Pinochet nunca mando matar

Autor: Prudencio García Martínez de Murguía.

Miembro del Consejo Consultivo de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos

Artículo publicado en El País, el día 24 de mayo de 2000.

Hace escasas fechas Michael Townley, autor material convicto y confeso de los asesinatos del general Carlos Prats (antecesor de Pinochet como jefe del Ejército de Chile) y de Orlando Letelier (ex ministro de Defensa y de Exteriores en el Gobierno de Salvador Allende), ha declarado que siempre actuó a las órdenes directas del jefe de la DINA, el entonces coronel Manuel Contreras. Este, a su vez, afirma que siempre obedeció las órdenes de Pinochet. Y éste, por su parte, acaba de cerrar el ciclo diciendo que él “nunca mandó matar”. Excelente y triple combinación de conciencia moral y coherencia argumental. Con ella, el círculo queda cerrado con una lógica total. Pero los restos de Prats y su esposa, así como los de Letelier y su secretaria norteamericana, llevan un cuarto de siglo reposando en sus respectivos cementerios. Aunque, eso sí, nadie, nunca, los mandó matar.

Tenemos asumido el derecho que asiste a todo acusado de mentir en defensa propia, por muy culpable que pueda ser. El carterista puede jurar que la cartera recién robada, y que es hallada en su poder, acaba de encontrarla en el suelo, de donde la recogió para proceder a su devolución a través de la oficina municipal de objetos perdidos. El asesino que acaba de asestar diez cuchilladas a su víctima y es sorprendido un segundo después, chorreando sangre  y con el arma todavía en la mano, puede jurar que llegó al escenario del crimen, encontró a la víctima agonizante, extrajo el cuchillo que tenía clavado, con el benemérito deseo de atenderla, pero a continuación resbaló sobre el charco de sangre y se pringó en él  hasta la crisma. El más estrafalario cuento puede ser invocado por el criminal para negar su crimen.

En esa misma línea de desvergonzada autoexculpación,  el  ex dictador chileno ha encargado al director ejecutivo de la Fundación Pinochet, general retirado Luis Cortés Villa, que haga público, en su nombre,  nada menos que el siguiente mensaje: "Yo nunca mandé matar a nadie, nunca torturé a nadie, lo único que hice fue asumir mi responsabilidad lo mejor posible para mi país." Inconmensurable falacia: “lo mejor para su país” se tradujo en el exterminio directo de sus adversarios políticos, incluso no violentos. Pero no fue él quien lo hizo, ni siquiera quien lo mandó: él nunca mandó matar. Con ello, a esa ridiculez argumental, a esa pesada broma, a esa grotesca burla, el general intenta unir otro doble factor de tamaño descomunal: el más flagrante insulto a la conciencia humana y a la inteligencia universal.

Los datos fácticos que trituran la afirmación de Pinochet son aplastantes. Pocos días después del golpe, el dictador tuvo conocimiento de una incómoda denuncia, formulada por el general Oscar Bonilla, responsable de los centros de enseñanza militar, quien comprobó personalmente las atroces torturas aplicadas a ciertos colaboradores de Salvador Allende en la Escuela de Ingenieros Militares, por las cuales dicho general había decidido cesar y arrestar al director de dicho centro, el entonces coronel Manuel Contreras. Pinochet no sólo no respaldó las medidas de Bonilla sino que restituyó a Contreras en su puesto, y poco después le confiaba otro mucho más comprometido: la jefatura de la DINA. Aquellos torturados fueron finalmente asesinados. El general, conocedor de los hechos, pudo ordenar el cese de aquellas torturas e impedir aquellas muertes, que no se habían producido aún. Hoy, con ilimitado cinismo, pretende no haber tenido arte ni parte en aquellas torturas y ejecuciones, ni en tantas otras que se cometieron después.

Al mes siguiente del golpe se produjo la tristemente célebre “caravana de la muerte” (octubre 1973). Un grupo de jefes militares, encabezados por el hoy general Sergio Arellano Stark, investido por Pinochet con el carácter de “oficial delegado” para aquella específica misión, recorrió varias ciudades del país con la orden de eliminar, tras fulminantes juicios sumarísimos, a una serie de opositores políticos izquierdistas, previamente sentenciados a diversas –y en muchos casos leves- penas de prisión. Juzgados nuevamente, de forma precipitada y obviamente irregular, fueron fusilados en número de 75. Tal como ha declarado ante el juez Juan Guzmán el hoy coronel Sergio Arredondo, segundo de Arellano en aquella operación: ”Nuestra misión era matar”. Misión que les resultó ampliamente rentable, pues sus protagonistas fueron después recompensados por Pinochet con ascensos y puestos de responsabilidad. La presidenta del Consejo de Defensa del Estado (Fiscalía), Clara Szczaranski, ha señalado la responsabilidad criminal que incumbe a Pinochet por los delitos perpetrados en aquella fatídica caravana. Pero hoy, el viejo ex dictador tiene la inmensa desfachatez de negar que le incumba responsabilidad alguna en aquella delegación y en su mortífera tarea. El nunca mandó matar.

Una de las víctimas de la caravana de la muerte fue el periodista Carlos Berger, esposo de la conocida abogada Carmen Hertz, hoy parte activa de la acusación. Berger, preso por motivos políticos desde el golpe militar, fue sacado de la cárcel, junto con otros 25 presos,  por el grupo de jefes militares enviado por Pinochet. Los 26 fueron torturados y finalmente asesinados en un lugar próximo a la ciudad de Calama. Todos ellos murieron, pero la mitad de los cadáveres, incluido el de Berger, quedaron en paradero desconocido. Otro de los abogados de la acusación, Boris Paredes, subrayaba enfáticamente ante la Corte de Apelaciones, refiriéndose a las 75 víctimas totales de la siniestra comitiva, que “los dos únicos autores cuyos nombres son imprescindibles para entender estos delitos son Arellano y Pinochet.” Arellano ya está procesado. Pero Pinochet, protegido aún por su inmunidad, sigue alegando que nada tuvo que ver.

En otras palabras: el mismo hombre que por aquellos años afirmaba con orgullo que “en Chile no se mueve una hoja sin que yo lo sepa”, pretende ahora hacer creer al mundo que no ordenaba ni controlaba las actuaciones ni siquiera de aquellos jefes que actuaban bajo su más directo encargo y delegación.

Recordemos una vez más, por añadidura, que, entre 1974 y 1976, la DINA, bajo el mando del hoy general Contreras, ex­presamente situado en ese puesto por Pinochet, cumplía las órdenes del dictador extendiendo sus tentáculos de muerte mucho más allá de sus fronteras. Así cayeron asesinados en Buenos Aires y en Washington respectivamente los ya citados Prats y Letelier; y en Roma, la misma DINA, utilizando los servicios de un grupo terrorista de la ultraderecha italiana, atentaba igualmente contra la vida del que fue presidente de la democracia cristiana chilena, Bernardo Leighton, quien, igual que su esposa, recibió gravísimas heridas de las que ninguno de los dos se llegó a recuperar. Pero Pinochet, el mismo personaje que por aquellos años afirmaba, engreído, “la DINA soy yo”, pretende ahora que los grandes crímenes perpetrados por aquella organización, dentro o fuera de Chile, nada tuvieron que ver con él. Puesto que él, como ya se sabe, nunca mandó matar.

Otro abogado de la acusación, Hugo Gutiérrez, exponía ante la Corte de Apelaciones otro caso revelador: la declaración del general Gonzalo Urréjola (hoy retirado), quien testimonió que el general Washington Carrasco recibió una orden telefónica directa de Pinochet para fusilar a Germán Castro, ex intendente de la ciudad de Talca y colaborador del presidente Allende. Como resultado inmediato de aquella orden, dicho funcionario fue ejecutado sin esperar al final de su juicio, cuya sentencia condenatoria le fue dictada post mortem. Pero Pinochet, con las manos ensangrentadas en este caso como en tantos otros, sigue invocando su argumento predilecto: él nada tuvo que ver con el inmenso charco de sangre. Sólo pasaba por allí, y algo le salpicó. Pero matar, lo que se dice matar, nunca lo hizo y nunca lo mandó.

En estos pasados días, estos y otros casos similares han sido estudiados por el juez Juan Guzmán y expuestos por los querellantes ante los 22 magistrados que componen la ya citada Corte de Apelaciones de Santiago, con vistas a la privación del fuero de inmunidad que Pinochet detenta en su calidad de senador. ¿Serán capaces estos magistrados de comulgar con tan inmensa rueda molar, fingiendo creer que Pinochet nunca mandó matar, o harán honor a la insistente proclamación del presidente Ricardo Lagos de que Chile está demostrando al mundo ser capaz de juzgar a su ex dictador? Entretanto, en estos últimos días las querellas acumuladas contra éste llegan ya a 97, acercándose velozmente al centenar.

En cualquier caso, subsiste la enorme gracia del chiste de Pinochet.  El, ciertamente, nunca mandó matar ni torturar. La mejor broma del siglo, quizá del milenio. Un chiste cósmico, de dimensiones interplanetarias. Las carcajadas de sus víctimas resuenan por las estrellas y sus ecos recorren las galaxias.


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