Introducción
Roma otorgó desde un principio mayor importancia a los archivos que a las bibliotecas. Existieron archivos privados muy antiguos, donde los comerciantes anotaban sus operaciones. Sin embargo, las primeras bibliotecas privadas son de fecha más reciente. Estas contenían las obras que los generales vencedores trajeron de Oriente, además de oro, joyas, esculturas y esclavos cultos, que se dedicaron a organizarlas y utilizarlas. Entre estos generales, Lucio Emilio Paulo, Sila o Lucio Lúculo.
Primeras bibliotecas
A pesar de que en el siglo II ya se podían encontrar libros en latín, las primeras bibliotecas romanas contenían sobre todo libros griegos. Estas bibliotecas se inspiraron de la de Pérgamo. Estaban situadas junto a un templo y tenían una sala para depósito y un pórtico para leer en voz alta. Su contenido se distribuía en dos secciones: una griega y otra latina.
César quiso construir, a imagen de la de Alejandría, una gran biblioteca para Roma. Su repentina muerte impidió que su proyecto fuese realizado.
La primera biblioteca pública romana se debió a C. Asinio Polión, general, orador, historiador y poeta. Estaba situada en el Atrio de la Libertad y poseía las dos secciones, griega y latina. Al mismo tiempo, Augusto creó dos grandes bibliotecas en Roma, que igualmente contenían las secciones griega y latina. Una, creada en el 33 a.C., estaba situada en el campo de Marte; la otra, creada en el 28 a.C., estaba situada en el Palatino. En la primera biblioteca realizó sus labores como primer bibliotecario Gayo Meliso, profesor y autor dramático. De la dirección de la segunda biblioteca se encargó C. Julio Higinio, uno de los más importantes filólogos de su época.
Otras bibliotecas públicas fueron creadas en Roma por Tiberio y Vespasiano. Aunque ninguna logró el éxito de la creada por Trajano en el 113 d.C., de nombre Ulpia, y rival de las bibliotecas de Alejandría y Pérgamo.
Bajo el mandato de Tiberio existió la figura del procurator bibliothecarum o director general de bibliotecas. A sus órdenes estaban los distintos bibliotecarios que trabajaban en cada una de las bibliotecas. Algunos de ellos fueron Julio Papo, amigo de Tiberio, y el historiador C. Suetonio Tranquilo, amigo de Plinio el Joven. Este cargo desapareció en el siglo III, y a partir de ese momento cada biblioteca tuvo su propio director.
Los emperadores romanos no mostraron particular interés por las bibliotecas creadas bajo sus mandatos. Debido a las continuas guerras, la presencia de los emperadores en Roma era escasa. Ya en el siglo IV, trasladada la capital a Constantinopla, la decadencia se hizo más evidente y muchas de las bibliotecas fueron cerradas.
El obispo Theonas de Alejandría describe en una carta a Luciano, a finales del siglo III, las obligaciones del buen bibliotecario: conocer y mantener ordenados los libros, buscar copistas escrupulosos y hombres cultos para corregir su trabajo, reparar los libros deteriorados y no encargar sin la orden del emperador ejemplares lujosos, además de sugerir a su señor los libros que debe leer, tanto para su deleite personal como por serles útiles en su gobierno.
En Roma cada emperador impuso un funcionamiento distinto a sus bibliotecas. La demanda de lectura pública era escasa, con lo cual los edificios y colecciones eran pequeños. Los romanos preferían tomar prestados los libros y leerlos en sus bibliotecas privadas, o en las de sus amigos, y el único momento en que acudían a las bibliotecas públicas era para solicitar en préstamo un libro raro. En ocasiones, las bibliotecas públicas de alojaron en edificios cuya finalidad principal era otra (baños, basílicas, etc.).
Las bibliotecas privadas se generalizaron en siglo I d.C. en todo el imperio romano. Era común entre los ricos romanos poseer una biblioteca en cada una de sus casas principales. Era el caso de Cicerón, que tenía una biblioteca en su casa de Roma y otra en la de Ancio, donde pasaba sus vacaciones.
Este hecho se había convertido en una moda entre los ricos. En el Satiricón, Petronio muestra su irritación con ironía. Lo mismo hiso Séneca en su ensayo De tranquillitate animi.
No obstante, las bibliotecas fueron muy importantes para los romanos, tanto que Marco Vetruvio, en su libro De architectura afirma que es necesario que las casas cuenten con bibliotecas ya que en ellas se celebran frecuentemente reuniones.
Además de las bibliotecas públicas y privadas, es probable que existieran bibliotecas profesionales, lo que explicaría la pervivencia de algunos títulos de obras técnicas. Así las obras jurídicas llegaron a alcanzar los 2000 títulos. Las obras sobre medicina también fueron importantes (Hipócrates, Galeno, Cornelio Celso, etc.). Por último, la importante tradición campesina del pueblo romano hizo que existiese un gran interés por la agricultura.
Las primeras bibliotecas cristianas.
A principios del siglo IV, con el Edicto de Milán (año 313), el Imperio Romano experimentó grandes cambios. Estos afectaron particularmente al libro y a las bibliotecas. Este edicto, idea de Constantino y Licinio, devolvía a los cristianos los bienes que les habían sido incautados y se declaraba la libertad de cultos. Es entonces cuando se inicia la decadencia de la cultura pagana, ya que el edicto otorgaba al libro y a las bibliotecas cristianas protección oficial.
El libro cobró tal importancia que se acabó adoptando la forma del códice, compuesto por hojas de pergamino, en sustitución de las antiguas tabletas enceradas.
Una clara demostración de la protección de Constantino a la Iglesia cristiana fue la prohibición de que en Constantinopla se hiciesen actos paganos. Preocupado por la falta de libros religiosos, encargó además a su consejero Eusebio de Cesarea que confeccionara 50 códices de las Divinas Escrituras. Estos códices no han sido conservados.
Constantino creó una biblioteca latina y griega que tuvo un crecimiento rápido, pero un incendio la destruyó cuando, a decir de algunas informaciones, contenía 100.000 volúmenes. Fue rápidamente restaurada.
Otras bibliotecas cristianas de las que tenemos constancia son:
la creada por el obispo de Jerusalén, Alejandro, a mediados del siglo III,
igualmente importante fue la formada por Pánfilo, discípulo de Orígenes, en Cesarea de Palestina a finales del siglo III,
la biblioteca de San Agustín en la Iglesia Hipona, que a petición de su creador, fue conservada por sus sucesores,
el Archivum construido en Roma por el papa San Dámaso, donde trabajó San Jerónimo.