Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.
Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos
Artículo publicado en El País, el día 3 de enero de 2000.
El Home Office (Ministerio del Interior británico) anuncia que el general Pinochet será sometido a pruebas médicas oficiales el próximo mes de enero, probablemente el próximo día 5. A tal efecto ha sido designado un equipo formado por un neurólogo y dos geriatras. Su trabajo será seguido, en calidad de observadores, por los doctores Michael Loxton, que le ha atendido durante el último año y ha pedido ya su liberación, y Jacques Piroux, del Hospital Militar de Santiago, que, obviamente, la pedirá también.
Pero el diagnóstico decisivo, en el plano médico, será el proporcionado por los tres miembros del equipo citado. Después, en el ámbito político, será el ministro Mr. Straw quien se pronunciará a la vista del informe médico y demás circunstancias concurrentes: o liberación por motivos humanitarios, o continuación del procedimiento judicial hasta el próximo pronunciamiento del tribunal competente, fijado para el próximo marzo, sobre el recurso planteado por la defensa del general contra la extradición concedida a España por el juez Barttle en su última resolución.
Entretanto, las posturas al respecto siguen siendo tan contrapuestas como lo fueron desde el principio, tanto en Chile como aquí. "Es de sentido común evitar el juicio a Pinochet en España", afirmaba en Madrid, no hace mucho, el fiscal general del Estado. Frente a esta posición, la actuación judicial española, con el pleno respaldo de la comunidad defensora de los derechos humanos (española, chilena, británica y del mundo en general, incluidas instituciones tan prestigiosas como Amnesty International) mantiene otra posición que, con escasas variantes, puede resumirse así: "Es de sentido común y de conciencia humanitaria que Pinochet no sea encarcelado, por su edad, y quizá incluso por su estado de salud; pero, en todo caso, sigue siendo de justicia ineludible que sea juzgado y sentenciado por los abominables crímenes que perpetró."
Comprendemos, desde el punto de vista humano, que muchas víctimas de Pinochet, así como, principalmente, los familiares directos de las personas desaparecidas bajo los excesos pinochetistas, deseen que éste permanezca en la cárcel y muera en prisión, puesto que sus seres queridos fueron privados de libertad y torturados hasta su muerte en cárceles u otros recintos peores aun. Sin embargo, y aun a riesgo de disgustar a este sector absolutamente respetable, consideramos acertada la norma legal -española y de otros países- que prevé el no encarcelamiento de personas por encima de una determinada edad. Pero, al mismo tiempo, consideramos que el punto irreductible, aquél en el que no se puede ceder, es en la necesidad de que el ex dictador sea sometido a un juicio justo y efectivo.
Recordemos también que, incluso si el Tribunal Penal Internacional diseñado en Roma en julio de 1998 estuviera ya vigente y plenamente operativo -de lo cual está muy lejos aún-, tal Tribunal excluye expresamente en su estatuto la retroactividad, por lo que sólo podría juzgar los delitos posteriores a su establecimiento y no los del pasado. En otras palabras, sería un instrumento que nunca podría ser utilizado contra Pinochet, aunque sí contra sus homólogos del futuro. Ello confiere especial importancia a las actuaciones judiciales -como las emprendidas en España por el Juzgado número 5 de la Audiencia Nacional y por otros juzgados de varios países- al amparo del concepto de jurisdicción universal, y que al parecer constituyen la única vía disponible por el momento para poder juzgar ciertos crímenes contra la humanidad, cuando sus autores consiguen asegurarse la impunidad en su propio país.
Por su parte, la declaración del fiscal general español añadía una importante precisión, al señalar que el juicio debe ser evitado "en España". Criterio que también hemos de rechazar. Asumimos que, como norma general, los delitos deben juzgarse allí donde fueron cometidos. Pero cuando esto no resulta posible, la opción es ésta: impunidad o juicio en otro lugar. Recordemos que incluso notables personalidades chilenas -entre otras el ex presidente Patricio Alwyn- reconocieron honradamente la imposibilidad de un juicio efectivo en Chile al ex dictador. Aunque en Chile existen ya más de sesenta causas judiciales contra el general, todas ellas acumuladas a partir de su detención en Londres -lo que demuestra el enorme efecto psicológico de su arresto por orden del juez español-, tal juicio, en términos efectivos, sigue resultando inviable en Chile por múltiples motivos. Lo siguen impidiendo barreras tales como la amnistía de 1978, la inmunidad parlamentaria del ex dictador como senador vitalicio, y, sobre todo, la oposición frontal de la institución más poderosa de Chile: las Fuerzas Armadas.
Asumido, pues, que el juicio ha de ser en otro lugar, ¿por qué precisamente en España? Primero, porque fue aquí, en los juzgados 5 y 6 de la Audiencia Nacional, donde se presentaron, aceptaron y sustanciaron las denuncias y el procedimiento correspondiente, sin perjuicio de que denuncias similares fueran tramitadas -posteriormente- en otros juzgados de Francia, Bélgica y Suiza. Segundo: porque la jurisdicción de España sobre el tipo de delitos imputados al general quedó plenamente ratificada por la decisión unánime de los once magistrados de la Sala de lo Penal de la propia Audiencia Nacional. Tercero: porque es precisamente España -de los varios países reclamantes- aquél que ha obtenido la decisión de la justicia británica, favorable a la extradición del general.
Lamentablemente, sin embargo, y a pesar de este notable logro, España no ha dado una imagen única y coherente a lo largo del caso Pinochet, sino que ha mostrado en demasiados momentos -y sigue mostrando- dos caras contrapuestas. Mientras ciertos órganos del Estado llevaban adelante, con determinación y eficacia, los sucesivos pasos del procesamiento, captura y extradición del general, otros órganos del mismo Estado contradecían, entorpecían y trataban de truncar dicho procedimiento judicial. Se trata, obviamente, de pronunciamientos tendentes a debilitar la posición española en cuanto al cumplimiento final de la extradición. Entre tales manifestaciones cabe incluir la última citada, con la cual el fiscal general se manifestaba una vez más contra el cumplimiento de todas las decisiones judiciales españolas y británicas hasta hoy acumuladas, invocando esta vez lo único que le quedaba ya por invocar: el "sentido común", como supuesto argumento para evitar el juicio a Pinochet.
Nadie negará, pues, que -por el lado español- una parte del Estado se ha mostrado, y se sigue mostrando, adversa a la presencia de Pinochet en nuestro país. A muchos les sigue resultando demasiado fuerte imaginar al viejo ex dictador en Madrid, sentado ante una solemne fila de togas negras: las de unos magistrados españoles -también podían haber sido franceses, belgas o suizos, e incluso británicos en caso de no haber otorgado la extradición- que tendrían, en todo caso, sobre la mesa la correspondiente legislación nacional e internacional. Empezando por el fundamental e insoslayable "Convenio contra la Tortura y otros Tratos Crueles, Inhumanos y Degradantes" que el propio Pinochet ratificó con su firma en 1988 y cuyos preceptos y prohibiciones siguió pisoteando hasta el final de su dictadura, según revelan inequívocamente los 35 casos presentados por el juez español y aceptados por el juez británico en su sentencia, al otorgar la extradición.
Afortunadamente, y a pesar de la evidente división interna que el caso Pinochet ha suscitado también entre nosotros, las actuaciones que han prevalecido oficialmente han sido las de un Estado de derecho -España- que, pese a los obstáculos internos y externos, y a las dificultades intrínsecas de un proceso sin precedente alguno, ha sido capaz de llevarlo adelante con un éxito espectacular, que nadie hubiera imaginado quince meses atrás. Proceso respaldado por el apoyo entusiasta de los grandes sectores sociales castigados históricamente -en América Latina y otras regiones- por una impunidad que parecía ser aplastante, irremediable y definitiva. De pronto, cuando nadie lo creía posible, España abrió para ellos una esperanza de justicia; de esa justicia que siempre les fue negada en su propia tierra. Esa es la esperanza que no podemos defraudar, y ése es el camino que, por la parte que nos toca, debemos seguir hasta el final.
Otorguemos a Pinochet las consideraciones humanitarias propias de los países civilizados, aunque él se las negó a otros generales chilenos y a otras personas de avanzada edad. Pero no incurramos en la injusticia de añadir, a tales consideraciones, la de eximirle de ese juicio justo que él negó a sus víctimas. Ese juicio justo y riguroso que él, prepotentemente, creyó que jamás tendría que afrontar.