te entiendo, Andr.

-Pues est muy claro. Todo en m est claro. Pinsalo bien. Quizs eso te consuele -volvi a consultar su reloj y aadi-: Qudate aqu, ests en tu casa. Ahora tengo que irme.

Le Chapelier asom la cabeza desde la puerta de la calle.

-Perdona, Andr, pero se nos hace tarde.

-Ya voy -contest Andr-. Te agradecer, Aline, que aguar­des mi regreso. Sobre todo, tomando en cuenta lo que tu to ha decidido.

Ella no le contest. Haba perdido el habla. Confundiendo su silencio con el consentimiento, Andr-Louis sali no sin an­tes inclinarse profundamente ante ella. Como una estatua, Aline oy alejarse los pasos de Andr-Louis; lo oy hablar tran­quilamente con Le Chapelier y not que su voz segua siendo sosegada y normal.

Oh, estaba loco de atar! La vanidad le cegaba! Cuando su carruaje parti, Aline se sent con una sensacin de cansan­cio, casi de hasto. Se senta dbil y estaba muerta de horror. Andr-Louis corra a arrojarse en brazos de la muerte. Esa conviccin -una conviccin insensata que probablemente le haba transmitido el seor de Kercadiou- embargaba su alma. As se qued un rato, paralizada por la desesperanza. Pero de pronto, se puso en pie de un salto, retorcindose las manos. Tena que hacer algo para evitar aquel horror. Pero qu poda hacer? Seguirlo hasta el Bois de Boulogne y tratar de separar­los sera dar un escndalo en vano. Las ms elementales nor­mas de conducta, nacidas de la costumbre, se alzaban ante ella como una barrera infranqueable. No habra nadie capaz de ayudarla?

A pesar de estar frentica en medio de su impotencia, oy en la calle el ruido de otro carruaje que se acercaba hasta de­tenerse ante la academia de esgrima. Habra regresado ya Andr-Louis? Apasionadamente se asi a esa frgil esperanza. Alguien llamaba a la puerta de la calle, aporrendola fuerte­mente. Entonces oy los zuecos del ama de llaves de Andr-Louis bajando por la escalera para abrir.

Aline corri a la puerta de la antesala y, entreabrindola, es­cuch jadeante. La voz que oy procedente de la calle no era la que tan desesperadamente necesitaba or. Era una voz de mujer preguntando con urgencia si el seor Andr-Louis ha­ba salido; una voz que primero le result vagamente familiar a Aline, y despus, muy conocida: era la voz de la seora de Plougastel.

Excitada, Aline corri hacia la puerta de entrada a tiempo para or a la seora de Plougastel exclamar con agitacin:

-Se ha ido ya? Oh! Pero cunto tiempo hace?

Evidentemente el motivo de la visita de la seora de Plou­gastel deba de ser idntico al suyo, pens Aline en medio de su afligida confusin. Despus de todo, aquello no tena nada de asombroso. El singular inters de la seora de Plougastel por Andr-Louis le pareca suficiente explicacin. Sin pensar­lo dos veces, sali de detrs de la puerta y corri hacia ella ex­clamando:

-Seora! Seora!

La rolliza y solemne ama de llaves se apart y las dos damas se encontraron en el zagun. La seora de Plougastel estaba muy plida, fatigada y asustada.

-Aline, t aqu? -exclam. Y entonces, rpidamente, sin ce­remonias-: T tambin has llegado demasiado tarde?

-No, seora; le he visto, le he implorado, pero no quiso es­cucharme.

-Oh, esto es horrible! -exclam la seora de Plougastel es­tremecida-. Hace slo media hora que me enter, y he venido inmediatamente para evitarlo a toda costa.

Las dos mujeres se miraron estupefactas, desoladas. Ante la puerta de la academia, en la calle iluminada por el sol de la maana, algunos mendigos harapientos se acercaban para ad­mirar el esplndido carruaje de la seora de Plougastel con sus caballos bayos. Tambin miraban con curiosidad a las dos grandes damas desde el umbral. Desde la acera de enfrente lle­g el estridente pregn de un reparador de fuelles ambulante: A raccommoder les vieux souffletsl1.

La seora de Plougastel se volvi al ama de llaves.

-Cunto tiempo hace que sali el seor?

-Apenas unos diez minutos -dijo la criada, amable pero fle­mticamente, pues pensaba que aquellas grandes damas eran amigas de la ltima vctima de su invencible amo.

La seora de Plougastel se retorci las manos.

-Diez minutos! Oh! Y qu camino tom?

-El duelo es a las nueve en punto, en el Bois de Boulogne -le inform Aline-. Podramos ir tras l. Quiz podramos evitar el encuentro...

-Oh, Dios mo! Pero cmo vamos a llegar a tiempo? A las nueve en punto! Y un duelo suele durar poco ms de un cuar­to de hora. Dios mo, Dios mo! -exclamaba angustiada la dama-. Sabes al menos en qu lugar del bosque se encon­trarn?

-No; slo s que ser all... en el bosque.

-En el bosque! -repeta la dama, frentica-. El bosque es casi tan grande como Pars. Vamos, Aline, entra en el coche -agreg jadeando y ambas salieron a la calle. Una vez dentro del carruaje, la seora le orden a su cochero:

-Al Bois de Boulogne por el camino de la Cours la Reine y lo ms rpido que puedas! Si llegamos a tiempo, os regalar diez pistolas. Hala, hombre!

El pesado vehculo, demasiado pesado para una carrera tan rpida, se puso en marcha al instante. Y corri enloquecido por las calles, en medio de las maldiciones de los transentes que saltaban a las aceras para no caer bajo sus ruedas.

La seora de Plougastel se recost en su asiento. Cerr los ojos. Sus labios temblaban y estaba plida, casi a punto de des­mayarse. Aline la miraba en silencio. Le pareca que sufra tan­to y senta tanto miedo como ella. Ms tarde, Aline se admi­rara de eso. Pero en aquel momento slo poda pensar en su desesperada misin.

El carruaje atraves la plaza Louis XV, y al fin se adentr en la Cours la Reine. Al llegar a la bella avenida bordeada de r­boles que se extiende entre los Champs Elyses y el Sena, casi vaca a aquella hora, pudieron correr ms, dejando tras de s una nube de polvo.

Pero a pesar de la velocidad vertiginosa a la que iba el ca­rruaje, las dos mujeres sentan que no era suficiente. Ya esta­ban llegando al bosque cuando, detrs de ellas, una campana dio las nueve. Tanto se impresionaron que, taido tras taido, les pareci que estaban tocando a muerto.

Al llegar a la barrera de la Cours la Reine, tuvieron que ha­cer un alto momentneo. Aline pregunt al sargento de guar­dia cunto tiempo haca que haba pasado un cabriol cuya descripcin le facilit. El militar le respondi que hara unos veinte minutos haba pasado por all un vehculo en que via­jaban el diputado Le Chapelier y el paladn del Tercer Estado, el seor Moreau. El sargento estaba muy bien informado. Se­gn afirm sonriendo con una mueca, poda adivinar adonde, y con qu fin, iba el seor Moreau a esa hora tan temprana del da.

Ahora el carruaje corra a campo traviesa, siguiendo el ca­mino que bordeaba el ro. Las dos mujeres viajaban en silen­cio mientras Aline apretaba con fuerza las manos de la seora de Plougastel. A lo lejos, cruzando la pradera que estaba a mano derecha, ya podan ver la obscura lnea de los rboles del Bois. Y el carruaje dobl velozmente en esa direccin, alejn­dose del ro y tomando por un atajo hacia las arboledas.

-Oh! Es imposible que lleguemos a tiempo! Imposible! -grit Aline rompiendo el silencio.

-No digas eso! -exclam la seora de Plougastel.

-Es que ya son ms de las nueve, seora! Andr ha sido puntual, y estos... asuntos no toman mucho tiempo. Ya... ya habr acabado todo.

La seora de Plougastel sinti un escalofro y cerr los ojos. Sin embargo, enseguida volvi a abrirlos, excitada. Entonces sac la cabeza por la ventanilla.

-Un carruaje se acerca -anunci con voz ronca que haca adivinar cul era su temor.

-Todava no! Oh, no! -se lament Aline expresando el mismo temor. Respiraba con dificultad, como si se estuviera asfixiando. Tena un nudo en la garganta y una especie de nube le empaaba la visin.

En medio de una gran polvareda, regresando del Bois, una calesa se acercaba al carruaje de la seora Plougastel. Demu­dadas, enmudecidas, casi sin aliento, las dos mujeres la vean venir. A medida que se aproximaban, ambos coches dismi­nuan su paso, pues el camino era muy angosto. Aline y la se­ora de Plougastel, asomadas a la ventanilla, miraban con ojos asustados hacia el interior de la calesa.

-Cul de ellos es, seora? -balbuce Aline tapndose los ojos, sin atreverse a mirar.

Dentro de la calesa, a travs de la ventanilla ms cercana a ellas, vieron a un joven caballero de piel atezada, que ninguna de las dos conoca. Sonrea hablando con su compaero. En­tonces vieron a este ltimo, que estaba sentado al otro lado. No sonrea. Tena la cara rgida, blanca como el papel, sin ex­presin: era el rostro del marqus de La Tour d'Azyr. Durante un instante que dur una eternidad, ambas mujeres le con­templaron horrorizadas hasta que, al verlas, el marqus se que­d estupefacto. Entonces, lanzando un suspiro, Aline se desma­y a espaldas de la seora de Plougastel.

CAPTULO XII

Deducciones

Su coche iba tan rpido que Andr-Louis haba llegado al lugar de la cita unos minutos antes de la hora fijada. All estaba ya esperndolo el marqus de La Tour d'Azyr, acompaado por el seor d'Ormesson, un joven caballero moreno, con el uniforme azul de capitn de la guardia de Corps.

Andr-Louis haba hecho todo el viaje en silencio. Le preo­cupaba el recuerdo de su reciente conversacin con la seori­ta de Kercadiou y las precipitadas conclusiones que haba sa­cado a propsito del motivo de aquella visita. -Decididamente -dijo- ese hombre tiene que morir. Le Chapelier no le haba contestado. Casi le estremeca la sangre fra de su paisano. l tambin era de los que en aquellos ltimos das pensaba que Andr-Louis Moreau no tena cora­zn. Aparte de eso, haba algo incomprensible e incoherente en su actitud. Al principio, cuando le propusieron aquella misin para eliminar a los espadachines de la nobleza, reaccion de forma altanera y desdeosa. Pero despus, al aceptarla, se ha­ba mostrado espantosamente cruel, con una ligereza y una in­diferencia que, a veces, daban asco.

Los preparativos se hicieron deprisa y en silencio, aunque sin precipitacin ni otra seal de nerviosismo por ninguna de las dos partes. Ambos adversarios estaban siniestramente decidi­dos a enfrentarse. El contrincante deba morir, all no poda haber medias tintas. Despojados de casaca y chaleco, sin zapa­tos y con las mangas de la camisa remangadas hasta el codo, por fin estaban frente a frente, decididos a saldar definitiva­mente la cuenta pendiente entre ellos. Era como si ninguno de los dos abrigara dudas acerca de cul sera el resultado final.

Tambin frente a frente, al lado de cada uno, Le Chapelier y el joven capitn los contemplaban alertas y vigilantes.

-Allez, messieurs1!

Los brillantes y perversamente finos aceros chocaron, y a poco ya era casi imposible seguirlos con la vista, pues daban vueltas arremolinndose, raudos y centelleantes como relm­pagos. El marqus atac impetuosa y vigorosamente, y ense­guida Andr-Louis supo que estaba ante un adversario muy superior a los duelistas de la semana anterior, incluyendo a La Motte-Royau, cuya reputacin era terrible.

El marqus no slo posea la rapidez que da una continua prctica, sino tambin una tcnica casi perfecta. Adems, aventajaba a Andr-Louis fsicamente por su gran resistencia y una mayor estatura. Tambin tena mucha sangre fra y aplomo. No habr nada que le haga temblar?, se admiraba Andr-Louis, quien quera que el castigo fuese tan completo como mereca. No contento con matar al marqus como l haba matado a su amigo, quera que, antes de morir, se sin­tiera tan impotente como debi de sentirse Philippe. Slo as se sentira satisfecho Andr-Louis. El seor marqus deba empezar apurando la copa de la desesperacin; eso formaba parte del desquite.

Cuando Andr-Louis, con un vertiginoso movimiento, par la profunda estocada que remataba la primera serie de fintas, se ech a rer como un nio que disfruta con su juego favo­rito.

Aquella extraa risa intempestiva hizo que el seor de La Tour d'Azyr se pusiera en guardia ms deprisa y, por tanto, menos dignamente que de costumbre. Aquella carcajada le so­bresalt, y tambin le desconcertaba el haber fallado con una estocada que siempre haba tenido por certera.

l tambin comprenda ahora que la fuerza y la agilidad de su oponente eran muy superiores a todo lo que haba imaginado. De modo que puso sus cinco sentidos para llegar cuan­to antes al desenlace.

Ms que aquel quite, la carcajada que le acompa pareca demostrarle que lo que l pensaba era el final no era ms que el principio. Y, sin embargo, era el final de algo. Era el fin de la absoluta confianza en s mismo que hasta entonces haba teni­do el seor de La Tour d'Azyr. Ya no estaba tan seguro del re­sultado de aquel duelo. Si quera ganar, tendra que actuar con ms cautela y esgrimir como nunca lo haba hecho en su vida.

Volvieron a enfrentarse. Y considerando que la mejor defen­sa es el ataque, el marqus arremeti primero, cosa que Andr-Louis no slo le permita, sino que fomentaba, pues de ese modo su contrincante agotara su resistencia, quedando en desventaja ante la destreza acumulada por el joven maestro de esgrima durante casi dos aos. Limitndose a detener con sol­tura y elegancia los ataques del marqus, Andr-Louis se man­tuvo a la defensiva en aquel segundo ataque que tambin cul­min en una estocada del marqus.

Esta vez Andr-Louis estaba esperndola, y pudo pararla desvindola de un golpe. Y acto seguido avanz sbitamente, penetrando la guardia de su enemigo, colocndolo tan a su merced, que el marqus, como fascinado, ni siquiera atin a cubrirse.

Esta vez Andr-Louis no se ri. Se limit a sonrer ante la mirada atnita del marqus y no aprovech su evidente ven­taja.

-Vamos, vamos, seor! -grit Andr-Louis enrgicamen­te-. No me gusta atacar a un hombre que no est en guardia. -Deliberadamente retrocedi para que su tembloroso contra­rio pudiera asumir la postura correcta.

El seor d'Ormesson suspir aliviado tras un momento de terror. Le Chapelier murmur: Caramba! No hay que tentar a la suerte esgrimiendo de esa manera tan demencial!.

Andr-Louis advirti la profunda palidez que cubra el ros­tro de su adversario.

-Seor mo, me parece que empezis a sentir lo mismo que debi de sentir Philippe de Vilmorin aquel da en Gavrillac. Eso era lo primero que yo quera. As que, ahora, vamos has­ta el fin!

Y comenz a luchar con la rapidez del rayo. Por un mo­mento, la punta de su espada le pareci al seor de La Tour d'Azyr que estaba en todas partes a la vez, y entonces Andr-Louis le acometi vigorosamente hasta terminar en una esto­cada destinada a traspasar al marqus quien, de resultas de una serie de amagos anteriores calculados por su adversario, haba quedado al descubierto. Pero, para asombro y pesar de Andr-Louis, el seor de La Tour d'Azyr par el golpe. Lo que ms le pes fue que lo hizo demasiado tarde. De haberlo pa­rado antes, todo hubiera ido bien para Andr-Louis. Pero con aquel quite en la ltima fraccin de segundo, el marqus des­vi su espada poniendo a salvo su cuerpo, aunque no lo bas­tante para evitar que el acero de Andr-Louis le rasgara los msculos del brazo.

Ninguno de estos detalles era visible. Lo nico que vieron los padrinos fue el torbellino de las espadas centelleantes y el ataque a fondo de Andr-Louis, cuyas piernas se exten­dieron hasta casi tocar el suelo en una estocada ascendente que hiri al marqus en el brazo derecho, justo debajo del hombro.

La herida hizo que los dedos del seor de La Tour d'Azyr se crisparan dejando caer su espada. Desarmado, mordindose los labios, plido y jadeante, se mantuvo firme ante su contra­rio. Con la punta de la espada ensangrentada, Andr-Louis le miraba con saa, como un cazador viendo huir a la presa que por su torpeza se le escapa en el ltimo momento. Ms tarde, tanto en la Asamblea como en los peridicos, diran que haba sido una nueva victoria del paladn del Tercer Estado, pero slo l conoca la magnitud de aquel fracaso.

Ahora el seor d'Ormesson acuda en ayuda del marqus.

-Estis herido! -grit estpidamente.

-No es nada -dijo el seor de La Tour d'Azyr-. Ha sido slo un rasguo.

Pero sus labios se crisparon en una mueca de dolor mientras la rasgada manga de su camisa de cambray se empapaba de sangre.

El capitn d'Ormesson, acostumbrado a estos lances, sac un pauelo de hilo y rpidamente lo rompi en tiras impro­visando un vendaje.

Andr-Louis continuaba inmvil, en la misma posicin de su estocada, mirando aturdido. Sigui as hasta que Le Chapelier le toc en el brazo. Slo entonces se irgui, suspir y, tras volver a vestirse, se alej del lugar sin dignarse mirar a su contrario.

Mientras andaba lentamente y en silencio, al lado de Le Chapelier, hacia la salida del bosque, donde haban dejado su carruaje, pas ante ellos la calesa que llevaba al seor de La Tour d'Azyr y a su padrino, quienes haban llegado en coche casi hasta el mismo lugar del duelo. El marqus llevaba el bra­zo en un cabestrillo improvisado con el cinturn de su com­paero. Con la casaca azul celeste abotonada al cuello, su manga derecha colgaba vaca. Por lo dems, salvo cierta pali­dez, su aspecto era el de siempre.

As se explica que el marqus fuera el primero en salir del bosque, y por eso, al verlo regresar en su calesa, aparentemen­te sano y salvo, las dos damas que queran evitar el duelo con­jeturaron que haba ocurrido lo que ms teman.

La seora de Plougastel trat de llamar al marqus; pero su voz se negaba a obedecerla. Trat de abrir la portezuela de su carruaje; pero sus dedos no encontraban la manija. Mientras la calesa pasaba despacio frente a ella, la mirada pesimista del seor de La Tour d'Azyr buscaba ansiosamente a Aline. En­tonces la seora de Plougastel vio algo ms. Cuando el seor d'Ormesson se ech hacia atrs para que su compaero pu­diera saludar a la condesa, ella descubri la manga vaca del marqus. Ms an, como su casaca azul slo estaba abotonada al cuello, tambin pudo ver la manga de la camisa ensan­grentada.

La seora de Plougastel lleg a la lgica conclusin de que, a pesar de haber sido herido, quizs el marqus haba herido ms gravemente a su adversario. Al fin recobr la voz y le pi­di al cochero del seor de La Tour d'Azyr que se detuviera. El seor d'Ormesson se ape para encontrarse con la dama en el pequeo espacio que quedaba entre los dos carruajes.

-Dnde est el seor Moreau? -pregunt la condesa dejan­do boquiabierto al amigo del marqus.

-Indudablemente sois partidaria de l, seora -replic el capitn sobreponindose a su asombro. -No est herido?

-Desgraciadamente hemos sido nosotros los que... Pero el seor d'Ormesson no pudo terminar su frase, pues la voz del seor de La Tour d'Azyr le interrumpi secamente: -Ese inters vuestro por el seor Moreau, querida con­desa...

A su vez el marqus se interrumpi al notar un aire de de­safo en la actitud de la dama hacia l. Pero su frase no nece­sitaba completarse.

Se hizo un silencio embarazoso, violento. Despus la dama mir al seor d'Ormesson. Su actitud cambi, y dijo lo que al parecer era la explicacin de su inquietud por Andr-Louis Moreau:

-La seorita de Kercadiou viene conmigo. La pobre nia se ha desmayado.

Hubiera podido decir ms, mucho ms, de no ser por la pre­sencia del seor d'Ormesson.

Al enterarse de que all estaba la seorita de Kercadiou, y a pesar de su herida, el marqus se levant de un salto.

-No estoy en condiciones de poder prestaros asistencia, se­ora; pero... -se disculp y una sonrisa se dibuj en sus pli­dos labios. Con la ayuda del seor d'Ormesson, y a pesar de sus protestas, el marqus se baj de la calesa, que ahora se haca a un lado para dejar pasar a otro carruaje que vena del bosque.

Poco despus, al pasar por all aquel cabriol, dejando atrs a los dos carruajes detenidos, Andr-Louis pudo ver una esce­na realmente conmovedora. Asomndose un poco a la venta­nilla, vio a Aline sentada en el estribo del carruaje y sostenida por la seora de Plougastel. En ese momento volva de su des­vanecimiento. A pesar de su herida, all estaba tambin el se­or de La Tour d'Azyr, profundamente angustiado, inclinn­dose con solicitud hacia la joven, mientras el capitn y el lacayo de la gran dama permanecan respetuosamente apartados.

La condesa levant los ojos y vio pasar de largo a Andr-Louis. El rostro de ella se ilumin, y l casi crey que iba a lla­marle, pero para evitarle la dificultad que entraaba la pre­sencia all de su adversario, l se apresur a saludarla framente recostndose de nuevo en su asiento y mirando de­liberadamente a otra parte.

Despus de lo que haba visto, no necesitaba ms pruebas para reafirmarse en su conviccin de que Aline lo haba visi­tado aquella maana slo para interceder por el seor de La Tour d'Azyr. Con sus propios ojos la haba visto desmadejada, emocionada al ver la sangre de su querido amigo, quien la consolaba asegurndole que su herida no era mortal. Mucho despus Andr-Louis se reprochara aquella perversa estupi­dez. Incluso lleg a ser demasiado severo en su flagelacin. Pues cmo hubiera podido interpretar de otro modo aquella escena, despus de las ideas preconcebidas que tena?

Lo que antes haba sospechado, ahora quedaba confirmado. Aline no le haba dicho con franqueza lo que senta por el se­or de La Tour d'Azyr. Pero supona que en estos asuntos las mujeres suelen ser reservadas, y l no deba culparla. Tampo­co poda culparla por haber sucumbido ante el singular en­canto de un hombre como el marqus, pues ni siquiera su hostilidad poda cegarlo hasta el punto de no reconocer los atractivos del seor de La Tour d'Azyr. Que estaba enamorada de l era evidente, y por eso desfalleca ante el espectculo de su herida.

-Dios mo! -exclam en voz alta-. Cunto habra sufrido si hubiera llegado a matarle como era mi propsito!

De haber sido un poco ms franca con l, le hubiera sido ms fcil acceder a lo que le peda. De haberle confesado lo que ahora l haba visto, que amaba al seor de La Tour d'Azyr, en vez de dejarle suponer que su nico inters por el marqus naca de una ambicin indigna, entonces l hubiera cedido a su ruego inmediatamente.

Andr-Louis lanz un suspiro y rez pidindole perdn a la sombra de Vilmorin.

-A lo mejor fue una suerte que desviara mi estocada -dijo.

-Qu quieres decir? -pregunt Le Chapelier.

-Que en este asunto debo abandonar toda esperanza de vol­ver a empezar.

CAPTULO XIII

Hacia la culminacin

Al seor de La Tour d'Azyr no se le volvi a ver en la sala del Mange, ni siquiera en Pars, durante los meses que siguieron mientras la Asamblea Nacional continuaba sus sesiones para dotar a Fran­cia de una Constitucin. Aunque su herida en el brazo haba sido relativamente leve, la que haba recibido su orgullo era realmente mortal.

Corran rumores de que haba emigrado. Pero era una ver­dad a medias. Lo cierto era que se haba unido a aquel grupo de nobles que iban y venan entre las Tulleras y el Cuartel Ge­neral de los emigrados, en Coblenza. En pocas palabras, se convirti en miembro del servicio secreto realista que dara al traste con la monarqua.

Pero ese momento an no haba llegado. Por ahora, los mo­nrquicos seguan viendo a los innovadores como unos tipos ms o menos raros, y no dejaban de burlarse de ellos en Actes des Apotres, el peridico satrico que editaban en el Palais Ro­yal.

El seor de La Tour d'Azyr haba hecho una visita a Meudon. Y fue bien recibido por el seor de Kercadiou, quien des­pus de todo no haba reido con l. Pero Aline no sali de su aposento, firme en su resolucin de no volver a verle. De nin­guna manera modific su actitud la circunstancia de que Andr-Louis hubiera salido ileso del duelo. A un cierto precio, implcitamente, se haba ofrecido al marqus y l la rechaz. Slo la humillacin que eso supona descartaba la posibilidad de que Aline volviera a recibir al seor de La Tour d'Azyr.

El seor de Kercadiou le transmiti al marqus, lo ms deli­cadamente que pudo, esa resolucin inquebrantable. Com­prendiendo, desde su punto de vista, la enormidad de la ofen­sa infligida a la joven, el marqus se despidi desesperanzado, y no volvi ms.

En cuanto a Andr- Louis, sabedor de que el seor de Kerca­diou no faltara a su palabra, se resign a acatar una decisin que supona irrevocable. No volvi por casa de su padrino. Pero dos veces en el transcurso de aquel invierno vio al seor de Kercadiou y a Aline: una vez fue en la Galrie de Bois, en el Palais Royal, donde se saludaron de lejos, y en otra ocasin les vio en un palco del Thtre Francais, pero ellos no le vieron. A Aline volvi a verla en una tercera ocasin, tambin en el palco de un teatro, y esta vez con la seora de Plougastel. Ella tampoco le vio en esta ocasin.

Mientras tanto, Andr-Louis cumpla sus deberes en la Asamblea con todo el celo que le era posible, y se ocupaba tambin de la direccin de la academia de esgrima, que conti­nuaba prosperando sobremanera, pues haba recibido un enorme impulso a raz del duelo de su director en el Bois du­rante aquella memorable semana de septiembre. Limitndose a vivir casi nicamente de los dieciocho francos diarios de su salario como diputado, sus ya considerables ahorros aumen­taron. Pens que sera prudente invertir aquel dinero en Ale­mania. Tena ya bastantes acciones colocadas en la Compaa del Agua y en la deuda pblica, y lo hizo a travs de un ban­quero alemn en la rue Dauphine. Y compr una importante propiedad en las afueras de Dresde. Hubiera preferido com­prarla en su tierra natal. Pero la propiedad de las tierras en Francia le pareca, y con razn, insegura. Tal como estaban las cosas, hoy un grupo de franceses poda desposeer a otro, maana otro grupo podra desposeer a aquellos que haban comprado apresuradamente las propiedades de los antiguos desposedos.

Esta parte de las Confesiones de Andr-Louis es muy intere­sante, pues lo autobiogrfico se mezcla con la historia dejn­donos un panorama de la poca. All describe la activa vida de Pars, tal como l la vea, y los principales acontecimientos de la Asamblea. Habla del completo restablecimiento del orden y de la paz, del resurgimiento impetuoso de la industria, de la abundancia de trabajo para todos, y de la prosperidad econ­mica que pareca haberse instalado en Francia. La obra de la Revolucin est cumplida, dice citando una frase de Dupont en la Asamblea. Y as era, siempre que la Corona aceptara de buena fe el trabajo realizado, contentndose con gobernar constitucionalmente, circunscribiendo su poder y subordi­nndose a la voluntad de la nacin y al bienestar general.

Pero aceptara todo esto la Corona? sa era la pregunta que todos se hacan, y que en cierta medida quedaba en el aire. Los que miraban al pasado, recordaban la primera reunin de los Estados Generales en la Salle des Menus Plaisirs, en Versalles, haca dos aos, y recordaban cuan a menudo las promesas reales se rompan. Por lo tanto, desconfiaban con razn, pues ahora poda ocurrir tambin. Debido a estas dudas y recelos, provocados especialmente por la reina y sus allegados, persis­ta la incertidumbre. Haba una sensacin, casi una intuicin, de que quedaba mucho por hacer antes de que Francia pudie­ra disfrutar con entera seguridad de la igualdad legal que tan laboriosamente haba creado para sus hijos. Cuntos obstcu­los haba an que vencer, cuntos horrores tendran que vivir todava! Tantos que nadie, en aquella primavera de 1791 -ni si­quiera los extremistas de los Cordeliers y otros clubes pareci­dos-, poda sospechar ni remotamente.

Aquella poca de aparente prosperidad y falsa paz dur has­ta que tuvo lugar la fuga del rey a Varennes, al siguiente mes de junio. Fruto de todas aquellas idas y venidas secretas entre Pars y Coblenza, esa fuga destruy la ltima ilusin, ponien­do fin a la paz e iniciando el reinado de la turbulencia. El ig­nominioso retorno de Su Majestad, custodiado como un cole­gial que vuelve a su casa para ser castigado, y los ulteriores sucesos de aquel ao hasta la disolucin de la Asamblea Cons­tituyente, estn tan minuciosamente descritos en otros libros, que no es preciso repetirlos, como no sea desde el punto de vista de Andr-Louis.

La disolucin de la Asamblea fue en septiembre. Su trabajo haba terminado. El rey acudi al saln Mange para declarar que aceptaba la Constitucin. La Revolucin estaba consuma­da. Luego sigui la eleccin de una Asamblea Legislativa, en la que Andr-Louis represent una vez ms a Ancenis. Como en la Asamblea Constituyente no haba sido ms que diputado suplente, no le afectaba la mocin de Robespierre, segn la cual ningn miembro de la Constituyente podra ser miembro de la Legislativa. De haber observado sus propios deseos tan bien como la letra de la ley, se hubiera abstenido de aquella re­eleccin. Pero Andr-Louis era tan querido en Ancenis, y Le Chapelier insisti tanto, que no pudo por menos de someter­se. Sus proezas como paladn del Tercer Estado le haban he­cho popular en todos los partidos, aun entre los miembros de la antigua ala derecha, y entre los jacobinos, en cuyo club ha­ba hablado cordialmente una o dos veces. En aquel entonces se esperaba de l que hiciera grandes cosas. l mismo lo esperaba, pues en aquel momento comparta la errnea y extendi­da opinin de que la Revolucin haba concluido. Francia ahora slo tena que gobernarse dentro de las leyes de la Cons­titucin que ya tena.

Como todos los que pensaban as, Andr-Louis no tomaba en cuenta dos importantes factores: el hecho de que la corte no aceptara que se alterara el estado de cosas y que la nueva Asamblea no tena la experiencia necesaria para dominar las intrigas y las facciones dentro de la corte. La Legislativa era una Asamblea integrada por jvenes, siendo muy pocos los que pasaban de los veinticinco aos. Predominaban los abo­gados y, entre ellos, el grupo de abogados de La Gironde, ins­pirados por un sublime republicanismo. Pero ninguno tena experiencia poltica; y, durante los crticos primeros das, esta­ban desorientados, y eso, sumado a la consiguiente debilidad, alent al partido de la corte a presentarles batalla otra vez.

Al principio slo fue una batalla de palabras, y una guerra periodstica que tuvo lugar entre publicaciones como L 'Ami du Roy y L'Ami du Peuple, que acababa de aparecer furiosa­mente editado por el filntropo Marat.

El malestar pblico empez a manifestarse de nuevo, y la perpetua tensin entre la revolucin y la contrarrevolucin volvi a proyectar la sombra de la crisis sobre el amenazado pas. Ahora media Europa se armaba para arremeter contra Francia, y su guerra con Francia era la guerra del rey francs. ste era el horror que estaba en el origen de todos los horro­res que vendran despus. Esto era lo que serva de pretexto a gente como Marat, Danton, Hbert y otros extremistas para fomentar la ira del populacho.

Y mientras la corte prosegua sus intrigas, mientras los ja­cobinos, dirigidos por Robespierre, le declaraban la guerra a los girondinos, bajo la jefatura de Vergniaud y Brisset; mien­tras los feuillants1 los combatan a ambos; y mientras la antorcha de la invasin extranjera se encenda en la frontera y la de la guerra civil ya se inflamaba dentro de la nacin, Andr-Louis se alej del centro del polvorn.

Los disturbios contrarrevolucionarios fomentados por el clero tenan lugar en todas partes, pero en ningn lugar la si­tuacin era tan difcil como en Bretaa, y en vista de sus an­tecedentes y de su influencia en su provincia nativa, la Comi­sin de los Doce, en aquellos primeros das del ministerio girondino, adoptando la sugerencia de Roland, dispuso que Andr-Louis Moreau fuese a Bretaa a combatir, de ser posi­ble por medios pacficos, las diablicas influencias que se ha­ban desencadenado.

En algunos municipios estaba claro a quien perteneca el poder. Pero otros muchos se estaban dejando ganar por los sentimientos reaccionarios. Por eso haba que enviar un re­presentante con plenos poderes para alertar a aquellas pobla­ciones del peligro que corran. Andr-Louis deba actuar pac­ficamente; pero al mismo tiempo estaba autorizado a recurrir a otros mtodos, pues poda reclamar la ayuda de la nacin si la situacin ofreca peligro.

Andr-Louis acept la tarea y fue uno de los cinco plenipo­tenciarios enviados con el mismo propsito a las provincias aquella primavera de 1792, cuando por primera vez se levant en el Carrousel la mquina de matar del filantrpico doctor Guillotin.

Considerando lo que despus sucedi en Bretaa, no se pue­de decir que su misin tuviera el xito esperado. Pero sa es otra historia. Lo que aqu importa es que gracias a esa misin Andr-Louis estuvo ausente de Pars durante unos cuatro me­ses, y aun hubiera podido ausentarse ms tiempo si a prin­cipios de agosto no le hubiesen llamado urgentemente. Ms inminente que cualquier disturbio que pudiera ocurrir en Bretaa era lo que se estaba gestando en Pars, donde el pano­rama poltico apareca ms sombro que nunca desde 1789.

Mientras su coche le llevaba hacia la capital, Andr-Louis vio seales y oy rumores siempre crecientes que anunciaban ese levantamiento. Indolentemente haban lanzado la tea ar­diente en el polvorn que ya era Pars: esa tea era el manifies­to de Sus Majestades de Prusia y de Austria que culpaba de cuanto pudiera ocurrir a todos los miembros de la Asamblea, de los distritos, de las municipalidades, a los jueces de paz y a los soldados de la Guardia Nacional, quienes deban ser trata­dos segn el fuero militar.

Era una declaracin de guerra, no contra Francia, sino con­tra una parte de Francia. Y lo ms sorprendente era que este manifiesto, publicado en Coblenza el 26 de julio, ya era cono­cido en Pars el 28, cosa que daba la razn a quienes decan que no proceda de Coblenza, sino de las Tulleras. El hecho queda confirmado tambin, en cierto modo, por las Memorias de la seora de Campan, quien dice que la reina, su seora, po­sea el itinerario preparado por los prusianos, quienes estaban ya en armas a las puertas de Francia. Los metdicos prusianos lo haban planeado todo minuciosamente. Y Su Majestad le dio a la seora de Campan todos los detalles de aquel itinera­rio. Tal da los prusianos estaran en Verdn; tal otro en Cha­lons; y tal otro da ante los muros de Pars, de los que no que­dara piedra sobre piedra segn jur Bouill.

Al llegar a Pars tan prematuramente la noticia de este ma­nifiesto, qued claro que la guerra no vena de Prusia, sino del antiguo y detestado rgimen que la Constitucin crea haber barrido para siempre. El pueblo comprendi con cunta mala fe aquella Constitucin haba sido aceptada. Y comprendi que su nico recurso era la insurreccin antes de que entraran en Pars los ejrcitos extranjeros. An estaban en la capital to­dos los federados provinciales que haban ido con motivo de la Fiesta Nacional del 14 de julio, incluyendo las bandas de m­sica de los marselleses, que haban llegado marchando desde el sur al ritmo de su nuevo himno, que tan terrible sonara luego. Fue Danton quien retuvo en la capital a los marselleses, advirtindoles de lo que se estaba preparando.

Y ahora todo el mundo proceda a armarse. Cumpliendo rdenes, los suizos se trasladaron desde Courbevoie a las Tulleras; los Caballeros del Pual -una pandilla de algunos centenares de caballeros que haban jurado defender el trono y entre los cuales estaba el marqus de La Tour d'Azyr, recin llegado del cuartel general de la emigracin- se reunieron en el Palacio Real. Al mismo tiempo, en los barrios se forjaban pi­cas, se desenterraban mosquetes, se distribuan cartuchos y se peda a la Asamblea que se rompieran las hostilidades. Pa­rs adverta cmo se iba acercando el momento culminante de aquella larga lucha entre la Igualdad y el Privilegio. Y ha­cia esa ciudad se diriga velozmente, procedente del oeste, Andr-Louis Moreau para encontrar all tambin la culmina­cin de su accidentada carrera.

CAPTULO XIV

La razn ms contundente

En aquel entonces, a primeros de agosto, la seo­rita de Kercadiou se encontraba en Pars visitando a la amiga y prima de su to, la seora de Plougastel. A pesar de la explosin que se avecinaba, la atmsfera de alegra, casi de jbilo, reinante en la corte -adonde la seora de Plougastel y la seorita de Kercadiou iban casi a diario- las tranquilizaba. Tambin el seor de Plougastel, que siempre estaba viajando entre Coblenza y Pa­rs -inmerso en esas actividades secretas que le mantenan casi siempre alejado de su esposa-, les haba asegurado que se ha­ban tomado todas las medidas, y que la insurreccin sera bien recibida, porque slo podra tener un resultado: el aplas­tamiento final de la Revolucin en los jardines de las Tulleras. Por eso -agreg- el rey permaneca en Pars. Si no se sintiera seguro, ya hubiera abandonado la capital escoltado por sus suizos y sus Caballeros del Pual. Ellos le abriran camino si alguien trataba de impedirlo, pero ni siquiera eso sera nece­sario.

Sin embargo, en aquellos primeros das de agosto, despus de la partida de su esposo, el efecto de sus tranquilizadoras pa­labras empezaba a desaparecer ante los acontecimientos de que era testigo la seora de Plougastel. Finalmente, la tarde del da 9, lleg al palacete de Plougastel un mensajero procedente de Meudon con un billete del seor de Kercadiou pidindole a su sobrina que regresara enseguida a Meudon y a su anfitriona que la acompaara.

El seor de Kercadiou tena amistades en todas las clases so­ciales. Su antiguo linaje le colocaba en trminos de igualdad con los miembros de la nobleza; y su sencillez en el trato -con esa mezcla de modales campesinos y burgueses-, as como su natural afabilidad, tambin le permita ganarse el afecto de aquellos que por su origen no eran sus iguales. Todos en Meu­don le conocan y le estimaban, y fue Rougane, el simptico alcalde, quien le inform el 9 de agosto de la tormenta que se estaba gestando para la maana siguiente. Como saba que la seorita Aline estaba en Pars, le rog que le avisara para que saliera de all en menos de veinticuatro horas, pues despus los caminos seran zona de peligro para toda persona de la no­bleza, sobre todo para aquellos de quienes se sospechaba que tenan conexiones con la corte.

Ahora que no haba dudas acerca de las relaciones que man­tena con la corte la seora de Plougastel, cuyo marido viaja­ba sin cesar a Coblenza, inmerso en aquel espionaje que cons­piraba contra la joven revolucin desde la cuna; la situacin de las dos mujeres en Pars se tornaba muy peligrosa. En su afn de salvarlas a ambas, el seor de Kercadiou envi inme­diatamente un mensaje reclamando a su sobrina y rogando a su querida amiga que la acompaara hasta Meudon. El amistoso alcalde hizo algo ms que avisar al seor de Kercadiou, pues fue su hijo, un inteligente muchacho de dieci­nueve aos, quien llev el mensaje a Pars. A ltima hora de la tarde de aquel esplndido da de agosto, el joven Rougane lle­g al palacete de Plougastel.

La seora de Plougastel le recibi gentilmente en el saln cuyo esplendor, sumado a la majestad de la dama, dej abru­mado al sencillo muchacho. La condesa se decidi enseguida. El aviso urgente de su amigo no haca ms que confirmar sus propias dudas y sospechas, y determin partir al instante.

-Muy bien, seora -dijo el joven-. Entonces slo me queda despedirme.

Pero ella no quiso que se marchara sin que antes fuera a la cocina a tomar algo mientras ella y la seorita se preparaban para el viaje. Entonces le propuso que viajara con ellas en su carruaje hasta Meudon, pues no quera que volviera a pie como haba venido.

Aunque era lo menos que poda hacer por el muchacho, aquella bondad en momentos de tanta agitacin pronto reci­bira su recompensa. De no haber tenido aquella gentileza, las horas de angustia que pronto vivira la dama hubieran sido mucho peores.

Faltaba una media hora para la puesta del sol cuando subie­ron al carruaje con la intencin de salir de Pars por la Puerta Saint-Martin. Viajaban con un solo lacayo en el estribo trase­ro. Y -tremenda concesin- Rougane iba dentro del coche, con las damas, de modo que enseguida qued prendado de la seorita de Kercadiou, quien le pareci la mujer ms bella que haba visto en su vida, sobre todo porque hablaba con l sen­cillamente y sin afectacin, como si fuera su igual. Esto le ato­londr un poco, haciendo que se tambalearan ciertas ideas re­publicanas en las que hasta ahora crea a pies juntillas.

El carruaje se detuvo en la barrera, donde haba un piquete de la Guardia Nacional ante las puertas de hierro. El sargento que estaba al mando se acerc a la portezuela del coche. La condesa se asom a la ventanilla.

-La barrera est cerrada, seora -dijo cortsmente el mi­litar.

-Cerrada! -exclam ella como en un eco. Aquello le pare­ca increble-. Pero... pero quiere eso decir que no podemos pasar?

-En efecto, seora. A menos que tenga un permiso -el sar­gento se apoy indolentemente en su pica-. Tenemos rdenes de no dejar salir ni entrar a nadie sin la correspondiente auto­rizacin.

-Qu rdenes son sas?

-Las rdenes de la Comuna1 de Pars.

-Pues yo tengo que partir esta noche hacia la campia -dijo la dama casi con petulancia-. Me estn esperando.

-En ese caso, la seora tendr que conseguir un permiso.

-Dnde?

-En el ayuntamiento o en el cuartel general de vuestro barrio.

La dama reflexion un poco y dijo:

-Muy bien, vamos al cuartel general. Por favor, decidle a mi cochero que nos lleve al barrio Bondy.

El sargento salud y dio un paso atrs.

-Al barrio Bondy, rue de Morts! -le grit entre risas al cochero.

La condesa se recost en su asiento presa de la misma agita­cin que experimentaba Aline. Rougane trat de tranquilizar­las. En el cuartel general se arreglara todo. Seguramente les daran el permiso. Por qu no iban a hacerlo? Despus de todo, no era ms que una simple formalidad.

El optimismo del muchacho las calm un poco, pero eso slo sirvi para que la frustracin fuera mayor cuando, en la oficina correspondiente, el presidente le dio una rotunda ne­gativa a la condesa.

-Vuestro apellido, seora? -le pregunt bruscamente. Era un hombre spero, al estilo de los republicanos ms radica­les, y ni siquiera se haba levantado cuando vio entrar a las da­mas. Lo ms probable es que pensara que l estaba all para desempear las funciones de su cargo y no para ejercitarse en unas reglas de urbanidad que ms bien parecan lecciones de minu.

-Plougastel -repiti despus de or el apellido de la dama, sin aadir ningn ttulo, como si fuera el nombre de un carni­cero o un panadero. Cogi un pesado volumen de una estan­tera que haba a su derecha, lo abri y pas las hojas-. Conde de Plougastel, palacete Plougastel, rue Paradis, verdad?

-Eso es, seor -contest la dama desplegando toda su cor­tesa ante la grosera de aquel individuo.

Durante un largo silencio el republicano estudi ciertas anotaciones a lpiz escritas al margen del nombre del conde. Los cuarteles generales de los distintos barrios de Pars haban trabajado durante las ltimas semanas con mucha ms efica­cia de la que caba imaginar.

-Vuestro marido os acompaa, seora? -pregunt el hom­bre secamente, sin siquiera levantar la vista de la hoja, pues se­gua examinando las anotaciones.

-El seor conde no est conmigo -dijo ella enfatizando el ttulo.

-No est con vos? -dijo el hombre mirndola suspicaz y burlonamente-. Y dnde est?

-No est en Pars, seor.

-Ah! Entonces estar en Coblenza, no?

Un escalofro recorri a la condesa helndole la sangre. Ha­ba algo humillante en todo aquello. Por qu los cuarteles ge­nerales de los barrios tenan que estar al tanto de los movi­mientos de sus vecinos? Qu estaban preparando? Tena la sensacin de estar atrapada en una red invisible que le haban arrojado.

-No lo s, seor -afirm titubeante.

-Por supuesto que no -coment el otro, despreciativo-. Es igual. Y vos tambin queris salir de Pars? Adonde pen­sis ir?

-A Meudon.

-A hacer qu?

La sangre se le agolp en la cara a la condesa. Aquello era una insolencia intolerable para una mujer acostumbrada a que siempre la trataran con la mayor deferencia, lo mismo sus inferiores que sus iguales. Sin embargo, advirtiendo que esta­ba frente a fuerzas completamente nuevas, se control, repri­mi su rabia y contest resueltamente:

-Debo llevar a esta amiga, la seorita de Kercadiou, de re­greso a casa de su to, quien reside all.

-Eso es todo? Eso podis hacerlo otro da, seora. No es nada urgente.

-Perdn, seor. Para nosotras es muy urgente. -No me convence. Y las barreras estn cerradas para todos los que no puedan probar que una causa urgente los obliga a salir. Tendris que esperar, seora, hasta nueva orden. Buenas noches.

-Pero, seor...

-Buenas noches, seora -repiti el hombre enfticamente. Era una despedida ms desptica que la conocida frmula real: tenis permiso para retiraros.

La condesa y Aline salieron. Ambas temblaban de clera, aunque por prudencia lo disimulaban muy bien. Subieron de nuevo al coche y ordenaron que las llevaran a su casa.

El asombro de Rougane se convirti en desaliento al saber lo ocurrido. -Por qu no lo intentamos en el ayuntamiento, seora? -sugiri.

-Despus de esto? Sera intil. Tenemos que resignarnos a permanecer en Pars hasta que abran de nuevo las barreras.

-Tal vez entonces ya no tenga sentido para nosotras que las abran -coment Aline.

-Aline! -exclam la seora horrorizada.

-Seorita! -exclam Rougane en el mismo tono.

El joven comprendi que la gente as retenida en Pars deba de correr un riesgo an por determinar, pero no por ello me­nos terrible, y se puso a pensar. Al acercarse de nuevo al pala­cete de los Plougastel dijo que tena la solucin del problema.

-Un salvoconducto expedido desde fuera tambin servir -anunci-. Escuchadme y confiad en m. Yo regresar a Meudon ahora mismo. Mi padre me dar dos permisos, uno para m y otro para tres personas, de Meudon a Pars y de regreso a Meudon. Volver a entrar en Pars con mi salvoconducto, que luego destruir, y juntos nos iremos los tres con el otro, que har constar que hemos entrado durante el da, procedentes de Meudon. Es muy sencillo. Si me voy enseguida, podr re­gresar esta misma noche.

-Pero cmo saldris? -pregunt Aline.

-Yo? Bah! Eso no debe inquietaros. Mi padre es alcalde de Meudon. Todo el mundo lo conoce. Ir al ayuntamiento, y all dir, lo que despus de todo es verdad, que me he encontrado en Pars con todas las barreras cerradas y que mi padre me es­pera esta noche. Me darn el permiso. Es muy sencillo.

De nuevo, su confianza levant el nimo de las dos mujeres. Tal como l lo contaba, todo pareca muy fcil.

-Entonces, querido amigo, no olvidis que nuestro permiso deber ser para cuatro -dijo la seora de Plougastel y le sea­l al lacayo que en ese momento se apeaba del estribo.

Rougane sali confiando en volver pronto, dejndolas a ellas igualmente esperanzadas con su regreso. Pero las horas pa­saron una tras otra, y ya era noche cerrada y el joven no re­gresaba.

Esperaron hasta la medianoche, tratando cada una de mos­trarse confiada para sostener la esperanza de la otra, pero am­bas experimentaban una vaga premonicin de algo funesto. Y a pesar de todo, mataban el tiempo jugando al chaquete en el gran saln, como si no hubiera motivo de preocupacin. Por fin, cuando el reloj dio las doce de la noche, la condesa se le­vant suspirando:

-Volver maana por la maana -dijo sin conviccin.

-Por supuesto -agreg Aline-. Era realmente imposible que regresara esta noche. Y, adems, es mucho mejor viajar de da. Un viaje a estas horas de la noche sera muy fatigoso para no­sotras, seora.

Por la maana, muy temprano, las despert un taido de campanas. Era la llamada de alarma de los barrios. Sorprendi­das, oyeron tambin un redoble de tambores y el rumor de una multitud que marchaba. Pars se sublevaba. Se oan deto­naciones de armas y, a lo lejos, caonazos. Haba empezado la batalla entre el pueblo y los aristcratas de la corte. El pueblo armado haba atacado las Tulleras. Corran los ms increbles rumores, algunos de los cuales llegaron al palacete de Plou­gastel a travs de los sirvientes. Decan que la lucha por la toma del palacio haba terminado en la intil matanza de to­dos aquellos a quienes un invertebrado monarca abandon all mientras iba a ponerse con su familia bajo la proteccin de la Asamblea. Irresoluto hasta el final, siempre adoptando el rumbo indicado por sus psimos consejeros, no se prepar para resistir hasta que la necesidad realmente se present, des­pus de lo cual orden rendirse, dejando a aquellos que lo apoyaron hasta el ltimo minuto a merced de una frentica muchedumbre.

Y mientras esto suceda en las Tulleras, las dos damas se­guan esperando a Rougane en el palacete de Plougastel, cada vez ms desalentadas. Y Rougane no volvi. El plan no le pa­reci tan sencillo al padre como al hijo. Tuvo miedo de invo­lucrarse en semejante enredo.

Fue con su hijo a informar al seor de Kercadiou de lo que haba sucedido y le coment con franqueza la sugerencia del muchacho que l no se atreva a llevar a cabo. El seor de Ker­cadiou le rog que extendiera los salvoconductos, pero Rou­gane se mantuvo firme en su decisin.

-Seor -le dijo-, si ese fraude llegara a descubrirse, como inevitablemente sucedera, me ahorcaran. Aparte de eso, y a pesar de mi deseo de serviros, eso sera faltar a mi deber, cosa que no pienso hacer. No podis pedirme eso, seor.

-Pero, y entonces qu va a suceder? -pregunt el caballero, casi enloquecido.

-Es la guerra -dijo Rougane, que estaba bien informado-. La guerra entre el pueblo y la corte. Lamento que mi aviso haya llegado tan tarde. Pero, a decir verdad, no creo que haya motivo para alarmarse ms de la cuenta. La guerra no tiene nada que ver con las mujeres.

El seor de Kercadiou se aferr a esta ltima idea cuando el alcalde y su hijo se fueron. Pero en el fondo, saba muy bien en qu asuntos andaba metido el conde de Plougastel. Qu pa­sara si los revolucionarios tambin lo saban? Y lo ms pro­bable era que lo supieran. No sera la primera vez que las mu­jeres de los polticos pagaban por sus maridos. En una conmocin popular, todo era posible. Y Aline poda estar ex­puesta a los mismos peligros que la condesa de Plougastel.

A altas horas de la noche, sentado en la biblioteca de su her­mano, sosteniendo la apagada pipa en la que en vano buscaba consuelo, el seor de Kercadiou oy que llamaban a la puerta.

Cuando el viejo mayordomo de Gavrillac abri la puerta, vio en el umbral a un esbelto joven, con una casaca verde oli­va, cuyos faldones le llegaban hasta las pantorrillas. Calzaba botas de cuero de ante y cea espada. Llevaba un fajn trico­lor y una escarapela tambin de tres colores en el sombrero, lo cual ofreca un aspecto siniestramente oficial para los ojos de aquel viejo criado del feudalismo que comparta todos los te­mores de su amo.

-Qu desea, seor? -pregunt el mayordomo con una mezcla de respeto y desconfianza. Entonces una voz desenfadada le dijo: -Qu pasa, Bnoit? Caramba! Ya te has olvidado comple­tamente de m?

Con mano temblorosa, el anciano levant la linterna hasta que la luz ilumin aquel rostro enjuto con una sonrisa de ore­ja a oreja.

-Seorito Andr! -exclam-. Seorito Andr!

Y entonces, contemplando el fajn y la escarapela tricolor, vacil como si no supiera qu hacer.

Pero Andr-Louis entr resueltamente en el vestbulo em­baldosado de mrmol blanco y negro.

-Si mi padrino todava est despierto, quiero verlo -dijo-. Y si ya se ha acostado, igualmente quiero verlo.

-Oh, claro que s! Y estoy seguro de que se alegrar mucho de veros. No se ha acostado todava. Por aqu, por favor.

Media hora antes, en su camino de regreso a Pars, Andr-Louis se haba detenido en Meudon, y fue inmediatamente a ver al alcalde para confirmar si eran ciertos los rumores que haba odo a medida que se acercaba a la capital. Rougane le dijo que la insurreccin era inminente, que los barrios ya te­nan barreras y que nadie poda entrar ni salir de Pars sin los salvoconductos de rigor.

Andr-Louis se qued pensativo. Adverta el peligro de esta segunda revolucin dentro de la primera, que poda destruir todo lo que se haba hecho, dando las riendas del poder a una faccin de malvados que sumiran al pas en la anarqua. Ms que nunca, ahora tema que eso ocurriera. Tena que llegar a Pars aquella misma noche, y ver con sus propios ojos lo que estaba sucediendo.

Antes de despedirse, le pregunt a Rougane si el seor de Kercadiou segua en Meudon.

-Le conocis?

-Es mi padrino.

-Vuestro padrino! Y sois diputado! Pues sois el hombre que l necesita.

Entonces Rougane le cont el viaje de su hijo a Pars aquella tarde y sus resultados. Andr-Louis no lo pens dos veces. Que su padrino le hubiera prohibido haca dos aos que entrara en su casa no tena ninguna importancia en aquel mo­mento. Dej su carruaje en la posada y fue a ver al seor de Kercadiou.

Sorprendido a esa hora de la noche por la intempestiva apa­ricin de aquel contra quien estaba tan resentido, su padrino le recibi casi con las mismas palabras que emple antes en una ocasin similar:

-A qu has venido?

-A servir, en todo lo posible, a mi padrino -dijo en tono conciliador.

Pero el seor de Kercadiou no se dej desarmar.

-Has estado tanto tiempo alejado de m que tena la espe­ranza de no volverte a ver.

-No me hubiera atrevido a desobedeceros si no fuera por­que ahora puedo seros til. He hablado con Rougane, el alcal­de...

-Qu quieres decir cuando hablas de desobediencia?

-Me prohibisteis que volviera a vuestra casa, seor.

Su padrino le contemplaba perplejo, indeciso.

-Y por eso no has venido a verme en todo este tiempo?

-Por supuesto. Acaso haba otra razn?

El seor de Kercadiou segua mirndole fijamente. Entonces solt una palabrota en voz baja. Le molestaba que tomaran sus palabras tan al pie de la letra. Durante largo tiempo haba es­perado que Andr-Louis volviese contrito a admitir su falta, a pedir que de nuevo le permitiera gozar de su estimacin. Y as se lo hizo saber.

-Pero cmo poda saber que vuestras palabras no expresa­ban realmente vuestros deseos? Fuisteis tan rotundo en vues­tra declaracin! Y cmo iba a expresar mi contricin si real­mente no tengo intencin de enmendarme? Porque no estoy dispuesto a enmendarme, seor. De lo cual deberais estar agradecido.

-Agradecido?

-Soy un representante del pueblo. Y eso me otorga ciertos poderes. Vuelvo muy oportunamente a Pars. Queris que haga por vos lo que Rougane no pudo hacer? Si slo la mitad de lo que sospecho es cierto, la situacin es tan grave que me necesitaris. Hay que llevar a Aline a un lugar seguro cuanto antes.

El seor de Kercadiou se rindi incondicionalmente. Avan­z unos pasos y cogi la mano de Andr-Louis.

-Hijo mo -dijo visiblemente conmovido-, hay en ti cierta nobleza que no puedes negar. Si fui duro contigo, era porque luchaba contra tu propensin al mal. Quera apartarte del fu­nesto camino de los polticos que han llevado a nuestro des­dichado pas a una situacin tan terrible. El enemigo en la frontera y la guerra civil a punto de estallar aqu dentro. Eso es lo que han conseguido tus revolucionarios!

Andr-Louis prefiri no discutir y cambi de tema.

-Y Aline? -y contest a su propia pregunta-: Est en Pars y hay que sacarla de all antes de que empiece la masacre que se ha estado preparando todos estos meses. El plan del joven Rougane es bueno. Por lo menos, no se me ocurre otro mejor.

-Pero el padre no quiso ni or hablar de l.

-Lo que no quiere es cargar con esa responsabilidad. Pero est dispuesto a colaborar si yo participo. Le he dejado una nota con mi firma ordenando que se expida un salvoconduc­to para la seorita Aline de Kercadiou, para ir a Pars y regre­sar a Meudon. Tengo suficiente poder para que surta efecto. Le he dejado esa nota con la expresa condicin de que slo la use en caso extremo, como un justificante si ms tarde le hacen preguntas. A cambio, me ha dado este permiso.

-Lo conseguiste! -exclam el seor de Kercadiou cogiendo el papel con manos temblorosas. Se acerc al candelabro que iluminaba una consola y lo ley.

-Si maana por la maana -dijo Andr-Louis- mandis ese documento a Pars con el joven Rougane, Aline estar aqu al medioda. Por supuesto, esta noche no se podra hacer nada sin levantar sospechas. Es demasiado tarde. Y ahora, padrino, ya sabis exactamente por qu he violado vuestra prohibicin de venir aqu. Si en otra cosa puedo serviros, aprovechando que estoy aqu, slo tenis que decirlo.

-S. Necesito otro favor, Andr. No te dijo Rougane que ha­ba otras personas...?

-Mencion a la seora de Plougastel y a su lacayo.

-Y entonces por qu...? -el seor de Kercadiou no sigui al ver que Andr-Louis mova solemnemente la cabeza.

-Eso es imposible -dijo.

El seor de Kercadiou se qued atnito.

-Imposible? Pero... por qu?

-Seor, slo puedo hacer esto por Aline sin remordimiento. Por Aline sera capaz de faltar a mis principios. Pero el caso de la seora de Plougastel es distinto. Ni Aline ni ninguno de los suyos estn implicados en ciertas actividades contrarrevolu­cionarias que son el verdadero origen de las calamidades que ahora tienen lugar. Puedo procurar que Aline salga de Pars sin tener nada que reprocharme, convencido de que no hago nada censurable, y sin exponerme a ser interrogado. Pero la seora de Plougastel es la esposa del conde de Plougastel, que como todo el mundo sabe es un activo agente entre la corte y los emigrados.

-Ella no tiene la culpa de eso -grit el seor de Kercadiou, consternado.

-Es verdad. Pero en cualquier momento pudieran llamarla para que pruebe que no ha tomado parte en esos tejemanejes. Se sabe que hoy ha estado en Pars. Si maana la buscaran y descubrieran que se ha ido, sin duda se haran investigaciones que demostraran que he faltado a mi deber abusando de mis poderes para fines personales. Como comprenderis, padrino, sera exponerme a un riesgo demasiado grande por una des­conocida.

-Una desconocida? -le reproch el seor de Kercadiou.

-Prcticamente lo es para m -dijo Andr-Louis.

-Pero no para m, Andr. Es mi prima y mi mejor amiga.

Dios mo! Lo que acabas de decir no hace ms que confirmar que es absolutamente necesario que salga de Pars. Andr-Louis, tienes que salvarla a toda costa, pues su caso es mucho ms urgente que el de Aline!

Suplicante, tembloroso, con el rostro plido y la frente per­lada de sudor, aqul no era el mismo seor de Kercadiou que minutos antes haba recibido a Andr-Louis.

-Padrino, no seis irrazonable. No puedo hacer eso. Resca­tarla a ella podra acarrearle una desgracia a Aline, y tambin a nosotros dos.

-Pues habr que correr el riesgo.

-Por supuesto, tenis razn al hablar slo por vos...

-Y por ti tambin, Andr: puedes creerme, hijo mo. Por ti tambin! -exclam acercndose al joven-. Te imploro que creas en mi palabra de honor, y que obtengas ese permiso para la seora de Plougastel.

Andr-Louis miraba desconcertado a su padrino.

-Es increble -dijo-. Tengo un grato recuerdo del inters que esa dama me demostr durante unos das cuando yo era un nio, y ms recientemente, en Pars, cuando quiso conver­tirme a lo que ella supona el credo poltico ms correcto. Pero eso no basta para que arriesgue el pescuezo por ella. No, ni tampoco vuestro pescuezo ni el de Aline.

-Pero, Andr!...

-sta es mi ltima palabra, seor. Se me hace tarde y esta noche quiero dormir en Pars.

-No, no! Espera! -el seor de Gavrillac demostraba una indecible angustia-. Andr-Louis, tienes que salvar a esa se­ora...

Haba en su insistencia y en su exaltacin algo tan delirante, que Andr-Louis se vio obligado a pensar que detrs de todo aquello haba alguna obscura y misteriosa razn.

-Tengo que salvarla? -repiti-. Y por qu? Qu razn po­dis ofrecerme?

-La razn ms contundente.

-Dejad que sea yo quien juzgue si es una razn contunden­te -dijo Andr-Louis aumentando la desesperacin del seor de Kercadiou. Arrugando la frente, empez a dar vueltas por la habitacin con las manos cruzadas a la espalda. Al fin se de­tuvo frente a su ahijado.

-No te basta con mi palabra para creer que esa razn exis­te? -exclam angustiado.

-En un asunto en el que me juego la vida? Oh, seor, sea­mos razonables!

-Si te dijera cul es la razn, faltara a mi palabra de honor y a mi juramento -dijo el seor de Kercadiou girando sobre los talones y retorcindose las manos. Y entonces, volvindose a Andr-Louis, aadi-: Pero en este caso tan extremo y deses­perado, ya que insistes con tan poca generosidad, no me que­da ms remedio que decrtelo. Que Dios me ayude, pues no tengo eleccin. Ella lo comprender cuando se entere. Andr, hijo mo... -hizo una pausa, asustado, y puso una mano en el hombro de su ahijado, quien se asombr al ver que su padrino estaba llorando-. La condesa de Plougastel es tu madre!

Se hizo un largo silencio. Andr-Louis apenas pudo com­prender lo que acababan de decirle. Cuando al fin lo compren­di, su primer impulso fue gritar. Pero se domin, actuando como un estoico. Siempre tena que estar representando algn papel. Estaba en su naturaleza. Una naturaleza a la que segua siendo fiel incluso en aquel momento supremo. Se mantuvo callado hasta que, obedeciendo a su instinto histrinico, pudo convencerse a s mismo de que hablaba sin emocin.

-Ah, ya veo! -dijo con frialdad.

Se remont al pasado. Rpidamente revivi los recuerdos que conservaba de la seora de Plougastel, su singular aunque espordico inters por l, la curiosa efusin de afecto y vehe­mencia que siempre le manifestaba, y slo entonces compren­di todo lo que hasta entonces tanto le haba intrigado.

-Ah, ahora comprendo! -dijo y aadi-: Cmo pude ser tan tonto y no darme cuenta antes!

El seor de Kercadiou fue quien grit, quien retrocedi como si hubiera recibido una bofetada.

-Por el amor de Dios, Andr-Louis! Es que no tienes cora­zn? Cmo puedes tomar semejante revelacin con tanta in­dolencia?

-Y cmo queris que la tome? Debe sorprenderme descu­brir que tengo una madre? Al fin y al cabo, para nacer es in­dispensable tener una madre.

Entonces se sent abruptamente, para que no se notara que le temblaban las piernas. Sac un pauelo para secarse la fren­te sudorosa. Y sbitamente empez a llorar.

Al ver aquellas lgrimas, el seor de Kercadiou se acerc, se sent a su lado y le abraz cariosamente.

-Andr-Louis, mi pobre muchacho -murmur-. Fui... fui lo bastante tonto para creer que no tenas corazn. Me has en­gaado con tu infernal fingimiento, y ahora veo... veo...

No estaba muy seguro de lo que vea, o ms bien vacilaba al querer expresarlo.

-No es nada, seor. Estoy agotado y... y estoy resfriado. -Entonces comprendi que aquello era superior a sus fuerzas y, cansado de fingir, pregunt-: Pero por qu tanto misterio? Por qu me lo ocultaron todo?

-As tena que ser, Andr... por prudencia...

-Pero por qu? Confesadlo todo, seor. Ya que me habis dicho tanto, necesito saber el resto.

-T naciste unos tres aos despus de la boda de tu ma­dre con el seor de Plougastel, cuando l llevaba unos die­ciocho meses ausente, en el ejrcito, y unos cuatro meses an­tes de que regresara para reunirse con su esposa. Esto es algo que el conde de Plougastel nunca ha sospechado y que, por razones obvias, nunca deber sospechar. Por eso es un secre­to. Y por eso nunca lo ha sabido nadie. Cuando las aparien­cias lo aconsejaron, tu madre vino a Bretaa, con un nom­bre falso, y pas algunos meses en el pueblo de Moreau, donde t naciste.

Andr-Louis se qued pensativo. Se haba enjugado las l­grimas y ahora estaba muy serio.

-Si nunca lo ha sabido nadie, y vos lo sabis, eso significa que sois...

-Oh, no, por Dios! -exclam el seor de Kercadiou po­nindose en pie de un salto. Era como si la ms leve insinua­cin le horrorizara-. Yo era el nico que lo saba. Pero no por la razn que ests pensando, Andr. Cmo puedes creer que te mentira, que renegara de ti, si fueras mi hijo? -Si vos decs que no lo soy, seor, con eso es suficiente. -No lo eres. Soy primo de Thrse y tambin su mejor ami­go. En tal apuro, ella saba que poda confiar en m, y por eso acudi buscando mi proteccin. Unos aos antes, yo me hu­biera casado con ella. Pero, por supuesto, yo no soy el tipo de hombre que una mujer puede amar. Sin embargo, ella sabe que la amo, y que sigo siendo fiel a aquel sentimiento. -Entonces, quin es mi padre?

-No lo s. Ella nunca me lo dijo. Era su secreto y yo no se le pregunt. Eso no forma parte de mi naturaleza, Andr.

Andr-Louis se levant, y mir en silencio al seor de Ker­cadiou.

-Me crees, Andr? -pregunt su padrino. -Claro que s, y lo lamento. Siento mucho no haber sido vuestro hijo.

El seor de Kercadiou estrech efusivamente la mano de su ahijado y la retuvo un momento sin hablar. Entonces se sepa­r y le pregunt:

-Y ahora qu hars, Andr, ahora que lo sabes? Andr-Louis reflexion un momento y se ech a rer. Des­pus de todo, haba algo cmico en aquella situacin. Y se ex­plic:

-Y cul es la diferencia ahora? Acaso el amor filial nace es­pontneamente en cuanto se sabe quin es la madre? Tengo que cometer la imprudencia de arriesgar el pescuezo interce­diendo por una madre tan prudente que no tena la menor intencin de darse a conocer? El descubrimiento queda en mera casualidad, son los dados del Destino lanzados al azar. Y eso va a influir en m?

-Te toca a ti decidirlo, Andr.

-No. Eso est fuera de mi alcance. Que decida quien puede, porque yo no puedo.

-Significa que te sigues negando?

-No. Significa que consiento. Dado que no puedo decidir qu debera hacer, slo me queda lo que un hijo debera hacer. Ya s que es grotesco. Pero todo en la vida es grotesco.

-Nunca, nunca te arrepentirs.

-Espero que no -dijo Andr-Louis-. Y a pesar de todo, pienso que es muy probable que tenga que arrepentirme. Ahora debo ir a ver de nuevo a Rougane para obtener los otros dos salvoconductos que hacen falta. Y quiz yo mismo los lle­ve a Pars por la maana. Si me dejis dormir aqu, os lo agra­decer. Confieso que esta noche me siento tan mal que ya no puedo ms.

CAPTULO XV

El santuario

Al final de la tarde de aquel interminable da de horror, con sus continuas alarmas, sus descargas de mosquetes, los prolongados redobles de tam­bor y los gritos distantes de furibundas multitu­des, la seora de Plougastel y Aline seguan esperando en el bello palacete de la rue Paradis. Ya no esperaban a Rougane. Haban comprendido que, fuera cual fuese la causa -y ahora eran muchas- su amable mensajero no volvera. Pero seguan esperando, sin saber muy bien qu ni a quin. Esperaban cual­quier cosa que pudiera ocurrir. En cierto momento, el fragor de la batalla se acerc al palacete tan velozmente, aumentando en intensidad y horror, que se espantaron. Era el frentico clamor de una multitud ebria de sangre y dispuesta a des­truirlo todo. Afortunadamente, no muy lejos de all, aquella marejada humana contuvo su turbulento avance. Las dos mu­jeres oyeron que aporreaban una puerta con picas dando im­periosas rdenes de que abrieran, y luego hubo un ruido de maderas rajadas, cristales astillados y gritos de terror y de ra­bia mezclados con chillidos bestiales.

Era la caza de dos desventurados guardias suizos que trata­ban de escapar. Los encontraron en una casa del barrio y all mismo la diablica chusma los remat cruelmente. Despus los cazadores -hombres y mujeres-, formados en batalln, bajaron por la rue Paradis cantando La Marsellesa, una can­cin nueva en el Pars de aquellos das:

Allons enfants de la patrie

Le jour de gloire est arrive.

Contre nous de la tyrannie

L'etendard sanglant est lev...

El coro formado por unas cien roncas voces se acercaba, convirtindose en ese rugido aterrador que tan sbitamente haba reemplazado el aire alegre y trivial del Ca ira! que hasta entonces haba sido el himno revolucionario.

Instintivamente, la seora de Plougastel y Aline se abraza­ron. Haban odo cmo las multitudes haban forzado la casa vecina, y no saban el porqu. Y si ahora le tocaba el turno al palacete de Plougastel? No haba razones para temer que lo hi­cieran, pero tratndose de una turba desbocada, siempre ha­ba que temer lo peor.

El terrible himno, pavorosamente cantado, y el atronador ruido de pisadas sobre el pavimento, pas frente a la casa y si­gui de largo. Entonces las damas suspiraron, como si un mi­lagro las hubiese salvado, para casi enseguida sucumbir ante un nuevo terror, cuando Jacques, el joven lacayo de la condesa, y el ms confiable de sus servidores, entr alarmado en el saln, anunciando que un hombre que acababa de saltar el mu­ro del jardn deca ser amigo de la seora y quera verla ur­gentemente.

-Parece un sansculotte, seora! -agreg el lacayo.

Las dos damas creyeron que sera Rougane.

-Hacedle pasar -orden la seora de Plougastel.

Jacques volvi enseguida, acompaado de un hombre alto, vestido con un largo, ancho y rado gabn y un sombrero de ala vuelta hacia abajo con una enorme escarapela tricolor. Al entrar, el recin llegado se descubri.

Jacques, que estaba detrs de l, not que los cabellos del desconocido, aunque ahora despeinados, antes haban estado esmeradamente acicalados. Incluso se vean restos de polvo de tocador. El lacayo se pregunt qu podra haber en la cara de aquel hombre, que ahora le daba la espalda, para que su ama diera un grito y retrocediera, pero entonces su seora, con un gesto, lo despidi bruscamente.

El recin llegado avanz hasta el centro del saln, lentamen­te, como si estuviera exhausto y respirando con dificultad. En­tonces se apoy en la mesa, frente a la seora de Plougastel. Ella le miraba horrorizada.

Desde el fondo del saln, acostada a medias en un divn, Aline miraba confusa y no sin temor aquel rostro que, aunque difcil de identificar detrs de una mscara de sangre y mugre, le pareca reconocer. Entonces el hombre habl, e instantnea­mente las dos mujeres supieron que era la voz del marqus de La Tour d'Azyr.

-Mi querida amiga -dijo-, perdonadme si os he asustado. Perdonadme si he irrumpido en vuestro jardn, sin previo avi­so, y con esta facha. Pero... me he visto obligado a hacerlo as, pues estoy huyendo de esa gentualla. Mientras corra a tontas y a locas se me ocurri pensar en vos. Si consegua llegar has­ta aqu, estara a salvo, vuestra casa sera mi santuario.

-Estis en peligro?

-En peligro! -El caballero pareci casi rerse ante esa pre­gunta tan ociosa-. Si ahora mismo pusiera un pie en la calle, en menos de cinco minutos estara muerto. Querida amiga, esto es una carnicera. Algunos de los nuestros han logrado es­capar de las Tuneras, pero slo para ser cazados en las calles. Dudo mucho que a estas horas quede un solo suizo vivo. A esos infelices les ha tocado la peor parte, pobres diablos. En cuanto a nosotros, Dios mo!, somos ms odiados que los sui­zos. Por eso he tenido que ponerme este inmundo disfraz.

Se despoj del rado abrigo y, arrojndolo lejos de s, se mos­tr con el ropaje de raso negro que habitualmente distingua a los cien Caballeros del Pual que aquella maana haban de­fendido a su rey.

Su casaca estaba rasgada en la espalda, la chorrera y los pu­os estaban destrozados y manchados de sangre. Con la cara embarrada y completamente despeinado, el marqus ofreca un aspecto terrible. A pesar de lo cual, con su acostumbrada serenidad, bes la temblorosa mano que la seora de Plougas­tel le tenda en seal de bienvenida.

-Habis hecho bien en venir aqu, Gervais -dijo ella-. S, esto es ahora un santuario. Estaris completamente a salvo, por lo menos mientras lo estemos nosotras. Mis criados son de toda confianza. Sentaos y contdmelo todo.

El marqus obedeci, y casi se desplom en el silln que ella le seal. Estaba exhausto, no tanto fsicamente como por el nerviosismo, o por ambas cosas a la vez. Sac un pauelo y enjug algo de la mugre sanguinolenta que cubra su cara.

-No hay mucho que contar -dijo angustiado-. Es nuestro fin, querida amiga. Qu suerte tiene Plougastel estando a es­tas horas al otro lado de la frontera! Pero Plougastel siempre tuvo buena suerte. Si yo no hubiera sido tan necio como para confiar en los que hoy se han mostrado tan poco dignos de confianza, tambin estara ms all de la frontera. Haberme quedado en Pars ha sido la mayor estupidez y la peor insen­satez de una vida llena de locuras y errores. Quizs el colmo haya sido acudir a vos en esta hora de tanta necesidad -dijo sonriendo con amargura.

Apoyndose en el silln, la seora de Plougastel se humede­ci los labios resecos.

-Y... y ahora? -le pregunt.

-Slo me queda escapar en cuanto pueda, si es que eso es posible. Aqu, en Francia, ya no hay lugar para nosotros, como no sea bajo tierra. Hoy ha quedado demostrado -dijo levan­tando los ojos para mirarla, a su lado, tan plida como apoca­da, y le sonri. Entonces acarici la fina mano que descansa­ba en el brazo de su silln-: Mi querida Thrse, a menos que por caridad me deis algo de beber, me morir de sed aqu mis­mo antes de que esa canalla pueda acabar conmigo.

La dama se sobresalt:

-Cmo no lo pens antes! -exclam y, mirando al fondo del saln, pidi-: Aline, dile a Jacques que traiga...

-Aline! -dijo l, como un eco, interrumpiendo la orden y volvindose. Entonces, al verla levantndose del divn, y a pe­sar de su cansancio, se puso en pie de un salto y la salud-: Se­orita, no saba que estuvierais aqu -dijo molesto, inquieto, como si le hubieran sorprendido in fraganti.

-Ya me he dado cuenta, seor -dijo ella mientras se dispo­na a cumplir el encargo de la seora de Plougastel, y aadi-: Sinceramente, me apena que otra vez tengamos que encon­trarnos en circunstancias tan dolorosas.

Desde el da del duelo con Andr-Louis -cuando el marqus vio morir su ltima esperanza de reconquistar su amor-, no haban vuelto a verse frente a frente.

Pareci que iba a decirle algo a Aline, pero se call. Dirigi una mirada extraviada a la seora de Plougastel y, con singu­lar reticencia en alguien que tena tanta labia, guard silencio.

-Pero sentaos, por favor. Estis muy fatigado -dijo ella.

-Gracias por ser tan clemente conmigo. Con vuestro permi­so -y volvi a sentarse mientras Aline se alejaba hacia la puer­ta que conduca a la cocina.

Cuando Aline volvi a entrar en el saln, observ que la condesa y su visitante haban cambiado de posicin. Ahora la seora de Plougastel estaba sentada en el silln de brocado y oro, mientras que el seor de La Tour d'Azyr, a pesar de su fatiga, permaneca inclinado sobre el respaldo hablando seria­mente con ella, como si le suplicara algo. Cuando vio entrar a la joven, l se call en el acto apartndose de la seora de Plougastel, de modo que Aline tuvo la impresin de haber sido indiscreta, pues la condesa estaba llorando.

Detrs de Aline entr el diligente Jacques llevando una ban­deja con vino y algo de comer. La seora de Plougastel escan­ci el vino a su husped, quien, tras beber un trago de Borgoa, le ense sus manos sucias preguntndole si poda asearse un poco antes de empezar a comer.

Jacques se ocup de llevarlo a otra habitacin y, al volver, haba desaparecido hasta el ltimo vestigio de los malos tratos que el marqus haba recibido. Ahora estaba como de cos­tumbre: correctamente vestido. Se le vea sereno, solemne y elegante, aunque su cara estaba plida y marchita como si s­bitamente hubiera envejecido revelando su verdadera edad.

Mientras coma con gran apetito, pues no haba comido nada en todo aquel da, cont en detalles los espantosos suce­sos que vivi, incluyendo su fuga de las Tulleras, cuando vio que todo estaba perdido y los suizos, tras quemar sus ltimos cartuchos, fueron destrozados por la furiosa multitud.

-Oh, no pudimos hacerlo peor! -concluy-. Fuimos dbi­les cuando tenamos que ser enrgicos, y enrgicos cuando ya era demasiado tarde. Eso resume nuestra historia desde el principio de esta maldita lucha. Nos falt un lder, y ahora, como ya he dicho, ha llegado nuestro fin. Slo nos queda es­capar si es que encontramos la forma de hacerlo.

La seora se refiri a Rougane y a la cada vez ms frgil es­peranza que tena de salir de Pars. Y esto disip el pesimismo del seor de La Tour d'Azyr.

-Pues no debis abandonar esa esperanza -asegur-. Si ese alcalde est dispuesto, seguramente su hijo podr hacer lo que os prometi. Pero anoche era demasiado tarde para que l re­gresara, y hoy, suponiendo que haya llegado a Pars, le habr sido casi imposible llegar hasta aqu a travs de las calles to­madas por el otro bando. Probablemente est al llegar. Ruego a Dios para que as sea, pues desde ahora me tranquiliza saber que tanto vos como la seorita de Kercadiou estaris a salvo.

-Queris venir con nosotras? -dijo la seora de Plougastel.

-Ah! Pero cmo?

-El joven Rougane dijo que traera tres salvoconductos: el de Aline, el de mi lacayo, Jacques, y el mo. Vos ocuparais el lu­gar de Jacques.

-Os juro que con tal de salir de Pars, no hay hombre en el mundo cuyo lugar no ocupara -dijo echndose a rer.

Esto los reanim y la esperanza renaca, pero al caer la noche sin que llegara la ansiada liberacin, sus ilusiones se evapora­ron. El seor de La Tour d'Azyr, alegando cansancio, pidi per­miso para retirarse, pues quera descansar un poco y estar en forma para lo que tuviera que afrontar en un futuro inmedia­to. Cuando el marqus sali del saln, la seora de Plougastel convenci a Aline para que tambin fuera a acostarse.

-Querida, te avisar tan pronto llegue Rougane -dijo con entereza, sin dejar de fingir un optimismo que ya se haba desvanecido por completo.

Aline la bes cariosamente y sali aparentando la misma serenidad de la condesa, pero preguntndose si sta se dara cuenta del peligro que se cerna sobre ellas, un peligro acre­centado hasta el infinito con la presencia en la casa de un hombre tan conocido y odiado como el seor de La Tour d'Azyr, a quien probablemente sus enemigos buscaban en aquel preciso instante.

Cuando se qued sola, la seora de Plougastel se dej caer en un sof del saln, de donde no quiso moverse, pues quera estar preparada para cualquier contingencia. Era una calurosa noche de verano, y las vidrieras de las puertaventanas que daban al exuberante jardn estaban abiertas para que entrara el aire. El viento traa intermitentemente ruidos lejanos que de­mostraban a las claras que el populacho segua activo, como si fuera la horrible resaca de aquel da sangriento.

Por espacio de una hora, la seora de Plougastel escuch aquellas resonancias agradeciendo al Cielo que, al menos de momento, los disturbios tuvieran lugar tan lejos, pero sin de­jar de temer que en cualquier momento se acercaran a su ba­rrio, y convirtieran su casa en escenario de horrores semejan­tes a aquellos cuyo eco llegaba hasta sus odos desde los distritos del sur y del oeste.

La condesa estaba a obscuras en el sof, pues todas las luces del gran saln estaban apagadas, a excepcin de las velas de un candelabro de plata maciza que estaba sobre una mesa redon­da de marquetera situada en el centro de la estancia: una isla de luz en medio de la obscuridad.

El reloj que estaba en la repisa de la chimenea dio melodio­samente las diez, y entonces, de pronto, alarmante en su brus­quedad, rompiendo el silencio, otro sonido vibr en toda la casa, haciendo que la dama se sobrecogiera con sentimientos encontrados de miedo y esperanza. Alguien aporreaba brutal­mente la puerta de abajo. Tras unos minutos de angustiosa ex­pectacin, Jacques irrumpi en el saln. Mir a su alrededor sin ver al principio a su ama.

-Seora, seora! -llam jadeando.

-Qu sucede, Jacques?

Ahora que era imperioso dominarse, la voz de la seora de Plougastel sonaba firme. Resueltamente sali de la sombra avanzando hasta la isla de luz alrededor de la mesa.

-Abajo hay un hombre. Pregunta por... quiere veros ense­guida.

-Un hombre? -pregunt ella.

-S... parece un oficial. Por lo menos lleva el fajn de oficial. Se neg a decirme su nombre. Dice que su nombre no os di­ra nada. Insiste en veros personalmente y ahora mismo.

-Un oficial? -se extra la seora.

-Un oficial -repiti Jacques-. Yo no le hubiera dejado en­trar, pero l orden que le abriera la puerta en nombre del pueblo. Seora, a vos os toca decir qu haremos. Robert est conmigo. Si queris... haremos lo que sea...

-No, Jacques, por Dios! -dijo ella de lo ms tranquila-. Si ese hombre quisiera hacernos algn mal, no vendra solo. Traedle aqu, y decidle a la seorita de Kercadiou que venga tambin.

Jacques se alej, ms calmado. La seora de Plougastel se sent junto a la mesa donde estaba el candelabro. Maquinalmente se arregl el vestido. Le pareca que su miedo deba ser tan pasajero como ftiles haban sido sus esperanzas. Como haba dicho, si aquel hombre no viniera en son de paz, hubie­ra venido acompaado.

La puerta volvi a abrirse y reapareci Jacques. Detrs de l, apresuradamente, entr un hombre delgado tocado con un sombrero de ala ancha donde estaba prendida la escarapela tricolor. Ciendo su casaca verde oliva, llevaba una faja de tela tambin tricolor. De su cintura colgaba una espada.

Se quit el sombrero, y a la luz de las velas destell la hebi­lla de acero que lo adornaba. El recin llegado contempl en silencio a la seora de Plougastel. Ms que mirarla desde un rostro enjuto y moreno, aquellos ojos negros la escudriaban con singular intensidad.

La dama se inclin, y su rostro se inund de incredulidad. Entonces sus ojos se iluminaron y el color volvi a sus plidas mejillas. Sbitamente se puso en pie. Estaba temblando.

-Andr-Louis! -exclam.

CAPTULO XVI

La barrera

Andr-Louis pareca haber perdido el don de la risa. Por primera vez no haba aquel brillo risue­o en sus ojos mientras escudriaba a la dama. Sin embargo, aunque su mirada era sombra, sus pensamientos no lo eran. Con su implacable lucidez capaz de traspasar las meras apariencias, con su ilimitada capacidad para la observacin imparcial -que adecuadamente aplicada hubiera podido llevarle muy lejos- perciba lo grotesco, lo ar­tificioso de la emocin que en ese momento experimentaba. Un sentimiento que no quera que lo poseyera. Miraba a la seora de Plougastel consciente de que era su madre, como si el hecho ms o menos accidental de que ella lo hubiera trado al mundo pudiera establecer entre ellos algn lazo real en aquel momento. La maternidad que da a luz al hijo y luego lo aban­dona, es inferior a la de los animales. Andr-Louis haba pen­sado en esto durante las turbulentas horas que necesit para cruzar una conmocionada ciudad donde haba que moverse lentamente si uno no quera perder la vida.

Tuvo tiempo, pues, para llegar a la conclusin de que ayudar a la seora de Plougastel en aquellos momentos era un quijo­tismo puramente sentimental. Saba que las condiciones im­puestas por el alcalde de Meudon antes de entregarle los sal­voconductos, ponan en peligro no slo su futuro, sino tal vez hasta su propia vida. Sin embargo, decidi dar aquel paso, no en atencin a la realidad, sino por consideracin, l, que toda su vida se haba guardado del seuelo de los intiles y vacos sentimentalismos.

En esa especie de desafo pensaba Andr-Louis mientras mi­raba con atencin a la dama, pues era extraordinariamente interesante contemplar conscientemente a su madre, por prime­ra vez, a la edad de veintiocho aos. Por fin dej de mirarla fi­jamente y, volvindose a Jacques, que segua esperando en la puerta, pregunt:

-Podramos hablar a solas, seora?

Ella le hizo una sea al lacayo para que se retirara, y la puer­ta se cerr. En emocionado silencio, sin preguntar nada, ella esper a que le explicara su presencia all a aquella hora de la noche.

-Rougane no poda venir -dijo escuetamente-. Y, a peticin del seor de Kercadiou, he venido en su lugar.

-Vos! Habis venido para salvarnos! -la voz de la seora de Plougastel expresaba ms sorpresa que alivio.

-He venido a eso, y a conoceros, seora.

-A conocerme? Pero qu queris decir, Andr-Louis?

-Esta carta del seor de Kercadiou os lo aclarar.

Intrigada por sus palabras y por la extraa conducta del jo­ven, ella cogi la carta. Rompi el sello. Y con manos temblo­rosas, acerc la misiva al candelabro. A medida que lea, en su rostro se reflejaba el disgusto y sus manos temblaban cada vez ms. Al llegar a la mitad de la carta, se le escap un gemido. Ella le lanz una mirada casi de terror a Andr-Louis. Pero l permaneci increblemente impasible al borde del halo de luz que arrojaba el candelabro, y le indic que siguiera leyendo. La letra del seor de Kercadiou, de suyo indescifrable, se distor­sionaba ahora ms ante los ojos de la dama. No poda seguir leyendo. Adems, qu poda importar lo que dijera el resto de la carta? Con lo que haba ledo era suficiente. La hoja de pa­pel cay de sus manos sobre la mesa, y un rostro plido como la cera se levant melanclicamente para mirar a Andr-Louis con indescriptible tristeza.

-Entonces, lo sabes todo, hijo mo? -susurr.

-S que la seora es mi madre.

La severidad, la sutil mezcla de despiadada burla y reproche con que pronunci esa frase no hizo mella en la seora de Plougastel. Volvi a pronunciar el nombre de su hijo. Para ella, en aquel momento, el tiempo y el mundo se haban dete­nido. El peligro que corra en Pars, como esposa de un intri­gante instalado en Coblenza, haba desaparecido junto con to­das las dems consideraciones. Slo pensaba en el hecho de que su nico hijo ya la conoca, aquel hijo del adulterio, naci­do furtiva y vergonzosamente en un remoto pueblo de Bre­taa, haca veintiocho aos. Nada pudo distraerla en aquel instante supremo, ni tan siquiera la conciencia de que su in­violable secreto haba sido traicionado o las consecuencias que eso pudiera acarrear.

Dio un par de pasos vacilantes hacia Andr-Louis. Abri los brazos, y se le anud la voz al decir:

-No me das un abrazo, Andr-Louis?

Por un momento, l titube, sorprendido por aquel gesto maternal, casi irritado por la respuesta de su corazn, donde los sentimientos luchaban a brazo partido con la razn. Su ra­zn le deca que aquello era irreal, pero la emocin que ella demostraba y que l experimentaba era fantstica. Y se dej llevar. Ella lo abraz y su hmeda mejilla oprimi fuertemen­te la de Andr-Louis, que senta cmo aquel cuerpo, que con­servaba su gracia a pesar de los aos, se estremeca en una tor­menta de pasin.

-Oh, Andr-Louis, hijo mo, no sabes cunto he anhelado este abrazo! Si supieras cunto he sufrido negndomelo a m misma! Kercadiou no debi decrtelo nunca, ni siquiera aho­ra. Era un mal para nosotros dos, quiz ms para ti. Hubiera sido mejor dejarme abandonada a mi destino, cualquiera que fuera. Y, a pesar de todo, cualesquiera que sean las consecuen­cias, poderte abrazar, saber que ya me conoces, orte llamarme madre, oh, Andr-Louis!, eso es algo de lo que no puedo arrepentirme. No poda... no poda ser de otra manera, aunque ya no sea un secreto.

-Y por qu tiene que dejar de ser un secreto? -pregunt l, despojndose de su estoicismo-. Nadie tiene que saberlo. Esto es slo por esta noche. Esta noche somos madre e hijo. Maa­na cada uno volver a ocupar su lugar y, al menos en aparien­cia, olvidaremos lo sucedido.

-Olvidar? No tienes corazn, Andr-Louis?

Esta pregunta volvi a recordarle su actitud ante la vida, esa actitud histrinica que para l era la verdadera filosofa. Tam­bin record la situacin en que se encontraba, y comprendi que no slo l deba sobreponerse, sino tambin ella, ya que dejarse llevar por las emociones, en aquellas circunstancias, poda ser desastroso para todos.

-Eso me lo han preguntado tantas veces que estoy por creer que es verdad -dijo-. Mi pasado tiene la culpa.

Ella lo estrech ms contra su pecho, como si intuyera que l quera zafarse de su abrazo.

-Me ests culpando de todo lo pasado? Conociendo los he­chos, como los conoces, no puedes culparme del todo. Debes ser misericordioso conmigo. Debes perdonarme. No tena eleccin.

-Cuando lo sabemos todo no se puede sino perdonar, seo­ra. sta es la verdad ms profundamente religiosa que se ha escrito jams. De hecho, esa frase es una religin por s mis­ma, la religin ms generosa que puede guiar a los hombres. Lo digo para consolaros, madre.

Ella se separ de l lanzando un grito de espanto. Detrs de Andr-Louis, en la penumbra de la puerta, se dibujaba vaga­mente una silueta fantasmal. Avanzando hacia la luz, la figura se dej ver: era Aline. Vena en respuesta a la llamada, ya ol­vidada, que la seora le haba hecho por medio de Jacques. Al entrar, haba reconocido la voz de Andr-Louis al verlo en brazos de la dama llamndole madre. Y ahora no saba qu le asombraba ms: si su presencia all o lo que acababa de or por casualidad.

-Lo habis odo, Aline? -exclam la seora de Plougastel.

-No he podido evitarlo, seora. Me mandasteis a buscar. La­mento si... -se interrumpi para mirar perpleja a Andr-Louis. Estaba plida, pero serena. Le tendi su mano dicien­do-: Al fin has venido, Andr. Podas haberlo hecho antes.

-He venido cuando haca falta, que es cuando estamos se­guros de ser bien recibidos -contest sin amargura y, tras be­sarle la mano a la joven, aadi amablemente, como suplican­do-: Espero que sabrs perdonar lo pasado, pues, despus de todo, fracas en mis propsitos. No poda presentarme ante ti pretendiendo que fue algo intencionado. No fue as. Y sin em­bargo, segn parece, no te has aprovechado de esa circunstan­cia, pues an ests soltera.

Ella le volvi la espalda, diciendo:

-Hay cosas que jams entenders.

-La vida, por ejemplo -dijo l-. Te confieso que es algo des­concertante. Las explicaciones que tratan de simplificarla no hacen sino complicarla ms -y mientras deca esto miraba a la seora de Plougastel.

-Supongo que ests tratando de decirme algo -dijo la seo­rita.

-Aline! -exclam la condesa, que conoca el peligro de las revelaciones a medias-. S que puedo confiar en ti y que Andr-Louis no pondr ninguna objecin.

Cogi la carta para entregrsela a Aline, pero antes interro­g a su hijo con una mirada.

-Oh, seora, yo por mi parte no me opongo -asegur l-. Es asunto vuestro.

Aline los miraba a los dos extraada y vacilando en tomar la carta que la seora le ofreca. Cuando la hubo ledo de punta a cabo, pensativa, volvi a dejarla sobre la mesa. Por un mo­mento permaneci inmvil, agachando la cabeza, mientras madre e hijo la contemplaban. Entonces, impulsivamente, abraz a la seora de Plougastel.

-Aline! -fue un grito de asombro, casi de alegra-. No me aborreces?

-Querida amiga! -dijo Aline besando el rostro baado en lgrimas que pareca haber envejecido en las ltimas horas.

Mantenindose en segundo plano, Andr-Louis luchaba contra la emocin, y habl con la voz de Scaramouche:

-Sera aconsejable, seoras, que dejramos las efusiones para otro momento, cuando tengamos ms tiempo y mayor seguridad. Se hace tarde. Si queremos salir de este infierno, hay que hacerlo ahora mismo.

Era una advertencia tan clara como necesaria. Las dos mu­jeres volvieron a la realidad, y enseguida fueron a hacer los preparativos del viaje.

Dejaron solo a Andr-Louis en el saln, y durante un cuar­to de hora pudo soportar su impaciencia nicamente porque tena la cabeza como una olla de grillos. Cuando al fin volvie­ron las mujeres, las acompaaba un hombre alto, con un so­bretodo verde de largos faldones y un sombrero con el ala vuelta hacia abajo. El individuo permaneci respetuosamente junto a la puerta, en la sombra.

Entre las dos lo haban acordado as, o ms bien fue la con­desa quien lo haba decidido cuando Aline le previno de que Andr-Louis no movera un dedo para salvar al marqus to­mando en cuenta el odio que le tena.

A pesar de la estrecha amistad que una al seor de Kerca­diou y a su sobrina con la seora de Plougastel, haba ciertos detalles que ella ignoraba. Uno era el proyecto de matrimonio que alguna vez existi entre Aline y el marqus de La Tour d'Azyr. Aline, tomando en cuenta la confusin de sus emocio­nes, jams se lo haba comunicado a su amiga, ni tampoco el seor de Kercadiou, pues desde su llegada a Meudon ya vea que aquel enlace sera muy difcil de realizar. Por otra parte, el seor de La Tour d'Azyr se mostr tan discreto respecto a Aline la maana del duelo, cuando la encontr desvanecida en el carruaje de la seora de Plougastel, que sta no se dio cuenta de nada. Tampoco saba la condesa que la hostilidad entre el marqus y Andr-Louis no fuera simplemente de carcter po­ltico, pues pensaba que aquel duelo era otro de los tantos que el paladn del Tercer Estado haba entablado en el Bois en aquellos das. Aline no le haba dicho nada al respecto para no afligir a la dama ms de lo que estaba. Sin embargo, la conde­sa se daba cuenta de que, aunque el rencor de Andr-Louis fuera estrictamente poltico, aquel duelo inconcluso era causa suficiente para motivar los temores de Aline.

Por eso la seora de Plougastel haba concebido el plan ms obvio, del que Aline sera cmplice pasiva. Pero ambas haban cometido el error de no prevenir ni persuadir al seor de La Tour d'Azyr. Haban confiado enteramente en su ansia por es­capar de Pars para que hiciera el papel que le imponan. Es decir, el que ya le haban propuesto: que ocupara el lugar de Jacques, el lacayo. Pero no haban contado con el exagerado sentido del honor de hombres como el marqus, educados en falsos preceptos.

Volvindose para mirar al hombre disfrazado, Andr-Louis avanz desde el fondo obscuro del saln. La trmula luz de las velas ilumin brevemente su delgado y plido rostro y el fin­gido lacayo se sobresalt. Entonces tambin l se adelant ha­cia la mesa donde estaba el candelabro y se quit el sombrero. Andr-Louis observ que su mano era fina y blanca, y que un diamante rutilaba en uno de sus dedos. Al darse cuenta de quin era aquel hombre, por un momento se qued sin habla.

-Seor -deca en ese momento el orgulloso y altanero mar­qus-, no puedo aprovecharme de vuestra ignorancia. Si estas damas han podido convenceros de que me salvis, por lo me­nos debis saber a quin vais a salvar.

Permaneca junto a la mesa, envarado y digno, dispuesto a morir como haba vivido si es que era preciso, sin miedo ni engaifas.

Andr-Louis camin lentamente hasta llegar al otro lado de la mesa, y entonces los msculos de su cara se aflojaron y se ech a rer.

-Os res? -dijo el seor de La Tour d'Azyr frunciendo el ceo, ofendido.

-Todo esto es terriblemente divertido! -coment Andr-Louis.

-Tenis un extrao sentido del humor, seor Moreau.

-Oh, s, lo admito! Lo inesperado siempre me ha parecido cmico. Desde que nos conocemos, he descubierto en vos mu­chas cosas. Y lo que esta noche he descubierto es lo nico que no poda esperarme: un hombre sincero.

El seor de La Tour d'Azyr se estremeci. Pero no trat de replicar.

-Slo por eso, seor, estoy dispuesto a ser clemente -dijo Andr-Louis-. Probablemente cometo una estupidez. Pero vuestra honradez me ha cogido por sorpresa. Os doy tres mi­nutos para que abandonis esta casa y os las arreglis por vuestros propios medios para salvar el pellejo. Lo que os pue­da ocurrir despus, all afuera, no es asunto mo.

-Oh, no, Andr! Escucha... -comenz a decir angustiada la seora de Plougastel.

-Perdn, seora, pero es todo lo que puedo hacer, y ya estoy faltando a mi deber. Si el seor de La Tour d'Azyr sigue aqu, no slo ser su fin, sino el vuestro tambin. Si no se va ense­guida, tendr que acompaarme al cuartel general del barrio, y dentro de una hora su cabeza estar en la punta de una pica. Este seor es un notorio contrarrevolucionario, un Caballero del Pual a quien el populacho enfurecido est dispuesto a ex­terminar. Ahora, seor, ya sabis lo que os aguarda. Decidios, y enseguida, aunque slo sea en consideracin a estas damas.

-Pero es que t no sabes, Andr-Louis... -la seora de Plougastel le hablaba ahora con indescriptible angustia y se acerc a su hijo cogindolo por un brazo-. Por el amor de Dios, Andr-Louis, s clemente con l. Tienes que serlo!

-Pero, seora, eso es lo que estoy haciendo. Estoy siendo mucho ms clemente de lo que l merece. Y l lo sabe. El des­tino ha entreverado de una forma curiosa nuestras vidas has­ta hacernos coincidir aqu esta noche. Es como si el destino le obligara a recibir el castigo que merece. Pero por vuestra seguridad, no aprovecho esta ocasin nica que el azar me ofre­ce, siempre y cuando l haga inmediatamente lo que le or­deno.

Desde el otro lado de la mesa, el marqus habl framente mientras su mano derecha se deslizaba bajo los faldones de su gabn.

-Me alegro, seor Moreau, de que adoptis ese tono conmi­go. Me ahorris hasta el ltimo escrpulo. Acabis de hablar del destino, y estoy de acuerdo con vos en que ha obrado de un modo extrao en nuestras vidas, aunque quiz no con el fi­nal que suponis. Durante aos os habis cruzado en mi cami­no, siempre estorbando y frustrndolo todo, siempre sobre mi cabeza como una espada de Damocles. Incesantemente habis amenazado mi vida, primero indirecta y luego directamente. Vuestro entremetimiento en mis asuntos ha arruinado mis ms queridas esperanzas, quiz con ms eficacia de la que su­ponis. Sois peor que una pesadilla. Y sois uno de los cul­pables de la situacin desesperada en que me encuentro esta noche.

-Un momento! Escuchad! -dijo ardientemente la seora de Plougastel, como movida por una corazonada de lo que iba a venir-. Gervais! Esto es horrible!

-Horrible tal vez, pero inevitable -dijo el seor de La Tour d'Azyr-. As lo ha querido l. Soy un hombre desesperado, el fugitivo de una causa perdida. Este hombre tiene la llave de mi salvacin. Adems, entre l y yo hay una cuenta pendiente.

Entonces sac la mano de debajo del faldn del gabn y em­puaba una pistola. La seora de Plougastel chill precipitn­dose hacia el marqus. Arrodillndose ante l, le sujet el bra­zo, aferrndolo tanto que en vano el marqus trataba de librarse de su mano.

-Thrse! -grit-. Estis loca? Queris poner en peligro mi vida y la vuestra! Ese monstruo tiene los salvoconductos que son nuestra salvacin. Su vida no vale nada.

Desde el fondo del saln, Aline, que presenciaba horrorizada la escena, habl rpidamente indicndole a su amado la nica forma de escapar de aquel callejn sin salida.

-Quema esos salvoconductos, Andr! Qumalos ensegui­da, ah, en las velas del candelabro!

Pero Andr-Louis se haba aprovechado del breve forcejeo del marqus con la seora de Plougastel para sacar tambin su pistola.

-Creo que lo mejor ser que le queme la cabeza abrindole un agujero -dijo-. Separaos de l, seora.

Lejos de obedecer aquella orden imperiosa, la seora de Plougastel se levant y cubri con su cuerpo al marqus, pero sin dejar de agarrarle la mano para que no pudiera usar su pistola.

-Andr! Por el amor de Dios, Andr! -le implor con voz ronca.

-Apartaos, seora! -orden Andr-Louis de nuevo, ms enrgicamente-. Dejad que este asesino reciba su merecido. l ha hecho peligrar todas nuestras vidas, y ha perdido el dere­cho a vivir la suya por lo que ha hecho en todos estos aos. Apartaos!

Entonces dio un salto tratando de disparar por encima del hombro de la dama, y Aline corri hacia l, pero era demasia­do tarde.

-Andr! Andr!

Con la voz empaada, demudada, anhelante, casi al borde de la histeria, la afligida condesa puso al fin una eficaz y terri­ble barrera entre aquellos dos hombres que se odiaban a muerte, decididos a quitarse la vida uno al otro:

-Es tu padre, Andr! Gervais, es tu hijo... nuestro hijo! Lee esa carta... ah, sobre la mesa. Oh, Dios mo!

Y, enervada, cay al suelo, y all se qued acurrucada, sollo­zando a los pies del seor de La Tour d'Azyr.

CAPTULO XVII

Salvoconducto

Por encima del cuerpo de aquella mujer que llo­raba -madre de uno y amante del otro- las mira­das asombradas de los dos mortales enemigos se encontraron en medio de una curiosidad horrori­zada que no admita palabras. Aline permaneca al otro lado de la mesa, petrificada de espanto por aquella ltima reve­lacin.

El seor de La Tour d'Azyr fue el primero en moverse. A pe­sar del desconcierto, record que la seora de Plougastel le ha­ba dicho algo acerca de una carta que estaba sobre la mesa. Lo que acababa de decir la condesa, hizo que avanzara resuelta­mente, sin miedo. Pas tambalendose por delante del hijo re­cin descubierto y cogi la hoja de papel que estaba junto al candelabro. Durante un instante que dur una eternidad, ley sin que nadie le hiciera caso. Estupefacta y llena de conmise­racin, Aline contemplaba a Andr-Louis mientras ste mira­ba, perplejo y fascinado, a su madre.

El seor de La Tour d'Azyr termin de leer la carta y, en si­lencio, volvi a dejarla donde estaba. Reaccionando de forma natural en un hijo de aquel siglo artificioso, severamente edu­cado en la supresin de las emociones, lo primero que hizo fue serenarse. Despus volvi al lado de la seora de Plougastel, y se agach para levantarla. -Thrse! -dijo.

Obedeciendo instintivamente, la dama hizo un esfuerzo para levantarse, dominndose a su vez. El marqus la condu­jo hasta el silln que estaba junto a la mesa.

Andr-Louis los miraba enmudecido, aturdido, sin dar ni un paso para ayudar a levantar a su madre. Como en un sueo, vio al marqus inclinarse sobre la seora de Plougastel. Y como en un sueo, le oy preguntar:

-Cunto hace que lo sabes, Thrse?

-Yo... siempre lo he sabido... siempre. Se lo confi a Kercadiou. Y una vez fui a verle, cuando era un nio. Pero eso ya no importa.

-Por qu nunca me lo dijiste? Por qu me engaaste di­ciendo que el nio haba muerto pocos das despus de nacer? Por qu, Thrse? Por qu?

-Tena miedo. Pens... pens que as sera mejor... que se­ra mejor que nadie, nadie!, ni siquiera t, lo supiera. Y nadie, excepto Quintn, lo ha sabido hasta anoche cuando para in­ducirle a venir aqu y salvarme se vio obligado a decrselo a l.

-Pero y yo, Thrse? -insisti el marqus-. Yo tena dere­cho a saberlo.

-Tenas derecho! Y qu hubieras podido hacer? Recono­cerle acaso? Y despus, qu? Ah! -la dama sonri desespera­da-. Haba que pensar en mi esposo, yo tena mi familia. T mismo habas dejado de quererme, pues el miedo a que se descubriera todo haba apagado en ti el amor. Por qu no te lo dije entonces? Por qu? Tampoco te lo hubiera dicho aho­ra de haber encontrado otra manera de... de salvaros a los dos. Ya en cierta ocasin sufr el mismo pnico, cuando os en­frentasteis en el Bois de Boulogne. A mi manera, iba a tratar de evitar aquel duelo cuando nuestros coches se encontraron. Con tal de evitar aquel horror, en ltima instancia, estaba dis­puesta a revelar la verdad. Pero Dios, en su infinita misericor­dia, hizo que no fuera necesario.

Por increble que pareciera aquella declaracin, a ninguno de los presentes se le haba ocurrido ponerla en duda. Incluso si as hubiera sido, estas ltimas palabras disipaban cualquier duda, pues explicaban lo que hasta ese momento haba per­manecido oculto.

Vencido, el seor de La Tour d'Azyr se dej caer en un silln. Perdiendo por un momento el absoluto dominio de s mismo, se llev las manos al rostro. Por las abiertas puertaventanas del jardn llegaba el lejano redoble de un tambor recordndoles lo que ocurra afuera, en la ciudad. Pero aquel ruido pas inad­vertido para todos. Era como si cada uno de ellos estuviera enfrentado a un horror mucho mayor que el que atormenta- iba a Pars. Al fin, Andr-Louis habl en voz baja, con inexorable apata:

-Seor de La Tour d'Azyr, creo que estaris de acuerdo conmigo en que este descubrimiento es tan desagradable y terri­ble para vos como para m, y que no borra nada de lo sucedi­do hasta ahora entre nosotros. Si algo altera, es slo para aadir algo ms a la cuenta pendiente. Y, sin embargo... Oh! Para qu sirven ahora las palabras? Aqu tenis este salvocon­ducto que os convierte en el lacayo de la seora de Plougastel. Huid con l lo mejor que podis. A cambio, os suplico el favor de no volver a vernos ni a or hablar de vos jams.

-Andr! -grit su madre avanzando hacia l y de nuevo surgi la pregunta-: Acaso no tienes corazn? Qu te ha he­cho para que lo odies tanto?

-Escuchad, seora. Hace dos aos, en este mismo saln, os habl de un hombre que haba asesinado brutalmente a mi mejor amigo y que luego haba seducido a la mujer con la que iba a casarme. Ese hombre es el seor de La Tour d'Azyr.

Por toda respuesta, la dama gimi y se cubri el rostro con las manos. El marqus volvi a ponerse en pie. Lentamente se acerc a su hijo sostenindole la mirada.

-Eres duro -dijo severamente-. Pero reconozco ese rasgo de carcter. No puedes negar la sangre que corre por tus venas.

-No me lo recordis -dijo Andr-Louis.

El marqus baj la cabeza.

-No volver a mencionarlo. Pero deseo que por una vez al menos me comprendas, y t tambin, Thrse. Me acusas de haber asesinado a tu amigo ms querido. Admito que los medios empleados quiz fueron indignos. Pero qu otros me­dios tena a mi disposicin para defenderme de esas ideas que desde entonces me amenazan da tras da? Philippe de Vilmorin era un revolucionario, un hombre con ideas nuevas, que quera destruir la sociedad para reconstruirla de acuerdo con los ideales de los suyos. Yo perteneca al orden establecido y, con el mismo derecho que l, quera que la sociedad se man­tuviera como estaba. No slo era mejor as para m y los mos, sino que sigo convencido de que era mejor para todo el mun­do, pues no es posible concebir la sociedad de otro modo. To­da sociedad humana, por fuerza, se compone de varias clases. Podris transformarla temporalmente en una cosa amorfa, con una revolucin como sta; pero slo temporalmente. Pronto, despus del caos suscitado por los tuyos, el orden se restable­cer o la vida desaparecer; y junto con el orden se restablece­r la diferenciacin social, esas distintas clases que son necesa­rias para la organizacin de cualquier sociedad. Los que ayer estaban en lo alto, en el nuevo orden de cosas, sern despo­sedos sin ningn beneficio para el conjunto de la sociedad. Yo me opona a este cambio. se era el espritu contra el que yo luchaba con las armas de que dispona, dondequiera que las encontraba. Philippe de Vilmorin era el tipo de revoluciona­rio ms subversivo, un hombre elocuente, animado por falsos ideales, un pobre ignorante engaado que crea que ese cam­bio convertira el mundo en un lugar mejor para l y los que piensan como l. S que estoy ante un hombre inteligente y te desafo a contestarme, de todo corazn y a conciencia, si real­mente crees que semejante cambio es posible. Sabes que no lo es. Sabes que es una perniciosa doctrina, sobre todo en los labios de Philippe de Vilmorin, puesto que era sincero y elo­cuente. Su voz era un peligro que haba que... silenciar. Era necesario, en defensa propia, y as lo hice. Personalmente, yo no tena nada contra Philippe de Vilmorin. Era un hombre de mi propia clase: un caballero afable, gentil, inteligente y talen­toso...

Al cabo de una pausa, prosigui:

-T me imaginaste matndole por el placer de matar, como la bestia que en la jungla se lanza sobre su presa. se ha sido tu error desde el principio. Lo que hice, lo hice con dolor de mi alma. Oh, no sonras de ese modo tan irnico! Jams he mentido. Y juro aqu y ahora, por mi fe en Dios, que lo que digo es cierto. Me repugn lo que hice. Pero por mi propia se­guridad y la de mi sociedad, tuve que hacerlo. Pregntate si hubiera vacilado Philippe de Vilmorin en matarme de haber credo que con mi muerte poda anticipar la realizacin de su utopa. A partir de aquel momento, decidiste que la ms dul­ce venganza sera frustrar mi propsito reviviendo la voz que yo haba acallado, convirtindote en un seguidor del apostola­do de igualdad predicado por Philippe de Vilmorin. Encegue­cido por la visin de ese mundo nuevo, no veas que Dios no ha hecho a los hombres iguales. En fin, esta noche ests en condiciones de juzgar quin de nosotros tena razn y quin no. Ya ves lo que sucede en Pars. Ya ves el enloquecido fantas­ma de la anarqua sobrevolando este pas que sucumbe en me­dio del caos. Probablemente tengas suficiente imaginacin para prever algo de lo que vendr despus. Te engaas hasta el punto de suponer que de estas ruinas puede nacer una for­ma ideal de sociedad? No comprendes que esa sociedad ten­dr que reorganizarse tarde o temprano? Pero qu ms voy a decir? Creo haber dicho lo bastante para que se comprenda que lo nico que realmente importa es que mat a Philippe de Vilmorin cumpliendo con un deber hacia mi clase. Y la ver­dad, aunque quizs an os ofenda, es que esta noche puedo mi­rar hacia atrs con ecuanimidad, y sin hacerme otro reproche aparte del hecho de que aquello nos enfrent a ti y a m. Aquel da en Gavrillac, cuando arrodillado junto al cuerpo de Vil­morin me insultaste provocndome, de haber sido yo la fiera que supones, te hubiera matado tambin. Como bien sabes, soy un hombre de pasiones impulsivas. Y sin embargo, domi­n la ira natural que naca en m, porque puedo perdonar una afrenta personal, pero no un ataque calculado contra mi clase.

El caballero hizo otra pausa. Andr-Louis permaneca rgi­do, escuchando y reflexionando. Las mujeres tambin. Enton­ces el marqus prosigui, en una tesitura menos convincente:

-En cuanto al asunto de la seorita Binet, fue una desgracia. Hice el mal sin querer. No conoca vuestras relaciones.

Andr-Louis le interrumpi con una pregunta.

-Hubiera sido de otro modo de haberlas conocido?

-No -respondi sinceramente el caballero-. Tengo los de­fectos de los hombres de mi clase. No puedo asegurar que hu­biera sentido escrpulos. Pero si eres capaz de juzgar imparcialmente, puedes realmente considerarme culpable de eso?

-Seor, si tomamos en consideracin tantas cosas, me ver forzado a llegar a la conclusin de que nadie es culpable de nada en este mundo, pues todos somos juguetes del destino. Por ejemplo, fijaos en esta reunin, una reunin de familia, aqu, esta noche, mientras all afuera... Oh, Dios mo! Tene­mos que acabar con esto de una vez. Sigamos nuestros cami­nos y pongamos punto final a este horrible captulo de nues­tras vidas.

El seor de La Tour d'Azyr le mir grave, triste, y dijo en un hilo de voz:

-Quiz lo mejor sea -pero entonces, volvindose a la seo­ra de Plougastel, agreg-: Si algo malo he de reprocharme en esta vida, si de algo he de arrepentirme amargamente, es del dao que te hice a ti, mi querida...

-No, ahora no, Gervais! -balbuce ella, interrumpindole.

-Ahora, por primera y ltima vez, os digo adis. No es pro­bable que volvamos a encontrarnos, ni que yo vuelva a ver a ninguno de vosotros, que sois lo ms cercano y querido para m. l ha dicho que somos juguetes del destino. Ah, pero no es del todo cierto! El destino es una fuerza inteligente que conduce a un fin. En la vida pagamos por el mal que hacemos. sta es la leccin que he aprendido esta noche. En un acto de traicin engendr un hijo desconocido, que tan ignorante como yo de nuestro parentesco, se convirti en la pesadilla de mi vida, cruzndose en mi camino y entorpecindolo, hasta que finalmente, ayud a que otros me hicieran caer en la rui­na. Me parece justo. Es un acto de justicia potica. Aceptar resignadamente este hecho es la nica expiacin que puedo ofrecerte.

Se inclin, y cogiendo la mano de la seora de Plougastel, dijo con un nudo en la garganta:

-Adis, Thrse.

Se haba acabado su frreo dominio sobre s mismo. Sin aver­gonzarse ante los presentes, ella le abraz. Las cenizas del muer­to idilio haban sido profundamente removidas aquella noche y algunos rescoldos brillaron antes de apagarse por completo. Sin embargo, ella no hizo nada para detenerle. Comprenda que su hijo haba sealado el nico camino posible y prudente, y agradeca que el seor de La Tour d'Azyr lo hubiera aceptado.

-Anda con Dios, Gervais! -murmur-. No olvides llevar el salvoconducto y... hazme saber que ests a salvo en algn lugar.

l sostuvo el rostro de Thrse un momento entre sus ma­nos. Entonces lo bes muy tiernamente, y se separ de ella. Er­guido, y en apariencia tranquilo, se volvi a Andr-Louis, que le tenda una hoja de papel.

-Es el salvoconducto. Tomadlo, seor. Es el primero y el l­timo regalo que puedo ofreceros: el regalo de la vida. De este modo, en cierto sentido, estamos en paz. No es una irona ma, seor, sino del destino. Tomadlo y que la paz de Dios os acompae.

El seor de La Tour d'Azyr tom el documento. Sus ojos mi­raban ansiosamente el delgado rostro que estaba frente a l, mirndolo severamente. Meti el papel en la pechera del ga­bn, y entonces, abruptamente, tendi la mano. Los ojos de su hijo le interrogaban.

-Haya paz entre nosotros, en nombre de Dios -dijo el mar­qus con voz apagada.

La piedad acab imponindose en Andr-Louis. Algo de la austeridad de su rostro desapareci mientras suspiraba:

-Adis, caballero!

-Eres duro -repiti su padre entristecido-. Pero tal vez ten­gas derecho a serlo. En otras circunstancias, me hubiera senti­do orgulloso de tener un hijo como t. Sea como sea... -se in­terrumpi bruscamente, y agreg-: Adis.

Solt la mano de su hijo y dio un paso atrs. Los dos hom­bres se saludaron con una inclinacin. Entonces el seor de La Tour d'Azyr hizo una reverencia ante Aline, en medio de un silencio que contena algo as como una definitiva renuncia. Y luego sali del saln, y de sus vidas, para siempre. Unos me­ses despus se supo que estaba al servicio del emperador de Austria.

CAPTULO XVIII

Salida del sol

Al otro da por la maana, Andr-Louis tomaba el fresco en la terraza de la residencia de Meudon. Era muy temprano y el sol acaba de salir transformando en diamantes las gotas de roco que an alfombraban el csped. All abajo, en el valle, a unas cin­co millas de distancia, la neblina matinal se levantaba sobre Pars. A pesar de ser tan temprano, en la casa de la colina, ya todos estaban despiertos, atareados en los preparativos de un viaje inminente.

Andr-Louis haba salido la noche anterior de Pars con su madre y con Aline, y ahora deban partir todos hacia Coblenza.

Andr-Louis se paseaba despacio de ac para all. Nunca en su vida haba tenido tanto en qu pensar. As que caminaba con las manos cruzadas a la espalda y mirando al suelo cuan­do, de pronto, vio aparecer a Aline a travs del cristal de la puerta de la biblioteca.

-Qu temprano te has levantado! -le salud la joven.

-S, ni siquiera he dormido. Pas la noche sentado junto a la ventana, pensando.

-Mi pobre Andr!

-En efecto. Realmente soy muy pobre porque no s ni com­prendo nada. No hay nada ms calamitoso que no compren­der una situacin. Entonces... -dijo levantando las manos y dejndolas caer otra vez. Aline observ su rostro y vio que es­taba ojeroso y trasnochado.

Aline pase junto con l a lo largo de la balaustrada cubier­ta por el manto verde y rojo de los geranios.

-Ya has decidido lo que vas a hacer? -le pregunt ella.

-He decidido que no tengo eleccin. As que tengo que emi­grar tambin. Por suerte, eso es an posible, del mismo modo que fue una suerte que ayer, en el caos de Pars, no encontra­ra a nadie a quien presentarme, como estpidamente pensaba hacer, en cuyo caso no tendra esta arma poderosa -y sac de su bolsillo el poderoso pasaporte de la Comisin de los Doce: un documento que ordenaba a todos los franceses que presta­ran ayuda a su portador en lo que fuera necesario, advirtien­do, de paso, que los que le crearan dificultades, corran el ries­go de perder la vida-. Con esto podr conduciros a todos y pasar la frontera con seguridad. Al otro lado de la frontera, la seora de Plougastel y el seor de Kercadiou tendrn que con­ducirme a m, y as estaremos en paz.

-En paz? -pregunt ella-. Pero no podrs regresar!

-Por supuesto que no, de ah mi impaciencia por partir cuan­to antes. Dentro de dos o tres das empezarn las pesquisas. Empezarn a preguntarse qu ha sido de m. Por fin se sabr todo. Y entonces empezar la cacera. Pero entonces ya estar tan lejos que no podrn perseguirme. Crees que yo podra dar­le al gobierno una explicacin satisfactoria de mi ausencia, su­poniendo que haya algn gobierno al cual dar explicaciones? -Eso quiere decir que... que vas a sacrificar tu futuro, esa carrera que habas emprendido? -pregunt pasmada.

-Tal como estn las cosas, no hay aqu ninguna carrera para m, por lo menos no una carrera honrada. Y espero que no pienses que puedo convertirme en un hombre deshonesto. sta es la hora de los Danton, de los Marat, la hora de la chus­ma que tomar las riendas del gobierno, embriagada por la vanidad que los Marat y los Danton han infundido en ese po­pulacho. Esto slo puede conducir al caos y al despotismo ms brutal. Pero no podr durar, porque una nacin gobernada por esos elementos se marchita y decae.

-Yo crea que eras republicano -dijo ella.

-Claro que lo soy, y hablo como republicano. Yo sueo con una sociedad que escoja a los mejores entre todas las clases, y que niegue a cualquier clase o corporacin -ya sean los no­bles, el clero, los burgueses o el populacho- el derecho exclu­sivo a detentar el poder. Cuando gobierna una sola clase, es fatal para todos. Hace dos aos pareca que habamos realiza­do nuestro ideal. El monopolio del poder le haba sido arre­batado a la clase que durante tanto tiempo y tan injustamen­te lo haba ejercido gracias al ya intil derecho hereditario. Habamos repartido el poder equitativamente en el Estado, y si los hombres se hubieran contentado con llegar hasta all, todo hubiera ido bien. Pero nuestro mpetu nos llev dema­siado lejos, mientras las clases privilegiadas nos provocaban con su oposicin, y el resultado es el horror que vimos ayer, y eso es slo el principio. No, no! -concluy-. Aqu slo po­drn hacer carrera en Francia los hombres venales, los opor­tunistas, pero nadie que se respete a s mismo. Ha llegado la hora de partir. Y no hago ningn sacrificio al hacerlo.

-Pero adonde irs? A qu te dedicars?

-Oh, har cualquier cosa. Piensa que en slo cuatro aos he sido abogado, poltico, espadachn y bufn, especialmente esto ltimo. Siempre habr un lugar en el mundo para Scara­mouche. Adems, no sabes que, a diferencia de Scaramouche, en esto he sido previsor? Soy propietario de una pequea ha­cienda en Sajonia. Creo que la agricultura me vendr bien.

Es una ocupacin contemplativa, y digan lo que digan, yo no soy un hombre de accin. No tengo las cualidades para serlo.

Ella le contempl con sus risueos ojos azules.

-Es que hay algo para lo que no tengas cualidades? Me asombrara.

-Realmente piensas eso? Sin embargo, no puedes decir que haya tenido xito en ninguno de los papeles que he interpre­tado. Porque al final siempre tengo que huir. Ahora huyo de la prspera academia de esgrima, que llegar a ser propiedad de Le Due. Eso me pasa por haberme metido en poltica, cosa de la cual tambin huyo ahora. Realmente en lo que siempre me he destacado es en el arte de la fuga. Y se es tambin un atributo de Scaramouche.

-Por qu siempre tienes que burlarte de ti mismo? -pre­gunt ella.

-Supongo que porque formo parte de un mundo que est loco. Cmo quieres que me tome en serio a m mismo? Aca­bara por perder la lucidez, sobre todo desde que he descu­bierto quines son mis padres.

-No hables as, Andr! -suplic Aline-. No eres sincero.

-Claro que no lo soy. Cmo se puede esperar sinceridad de los hombres si la hipocresa es la verdadera clave de la natura­leza humana? En ella nos cran, en ella nos educan, en ella vi­vimos, aunque rara vez nos demos cuenta. La hemos visto predominar en Francia durante los cuatro ltimos aos: hi­pocresa en labios de los revolucionarios, hipocresa en boca de los defensores del antiguo rgimen; todo esto no ha sido ms que un turbulento ro de hipocresa cuyo resultado es este caos. Y yo, que todo lo critico en esta maana de sol que es un regalo de Dios, soy el ms redomado y despreciable de todos los hipcritas. Esta certidumbre es lo que me ha tenido en vela toda la noche. Durante dos aos he perseguido por todos los medios a mi alcance... al seor de La Tour d'Azyr... -haba hecho una pausa antes de pronunciar aquel nombre, como si ahora no supiera cmo deba llamarle-... y durante estos dos aos me he engaado acerca del motivo que me impulsaba. l hablaba de m anoche llamndome la pesadilla de su vida, e incluso reconoci que era justo que as fuera. Tal vez tuviera razn, pues es probable que, de no haber muerto Philippe de Vilmorin, todo hubiera sido igual. Hoy s que hubiera sido as. Y por eso digo que soy un hipcrita, un pobre hipcrita que se engaa a s mismo.

-Pero por qu, Andr?

l se detuvo para contemplarla:

-Porque todo lo haca por ti, Aline. Porque t eras la nica causa que me haca luchar contra l, intransigentemente. Por­que slo pensaba en derribarle a tiempo para impedir que fueras vctima de tu propia ambicin. No me gustara tener que hablar de l ms de lo necesario. A partir de este momen­to espero no tener que volver a mencionarlo. Antes de que nuestras vidas se cruzaran, ya le conoca por los rumores que corran por el campo. Ya entonces me resultaba detesta­ble. Ya le oste anoche aludir a esa infeliz seorita, la Binet. Ha­brs odo que para justificar su falta, sac a relucir su estilo de vida, su formacin. Supongo que sa es su explicacin. Es el tipo de hombre que corresponde a su clase. Y con eso ya est dicho todo! Pero para m era la encarnacin del mal, del mis­mo modo que t has sido siempre la personificacin del bien. l representaba al pecado, y t la pureza. Yo te haba colocado en un trono muy alto, Aline. Poda soportar que la ambicin te hiciera descender de ese altar, que el mal que yo detestaba se uniera a la bondad que yo tanto amaba? Qu podas en­contrar en l, como te dije aquel da en Gavrillac, sino la con­denacin? Por eso mi odio hacia l se convirti en un asunto personal. Resolv salvarte a toda costa de un destino tan ho­rrible. Si me hubieses dicho sinceramente que le amabas, todo hubiera sido distinto. En ese caso, yo hubiera podido confiar en que una unin santificada por el amor le hubiera podido elevar hasta tu pureza. Pero que t, por otras consideraciones, y sin amor, te unieras a l... Oh, eso era una infamia y me entristeca! Por eso luch contra l, como lucha un ratn contra un len, implacablemente, hasta que vi cmo el amor susti­tua a la ambicin en tu corazn.

-Hasta que viste cmo el amor sustitua a la ambicin en mi corazn! -las lgrimas empaaban los ojos de Aline. El asombro era ms fuerte que su emocin-. Cundo notaste eso? Cundo?

-Ahora s que estaba equivocado. Sin embargo, una vez... aquella maana, cuando viniste a suplicarme que no fuera al duelo con l en el Bois, lo que te impulsaba era tu inters por l?

-Por l? No, era por ti -exclam ella sin pensar en lo que deca.

Pero eso no le convenci.

-Por m? T sabas, como todo el mundo, lo que haba sido capaz de hacer durante aquella semana!

-S, pero l era superior a tus otros adversarios. Tena fama de ser insuperable. Mi to me asegur que era invencible, y me convenci de que estabas perdido.

Andr la mir frunciendo el ceo.

-Ests segura, Aline? -pregunt gravemente-. Comprendo que, habiendo cambiado desde entonces, ahora quieras negar tus sentimientos hacia l, pero... en fin, supongo que eso es normal en las mujeres.

-Qu ests diciendo, Andr? Qu equivocado ests! Slo te he dicho la verdad.

-Y fui yo tambin la causa de que te desmayaras cuando le viste regresar herido del duelo? Eso me abri los ojos.

-Herido? Yo no vi su herida. Le vi sentado en su coche, al parecer sano y salvo, y deduje que te haba matado como ha­ba jurado hacer. Qu otra cosa poda pensar?

Andr-Louis vio como una luz resplandeciente, cegadora, que le asust. Dio un paso atrs y arrug la frente:

-Y por eso te desmayaste? -pregunt incrdulo.

Ella le mir sin contestar. Ahora empezaba a darse cuenta de cuan lejos haba llegado para darle a entender su error, y a sus ojos asom un miedo sbito. l le tendi las manos.

-Aline! Aline! -dijo con un nudo en la garganta-. Enton­ces fue por m que...

-Oh, Andr-Louis, qu ciego estabas, siempre ha sido por ti, siempre! Nunca pens en l, ni siquiera para un matrimo­nio de conveniencia, excepto durante un breve tiempo, cuan­do... cuando esa actriz entr en tu vida -y aqu se interrum­pi y volvi la cara con expresin de desagrado-. Slo entonces, al ver que no tena otro camino que seguir, decid dejarme llevar por la ambicin.

Al orla, Andr-Louis se qued estupefacto.

-Estoy soando, por supuesto. O estoy loco?

-Ms bien ests ciego, Andr. Totalmente ciego -asegur ella.

-Ciego slo porque tena la presuncin de ver.

-Y sin embargo, que yo sepa, nunca has sido muy modesto que digamos -contest ella, y por un instante fue la misma Aline de siempre.

Poco despus, el seor de Kercadiou se asom a la ventana de la biblioteca, y los vio cogidos de las manos, contempln­dose beatficamente, como si cada uno viera en el rostro del otro el paraso.

A finales de 1788 toda Francia era tierra abonada para la revolucin, pero slo unos pocos hombres podan esparcir la simiente capaz de hacerla brotar. Uno de ellos, Philippe de Vllmorin, joven seminarista educado en los nuevos ideales, es asesinado en duelo desigual por el marqus de La Tour d'Azyr por denunciar el despotismo de las clases privilegiadas, por poseer el peligroso don de la elocuencia. Ante el cuerpo sin vida de su amigo, Andr-Louis Moreau, abogado pragmtico y poco dado a la defensa enardecida de ninguna idea, ju­ra extender por todo el pas la voz que el aristcrata quiso acallar con la muerte. Acusado de sedicin, entra a formar parte de una compaa de cmicos de la legua. Su mordacidad y talento en los escenarios le harn triunfar tanto sobre las tablas, oculto bajo la ms­cara de Scaramouche, como en la Asamblea, donde ser el paladn del Tercer Estado. Fiel a su misin poltica y al deseo de vengar­se del marqus, Moreau emprende un aventurado camino que le conduce a un amor siempre imposible...

Naci con el don de la risa y con la intuicin de que el mundo estaba loco. Y se era todo su patrimonio. Aunque su verdadera ascenden­cia permaneca obscura, desde haca tiempo en la aldea de Gavrillac todos haban despejado el misterio que la envolva. La gente de Bre­taa no era tan ingenua como para dejarse engaar por un pretendido parentesco que ni siquiera tena la virtud de ser original. Cuando un noble apadrina a un nio que no se sabe de dnde ha salido, ocupndose de su crianza y educacin, hasta los campesinos ms ingenuos comprenden perfectamente la situacin. De ah que los ha­bitantes del pueblo no dudasen acerca del verdadero parentesco que una a Andr-Louis Moreau -como llamaron al muchacho- con Quintn de Kercadiou, seor de Gavrillac.

Traduccin de Manuel Pereira

Rafael Sabatini naci en Jesi, Italia, en 1875. Su padre, ingls, y su madre, italiana, eran cantantes de pera, y ms tarde profesores de canto. Saba­tini pas su infancia en Portugal y su adolescencia en Suiza, y a los dieci­siete aos fij su residencia en Ingla­terra. Dominaba seis idiomas y adopt el Ingls como lengua literaria. Tras un breve paso por el mundo de la empresa, se consagr a la literatura. Escribi relatos cortos durante la d­cada de 1890 y su primera novela apareci en 1902. En 1921 le lleg la fama gracias a su novela Scaramouche, que fue un xito de ventas internacional. Al ao siguiente obtuvo un nuevo gran xito con El capitn Blood. Sigui escribiendo a un ritmo frentico hasta su muerte, acaecida en Suiza en 1950.

1 La sociedad francesa en el Antiguo Rgimen se divida en tres estamentos: el eclesistico, el nobiliario y el Tercer Estado que, bajo la denominacin general de pueblo, agrupaba a la burguesa, a los artesanos y a los campesinos. (N. del T.)

1 Espanto en francs. (N. del T.)

1 Canevas o scenario en el original. Ms que una obra de teatro, es un esque­ma muy general que permite la improvisacin de los actores. Lo ms aproxi­mado en castellano es argumento. (N. del T.)

1 11En francs en el original. (N. del T.)

1 Amis en francs significa amigos. (N. del T.)

1 Tennis-court en el original. El juramento tuvo lugar en la sala del Jeu de Paume: juego de pelota en francs. Era el ancestro del actual tenis, y tambin se jugaba en salas techadas. (N. del T.)

1 Carta cerrada con el sello real que exiga el encarcelamiento o el destierro de una persona. (N. del T.)

1 Ayuntamiento. (N. del T.)

1 Donde aparecen los tres asteriscos *** el autor ha querido pasar por alto las obscenidades pronunciadas por Danton. (N. del T.)

1 En el original spadassinicides, del francs spadassin. Un neologismo del au­tor cuya equivalencia en castellano sera espadachinicidas. (N. del T.)

1 En Pars, por antonomasia, el Bois de Boulogne. (N. del T.)

1 En francs en el original. (N. del T.)

1 En francs en el original. (N. del T.)

1 Miembros de un club de la Revolucin Francesa. (N. del T.)

1 Institucin municipal parisiense (1789-1795) que devino gobierno revolucio­nario. (N. del T.)

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