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- CAPITULO XI -


Oigo al viento silbar por el desierto y veo las lunas de una noche de invierno elevarse como grandes naves en el vacío. A ellas ofrezco mi juramento: Seré valeroso y haré del gobierno un arte: equilibraré mi pasado heredado y me convertiré en un perfecto depositario de las reliquias de mis memorias. Y seré conocido más por mi gentileza que por mis conocimientos. Mi efigie resplandecerá a lo largo de los corredores del tiempo hasta tanto existan los seres humanos.
-Juramento de Leto, segśn Harq al-Ada



Cuando era aÅ›n muy joven, Alia Atreides había practicado durante horas y más horas el trance prana-bindu, intentando fortalecer su propia personalidad contra el asalto de todas demás. Sabía cuál era el problema... no se podía escapar de la melange en la caverna de un sietch. Lo infestaba todo: alimentos, agua, aire, incluso las telas con las que enjugaba lagrimas por la noche. Muy pronto se había unido a las costumbres de la orgía del sietch, donde la tribu bebía el agua de muerte de un gusano. En la orgía, los Fremen liberaban las presiones acumuladas de todas sus memorias genéticas, y renegaban de esas memorias. Había visto a sus compaÅ„eros ser poseídos temporalmente en la orgía.
Para ella no existía tal liberación, no podía renegar. Estaba poseída constantemente por una consciencia total desde mucho antes de su nacimiento. En sus circunstancias, esta consciencia había sido cataclísmica: encerrada en el Å›tero, sumergida en un intenso e inescapable contacto con las personalidades de todos sus antepasados y todas aquellas otras identidades ya muertas transmitidas por el tau de la especie a Dama Jessica. Antes de su nacimiento, Alia había poseído cada átomo de conocimiento requerido a una Reverenda Madre Bene Gesserit... más, mucho más que a todas las demás.
En aquel conocimiento yacía la aceptación de una terrible realidad... la Abominación. La totalidad de tal conocimiento la había abrumado. Pero la nonata no pudo escapar. Luchó contra el más terrible de sus antepasados, consiguiendo durante un tiempo una victoria pírrica a lo largo de su infancia. Logró una personalidad propia, pero sin inmunidad contra las intrusiones casuales de todos aquellos que vivían sus vidas reflejadas a través de ella.
Así seré yo también, algÅ›n día, pensó. Aquel pensamiento le daba escalofríos: luchar constantemente contra aquello que se agitaba en su interior como un hijo pretendiendo salir de su seno, entrometiéndose, aferrándose a su consciencia para aÅ„adirle nuevos quantums de experiencia.
El miedo la rondó durante toda su infancia. Persistió en su pubertad. Lo combatió, sin pedir nunca ayuda a nadie. żQuién podría comprender la clase de ayuda que necesitaba? No su madre, que nunca consiguió apartar de si el espectro del juicio Bene Gesserit: la prenata era una Abominación.
Luego había llegado aquella noche cuando su hermano había caminado solo hacia el desierto en busca de la muerte, ofreciéndose a Shai-Hulud como se suponía que debía hacer todo Fremen ciego. Un mes más tarde, Alia se había casado con el maestro de armas de Paul, Duncan Idaho, un mentat devuelto de la muerte por las artes de los tleilaxu. Su madre se había refugiado en Caladan. Los gemelos de Paul quedaban bajo la custodia legal de Alia.
Y ella controlaba la Regencia.
Las presiones de la responsabilidad habían arrastrado consigo los viejos temores, y muy pronto se había abierto a sus vidas internas, solicitando su consejo, sumergiéndose en el trance de la especia en busca de visiones que la guiaran.
La crisis llegó un día aparentemente como cualquier otro, en el primaveral mes de Laab, una clara maÅ„ana en la Ciudadela de Muad'Dib, con las ráfagas de viento frío soplando desde el polo. Alia llevaba todavía el amarillo del duelo, el calor del sol estéril. Una y otra vez aquellas Å›ltimas semanas había intentado ignorar la voz interior de su madre que intentaba burlarse ostentosamente de la preparación de los próximos Días Santos que debían tener lugar en el Templo.
La consciencia interior de Jessica se había ido debilitando, debilitando... hasta desaparecer por completo tras la Å›ltima espectral afirmación de que sería mejor que Alia se ocupara de hacer cumplir la ley de los Atreides. Nuevas vidas empezaron a clamar por su momento de consciencia. Alia sintió como si hubiera abierto un pozo sin fondo, del cual empezaron a surgir rostros como bandadas de langostas, a que finalmente consiguió enfocar uno que era como el de una bestia: el viejo Barón Harkonnen. Aterrada y ultrajada gritó contra todo aquel clamor interior, consiguiendo un temporal silencio.
Aquella mańana, Alia estaba dando su paseo antes del almuerzo por los jardines del techo de la Ciudadela. En una nueva tentativa de vencer en su batalla interior, intentó concentrar toda su consciencia en la admonición Choda de los Zensunni:
Ä„Si sueltas la escalera, puedes caer hacia arriba!
Pero la luminosidad de la maÅ„ana destellando entre los riscos de la Muralla Escudo la distrajeron. Planteles de elástica velluda hierba cubrían los senderos del jardin. Cuando aparto su mirada de la Muralla Escudo vió rocío en la hierba, toda la humedad capturada allí durante la noche. Se vió a sí misma reflejada por una multitud de gotitas.
Aquella multiplicidad la aturdió. Cada reflejo llevaba la huella de un rostro de la multitud que anidaba en ella.
Intentó centrar su mente en lo que aquella hierba implicaba. La presencia de aquel abundante rocío hablaba de a lo que había llegado la transformación ecológica en Arrakis. El clima de aquellas latitudes norteÅ„as se estaba haciendo más cálido; el anhídrido carbónico atmosférico se iba incrementando. Se recordó a si misma cuantas nuevas hectáreas se hallarían cubiertas de plantas verdes el próximo aÅ„o... y que se requerían mil doscientos metros cÅ›bicos de agua para regar tan sólo una hectárea.
Pese a todas sus tentativas de enfrascarse en pensamientos mundanos, no consiguió apartar de sí todos los otros pensamientos que giraban como escualos en su interior.
Puso sus manos sobre su frente y apretó con fuerza.
Sus guardias del templo le habían traído un prisionero para ser juzgado al atardecer del día anterior: un tal Essas Paymon, un hombre pequeÅ„o de tez oscura que estaba ostensiblemente al servicio de una casa menor, la de los Nebiros, que trataba en artefactos sagrados y pequeÅ„as manufacturas para decoración. En la actualidad se sabia que Paymon era un espía de la CHOAM cuya tarea era valorar la cosecha anual de especia. Alia estaba a punto de enviarlo a los calabozos cuando el hombre empezó a protestar fuertemente de «la injusticia de los Atreides. Esto podía haberle costado una sentencia inmediata de muerte en el trípode horca, pero Alia se sintió sorprendida por su audacia. Habló severamente desde el Trono de la Justicia, intentando asustarlo hasta tal punto que revelara más de lo que había dicho a sus inquisidores.
żPor qué tiene tanto interés nuestra cosecha de especia para la Combine Honnete? -preguntó-. Dínoslo, y quizá te perdonemos la vida.
Yo me limito a recoger información para aquel que me paga -dijo Paymon-. No sé nada de lo que se hace con mis informaciones.
żY por ese miserable beneficio interfieres en nuestros reales planes? -preguntó Alia.
La realeza nunca considera el hecho de que los demás también pueden tener sus propios planes -rebatió él.
Alia, cautivada por su desesperada audacia, dijo:
Essas Paymont, żquieres trabajar para mi?
El oscuro rostro del hombre palideció ante aquellas palabras.
Estábais dispuesta a aniquilarme sin un parpadeo -dijo-. żCuál es mi nuevo valor para que de repente queráis negociar conmigo?
Un valor simple y práctico -dijo Alia-. Eres audaz, y estas dispuesto a venderte al mejor postor. Puedo ofrecer más que cualquier otro en el Imperio.
El hombre se apresuró a citar una suma enorme a cambio de sus servicios, pero Alia se echó a reír y respondió con una cifra que consideró mucho más razonable e indudablemente por encima de cualquier otra que hubiera podido recibir antes. Y aÅ„adió:
Y, por supuesto, te hago donación de tu vida, a la cual supongo le darás un valor muy superior a todo lo demás.
ĄTrato hecho! -gritó Paymon y a una seńal de Alia, fue conducido a su sacerdote Maestro de Audiencias, Ziarenko Javid.
Apenas una hora más tarde, cuando Alia se preparaba para abandonar la Sala de Juicios, Javid llegó corriendo a informarle que Paymon había sido sorprendido murmurando una frase de la Biblia Católica Naranja: «Maleficos non patieris vivere.
No permitas a una bruja que viva -tradujo Alia. Ä„Así que esa era su gratitud! Ä„El hombre era uno de los que complotaban contra su vida! En su acceso de rabia como nunca antes había experimentado, ordenó la ejecución inmediata de Paymon, entregando su cuerpo al destilador de muertos del Templo, donde al menos su agua tendría algÅ›n valor en las arcas de los sacerdotes.
Y a lo largo de toda la noche el oscuro rostro de Paymon la persiguió.
Intentó todos sus trucos contra aquella obsesiva imagen acusadora, recitando el Bu Ji del Libro Fremen de Kreos: «Ä„No ocurre nada! Ä„No ocurre nada!. Pero Paymon la sometió a una terrible noche de pesadillas, y cuando despuntó el nuevo día Alia descubrió que el rostro de él se había unido al suyo en los reflejos de las miradas de gotas de rocío.
Una guardiana la llamó para el desayuno desde la puerta de la terraza, tras un bajo macizo de mimosas. Alia suspiró. Se dio cuenta de que no tenía más elección que entre dos infiernos: el tumulto dentro de su mente o el tumulto de sus sirvientes... todos ellos gritando con voces inÅ›tiles pero persistentes en sus demandas, ruidos de engranajes que hubiera deseado reducir al silencio con la punta de su cuchillo.
Ignorando a la guardiana, Alia se detuvo en la terraza ajardinada contemplando la Muralla Escudo. Un bahada había dejado un amplio estrato de aluvión, como un rastro de detritus que se destacaba delante mismo de la terraza. El delta arenoso se veía claramente delimitado ante sus ojos por los rayos del sol matutino. Se dio cuenta de que un ojo no iniciado podría ver aquel estrato de aluvión como una evidencia del antiguo curso de un río, pero no era más que el lugar donde su hermano había hendido la Muralla Escudo con las atómicas de la Familia Atreides, abriendo un paso desde el desierto a los gusanos de arena que habían arrastrado a sus tropas Fremen a una aplastante victoria contra su predecesor Imperial, Shaddam IV. Ahora, un amplio qanat lleno de agua discurría por el extremo más alejado de la mole rocosa, evitando las intrusiones de los gusanos de arena. Los gusanos de arena no podían atravesar el agua: era venenosa para ellos.
Ojalá pudiera disponer de una tal barrera para mi mente, pensó.
Aquel pensamiento agudizó su vertiginosa sensación de hallarse separada de la realidad.
Ä„Gusanos de arena! Ä„Gusanos de arena!
Sus recuerdos le presentaron una gran colección de imágenes de gusanos de arena: el poderoso Shai-Hulud, el demiurgo de los Fremen, la mortífera bestia del desierto profundo cuyos desechos incluían la inapreciable especia. Que extraÅ„o era el gusano de arena, pensó, desarrollándose a partir de las aplanadas y coriáceas truchas de arena. Que era a su vez como la germinante multitud que bullía dentro de su consciencia. Las truchas de arena, apretadas lado contra lado en el lecho rocoso del planeta, formaban cisternas vivientes; así retenían el agua en las profundidades, permitiendo a su vector gusano de arena sobrevivir. Alia podía sentir la analogía: algunos de aquellos otros dentro de su mente cerraban el paso a peligrosas fuerzas que hubieran podido destruirla.
La guardiana llamó de nuevo para el desayuno, con una aparente nota de impaciencia.
Alia se giró rabiosa e hizo un imperioso gesto de despido.
La guardiana obedeció, pero la puerta de la terraza chasqueo tras ella.
Al sonido de la puerta, Alia se dio cuenta repentinamente la existencia real de todo aquello que había intentado negar. Las otras vidas dentro de ella se hincharon como una horrible marea. Cada una de aquellas exigentes vidas presionaban su rostro contra sus centros de visión... una nube de rostros. Algunos presentaban una piel corroída por la sarna, otros eran callosos y llenos de oscuras sombras; había bocas parecidas a hÅ›medas losanges. La presión de aquel vórtice la arrastró, intentando llevársela, intentando ganarla y sumergirla en sus profundidades.
No -susurró-. No... no... no...
Se hubiera derrumbado al suelo si un banco situado a un lado no hubiera acogido su desfalleciente cuerpo. Intentó sentarse, no lo consiguió, y se dejó resbalar en el frío plastiacero, susurrando aÅ›n su negativa.
La marea continuó ascendiendo en su interior.
Tanteó sus sentidos interiores, conscientes del riesgo, pero atenta a la menor exclamación de aquellas vigilantes voces clamaban dentro de ella. Había una auténtica cacofonía exigiendo su atención. «Ä„Yo! Ä„Yo! Ä„No, yo! Y sabía que si les dedicaba su atención, aunque fuera tan sólo a una, estaba ida. Contemplar un solo rostro entre aquella multitud y escuchar la voz de aquel rostro significaría verse atrapada por aquella egocéntrica entidad que compartiría su existencia.
La presciencia es lo que crea esto en ti -susurró una voz.
Alia se llevó las manos a los oídos, pensando: Ä„Yo no soy presciente! Ä„El trance no funciona conmigo!
Pero la voz persistió:
Podría funcionar, si recibieras un poco de ayuda.
No... no -murmuró.
Otras voces se agitaron en torno a su mente:
ĄYo, Agamenón, tu antepasado, solicito audiencia!
No... no -apretó sus manos contra sus oídos hasta que sus sienes gritaron de dolor.
Un loco cloquear en su cabeza preguntó:
żQué fue lo que le ocurrió a Ovidio? Elemental. Esta aquí junto con John Bartlett!
Los nombres no significaban nada para ella, en aquella situación extrema. Hubiera deseado gritar contra ellos y contra todas las demás voces, pero ningÅ›n sonido escapaba de su boca.
Su guardiana, enviada de nuevo a la terraza por los sirvientes más antiguos, apareció una vez más en la puerta tras la mimosa, vio a Alia en el banco y le dijo a una compaÅ„era:
Oh, está descansando. Ten en cuenta que esta noche no ha dormido bien. Le hará bien tomar una zaha, una siesta matutina.
Alia no oyó a su guardiana. Su consciencia había sido invadida por un estridente canto:
Ä„Aqui estamos todos los alegres viejos pájaros, hurrah! -Las voces creaban ecos en el interior de su cráneo. Penso: Estoy volviéndome loca. Estoy perdiendo la cabeza.
Sus pies se movieron débilmente en el banco, como intentando huir. Sintió que si tan sólo pudiera controlar su cuerpo echaría a correr de allí a toda velocidad. Debía huir para impedir que cualquier parte de aquella marea interna la redujera al silencio, contaminando para siempre su alma.
Pero su cuerpo se negaba a obedecer. La más potentes fuerzas del Universo Imperial obedecerían inmediatamente al más pequeÅ„o de sus caprichos, pero su cuerpo no.
Una voz interior se echó a reír.
Desde un cierto punto de vista, muchacha -dijo-, cada incidente o creación representa una catástrofe. -Era una voz de bajo que retumbó contra sus ojos, y luego hubo de nuevo aquella risa, como burlándose de su propia afirmación-. Mi querida niÅ„a, yo puedo ayudarte, pero tÅ› tienes que ayudarme también a mi a cambio.
Luchando con el creciente clamor que resonaba tras aquella voz de bajo, Alia habló entre apretados dientes:
żQué... qué...?
Un rostro se formó por si mismo en su consciencia. Era un rostro sonriente y tan rollizo que hubiera parecido el de un bebé de no ser por la avidez que brillaba en sus ojos. Ella intentó rechazarlo, pero lo Å›nico que consiguió fue obtener una visión más distante de él, de tal modo que ahora podía contemplar también el cuerpo que iba unido a aquel rostro.
El cuerpo era groseramente, inmensamente gordo, enfundado en ropas cuyos bultos, aquí y allá, indicaban que sus grasas eran sostenidas por suspensores portátiles.
Como puedes ver -retumbó la voz de bajo-, soy tan solo tu abuelo materno. Tś me conoces. Fui el Barón Vladimir Harkonnen.
Pero tÅ›... Ä„tÅ› estás muerto! -jadeó ella.
Oh, por supuesto, querida! La mayoría de nosotros en tu interior estamos muertos. Pero ninguno de los demás está realmente dispuesto a ayudarte. Ellos no te comprenden.
Vete -suplicó ella-. Oh, por favor, vete.
Pero tś necesitas ayuda, nieta -argumentó la voz del Baron.
Que imponente se le ve, pensó Alia, espiando la proyección del Barón a través de sus cerrados párpados.
Estoy dispuesto a ayudarte -lisonjeó el Barón-. Los otros tan sólo están dispuestos a luchar para apoderarse completamente de tu consciencia. Todos ellos no hacen más intentar arrancarte de ti misma. Pero yo... yo me conformo con un rinconcito para mí.
Las otras vidas dentro de ella iniciaron de nuevo su clamor. La marea intentó engullira de nuevo, y oyó la voz de su madre gritando Y Alia pensó: Ella no está muerta.
ĄCallaos! -ordenó el Barón.
Alia sintió que toda su voluntad se aferraba a aquella orden, proyectándola a través de toda su consciencia.
Un silencio interior descendió como una fresca ducha, y sintio que su alocado corazón empezaba a latir en su pecho a la cadencia habitual. La voz del Barón se entrometió de nuevo, apaciguadora:
żLo ves? Juntos, somos invencibles. Tś me ayudas, y yo te ayudare.
żQue... qué es lo que quieres? -susurró ella.
Una expresión pensativa se dibujó en el grasiento rostro proyectado en sus cerrados párpados.
Ohhh, mi querida nieta -dijo-. Sólo pretendo disfrutar de algunos pocos placeres simples. Proporcióname algÅ›n momento ocasional de contacto con tus sentidos. No es necesario que nadie más lo sepa. Déjame sentir tan sólo un rincón de tu vida cuando, por ejemplo, te halles sumergida entre los brazos de tu amante. żNo crees que es un precio muy pequeÅ„o el que pido?
Si... si.
Bien, bien -cloqueó el Barón-. A cambio, mi querida nieta, podré servirte de mil maneras distintas. Puedo avisarte, ayudarte con mis consejos. Serás invencible, dentro y fuera. Barrerás cualquier oposición. La historia olvidará a tu hermano y te glorificará a ti. El futuro será tuyo.
żTÅ›... no dejarás... que... que los otros me venzan?
Ä„No podrán nada contra nosotros! Les dejaremos que sigan ladrando, pero seremos nosotros quienes mandemos. Te lo demostraré. Escucha.
Y el Barón calló, diluyendo su imagen, su presencia interior. Ninguna otra memoria, rostro o voz de otras vidas hizo notar su presencia.
Alia suspiró temblorosamente.
AcompaÅ„ando aquel suspiro, surgió un pensamiento. Forzó su camino a través de su consciencia como si fuera suyo propio, pero ella se dio cuenta de que había silenciosas voces tras él.
El viejo Barón era el mal. El mató a tu padre. Quiso mataros a ti y a Paul. Lo intentó, y fracasó.
La voz del Barón llegó de nuevo hasta ella, sin un rostro que la sostuviera:
Por supuesto que intenté matarte. żAcaso no estabas trabándome el camino? Pero esa disputa ya terminó. Ä„Tu venciste, muchacha! TÅ› eres la nueva verdad.
Alia se descubrió a sí misma asintiendo, y apretó espasmódicamente su mejilla contra la áspera superficie del banco. Sus palabras eran razonables, pensó. Un precepto Bene Gesserit reforzaba el carácter razonable de aquellas palabras «El propósito de una disputa es cambiar la naturaleza de la verdad. Si... esta era la forma en que la Bene Gesserit hubiera aceptado el hecho.
Ä„Exactamente! -dijo el Barón-. Y yo estoy muerto, mientras que tÅ› sigues viva. Yo poseo tan sólo una frágil existencia. Soy tan sólo una memoria de mí mismo en tu interior. Soy tuyo para lo que ordenes. Y qué poco pido a cambio de los profundos consejos que estoy en situación de darte.
żQué es lo que me aconsejas que haga ahora? -preguntó ella, tentativamente.
Estás preocupada por la sentencia que dictaste la ultima noche -dijo.- Te preguntas si las palabras de Paymon fueron referidas tal como se pronunciaron. Quizá Javid viera en aquel Paymon una amenaza a su posición de privilegio żNo son esas las dudas que te asaltan?
Si... si.
żY tus dudas están basadas en cuidadosas observaciones, no? Javid se está comportando con una creciente intimidad respecto a tu persona. Incluso Duncan ha notado eso, no?
Sabes que es así.
Muy bien, entonces. Toma a Javid como amante y...
Ä„No!
żTe preocupas por Duncan? Pero tu marido es un mentat místico. No puede sentirse tocado o herido por las actividades de la carne. żNo has notado muchas veces lo distante que está de ti?
P... pero él
La parte de mentat que hay en Duncan lo comprendería perfectamente, si alguna vez llegara a saber el ardid empleado por ti para destruir a Javid.
Destruir...
Por supuesto! Podemos utilizar instrumentos peligrosos, pero debemos echarlos a un lado cuando empiezan a ser demasiado peligrosos.
Entonces żpor qué debo...? Quiero decir...
ĄOh, mi pequeńa tonta! A causa del valor contenido en la lección.
No comprendo.
El valor, mi querida nieta, depende de su éxito para su aceptación. La obediencia de Javid debe ser incondicional, su aceptación de tu autoridad absoluta, y su...
La moralidad de esta lección se me escapa...
Ä„No seas obtusa, nieta! La moralidad debe tener siempre como base el sentido práctico. Dar al César y todas esas tonterías. Una victoria es inÅ›til a menos que refleje tus más profundos deseos. żNo es cierto que has admirado muchas veces la masculinidad de Javid?
Alia tragó saliva, odiando tener que admitirlo, pero obligada a ello por su completa desnudez frente a aquel espía interior.
S... si.
Estupendo. -Qué jovial sonaba aquella voz dentro de su cabeza-. Ahora empezamos a entendernos mutuamente. Cuando lo tengas indefenso, allá en tu lecho, convencido de que tÅ› eres su esclava, le preguntarás acerca de Paymon. Hazlo como un juego: una broma entre vosotros dos. Y cuando él admita su engaÅ„o, entonces deslizas un crys entre sus costillas. Oh, el chorro de sangre surgiendo de su cuerpo puede aÅ„adir mucho a tu satis...
No. -susurró ella, con la boca seca por el horror- No... no... no...
Entonces lo haré yo por ti -argumentó el Barón-. Hay que hacerlo; incluso tÅ› debes admitirlo. Si tÅ› preparas las condiciones, yo asumo temporalmente el control y...
Ä„No!
Tu miedo es tan transparente, nieta. Mi control sobre tus sentidos no puede ser más que temporal. Hay otros aquí que podrían imitarte con una tal perfección que... Pero tu ya lo sabes. Conmigo, esto, la gente descubriría inmediatamente mi presencia. TÅ› conoces la Ley Fremen sobre los poseídos. Serías eliminada inmediatamente. Si... incluso tu. Y sabes que yo no quiero que esto ocurra. Me ocuparé de Javid por ti e, inmediatamente, me retiraré de nuevo. TÅ› sólo necesitas...
żPor qué consideras que este es un buen consejo?
Te libra de un instrumento peligroso. Y, niÅ„a, establecerá las bases de una relación de trabajo entre nosotros, una relación que te enseÅ„ará cosas Å›tiles acerca de los futuros juicios que...
żEnseńarme?
Ä„Naturalmente!
Alia se cubrió los ojos con las manos, intentando pensar, sabiendo que incluso los más pequeÅ„os pensamientos iban a ser conocidos por aquella presencia dentro de ella, que algunos de ellos podían incluso ser originados por aquella presencia y haber ocupado el lugar de los suyos propios.
Te estás preocupando inÅ›tilmente -dijo el Barón con tono convincente-. Ese camarada Paymon era...
Ä„Me equivoqué con él! Estaba cansada y actué precipitadamente. Hubiera tenido que pedir una confirmación de...
Ä„Actuaste correctamente! Tus juicios no pueden basarse en estÅ›pidas abstracciones como esa noción de igualdad de los Atreides. Eso es lo que te ha dejado sin sueÅ„o, no la muerte de Paymon. Ä„Tomaste la decisión correcta! El también era un instrumento peligroso. Actuaste para mantener el orden en tu sociedad. Ä„Esta es una buena razón para enjuiciar, no esa estupidez acerca de la justicia! No existe nada así, no existe la justicia igual para todos, en ningÅ›n lado. Una sociedad en la que se intente conseguir un tal equilibrio es una sociedad condenada al fracaso.
Alia experimentó alivio ante aquella defensa de su juicio sobre Paymon, pero se sintió impresionada por el amoral concepto que yacía tras la argumentación.
La justicia igual para todos era un concepto Atreides... era... -apartó sus manos de los ojos, pero permaneció con los párpados cerrados.
Todos tus jueces sacerdotes deberán ser prevenidos acerca de este error -argumentó el Barón-. Las decisiones deben ser valoradas tan sólo en relación con sus méritos en mantener una sociedad en orden. Innumerables civilizaciones anteriores han embarrancado en los escollos de la justicia igualitaria. Tales estupideces destruyen las jerarquías naturales, que son mucho más importantes. Cada individualidad adquiere un significado tan sólo en su relación con nuestra sociedad en conjunto. Si esta sociedad no está ordenada en niveles lógicos, nadie puede hallar un lugar en ella... ni el mas bajo, ni el más alto. Ä„Vamos, vamos, nieta! TÅ› debes ser la severa madre de tu pueblo. Tu deber es mantener el orden.
Pero todo lo que hizo Paul era...
Ä„Tu hermano está muerto, fracasó!
Ä„TÅ› también lo estás!
Cierto... pero en mi caso fue un accidente más allá de mis proyectos. Ahora debemos ocuparnos de este Javid en la forma en que te he dicho.
Ella sintió que su cuerpo se encendía ante aquel pensamiento, y dijo rápidamente:
Debo pensar en ello. -Y pensó: Si lo hago, será tan sólo para colocar a Javid en su lugar. No necesito matarlo para ello. Y el estÅ›pido podría incluso traicionarse... en mi lecho.
żCon quién estáis hablando, mi Dama? -preguntó una voz.
Por un confuso momento, Alia pensó que se trataba de otra intrusión de aquellas clamorosas multitudes de su interior, pero al reconocer la voz abrió los ojos. Ziarenka Valefor, jefa de las guardianas amazonas de Alia, permanecía de pie junto al banco, con la preocupación reflejándose en sus curtidos rasgos Fremen.
Estoy hablando con mis voces interiores -dijo Alia sentándose en el banco. Se sintió aliviada, reconfortada por el silencio de los clamores internos.
Vuestras voces interiores, mi Dama. Sí. -Los ojos de Ziarenka brillaron ante aquella información. Todo el mundo sabía que la Sagrada Alia poseía recursos internos que no estaban al alcance de nadie más.
Conduce a Javid a mis apartamentos -dijo Alia-. Tengo graves asuntos que debo discutir con él.
żA vuestros apartamentos, mi Dama?
Ä„Sí! A mis estancias privadas.
Como ordene mi Dama -la guardiana se giró para obedecer.
Un momento -dijo Alia-. żHa partido ya el Maestro Idaho para el Sietch Tabr?
Si, mi Dama. Se fue antes del amanecer, segÅ›n vuestras instrucciones. żDeseáis que le envíe...?
No. Me ocuparé yo personalmente de ello. Y, Zia, nadie debe saber que Javid ha sido conducido hasta mi. Encárgate tu misma de todo. Es un asunto muy grave.
La guardiana tocó el crys en su cintura.
Mi Dama, si existe alguna amenaza contra vos...
Si, se trata de una amenaza, y Javid podría hallarse en mismo centro.
Ohhh, mi Dama, quizá no debería conducirlo...
Ä„Zia! żMe crees incapaz de manejar a alguien como él?
Una sonrisa lobuna rozó los labios de la guardiana.
Perdonadme, mi Dama. Lo traeré inmediatamente a vuestros aposentos. Pero... con el permiso de mi Dama, me quedaré montando guardia al otro lado de vuestra puerta.
Sólo tś -dijo Alia.
Por supuesto.. mi Dama. Parto inmediatamente.
Alia asintió para sí misma, observando cómo Ziarenka daba media vuelta y desaparecía. Javid no era apreciado por las guardianas. Otro punto contra él. Pero seguía siendo valioso... muy valioso. Era su llave de Jacurutu y, con este lugar en sus manos, entonces...
Quizá tengas razón, Barón -susurró.
Ä„Evidentemente! -cloqueó la voz en su interior-. Ahhh, será agradable hacerte este servicio, niÅ„a. Y esto es tan sólo principio...

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