- CAPITULO LX -
La Iglesia y el Estado, la razón científica y la fe, el individuo y su comunidad, incluso el progreso y la tradición... todo ello puede ser ajustado a las enseÅ„anzas de Muad'Dib. El nos enseńó que no existen opuestos intransigentes excepto en las convicciones de los hombres. Cualquiera puede echar a un lado el velo del Tiempo. Uno puede descubrir el futuro en el pasado o en su propia imaginación. Haciendo esto, uno reconquista su consciencia en su ser interior. Entonces uno sabe que el universo es un conjunto coherente y que él mismo es indivisible de él.
-El Predicador a Arrakeen, segśn Harq al-Ada
Ghanima estaba sentada fuera del círculo de luz de las lámparas de especia y observaba a aquel Buer Agarves. No le gustaba su redonda cara y sus fruncidas cejas, ni su forma de mover los pies mientras hablaba, como si sus palabras fueran una oculta mÅ›sica a cuyo compás danzaba.
No está aquí para parlamentar con Stil, se dijo Ghanima, viendo su juicio confirmado en cada palabra y en cada movimiento de aquel hombre. Se apartó aÅ›n más del circulo del Consejo.
Cada sietch tenía una estancia como aquella, pero la sala de reuniones de la abandonada djedida le daba a Ghanima la impresión de un lugar angosto debido a su techo demasiado bajo. Los sesenta componentes del grupo de Stilgar mas los nueve que habían acudido con Agarves llenaban tan sólo uno de los extremos de la sala. Las lámparas de aceite de especia proyectaban temblorosas sombras que danzaban en las paredes, y el pungente humo llenaba el lugar con el aroma a canela.
La reunión había empezado al oscurecer, tras las plegarias por la humedad y la comida de la tarde. Duraba ya más de una hora, y Ghanima no conseguía sondear las ocultas corrientes de aquella puesta en escena de Agarves. Sus palabras sin embargo parecían claras, aunque sus gestos y los movimientos de sus ojos no concordaban con ellas.
Agarves estaba hablando ahora, respondiendo a una pregunta de uno de los lugartenientes de Stilgar, un sobrino de Harah llamado Rajia. Era un joven enjuto, ascético, cuya boca se curvaba hacia abajo en las comisuras, dándole un aire de perpetua suspicacia. Ghanima consideró que aquella expresión se ajustaba a las circunstancias.
Por supuesto que estoy seguro de que Alia os garantizará un perdón absoluto a todos vosotros -estaba diciendo Agarves-. De otro modo yo no estaría aquí con este mensaje.
Stilgar intervino en el momento en que Rajia iba a hablar de nuevo.
No me preocupa mucho el si nosotros podemos confiar en ella, sino el si ella confía en ti. -La voz de Stilgar arrastraba refunfuÅ„antes connotaciones. No le gustaba la sugerencia de volver a su antiguo status.
No importa el que ella confíe o no en mí -dijo Agarves-. Para ser sincero, no creo que lo haga. Pero siempre he tenido la impresión de que ella no deseaba realmente que fueses capturado. Ella era...
Ella era la mujer del hombre al que maté -dijo Stilgar-. Admito que fue él quien lo provocó. Fue como si se dejara caer sobre su propio cuchillo. Pero esta nueva actitud huele a...
Agarves hizo danzar sus pies, con el rostro dominado la rabia.
Ä„Alia te perdona! żCuántas veces debo decírtelo? Ha hecho que los Sacerdotes prepararan una gran ceremonia para pedir la guía divina de...
Esto tan sólo plantea otra cuestión -esta vez era Irulan, inclinándose por delante de Rajia, con su rubia cabeza recortándose sobre la oscura tez del joven-. Ella te ha convencido, pero podría tener otros planes.
Los Sacerdotes han...
Pero hay todas esas otras historias -dijo Irulan-, acerca de que tÅ› eres algo más que tan sólo un consejero militar, que tÅ› eres su...
Ä„Ya basta! -Agarves estaba fuera de sí de rabia. Su mano se acercó a su cuchillo. Ocultas emociones se movían inmediatamente debajo de la superficie de su piel; contorsionando sus rasgos-. Ä„Creed lo que queráis, pero haced callar a esa mujer! Ä„Me contamina! Ä„Enfanga todo lo que toca! Estoy cansado. Estoy sucio. Pero nunca he levantado mi cuchillo contra mi propia raza... Ä„Ahora... ya basta!
Ghanima, observando aquello, pensó: En esto, al menos, la sinceridad surge de su boca.
Sorprendentemente, Stilgar se echó a reír.
Ahhh, primo -dijo-. Perdóname, pero hay verdad en la rabia.
żEntonces aceptas?
Yo no he dicho eso. -Alzó una mano cuando Agarves iba a estallar de nuevo-. No es por mi propio interés, Buer, sino por el de los demás. -Hizo un gesto a su alrededor-. Son mi responsabilidad. Déjanos considerar por un momento qué reparaciones nos ofrece Alia.
żReparaciones? No se ha hablado de reparaciones. Perdón, pero no...
Entonces, żqué es lo que ofrece como garantía de su palabra?
El Sietch Tabr y tÅ› como su Naib, plena autonomía como terreno neutral. Ella comprende ahora cómo...
No volveré a formar parte de su séquito ni a proporcionarle hombres para la lucha -advirtió Stilgar-. żQueda esto comprendido?
Ghanima se dio cuenta de que Stilgar estaba empezando a ceder, y pensó:
Ä„No, Stil! Ä„No!
No será necesario nada de eso -dijo Agarves-. Alia desea tan sólo que Ghanima le sea restituida y cumpla con la promesa del compromiso que ella...
Ä„Si es así vete! -dijo Stilgar, con el ceÅ„o fruncido-. Ghanima como precio de mi perdón. Si piensa que yo...
Ella piensa que eres un hombre sensato -argumentó Agarves, sentándose de nuevo.
Alegremente, Ghanima pensó: No lo hará. No malgastes tu aliento. No lo hará.
Y mientras pensaba aquello, Ghanima oyó un suave roce tras ella y a su izquierda. Empezó a girarse, y sintió que unas poderosas manos la sujetaban. Un pesado tapiz impregnado con somnífero cubrió su rostro antes de que pudiera gritar. Notando que perdía el conocimiento, se sintió arrastrada hacia una puerta en la parte más oscura de la sala. Y pensó: Ä„Hubiera debido intuirlo! Ä„Hubiera debido estar preparada! Pero las manos que la sujetaban eran de un adulto, y fuertes. No pudo librarse de ellas.
Las Å›ltimas impresiones sensoriales de Ghanima fueron las del frío aire de la noche, un vislumbre de estrellas, y un rostro cubierto por una capucha que bajaba la vista hacia ella y luego preguntaba:
No ha recibido ningśn dańo, żverdad?
La respuesta se perdió al tiempo que las estrellas giraban y se fundían ante su mirada, fundiéndose en un relámpago de luz que era el nÅ›cleo más interno de su yo.
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