- CAPITULO XXIX -
En esta época en la que las medios de transporte de seres humanos incluyen artilugios que pueden atravesar las profundidades del espacio en el transtiempo, y otras artilugios que pueden transferir instantáneamente a las hombres a través de virtualmente inatravesables superficies planetarias, parece extraÅ„o pensar en interminables viajes realizados a pie. Sin embargo, este sigue siendo el medio primario de viajar en Arrakis, un hecho parcialmente atribuido a una preferencia generalizada y parcialmente al brutal tratamiento que este planeta reserva a cualquier artilugio mecánico. En las duras condiciones de Arrakis, la carne humana resulta ser el más durable y confiable elemento para el Hajj. Quizás es la implícita consciencia de este hecho lo que hace de Arrakis el supremo espejo del alma.
-Manual del Hajj
Lentamente, cautelosamente, Ghanima regresó al Tabr, escudándose en las más profundas sombras de las dunas, agazapándose en la oscuridad cuando las partidas de bÅ›squeda pasaban muy cerca de ella. Una terrible consciencia la inundó: el gusano que había dado cuenta de los tigres y del cuerpo de Leto, los peligros que había que afrontar. Leto ya no existía; su gemelo ya no existía. Echó a un lado todas las lágrimas y aumentó su rabia. En aquello era pura Fremen. Y fue consciente de ello, y se recreó en ello.
Comprendió lo que se decía acerca de los Fremen. Se suponía que no tenían conciencia, que la habían perdido en el fuego de la venganza contra aquellos que les habían hecho huir de planeta en planeta en su larga peregrinación. Aquello era una estupidez, por supuesto. Sólo los bárbaros mas primitivos no tienen conciencia. Los Fremen poseían una conciencia altamente evolucionada, centrada en su propia supervivencia como pueblo. Tan sólo los extranjeros venidos de otros planetas podían considerarlos embrutecidos... al igual que los extranjeros venidos de otros planetas les parecían unos embrutecidos a los Fremen. Cada Fremen sabía muy bien que podía llevar a cabo un hecho brutal sin sentirse culpable por ello. los Fremen no sentían ninguna culpabilidad por cosas que hubieran hecho estremecer las conciencias de otros. Sus rituales los liberaban de la culpabilidad, que de otro modo hubiera terminado destruyéndoles. Sabían en lo más profundo de su conciencia que cualquier transgresión podía ser atribuida, al menos en parte, a circunstancias atenuantes muy bien definidas: «falta de autoridad, o «una tendencia natural hacia el mal, compartida con todos los seres humanos, o una «mala fortuna que cualquier criatura racional era capaz de identificar como una colisión entre la carne mortal y el caos exterior del universo.
En aquel contexto, Ghanima se sintió pura Fremen, una extensión cuidadosamente preparada de la brutalidad tribal.
Necesitaba tan sólo un blanco... y éste, obviamente, era la Casa de los Corrino. Ardía en deseos de ver la sangre de Farad'n derramándose en el suelo a sus pies.
NingÅ›n enemigo la aguardaba en el qanat. Incluso las partidas de bÅ›squeda habían ido hacia otros lugares. Cruzó el agua por encima de un puente de tierra, se arrastró través de la alta hierba hacia la salida oculta del sietch. Una brusca luz brilló ante ella, y Ghanima se echó de bruces al suelo. Miró hacia adelante a través de los tallos de alfalfa gigante. Una mujer había entrado por el acceso oculto del exterior, y alguien había recordado que había que preparar aquel acceso tal como debía ser preparada cualquier entrada del sietch. En los tiempos difíciles, cualquiera era recibido a la entrada del sietch con una deslumbrante luz que le cegaba temporalmente, el tiempo necesario para permitir a los guardias decidir. Pero tal acogida no había significado nunca que los chorros de luz surgieran libremente al desierto. La luz visible significaba que alguien había dejado abiertos los sellos exteriores.
Ghanima sintió una profunda amargura ante aquella traición a la seguridad del sietch, aquel violento chorro de luz. La blandura de los nuevos Fremen se había infiltrado por todas partes.
La luz continuó bailando en el exterior hasta la base de las rocas. Una mujer joven salió corriendo de la oscuridad de las plantaciones hacia la luz, con movimientos aparentemente temerosos. Ghanima pudo ver el brillante círculo de un globo en el interior del acceso, con un halo de insectos a su alrededor. La luz iluminaba dos oscuras sombras en el interior del acceso: un hombre y una muchacha. Estaban cogidos de la mano y se miraban mutuamente a los ojos.
Ghanima notó algo equivoco en aquel hombre y aquella mujer. No eran tan sólo dos enamorados buscando un momento de respiro en mitad de la bÅ›squeda. La luz permanecía suspendida por encima y detrás de ellos en el pasadizo que se adentraba en el sietch. Estaban hablando, dos siluetas proyectándose hacia la noche en un cerco de luz, visibles para cualquiera que espiara desde fuera sus movimientos. El hombre liberaba ocasionalmente una mano. La mano trazaba un arco en la luz, un seco y furtivo movimiento que, una vez completado, regresaba a las sombras.
Los aislados rumores de las criaturas nocturnas llenaban la oscuridad en torno a Ghanima, pero ella apartó enérgicamente tales distracciones.
żQué ocurría con aquellos dos?
Los movimientos del hombre eran tan estáticos, tan cautelosos.
El hombre se giró. El reflejo de las ropas de la mujer lo iluminaron, exponiendo un rostro rojo y blando con una enorme nariz llena de granos. Ghanima inspiró profunda y silenciosamente al reconocerlo. Ä„Palimbasha! Era uno de los nietos de un Naib cuyos hijos habían caído al servicio de los Atreides. El rostro -y otra cosa revelada por un abrir de sus ropas al girarse- le dieron a Ghanima un cuadro completo de la situación. Bajo la ropa llevaba un cinturón, y sujeto al cinturón había una caja que brillaba con mandos y diales. Era un instrumento de los tleilaxu o de los ixianos, sin la menor duda. Era el transmisor que había desencadenado a los tigres. Palimbasha. Aquello significaba que otra familia de Naibs se había pasado a la Casa de los Corrino.
żQuién era aquella mujer, entonces? No tenía importancia. Era tan sólo alguien a quien Palimbasha había utilizado.
Espontáneamente, un pensamiento Bene Gesserit surgió en la mente de Ghanima: Cada planeta tiene su propio período, como la vida misma.
Recordó bien a Palimbasha, mientras lo observaba allí con aquella mujer, viendo el transmisor, los furtivos movimientos. Palimbasha enseÅ„aba en la escuela del sietch. Matemáticas. Como matemático era un patán. Había intentado explicar a Muad'Dib a través de las matemáticas hasta que fue censurado por los Sacerdotes. Era un esclavista mental, y su proceso de esclavitud era extremadamente simple de comprender: transfería el conocimiento técnico sin transferir los valores.
Debería haber sospechado antes de él, pensó Ghanima. Todas las seÅ„ales estaban ahí.
Luego, con un ácido ardor en el estómago: Ä„El ha matado a mi hermano!
Se esforzó en permanecer tranquila. Palimbasha podía matarla a ella también, si intentaba penetrar por aquel acceso oculto. Entonces comprendió la razón de aquel tan poco Fremen derroche de luz que traicionaba la entrada secreta. Estaban comprobando por medio de aquella luz si alguna de sus víctimas había conseguido escapar. Debía ser un terrible tiempo de espera para ellos, sin saber lo que ha ocurrido. Y ahora que Ghanima había visto el transmisor pudo explicarse algunos de los gestos de su mano. Palimbasha estaba pulsando uno de los mandos del transmisor con mucha frecuencia, en un gesto rabioso.
La presencia de aquella pareja le decía mucho a Ghanima. Probablemente cada acceso al sietch contenía un servidor similar en su embocadura.
Se rascó la nariz allá donde el polvo le picaba. Su pierna herida le seguía pulsando, y el brazo que había empuÅ„ado el cuchillo le ardía. Sus dedos seguían entumecidos. Si hubiera tenido que usar el cuchillo, hubiera debido empuÅ„arlo con su mano izquierda.
Ghanima pensó en usar la pistola maula, pero su sonido característico seguramente atraería una indeseada atención. Tenía que encontrar algÅ›n otro medio.
Palimbasha se metió un poco más en la entrada. Se convirtió en un objeto oscuro contra la luz. La mujer giró su atención hacia la noche exterior mientras seguía hablando. Había en ella una adiestrada vigilancia, una sensación de que sabía cómo mirar la oscuridad, usando el rabillo de sus ojos. Entonces, era más que un simple instrumento. Formaba parte de lo más profundo de la conjura.
Entonces recordó Ghanima que aquel Palimbasha aspiraba a convertirse en un Kaymakam, un gobernador político bajo la Regencia. Debía formar parte de un plan mucho más vasto, aquello estaba claro. Debía haber muchos otros con él. Incluso aquí en el Tabr. Ghanima examinó las implicaciones que el problema exponía, las fue tanteando. Si consiguiera atrapar a alguno de aquellos guardianes con vida, muchos otros se verían perdidos.
El resoplido de un pequeÅ„o animal bebiendo en el qanat cerca de ella llamó su atención. Sonidos naturales y cosas naturales. Su memoria buscó a través de una extraÅ„a barrera silenciosa en su mente, y encontró a una sacerdotisa de Jowf capturada en Asiria por Sennacherib. Los recuerdos de aquella sacerdotisa le dijeron a Ghanima lo que debía hacer aquí. Palimbasha y su mujer eran apenas chiquillos, indóciles y peligrosos. No sabían nada de Jowf, ni siquiera sabían el nombre del planeta donde Sennacherib y la sacerdotisa se habían convertido en polvo. Lo que iba a ocurrirles a aquella pareja de conspiradores, si les fuera explicado, podría ser explicado tan sólo en términos de algo que empezara allí.
Y terminara allí.
Rodando sobre un costado, Ghanima tomó su fremochila y liberó el snork de arena de sus correas. Le sacó el tapón, extrajo el largo filtro de su interior. Ahora tenía un tubo vacío, abierto por ambos lados. Seleccionó una aguja de la bolsa de recambios, desenvainó el crys, é insertó la aguja en el hueco del veneno en la punta del cuchillo, allá donde en su tiempo se había alojado el nervio del gusano de arena. Su brazo herido hizo dificultoso su trabajo. Se movió cuidadosa y lentamente, envolviendo con meticulosidad la aguja envenenada en un apretado rollo de fibra de especia que sacó de uno de los departamentos de la mochila. La aguja quedó así firmemente asentada en el rollo de fibra, formando un proyectil que se ajustaba perfectamente al tubo del snork de arena.
Sujetando el arma plana contra su pecho, Ghanima se arrastró hacia la luz, moviéndose lentamente para causar la mínima alteración en la alfalfa. Mientras se movía, estudió los insectos alrededor de la luz. Si, había moscas piume en aquel girante torbellino. Eran notorias picadoras. El dardo envenenado ni siquiera sería notado, tomado por una molesta mosca. La decisión a tomar era: żA cuál de los dos había que alcanzar... al hombre o a la mujer?
Muriz. El nombre saltó sin desearlo a la mente de Ghanima. Aquel era el nombre de la mujer. Recordó las cosas que había oído de ella. Era una de las que zumbaban en torno a Palimbasha como los insectos zumbaban en torno a la luz. Era una mujer débil, que se dejaba influenciar fácilmente.
Muy bien. Palimbasha había elegido la compaÅ„ía equivocada aquella noche.
Ghanima llevó el tubo a su boca y, con el recuerdo de la sacerdotisa de Jowf límpido en su consciencia, apuntó cuidadosamente y expelió el aire con un fuerte soplido.
Palimbasha palmeó su mejilla, retirando la mano con un puntito de sangre en ella. La aguja ni siquiera pudo ser vista, echada a un lado por el mismo movimiento de la mano. La mujer dijo algo para calmarlo, y Palimbasha se echó a reír. Y mientras reía, sus piernas empezaron a doblársele. Se derrumbó sobre la mujer, que intentó sujetarlo.
Estaba aśn vacilando bajo aquel peso muerto cuando Ghanima llegó a su lado y oprimió la punta del crys contra su costado.
En tono conversacional, Ghanima dijo:
No hagas ningÅ›n movimiento inesperado; Muriz. Mi cuchillo está envenenado. Y ahora ya puedes soltar a Palimbasha. Está muerto.
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